Me escribió dos meses más tarde, una carta de siete u ocho páginas, pero yo me sentí un poco decepcionado con ella. No, no exactamente decepcionado, digamos que me quedé con hambre. Y sé perfectamente por qué. Ella hacía como si aquel beso nunca hubiera existido. Peor aún: mientras que, durante nuestro paseo por el jardín, habíamos comenzado espontáneamente a tutearnos, en aquella carta me escribía «Sie sind [está usted]» en lugar de «du bist [estás]». Un paso atrás.

Sí, me escribía en alemán. Desde nuestro encuentro en Lyon, nos habíamos acostumbrado a hablar en francés; ella se expresaba correctamente, aunque con algunas faltas de vez en cuando. Pero, para escribir, se encontraba más a gusto con Goethe que con Chateaubriand…

Me trataba, pues, de «usted», como si lamentara aquel beso… Y en la carta no había nada personal, nada referido a nosotros dos, en todo caso. Me seguía hablando de su tío, de la dificultad de conseguir un alojamiento que le conviniese; ¿acaso esperaba encontrar el equivalente de su casa de Graz? Solo le ofrecían un apartamento en la planta baja de un edificio construido a toda prisa, con dos habitaciones, cocina-sala de estar y cuarto de baño compartido con otras dos familias. Y en un barrio de Haifa en el que crecía la tensión entre árabes y judíos: no pasaba un día sin choques o atentados. Clara no esperaba tanta violencia; en la carta me hablaba dos o tres veces de un «malentendido trágico» que se trataba de disipar.

No soportaba la idea de que, al día siguiente mismo de la derrota del nazismo, dos pueblos a los que Hitler detestaba se enfrentasen el uno con el otro y llegaran a matarse entre ellos, cada uno de ellos convencido de estar completamente en su derecho y ser la única víctima de una injusticia. Los judíos, porque acababan de sufrir lo peor que puede experimentar un pueblo, una tentativa de aniquilación, y estaban dispuestos a poner todos los medios para que algo semejante no volviera a producirse nunca más; los árabes, porque la reparación del mal se hacía, por así decirlo, a sus expensas, sin que hubiesen tenido nada que ver con el crimen perpetrado en Europa.

Clara, en su carta, evaluaba las cosas con calma e incluso sin prejuicio alguno, cuando tanto entre los judíos como entre los árabes los resentimientos habían alcanzado ya las más altas cotas. Además, no se contentaba con analizar. Actuaba. Resistía, como durante la guerra. Pero, esta vez, resistía contra la guerra.

De hecho, cuando he hablado de cierta decepción a propósito de esta primera carta, he querido decir, sobre todo, que esperaba una carta de amor o, por lo menos, una carta que diera fe de nuestra naciente relación; en lugar de lo cual, tenía en las manos la carta de una «compañera de armas».

Clara parecía profundamente trastornada por el conflicto que se extendía en torno a ella, y decía que estaba decidida a luchar con todas sus fuerzas para «superarlo». Por ello, me anunciaba con cierta solemnidad que se había unido a un grupo de militantes denominado PAJUW Commitee, iniciales de Palestine Arab and Jewish United Workers.[2] Me hablaba profusamente de sus objetivos; sin duda, estaban cargados de buenas intenciones. Y, pese a su muy pequeño número —nunca fue más que un valeroso grupúsculo—, esperaban desviar el curso de la Historia.

¿Si yo lo veía con escepticismo? No tanto como dan a entender mis palabras de ahora. Después de treinta años de conflictos, solo la idea de que un día pudiera existir el esforzado comité PAJUW nos hace ya sonreír. Para algunos, será una sonrisa burlona; para mí, más bien enternecida. En aquella época, no reaccionaba de la misma forma. Si reconstruyo mi estado de ánimo de entonces, lo que nunca constituye un ejercicio fácil, creo que aplaudiría el proyecto de Clara y de sus camaradas. Porque se correspondía con mis ideales. No solo porque proviniese de ella.

Como revela su nombre, aquel Comité era claramente izquierdista. ¿Qué quiere usted?, en esa época quienes deseaban oponerse al odio racial y religioso no podían decir sino: «¡Trabajadores, uníos!». No nos ha llevado muy lejos, pero parecía la única forma de decir: «¡No os matéis entre vosotros!».

Pero, volvamos a Clara y a su carta. Yo respondí con toda rapidez. El mismo día, o al siguiente. En francés. De entrada, le hablaba de «tú», con la esperanza de que tomara nota e hiciese lo mismo en adelante. Pero no incluía otras muestras de intimidad. Seguía más bien su ejemplo y le contaba, a mi vez, a lo que me dedicaba desde hacía unas semanas. Es decir, fundamentalmente a las conferencias en las que contaba «mi guerra».

Todavía no le he hablado de ellas, pero esas conferencias constituían entonces mi principal actividad, si no la única, y habían contribuido a hacer que se me conociese en todo el país.

Todo había comenzado accidentalmente, por expresarlo así, y a causa de un contratiempo. No lejos de nuestra casa había una asociación deportiva y cultural, cuyos animadores, que conocían mucho a mi padre, habían decidido dar una fiesta en honor del «valeroso resistente», o sea, en mi honor. Habían alquilado una sala y se habían metido en gastos. Una semana antes de la fecha convenida, murió mi abuela. La fiesta quedaba descartada, por supuesto. Nada de música de baile ni de de cotillones. Pero en lugar de anularlo todo, me propusieron que acudiese a hablar informalmente de «mi guerra», a contar algunas anécdotas y responder a algunas preguntas. Eso no me estaba vedado hacerlo en período de luto.

En la pista originalmente prevista para el baile, habían instalado filas de sillas. Y una mesita con un vaso de agua para mí.

Yo no tenía preparado nada. Comencé evocando algunos recuerdos, todo lo que me venía a la memoria, con palabras sencillas y tono confidencial. La gente, acostumbrada a los discursos que parecen discursos, permanecía muda. Yo sentía en su silencio, en su respiración, en sus suspiros, en las sílabas de aprobación o de asombro que a veces brotaban, que algo estaba ocurriendo entre aquella multitud y yo. Aquella noche recibí otras tres invitaciones para hablar; y en las semanas siguientes, veinte, treinta, sesenta, en todos los barrios de la capital, en las otras ciudades del litoral, en algunos pueblos de la montaña. En todas partes la gente me escuchaba durante dos o tres horas sin que decayese su atención. Y yo encontraba en ello un disfrute desconocido hasta el momento. Ellos, seducidos, y yo, maravillado de haber sabido seducirlos. Siempre era generoso con el tiempo.

En cuanto a mi padre, con los sueños que alimentaba en relación conmigo, de más está decir con qué ojos me contemplaba durante esas reuniones. Lo que resultaba nuevo es que yo mismo empezaba a creer un poco en aquel destino de «dirigente», de conductor de hombres. Viniendo tras los pasos de mi aventura en la Resistencia, esta nueva experiencia me llevaba a considerar por primera vez, y siempre un poco de mala gana, que quizá hubiera, después de todo, algo de verdad en aquel presentimiento de mi padre respecto a mí, así como en el de Nubar. Puede que, después de todo, sí que tuviese un porvenir con hechuras de destino. «Puede», digo bien, ya que si esa idea se apoderaba de mí, no era sin resistencia por mi parte, lo repito…

Le dije ayer, ¿o fue anteayer?, que después de la guerra ya no tenía la cabeza como para estudiar. Puede que fuese a causa de esta euforia. Sí, sin duda todo comenzó así. Tenía la sensación de que ya nunca podría cerrárseme ningún camino. No tenía más que avanzar, como si los obstáculos no existiesen. Así es como se prepara la caída.

Pero me estoy anticipando un poco. Aún no había caído, aún tenía las alas completas, no había agotado mis gozos.

Un día, durante una de mis conferencias, que tenía lugar en un cine de barrio, creí ver de pronto, sentada en el fondo de la sala, a una persona que tenía la mirada de Clara. Ella no me había anunciado que acudiría.

Ya no pude estarme quieto. Como enamorado, ¡la felicidad! Como conferenciante, un desastre. Hablar como yo lo hacía exigía sumergirse en uno mismo, llegar al grado más alto de concentración, y una entrega sin reservas, como un actor en el escenario. Aquel día, desde el instante en que la reconocí, mi espíritu empezó a flotar. Demasiados interrogantes, demasiadas imágenes, demasiada impaciencia… Así que abrevié y me apresuré hacia la conclusión. Luego, pedí a la concurrencia que me excusase por no poder contestar a las preguntas. «Circunstancias familiares», explicó el moderador, haciéndome prometer que volvería.

Media hora más tarde, estábamos sentados en mi casa, en el salón. Antes presenté a Clara a mi padre, que había intercambiado unas palabras con ella y luego se había retirado discretamente.

Ella llegaba con un proyecto. En la revista de su Comité, cuyo primer número iba a aparecer, pensaba publicar narraciones de resistentes, árabes y judíos, que habían combatido contra los nazis en diversos países ocupados. El propósito era obvio: convencer a unos y a otros de que debían unirse del mismo lado, luchar juntos por su futuro común… Desde esta perspectiva, mi testimonio podía tener interés.

Clara se había acomodado en el sillón más duro del salón. Le había propuesto que lo hiciera en otro, pero aquel le parecía el mejor para escribir. Había sacado un cuadernillo de notas y se lo había acomodado en las rodillas. Llevaba una larga falda plisada con motivos escoceses en verde y negro, y una blusa blanca. Tenía algo de colegiala. Quería que contase mi experiencia en la guerra de cabo a rabo, desde mi llegada a Francia hasta el regreso a mi tierra… Para mí, que no hacía sino contar esa misma historia desde hacía semanas a concurrencias cada vez más numerosas, habría tenido que resultar de lo más sencillo. Sin embargo, me quedé silencioso, buscando en vano por dónde comenzar.

Dado que el silencio se prolongaba, quiso hacerme el asunto más fácil. «Imagínate que estás ante una sala llena, frente a un público que no sabe nada de tu vida; comienza.»

—De acuerdo, voy a comenzar. No es sencillo así, con dos personas, en un salón, y cuando tú misma sabes tantas cosas sobre aquella época. Pero voy a intentarlo. Deja que me concentre un momento.

De nuevo, se produjo un largo silencio.

—Clara, querría que me hicieses una promesa. Sea lo que sea lo que pueda contar, no me interrumpas, bajo ningún pretexto, antes de que te diga: he terminado; y sobre todo no me mires; mira solamente tu cuaderno de notas.

—¡Prometido!

Ella sonreía ante mis chiquilladas; perpleja, quizá enternecida. Hubo un nuevo silencio. Después, dije estas palabras, que todavía no he olvidado:

—He reflexionado mucho desde nuestro último encuentro y ahora sé, sin la más mínima sombra de duda, que estoy enamorado de ti. Eres la mujer de mi vida y en ella no habrá jamás ninguna otra. Te amo con todo mi ser cuando estás aquí y te amo cuando no lo estás. Si no sientes lo mismo, no insisto; es un sentimiento tan potente y tan espontáneo que debe adueñarse de ti totalmente, no es un afecto que pueda adquirirse con el tiempo. Ahora bien, si no lo sientes, dentro de un minuto hablaremos de otra cosa y ya no te molestaré nunca. Pero si, por fortuna, sientes lo mismo que yo, en tal caso soy el ser más feliz del mundo; y te pregunto: Clara, ¿quieres ser mi esposa? Te amaré hasta mi último aliento…

Lo había recitado de una tirada, por miedo a que me interrumpiese, por miedo a trabucarme con las palabras. No la había mirado ni una sola vez. Y, cuando me hube callado, tampoco la miré. Tenía miedo de ver en sus ojos algo que pudiera parecerse a la indiferencia, o a la compasión. O incluso a la sorpresa, porque, aunque sabía a ciencia cierta que la había sorprendido con aquella declaración, cualquier manifestación de sorpresa me habría hecho pensar que no teníamos la misma predisposición; y cuanto ella hubiera podido decir, tras eso, no habría sido más que cortesía y consuelo.

Así que no miraba, y si hubiera podido apartar los oídos como apartaba la vista, lo habría hecho. Porque, tanto como en su mirada, temía oír en sus palabras, en la entonación de su voz, la indiferencia, la compasión… Solo oía su respiración, cálida como un suspiro.

—Sí.

Había dicho «sí».

La respuesta más hermosa, la más sencilla y, sin embargo, la que menos esperaba.

Podía haberse lanzado a fórmulas rebuscadas para explicar que, en aquellas circunstancias, no parecía posible que… La habría interrumpido brutalmente para decirle: «¡No hablemos más de ello!». Ella me habría hecho prometer que, pese a todo, seguiríamos siendo buenos amigos; yo habría dicho: «Por supuesto», pero nunca habría querido volver a verla, ni oír pronunciar su nombre.

Habría podido, a la inversa, explicarme que también ella sentía lo mismo desde nuestro primer encuentro… Yo habría sabido qué decir, qué hacer.

Este simple «sí», este «sí» seco, me dejaba sin voz.

Casi tenía ganas de preguntarle: «¿Sí, qué?». Porque podía, simplemente, haber querido decir: «Sí, lo he entendido»; «Sí, tomo nota»; «Sí, lo pensaré».

La miré inquieto, incrédulo.

Se trataba del auténtico «sí», del «sí» más puro. Con lágrimas en los ojos y una sonrisa de mujer amada.