Cuando llamo a su puerta, esa tarde, deben de ser ya las nueve. El hombre me invita a entrar, con gesto turbado. Le recuerdo nuestro encuentro precedente y le explico que acabo de llegar. Asiente con la cabeza, cortés pero más bien tenso; y, sobre todo, inquieto por saber si me han seguido. Ante mi respuesta —«No me ha dado esa impresión»— hace una mueca que quiere decir: «¡No basta con una impresión!». Su mujer, Danièle, interviene al punto, más afable. «No hay por qué alarmarse demasiado pronto. Todo irá bien. No habrá usted cenado, supongo…» Eran tres a la mesa. Mis anfitriones y una joven.

Esta se presenta. Un nombre compuesto que pronuncia mal, su nombre de guerra, evidentemente. Me presentó a mi vez: «Bakú».

—Bakú, un bonito nombre —dice la anfitriona.

—Me lo eligió mi abuelo. Es el diminutivo de una palabra que significa «futuro». Está convencido de que, a fuerza de repetir el nombre, conseguirá engatusar a la Providencia para que me asegure el más hermoso porvenir.

—¿Quiere usted decir que ese es su nombre auténtico? —se extraña la invitada.

—No, el nombre es falso, pero la historia es verdadera.

Todos me miraron fijamente durante algunos segundos, y luego nos echamos a reír de buena gana. Después, la invitada dijo: «Hacía meses que no me reía».

Al decirlo, reía de nuevo, pero los otros dos habían cesado bruscamente de hacerlo.

Hasta el final de la cena, la conversación giró en torno al suceso más relevante del momento: la batalla de Sebastopol y el anuncio hecho público por Berlín del cese de toda resistencia rusa en la ciudad. Mis anfitriones coincidían en asegurar que, pese al avance alemán, la apertura del frente oriental, conjugada con la entrada en la guerra de los Estados Unidos, cuyos efectos iban a comenzar a hacerse sentir, abrían paso a todas las esperanzas. Creí adivinar en ellos, por algunas de sus palabras, una sensibilidad comunista, lo que me sorprendió un tanto. Nuestro común amigo Bertrand era gaullista, católico, y siempre hablaba de los comunistas con un toque de desconfianza.

Apenas terminada la cena, Édouard se retiró a su habitación. Danièle me mostró entonces el cuarto en el que iba a dormir; sobre la cama había un pijama perteneciente a su marido y una toalla limpia. Luego nos propuso, a la invitada y a mí, tomar un coñac en el salón.

Aquella joven me intrigaba. Era más bien menuda, con el cabello muy negro, corto, y ojos verde claro un poco oblicuos, que se cerraban cada vez que sonreía; una cara joven y tersa pero con dos haces de arruguitas, como los rayos de un sol desdoblado, en torno a los ojos, cuando se cerraban. Yo hacía esfuerzos para no mirarla todo el tiempo, pero no me era fácil dirigir la vista a otra parte. Pasaba, sin cesar, de sus ojos a su cabello y de su cabello a sus ojos. Emanaba de ella tal mezcla de seguridad y de dulzura…

Hablaba correctamente el francés, aunque con un acento más pronunciado todavía que el mío y del que no podía adivinar el origen. Deseaba preguntarle quién era, de dónde venía y por qué se encontraba en este apartamento, en Lyon. Pero en la situación en la que estábamos, este tipo de preguntas no se plantean. Hablamos del curso de la guerra, del estado de la opinión, del espíritu de resistencia, de algunas acciones brillantes, pero, en lo que se refería a nosotros dos, nos contentamos con los nombres de guerra. Y con adivinar, a propósito de cada uno, por su acento, un lugar de procedencia. Un país, una región, un entorno, una comunidad.

Habíamos llegado, en nuestra conversación, a la batalla del Norte de África y a las noticias recentísimas según las cuales Mussolini se disponía a entrar triunfalmente en Egipto. Entonces, nuestra anfitriona, que hacía un rato que bostezaba, se retiró a su vez. «No es preciso que se vayan a acostar en seguida. Acaben tranquilamente sus copas.»

Sale y nosotros nos quedamos mudos. Imposible retomar el hilo. Entonces digo, como si estuviera leyendo en un libro:

—En el momento de retirarse, Danièle, sin darse cuenta, se llevó con ella la conversación.

Oigo entonces la misma risa que escuchara a mi vecina en la mesa. Alegre y triste a la vez, suelta y contenida. ¡Ay, la música más dulce del universo! ¡Y esos ojos que se hacían más profundos!

—¿En qué está pensando? —me dijo de pronto.

Me habría hecho falta mucho descaro para responder sencillamente: «¡En usted!». Más valía dar un rodeo:

—Estaba maldiciendo esta guerra. Si estuviésemos en este salón, saboreando el coñac y charlando de diversos temas sin esa pesadilla fuera, sin este miedo, sin sentimos acosados…

—¿Sabe? —me dijo—, si no nos encontrásemos ambos acosados, no estaríamos aquí, en este apartamento, bebiendo juntos este coñac…

Se produce un silencio. Yo bajo los ojos, porque ahora es ella quien me observa fijamente. Hundo la mirada en la gota parda que queda en el fondo de mi copa.

Y, de repente, oigo estas sencillísimas palabras:

—Mi verdadero nombre es Clara. Clara Emden.

¿Cómo explicar lo que esta frase significó para mí, en aquellas circunstancias? Al transgredir de ese modo las reglas de la prudencia, entramos, por decirlo así, en una segunda clandestinidad, esta de carácter íntimo. Arrellanados cada uno en su sillón, nos encontramos, sin embargo, acurrucados el uno contra el otro por medio del recuerdo y un poco con la mirada.

Yo, a mi vez, le revelé mi nombre. Mi nombre completo. Y también multitud de detalles acerca de mi familia, mis orígenes, mis estudios, mis ambiciones, lo que nunca había dicho aún a nadie así, ni siquiera a mí mismo… Aquella noche, en verdad, descubrí al decírselas ciertas cosas que vivían agazapadas en mi interior.

Luego habló ella. Acerca de sí misma. De su infancia. De la ciudad de Graz, en Austria, donde naciera. De su familia. Al principio, nos reímos juntos y vagabundeamos por los recuerdos: aquellos antepasados con manías curiosas, esos nombres que, desde la lejanía, hacen soñar, Lublin, Odessa, Vitebsk, Pilsen o Memel. Pero, súbitamente, cambió de tema. Otros lugares. No lugares de residencia o de migración, sino destinos tenebrosos. Los viajes se interrumpían. Las carreteras no iban ya del pueblo a la ciudad, los trenes ya no rodaban de una estación a otra. La geografía se trastornaba y yo no situaba ya los sitios ni veía los rostros; solo imaginaba hombres uniformados y otros con ropa de prisionero a en un paisaje de chapa metálica y alambradas de espino.

Clara había perdido la pista de todos los suyos.

No se crea que en aquella época no supiésemos nada acerca de los campos. Nuestra revista, ¡Libertad!, denunciaba constantemente las redadas y las matanzas. Sabíamos mucho. Casi estoy por decir que lo sabíamos todo. Todo, menos lo esencial. Todo, menos aquel elemento incomprensible hacia el que todo convergía, aquel elemento que no sospechábamos porque parecía demasiado monstruoso, incluso por parte de los nazis: la voluntad de exterminio total. Ni siquiera Clara, que había visto tanto, hablaba de ello. Mencionaba la persecución más salvaje de ningún momento en la historia, pero no hablaba de la «solución final». Había que tener dentro de uno algo monstruoso para imaginar tan solo una posibilidad semejante.

Había perdido a toda su familia. Perdido en los diferentes sentidos de la palabra; unos, muertos; otros, diseminados por los centros del horror… Puede que algunos salieran de allí; aún lo esperaba.

Cuando detuvieron a su familia, ella se encontraba en casa de una amiga católica, que la escondió y consiguió luego hacerla pasar a Suiza.

En Suiza, todo le fue a la perfección. Y cuando se hallaba totalmente segura, decidió trasladarse a Lyon. No soportaba la idea de que hubiese gente peleando, de que otra muriese, como sus parientes más cercanos, mientras ella se conformaba con permanecer a resguardo. Entró en contacto con alguien de nuestra red, que le facilitó el paso.

La noche en que nos encontramos, estaba esperando sus papeles de identidad. ¿Para ir a dónde? ¿Para llevar a cabo qué operación? Allí terminaban las confidencias. Sobre el pasado, todo, pero nada acerca del porvenir. Sin embargo, estaba claro que había vuelto de la libre Suiza a la Francia vencida para combatir.

—Mañana vendrá alguien a verme para entregarme mis papeles. Creo que querrá hacerle también a usted algunas preguntas antes de preparar los suyos. Parece que le apodan «Jacques el de los Papeles Falsos».

Cuando llamó a la puerta, a las siete de la mañana, Clara y yo aún seguíamos charlando. Ninguno de los dos nos habíamos movido todavía de nuestros sillones.

El hombre quería entrevistarse con cada uno de nosotros por separado. Ella se marchó inmediatamente después. Nos separamos con dos besos de camaradas en las mejillas, y un vago «hasta pronto», pendiente de los hilos del azar.