Después de esta primera fiesta, hubo otra, en Haifa. Mucho menos espectacular, pero entrañable. Al principio, a Clara y a mí nos pareció superflua, ya que el tío Stefan había podido acudir a Beirut. Pero los miembros del comité PAJUW insistieron. Parecía importante para ellos y no quisimos contrariarlos.

Eran una veintena, judíos y árabes, quizá más judíos que árabes. Uno de los animadores, Naím, pronunció una alocución en la que decía que veía nuestra unión como un acontecimiento ejemplar, nuestro amor como un mentís al odio.

Extraño personaje, este Naím, en medio de aquel grupo con su pipa, que no dejaba de encender una y otra vez y que olía a guindas de Alepo, y su corona de cabellos grises. No era un obrero ni un intelectual propiamente dicho, sino un industrial arruinado; los otros, en buena lógica, tendrían que haber desconfiado de él, dado lo que decían sus libros sobre los orígenes de clase; pero nada de eso: nadie ponía en duda sus motivaciones profundas ni su dedicación, y todos le reconocían incluso cierta prelación en las reuniones. Se dice que en otros tiempos los suyos fueron dueños de media ciudad, forma oriental de decir, tontamente, que habían sido ricos. La crisis de los años treinta los había arruinado, como a tantos otros; el padre de Naím, su madre y sus tíos murieron uno detrás de otro de amargura y despecho; sobre él había recaído la ingrata tarea de liquidar la fortuna ancestral para pagar a los acreedores. Lo vendió todo; lo perdió todo menos una mansión a la orilla del mar, un viejo caserón de la época de los otomanos, vasto y antaño suntuoso, pero que ya no tenía medios para mantener, y que, cuando lo conocí, se encontraba en un avanzado estado de deterioro. Paredes leprosas, algunas incluso caídas, un jardín invadido por la maleza, habitaciones amuebladas con esteras y colchones viejos, una techumbre abierta… Con todo, la casa seguía pareciendo noble, serena y encantadora. Allí es donde se desarrolló la fiesta en nuestro honor.

Durante la velada, oímos por dos veces explosiones lejanas. Yo era el único que se alteraba; los demás, acostumbrados, especulaban indolentemente sobre el probable origen de los ruidos; los bailes se interrumpían solo unos segundos y luego se reemprendían, a los sones de un fonógrafo de alquiler.

¡Cuántas fiestas, aquel verano!, ¿verdad? Atrapados en el torbellino, Clara y yo evitamos plantearnos seriamente la pregunta que, sin embargo, estaba presente a cada momento en nuestros pensamientos: ¿dónde íbamos a vivir? Nuestra única certidumbre era que teníamos que estar juntos. Por supuesto, pero ¿dónde?

Si tuviera que tomar hoy la decisión, sé perfectamente lo que habría hecho. Al acabar el verano, nos habríamos ido a Montpellier, donde yo habría reemprendido mis estudios de medicina y ella los suyos de historia. Hoy estoy seguro de que era lo único que podíamos hacer. Si en la cabeza de aquel joven que yo era hubiese hablado la voz del viejo prudente en que me he convertido, esa voz habría dicho: «¡Sálvate! ¡Coge a tu mujer firmemente de la mano y corre; corred, salvaos!». Pero aquel joven y aquella joven, nosotros, no tenían otros consejeros que sus ilusiones del momento. ¡Sobre Levante iba a abatirse un tornado y nosotros pretendíamos contenerlo con nuestras manos desnudas! Era exactamente eso. El mundo entero se había resignado a ver a árabes y judíos matarse entre sí durante decenios, siglos, quizá; todo el mundo había tomado una determinación, los ingleses y los soviéticos, los americanos y los turcos… Todo el mundo, a excepción de nosotros dos y algunos soñadores como nosotros. Queríamos impedir aquel conflicto, queríamos que nuestro amor fuese el símbolo de una vía distinta.

¿Que era una muestra de valor, dice usted? ¡No, era una muestra de insensatez! Se puede formular una esperanza de paz, eso es loable, bonito, respetable… Pero ¿apostar nuestra existencia por ello, jugarnos nuestra felicidad, nuestro amor, nuestra unión, nuestro porvenir, sin pensar por un instante que podríamos perder la partida? ¡Hoy lo llamo «absurdo», «aberrante», «insensato», «estúpido», «suicida»! En aquella época, lo llamaba de otra manera. No se me ocurrió que pudiésemos ir a pasar tres o cuatro años a Francia. Era el cuarenta y seis, habríamos dejado pasar el ciclón… ¡Por favor, deténgame; podría continuar mucho tiempo con esta letanía, de tanto como la he recitado!

Así pues, decidimos quedarnos en Levante… Entre Haifa y Beirut. En los tiempos en que la frontera estaba abierta, la distancia por la carretera de la costa no era larga. Teníamos dos puertos de arribada, dos «escalas», como se decía en otros tiempos, y un montón de casas, pero ninguna para nosotros solos. En Haifa dormíamos, bien en el apartamento del tío Stefan, bien en casa de Naím. Y en Beirut, ni pensar en vivir en otro sitio que no fuese la casa familiar, tan amplia y con mi padre viviendo solo en ella. Nos instalamos allí con toda naturalidad. Para Clara, era su casa, y reinaba en ella como si fuese la dueña. Yo estaba locamente enamorado de ella, y mi padre la quería con ternura…

¿Que si preferíamos nuestra casa libanesa? Puede ser… no lo sé… Porque, al principio, también íbamos a Haifa con mucha regularidad. Clara había prometido ir a ver a su tío cada dos meses. También tenía empeño en no abandonar las sesiones del Comité… Por otra parte, cada vez nos sentíamos más próximos a Naím; se había convertido, me parece, en nuestro mejor amigo común. Y su casa era tan atractiva… Su jardín con macizos de espinos se extendía hasta la playa. Siempre que íbamos allí quedábamos maravillados. Pero donde fundamentalmente vivíamos era en Beirut. Y allí fue donde reemprendimos nuestros estudios.

En lo que me concierne, debería decir, mejor, intentar reemprenderlos. Me matriculé en la Facultad Francesa de Medicina, dirigida por los padres jesuitas. La enseñanza no era de menor calidad que en Montpellier. Podría haber hecho allí toda mi carrera desde el principio. Pero a los dieciocho años, ante todo quería escapar de la sombra de mi padre. Más que irme para estudiar, estudié para irme.

Ahora mi actitud no era ya la misma, ya no quería alejarme de mi padre, que estaba solo y con el cual mis relaciones habían cambiado por completo desde que me había convertido en un supuesto héroe de la Resistencia; y menos aún después de mi matrimonio; había envejecido, y la señora de la casa era la mía.

Clara también se matriculó en la universidad, en la que, como siempre, se mostraba muy activa. Hasta había comenzado a aprender árabe.

Pero, volviendo a mí, ya he precisado que «intenté» estudiar. Sí, solo lo «intenté».

Notaba, desde mi vuelta a las aulas, una gran dificultad para concentrarme en lo que leía. Imposible, sobre todo, memorizar lo que fuese. Al principio me decía que era normal, después de cinco o seis años de interrupción a lo largo de los cuales había tenido preocupaciones tan distintas. Pero los problemas de concentración persistían, y me irritaban más de lo que estaba dispuesto a admitir. Yo, que en otros tiempos había estado tan orgulloso de mi memoria y de mi capacidad de asimilación, tenía la sensación de ser víctima de la impotencia. Sentía vergüenza…

Por supuesto debería haber buscado remedio. Pero me negaba a admitir que se tratara de una anomalía que precisara cuidados. Prefería decirme que todo se arreglaría con el tiempo. Y buscar distracciones.

¿Qué distracciones? Mis conferencias, en primer lugar; había vuelto a dar algunas, siempre con el tema de mis recuerdos como resistente. Y también la felicidad… aunque resulte poco decoroso hablar de la felicidad como una distracción. Pero también desempeñaba ese papel. Era tan feliz en compañía de Clara que intentaba no dejarme perturbar por lo que pudiera ocurrir fuera de mi vida afectiva. Cada vez que nos cogíamos de la mano, nuestros corazones palpitaban y ya no escuchaba mis terrores ni el estrépito del mundo. Intentaba persuadirme de que todo iba bien.

En cierto sentido, todo iba bien, todavía…

Era, recuérdelo, la época en la que se hablaba mucho de la partición de Palestina en dos estados, uno para los judíos y otro para los árabes. 1947. A esas alturas, los resentimientos eran ya tan intensos que no podían expresarse en voz alta opiniones conciliadoras. Por todas partes atentados, manifestaciones, choques, gritos de guerra… Las carreteras para ir a Haifa y volver se volvían, a cada viaje, un poco más peligrosas.

Clara y yo éramos ya víctimas con la sentencia en suspenso. Luego, con unos zarpazos, la fealdad del mundo nos apartó.