Esto aparte, no bastaba con que quisiese reconciliarme con la vida para que esta reconciliación se realizara. No es como si a un hombre que hubiera pensado matarse le llegase su hija, cogiera su mano y le dijera: «¡Padre, esa vida que ya no quieres, consérvala; será solo para mí!»; y él prometiese renunciar a sus proyectos de suicidio. El asunto era mucho más complicado. Por supuesto, entendía lo que me pasaba, y me sentía feliz por ello. Solo que lo veía todo a través de una bruma. La de mi espíritu anublado. Anublado y encostrado por veinte años de internamiento, veinte años de alienación, forzada, es cierto, pero también aceptada con resignación. Veinte años de sustancias debilitantes, ingeridas en grandes cantidades cada mañana. ¡Veinte años de voluntad entecada! Veinte años de pensamiento y palabra ralentizados, adormecidos.

Se lo repito: no se trataba únicamente de renunciar a morir; encontrarse al borde de un precipicio y, en el momento de ir a saltar, dar un paso atrás y estrechar temblando la cálida mano tendida. No era tan sencillo. Para utilizar la misma imagen, diría que yo estaba al borde del precipicio, pero no en tierra firme, sino en el extremo de una estrecha cornisa de piedra, habiéndome bebido una botella de whisky. No bastaría con que decidiera volver atrás porque, en mi estado, podía igual caer al precipicio creyendo caminar hacia la salvación. Primero tenía que quitarme la borrachera, recobrar una visión clara, pensamientos límpidos, de forma que pudiera saber dónde colocaba cada uno de mis pies…

Esto por lo que a mí me concernía. Ahora bien, además de mí, estaban también los que me habían internado. Mi hermano, que no tendría ninguna gana de que pudiese recuperar la casa Ketabdar y mi parte de la herencia; y también Dawwab, para quien yo era una fuente de recursos y un instrumento de influencia… Se trataba de no despertar sus sospechas mientras que estuviera en su poder. Debía dar muestras de una prudencia extrema.

Mire, un ejemplo: para recobrar la lucidez, era importante que pudiera deshacerme de los medicamentos del café de la mañana. Era preciso utilizar ardides, pero la supervisión no era estricta todos los días; con una pizca de voluntad y continuidad de propósito, podía conseguirlo. Solo que, si dejaba de tomarlos de repente, iría a la catástrofe. En cuarenta y ocho horas habría dado tantos signos de nerviosismo extremo, que me delataría. El médico decidiría administrarme los mismos embrutecedores en inyecciones; y a partir de entonces me haría vigilar más estrechamente.

La única actitud razonable era disminuir las dosis muy progresivamente. Había notado que, en el «café» de la mañana, el gusto a medicamento era más fuerte en los últimos tragos. Adquirí, pues, cierta técnica para mantener en la boca el fondo de la taza, que un poco después escupía en el lavabo, al asearme. Al cabo de algunas semanas, estaba mejor. Aun siguiendo calmado, tenía la mente más clara. Lo notaba cuando leía, cuando observaba el comportamiento de los otros. Tenía una impresión extraña. La de haber cambiado mis sentidos gastados por los de un ser nuevo. O de beneficiarme de un sentido adicional.

Algo que había descubierto al ir reencontrando mis sentidos era que el personal a cuyo cuidado estábamos tenía la costumbre de intercambiar comentarios en presencia de los pacientes, unos puramente médicos, otros que querían ser sarcásticos, pronunciándolo todo muy deprisa y con elipsis y abreviaciones. ¡Pues bien!, mientras estaba bajo los efectos del satánico brebaje, todo ello me pasaba por delante de las narices sin que captase ni una palabra. Ahora, con un pequeño esfuerzo, las captaba. Oía a veces los pseudónimos incongruentes dados a los pacientes, o bien revelaciones inquietantes sobre el estado de salud de uno u otro, y hasta apuestas jocosas sobre lo que le quedaba de vida, pero me guardaba muy mucho de reaccionar.

No, no tenía ningún plan, ¡nada, realmente! Ningún proyecto de evasión, nada de ese tipo. Solo intentaba recuperarme, volver a ser un poco yo mismo para poder responder cuando mi hija me llamara.

¡Ah, una cosa más! Hacía ejercicios memorísticos. Un día estaba leyendo, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Era una vieja novela de aventuras, traducida del polaco. La historia estaba bien llevada y tenía prisa por saber el desenlace. Me puse a pasar páginas cada vez más deprisa. De pronto, al levantar la cabeza, sorprendí una mirada intrigada por parte de una vigilante. Había abandonado mi lentitud habitual, mis gestos se habían vuelto vivos, nerviosos, enérgicos, y la mujer lo había notado. Continuó fijándose en mí, como para asegurarse antes de hablar del asunto al médico. De modo que me impuse ralentizar el ritmo y, para ello, leer algunos párrafos dos veces. Fue entonces cuando se me ocurrió aprender de memoria frases enteras. No sé si resultó útil para mi «reeducación mental», pero me ayudó a recobrar confianza en mis capacidades.

¡Sí, sí, me ha entendido bien: esa persona me habría denunciado a Dawwab simplemente porque leía a un ritmo normal!

La idea que prevalecía en la Residencia era que los pacientes eran todos furiosos en potencia que incubaban crisis violentas. Mientras estuvieran «ralentizados», no existía riesgo. Todo gesto brusco, todo signo de agitación podía ser el preludio de una crisis.

Debía, pues, mantenerme en guardia en espera de Nadia, o de una señal suya.

Supongo que, por su parte, mi hija no tendría deseo más caro que el de liberarme. Pero ¿por qué medio conseguirlo? Una cosa era deslizarse en el interior de mi prisión para verme y otra lograr mi evasión.

Estaba muy orgullosa de haber llevado adelante su misión, de haber dado el pego todo el tiempo al director de la clínica; de haber podido, milagrosamente, confiarme la carta en propia mano y hablarme, y estar conmigo, y abrazarme. Me había abrazado como se hace con un extraño, peor incluso, como se concede un abrazo a un importuno; pero era para nosotros dos el primer beso. Se dará cuenta de que hablo de ella como de mi enamorada. El primer beso a mi hija, ¡el único en veinte años! ¡Semanas más tarde, aún estaba trastornado! Y todavía ahora, cuando revivo esos instantes…

¡Discúlpeme! ¿Dónde estaba?

¡Ah, sí!, hablaba de los proyectos de mi hija… Decía que su visita se había desarrollado a la perfección. Hasta el punto de hacerle creer que saldría con éxito de cualquier audacia. Pasaría las semanas siguientes trazando planes. Los planes más temerarios… ¡Planes de rapto! Llegó a la conclusión de que la astucia ya no bastaba, que había que decidirse a utilizar otros medios. ¡Sí, el rapto! ¡Pobre niña mía, su corazón la extraviaba!

Vuelve a casa de Bertrand, con la esperanza de obtener su ayuda. No lo había visto desde su regreso, y comienza por ponerle al corriente de su incursión en la Residencia y su encuentro conmigo. Él la escucha con simpatía, maravillado incluso. Vuelve a ver su propia juventud, y la de Clara, y la mía, en los gestos de mi hija, en el tono de su voz. Pero cuando, animada por su reacción, ella le desvela sus nuevos proyectos, su rostro se ensombrece.

—Lo que has hecho hasta ahora te honra —le dice—. Puedes estar orgullosa; yo mismo, en mi calidad de antiguo amigo de tus padres, no puedo evitar sentir cierto orgullo. Pero ¡cuidado! Lo que me dices acerca de tu padre me recuerda tristemente mi último encuentro con él. No sería un amigo si te ocultase mis auténticas impresiones en un asunto tan grave: tu padre está disminuido; manifiesta sus emociones por medio de gestos afectuosos, con lágrimas, pero es incapaz de ir más allá. ¿Acaso te dijo algo?

—Solo «gracias». Pero no podía decir nada más; el director nos vigilaba. ¡Era fundamental no traicionarse!

—Eso es lo que te dice tu mente juvenil, altruista y caballeresca. La verdad, ¡ay!, es otra. Yo vi a tu padre, pasé tres horas a su lado; él sabía que podía hablar, que no corría ningún riesgo. Si me hubiera dicho: «Llévame contigo», habría salido de allí inmediatamente, escoltado por el embajador y por mí. El canalla de su hermano no habría podido hacer otra cosa que quedarse quieto. ¡Pues no! Ossyane no dijo nada, ni una palabra. Y cuando en el momento de irme, como último recurso, volví hacia él, tuvo tiempo para decirme todo lo que hubiera querido, estábamos solos. No dijo nada. Solo sacó tu foto del bolsillo. Un gesto afectuoso, conmovedor, pero de un hombre disminuido.

»Cuando te conté esa escena, al verte ante mí, una joven de veinte años que nunca había visto a su padre, tenía lágrimas en los ojos; y tú, por supuesto, estabas cien veces más emocionada todavía que yo. Te has portado admirablemente. Has ido a verlo para abrazarlo, para decirle que no le has olvidado. Perfecto. Lo aplaudo. Eres la digna hija de dos compañeros maravillosos. Pero ha llegado el momento de mirar de frente a la verdad. Te lo repito, ese hombre está disminuido. Es triste, es profundamente injusto, pero es la realidad. Cuando lo vi por última vez ya no era él. Solo era capaz de manifestar sus emociones por medio de lágrimas, o un abrazo, nada más. Los dieciséis años que ha pasado después en ese asilo no habrán mejorado las cosas, seguramente.

»No quiero ni pensar en los peligros que correrías poniendo en práctica un plan como el tuyo. No te asusta el peligro; bien, tampoco a mí, créeme. Pero supongamos que el rapto se desarrolla conforme a tus previsiones; supongamos que logras arrancar a tu padre de esa clínica sin que vuelvan a atraparlo y lo encierren bajo siete llaves. Voy a imaginar incluso que dentro de un mes se encuentre aquí, en esta casa, con nosotros, sentado en ese sillón… ¿Qué sucederá? Tú misma te darás cuenta de su estado y te verás obligada a encerrarlo en una institución. Hay problemas médicos, problemas mentales y fisiológicos que la devoción de una hija y de un amigo no alcanzan a resolver. Lo habrás sacado de una institución en la que debe de tener costumbres establecidas y amigos para encerrarlo al día siguiente en otra, donde quizá sean menos amables con él, bajo un cielo más gris…

Mi hija salió de la casa de Bertrand echando pestes. Jurándose actuar sola una vez más, Pero su decisión comenzaba a hacer agua. Las palabras que acababa de oír iban a ahondar en su mente.

En el momento en que yo remontaba la pendiente, agarrándome a su promesa de no abandonarme, ella —sin confesárselo todavía claramente, supongo— ya había renunciado. Allí donde yo me encontraba no podía saberlo. Estaba persuadido de que un día reaparecería, y quería estar preparado.

Viví a la espera de Nadia. Durante años, me preguntaba cada noche, al dormirme, si la vería llegar al día siguiente, y con qué disfraz y qué complicidades.

Pero el futuro que esperaba había pasado ya.

No, mi hija nunca regresó a verme. No estoy resentido con ella, ¿para qué iba a volver? ¿Para salvarme? Ya me había salvado. Había pronunciado las palabras que curan. Yo remontaba ya la pendiente. Escalaba las paredes de mi abismo interior. ¡Luchaba! Para disipar la niebla, para recobrar la lucidez, para reconstruir mi memoria, para dejar renacer a mis deseos, aun a riesgo de sufrir sus exigencias insatisfechas… En lo sucesivo, sería mi combate, solo mío.

Tenía que llevarlo con prudencia redoblada. Continuar observando a mis compañeros de infortunio para imitar sus formas de comportamiento, sus manías. Porque, como cada día me daba más cuenta, entre el estado de sopor y el de vigilia no había nada, pero absolutamente nada, que se pareciera. Así, cuando me expresaba, no solo cambiaba el ritmo de las palabras, ni solo la entonación, ni solo los «uh» que desaparecían, esos innumerables «uh» que alargaban las frases, las palabras, las sílabas, también se modificaba el vocabulario (algunas palabras se olvidan cuando los deseos que evocan se hallan adormecidos). Todo, las palabras, la mirada, la manera de hacer muecas, o de no hacerlas, al alimentarse, mil detalles ínfimos distinguen a la persona que por la mañana se ha tragado dócilmente su dosis de embrutecedores del que finge.

A pesar de ello, no pensaba escaparme aún, todavía no. Lo que había reconquistado era demasiado precioso como para ponerlo en peligro con un acto de impaciencia. ¿Qué podía hacer? ¿Esconderme en la trasera de una furgoneta de reparto? ¿Saltar el muro y correr más que los guardianes? No, no era así como podría aprovechar mi oportunidad.

Cada noche pensaba en irme. Sí, aspiraba a alejarme del asilo, a encontrarme en otra parte. Pero no al gesto físico de atravesar una barrera. Esperaba a mi hija…

¿Y cuando ella no llegó, dice usted? La pregunta lleva en sí misma su propia respuesta. No existe el momento de no llegar. Cuando se aguarda con fervor, cuanto más tiempo pasa más convencido está uno de que el día esperado se aproxima. ¿Ha pasado un año? Mejor, te dices, necesitaba al menos un año de preparativos… ¿Han pasado dos? Su llegada debe de ser inminente…

Y además, el tiempo en la Residencia no transcurría de la misma forma que en el exterior. Nadie señalaba los días con muescas, como en las paredes de las prisiones. Estábamos allí a perpetuidad. Una perpetuidad de días idénticos. ¿Para qué contarlos?