Estoy convencido de que Ossyane era sincero cuando pretendía minimizar sus hazañas. La idea de que se le pudiese tomar por un «dirigente» le resultaba insoportable desde la infancia. Por lo tanto, abundaba en el sentido inverso, hasta el punto que sus negaciones, demasiado vehementes, dejaban a sus interlocutores perplejos y recelosos.
En todo caso, esa fue mi reacción. Mucho después de que nos hubiésemos separado, releyendo un día mis notas, se me antojó ver las cosas más de cerca. Me fui al mediodía en busca de los que habían vivido esa época confusa, sus maquis, sus saqueos, sus cuchicheos, sus redes. Al cabo de un mes de entrevistas sorprendentes, de interrogatorios ingenuos y de comprobaciones, adquirí la convicción de que, en efecto, en ciertos ambientes había existido una leyenda vinculada con el nombre de «Bakú» y de que su papel en la Resistencia no se había limitado exclusivamente al de simple «correo».
Pero ¿era eso lo verdaderamente esencial? La importancia del papel que se desempeña no es, después de todo, sino un asunto de apreciación. El hombre me había proporcionado su parte de verdad. Es decir, los hechos, y también los sentimientos que los acompañaban. Cuando alguien habla sobre sí mismo, ¿no es la objetividad un camino balizado de quimeras?
Me prometí no esforzarme por verificar ni rebuscar más, sino contentarme con sus palabras y mi papel de partero. Partero de verdades, partero de leyendas, ¡qué gran diferencia!
—Estábamos, pues, en el momento en que usted dejó Francia para volver a casa. Supongo que en Beirut lo esperaban…
No le dije a nadie en qué barco iba a ir, pero mi padre se enteró, Dios sabe cómo, y se lo hizo saber a toda la ciudad. También se habían extendido cien rumores relativos a mi actividad en la Resistencia. Hasta se cuchicheaba mi nombre de guerra, Bakú.
Bakú, Jacques, Bertrand, los papeles falsos, la guerra, la Resistencia: aún no tenía veintisiete años y ya había vivido una vida entera. Quizá ante mí se extendieran otras vidas.
La llegada al puerto. La multitud reunida en el muelle. Mis ojos, húmedos en el momento de cruzar la pasarela. Una chica de cabellos cortos que se acerca a ponerme una guirnalda en torno al cuello. Me inclino. Sus brazos desnudos rozan mis mejillas. Me enderezo. En torno a mí se entremezclan voces desconocidas. Un fotógrafo me hace señales de que no me mueva, de que mantenga la misma sonrisa y mire fijamente al objetivo. Todo el mundo se inmoviliza, contiene el aliento durante largos segundos. Se hace el silencio. Luego, lentamente, gesto a gesto, la escena vuelve a animarse, los gritos se elevan otra vez. Aplausos, vivas. Ahí está mi padre, que se adelanta, con un sombrero de fieltro rojo. Un sombrero de día festivo. La muchedumbre se aparta para dejarle pasar. Nuestras miradas se encuentran. Aquella mirada de expectación que tanto pesaba, en otros tiempos, sobre mis hombros, me parece ese día más ligera. Mi padre se quita el sombrero y me toma entre sus brazos. Me abraza con fuerza. De nuevo, aplausos. Me separa de sí y me sujeta con los brazos extendidos, mirándome de hito en hito. En sus ojos leo, de repente, algo distinto de la esperada alegría, distinto del orgullo. Cuando me atrae de nuevo contra él, farfullo una pregunta. «Más tarde, en casa, te lo explicaré todo», me responde.
Yo estaba tan inquieto como se puede estarlo cuando se encuentra uno de pronto en el centro de un júbilo intenso y un poco inmerecido. Con esa impresión de que la desgracia aguarda su oportunidad, como un rival celoso, en el siguiente cruce. Pero, presentimientos aparte, en aquella multitud faltaba mucha gente.
De toda mi familia, solo estaba mi padre. ¿Y los demás? Y, en primer lugar, mi abuelo, el mejor fotógrafo del país, presente en todas las ocasiones para alinearnos, reñirnos y cegarnos con su flash. ¡Por nada del mundo habría querido perderse este cliché!
Sí, esto era lo primero que echaba a perder mi alegría: ¡en esta foto estaba ausente el fotógrafo! Al montar en el coche que me esperaba, aún lo buscaba con la vista.
—¿Dónde está el abuelo, que no lo veo?
—Nubar se ha ido.
Inquietante expresión, cuando se refiere a un hombre de setenta años. No me atreví a decir más, por miedo de escuchar las palabras que temía oír.
Demorar algunos segundos la verdad, las lágrimas…
Mi padre añadió entonces: «Se ha ido a América, con tu abuela y con tu tío Aram».
Me sentí aliviado, casi gozoso, como si me hubiesen devuelto a mi abuelo; ¿no se sueña, tras la muerte de un ser querido, en descubrir de pronto que cuanto se ha visto y oído era solo una pesadilla? Yo tuve, en el lapso de un segundo, esa impresión de milagro.
No por ello estaba menos intrigado. Creía que Nubar había renunciado hacía mucho tiempo a sus proyectos de emigración.
Pero, súbitamente, sentí otra inquietud.
—¿E Iffett, dónde está?; tampoco la he visto.
—Tu hermana está en Egipto. Se casó al principio de la guerra y no pudimos avisarte.
—¿Quién es su marido?
—No lo conoces. Se llama Mahmud. Es hijo de una antigua familia de Haifa, los Garmali. Trabajaba aquí, en un banco inglés, pero acaban de trasladarlo a El Cairo. Su padre estaba ya en la banca otomana, en Estambul. Un buen chico, mi yerno, íntegro y afable, pero un poco… así.
Al pronunciar estas palabras, mi padre hizo un gesto que yo le había visto ya de vez en cuando: volver las palmas y la cara hacia el cielo y luego bajarlas hacia el suelo, después nuevamente hacia el cielo, dos o tres veces seguidas, a toda velocidad, como para remedar una prosternación. Era su forma de decir algo así como «beato» o «santurrón»… No había que tomarle siempre al pie de la letra; toda persona a la que hubiera visto murmurar pasando las cuentas de un rosario era candidato a esa bufonada de descreído.
—¿Mi hermana no es desdichada, al menos?
—No, fue ella quien lo escogió y creo que se entienden bien. No temas por Iffett, sabe hacerse respetar. No es ella la que me da preocupaciones…
»¿He dicho preocupaciones? Lo que he soportado estos últimos años ha sido mucho más que preocupaciones. No querría estropearte el placer del regreso, pero tienes que saberlo: una gran desgracia se ha abatido sobre nosotros. Hoy acabo de tener el primer instante de felicidad en cuatro años. Ya verás. Nuestra casa estará a partir de ahora rebosante de gente.
Como le conozco desde siempre, me burlé en mi interior con una especie de irritación divertida. No guardaba el mejor de los recuerdos de ese salir y entrar, de ese ininterrumpido movimiento de gente.
Para mi padre era absolutamente distinto, porque, de pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas; apretaba una mano contra otra, de rabia.
—Desde hace cuatro años nadie ha traspasado nuestro umbral. Como durante mi infancia, en Adana. ¡Somos unos apestados!
Puse mi mano sobre las suyas, con los ojos empañados; me sentía afligido antes incluso de saber qué desgracia nos azotaba.