El hito fue, quizá, el día en que mi hermano salió de prisión gracias a una última amnistía.

Fue a primera hora de la tarde; estábamos todavía en la mesa, charlando, los tres: nosotros dos y mi padre. Aquella mañana habíamos recibido la más hermosa de las noticias: Clara estaba embarazada. Volvía de ver a su médico, al que había ido a consultar tras haber tenido náuseas. Estábamos todos muy contentos, sobre todo mi padre, que ya se veía teniendo en los brazos a su nieto. Hablaba como si fuésemos a hacerle el más precioso regalo que se pueda imaginar. Y, de pronto, el ruido de un coche; que se detiene; que vuelve a partir; una puerta que golpea; pasos rápidos en la escalera… Mi hermano Salem había regresado.

¿Que si yo le había visitado estando él en prisión? No. No, ni una sola vez. ¡Vaya, no olvide cómo se había comportado ese granuja! ¿Mi padre? Si había ido a verlo, no me dijo nada al respecto. Con franqueza, teníamos ganas de pasar esa página. Hasta creo que habíamos logrado olvidarlo…

Pero volvió. En el peor momento, cuando menos lo esperábamos. Cuando menos deseábamos su presencia, volvió. Directamente de la prisión a la casa. A su habitación, a la que en seguida echó el cerrojo para que ninguno de nosotros pensase en subir a hablar con él.

Repentinamente, se instaló algo glacial en la atmósfera. La casa ya no era la misma, ya no era la nuestra. Bajábamos la voz para hablar. Mi padre se transformó en el lapso de unos instantes: su alegría se disipó; su rostro se tornó adusto. No decía nada, ni para quejarse de los modales de Salem, ni para maldecirle, ni para expulsarlo ni para perdonarle. Ni una sola palabra; se había encerrado en sí mismo.

En cuanto a Clara y a mí, antes del fin de semana nos fuimos a Haifa.

No, no hubo ningún incidente con mi hermano, no nos enfrentamos. Apenas nos dirigimos la palabra. ¿Si a pesar de todo nos fuimos? Comprendo su sorpresa. Quizá deba hacerle ahora una confesión. Me resulta difícil hablar de ello y me ha costado tiempo admitirlo, pero si intentase ocultarlo, muchas cosas resultarían incomprensibles: siempre tuve miedo de mi hermano. No, miedo no, el término es excesivo. Digamos, más bien, que en cuanto lo tenía enfrente me sentía a disgusto. Evitaba que mi mirada se cruzase con la suya.

¿Por qué razón? No me atrevo a lanzarme a explicaciones complicadas… No habíamos crecido de la misma manera. A él le habían crecido zarpas y colmillos; a mí, no. Yo, que había sido mimado constantemente, nunca había tenido que pelear de verdad. Me llegaba todo tan fácil, tan naturalmente… Todo, hasta el heroísmo, hasta la pasión. Bertrand, luego Clara. Todo llegaba a mí como en un sueño, yo no tenía más que decir «sí». Fui siempre, en todas partes, incluso en la Resistencia, el niño al que se halaga. Nunca tuve que combatir para conquistar mi sitio. Cada vez que se levantaba un obstáculo en mi camino, como milagrosamente se presentaba otro camino que se revelaba más ancho, mejor señalizado que el que se había cerrado. No he tenido, por tanto, que endurecerme. Y mis ideas lo reflejan. Siempre estoy a favor de la conciliación, de la reconciliación, y si me he rebelado, ha sido, desde luego, contra el odio.

En el caso de mi hermano, era al revés. Casi me dan ganas de decir que mató para nacer. Después tuvo que luchar siempre, contra mi padre, contra mí, o más bien contra mi sombra; todo era para él un combate rabioso, hasta el alimento del que se atiborraba.

A veces me he encontrado diciéndome que mi hermano era un lobo. No es exacto. El lobo pelea solamente por sobrevivir, o por preservar su libertad. Si no se le amenaza, sigue por su camino, altivo y patético. A mi hermano lo comparo más bien con esos perros asilvestrados. Echan de menos la casa en la que han crecido y a la vez la odian. Su itinerario vital se explica siempre por una herida: un abandono, una traición, una infidelidad. Esa herida es su segundo nacimiento, el único que cuenta.

Entre mi hermano y yo, el combate habría sido desigual. Yo escogí la huida. Sí, la huida, no hay otra palabra.

Clara y yo partimos, pues, rumbo a Haifa. Lo teníamos proyectado desde hacía tiempo, pero lo habíamos diferido en varias ocasiones porque las carreteras de Galilea no eran seguras. Vista la atmósfera que ahora reinaba en la casa, nos decidimos a ir. Aunque hubiera que correr ciertos riesgos. No era lo más prudente que podíamos hacer, sobre todo estando mi esposa embarazada. Pero nunca fuimos de lo más prudente; de haberlo sido, ninguno de los dos se habría comprometido con la Resistencia y no nos habríamos encontrado, ¿no le parece? Había en nosotros como una tradición de imprudencia y de temeridad.

Aquel día las carreteras estaban particularmente desiertas, lo que no fue suficiente para desanimarnos. Condujimos recto hacia delante a buena velocidad. De cuando en cuando, creíamos percibir martilleos inquietantes. Podían recordar a deflagraciones, pero lejanas, y hacíamos como si no hubiésemos oído nada.

Durante la última parte del trayecto, en Galilea, los sonidos se acercaron y se hicieron precisos: disparos, explosiones y olor a quemado. Pero era demasiado tarde para dar marcha atrás.

Cuando estábamos ya a la entrada de Haifa, entre la calle Faisal y la Kingsway, no lejos de la vía férrea… Si no conoce usted Haifa, todo esto no le sirve de nada… En resumen, en la entrada norte de la ciudad, dos balas perdidas vinieron a dar contra el coche. Después, una explosión nos hizo saltar sobre las cuatro ruedas. Gritamos las cosas más bien estúpidas que vienen a la mente en esos momentos, «¡Cuidado!» y «Ha venido de allá abajo». Como si sirviese aún para algo tener cuidado o saber la procedencia de los tiros. Agarrado al volante, me abalancé hacia delante. Incapaz de torcer a derecha o a izquierda, arremetía, repitiendo, con las mandíbulas temblorosas: «¡No tengas miedo! ¡No tengas miedo! ¡No tengas miedo!» Chocaba sin cesar con piedras, neumáticos, carrocerías de coches, puede que con cuerpos, no lo sé, no veía nada, arremetía. Cuando por fin llegamos, Dios sabe cómo, delante de la casa de Naím, al otro extremo de la ciudad, hacia Stella maris, me hicieron falta varios minutos para soltar los dedos del volante…

Aquel día no sufrimos nada peor que aquel espanto. No fuimos heridos, quiero decir. Pero no se puede decir que el espanto no sea nada. ¿Qué hay más insoportable que el sentimiento de impotencia que se experimenta en un turismo por una carretera llena de humo y de restos, cuando los tiros y las explosiones parecen venir de todas las direcciones a la vez? No éramos gente timorata, pero aquella vez fue demasiado. Estaban en juego nuestras dos vidas, nuestras tres vidas, nuestro porvenir, nuestro amor, nuestra felicidad. ¿No era un crimen tomarse todo esto a la ligera?

El incidente nos dejó quebrantados. De pronto, teníamos deseos de calma, casi de inmovilidad. Queríamos no salir de la casa durante semanas, ni siquiera para dar algunos tímidos pasos por el jardín, en dirección a la playa.

Pasábamos los días acurrucados una contra el otro, haciéndonos arrumacos. Hablábamos sin cesar del hijo que iba a nacer. Y del mundo en que nuestro hijo viviría. Nos complacíamos en imaginar un mundo diferente… Nuestras esperanzas estaban a la altura de nuestro desasosiego. Cuanto más sombrío es el mañana, más soleado es el pasado mañana.

Puede que le haya dado la impresión de que entre Clara y yo, a pesar de todas las tensiones y los rencores que nos rodeaban, no había nunca disputas ni discusiones. Sí, las había, pero no las que cabría suponer. Diría, incluso, que todo sucedía siempre, siempre, sin excepción, al revés de lo que se acostumbra a esperar. Cuando Clara me contradecía, era para ir más lejos en las razones de los árabes, para decirme que tenía que comprenderlos mejor; y yo, cuando la censuraba, era para decirle que era demasiado severa con sus correligionarios. La discusión nunca tenía lugar de otra manera. Y no era así por un arreglo cualquiera, por una convención de buena vecindad; era espontáneo, sincero. Cada uno se ponía espontáneamente en el lugar del otro.

Hace unos días tuve ocasión de escuchar, en París, un debate radiofónico entre un judío y un árabe, y le confieso que me chocó. Esa idea de enfrentar cara a cara a personas que hablan cada una en nombre de su tribu, que rivalizan de mala fe y con habilidad gratuita… sí, me choca y me repugna. Esos duelos me parecen burdos, bárbaros, de mal gusto, y añadiría, porque en ello estriba toda la diferencia: poco elegantes. La elegancia moral —discúlpeme por incensarme de paso por una vez—, sí, la elegancia moral era lo de Clara y yo. Clara, que se esforzaba por comprender hasta los peores defectos de los árabes y por mostrarse exenta de complacencia hacia los judíos; y yo, sin complacencia hacia los árabes y teniendo siempre en la memoria las persecuciones remotas y próximas para perdonar los excesos entre los judíos.

Lo sé, ¡éramos unos ingenuos incurables! Pero más lúcidos de lo que parece. Sabíamos entonces que ese futuro con el que soñábamos no era para nosotros. En el mejor caso, sería para nuestros hijos. Quizá fuera por aquel niño que iba a nacer por lo que aún teníamos fuerzas para mirar más allá del horizonte.

Cada mañana, ponía la mano sobre el vientre redondeado de Clara y cerraba los ojos. Y cuando oía en la radio que la carretera de la costa seguía siendo intransitable ya no me preocupaba. No quería moverme de aquel vetusto caserón otomano, construido a trasmano de las calles ensangrentadas. Olvidado el mundo exterior, olvidados mis estudios, olvidada la guerra, allí era donde iba a nacer mi hijo.

Y después, me marché.