¿Cómo podía Nadia dejar de pensar en aquel hombre enfermo que llevaba sobre el corazón, como un talismán, su foto? ¡Aquel alienado —sí, sí, por qué tenerles miedo a las palabras—, aquel alienado que mostraba la foto de ella a su mejor amigo como si se tratase de una imagen santa! ¡Una carita de recién nacida, la seria alegría del mundo!

Para mi hija, a su edad, todo cuanto podía llevar dentro de sí de ideal, de entusiasmo, de sueño, todo pasó a converger en aquel joven viejo internado. «Pero, es mi padre —repetía a su compañera de cuarto en la ciudad universitaria—. No es un extraño, es mi padre; la mitad de mis células provienen de él, la mitad de mi sangre, el color de mis ojos, la forma de mi mentón. Mi padre.» Le gustaba el sabor de esa palabra.

¿Y si ese padre, en lugar de ser una fiera gorda y protectora, se sintiera como un animalillo cautivo, acosado, herido y abandonado? ¿Y si la hija, en lugar de ser su protegida, se convirtiese en su protectora maternal?

Nadia soñaba conmigo con los enternecimientos de su edad. Pero sus sueños no se detenían ahí. Buscaba un medio de llegar hasta mí, de hacerme una señal, en respuesta, quince o dieciséis años después, a la señal que yo le había enviado.

Encontrar a ese padre, liberarlo, se había convertido en su idea fija.

¿Incluso si estaba destruido por el internamiento, por la medicación, hasta el punto de resultar irrecuperable?

Esta pregunta, no se la planteaba. Una ceguera saludable.

¿Que si habló con su madre de esto? Ni una palabra. Las relaciones entre ambas no eran las mejores, en esa etapa de su vida. Clara tenía una personalidad imponente y un pasado; Nadia precisaba vivir su propia aventura, conducir su propia resistencia. Allí, precisamente, donde su madre había arrojado la toalla…

A Bertrand tampoco volvió a hablarle del tema; no enseguida. Tenía que actuar sola. Era su aventura, era su combate. Era su padre.

Tenía razón, además, en no divulgar su proyecto. Era tan rocambolesco que ni Clara ni Bertrand le habrían dejado proseguir con él.

No se sinceró, como supe después, más que con aquella amiga con la que compartía su habitación de estudiante. Se llamaba Christine, y su apellido familiar era el de un gran joyero de París.

Nadia le propuso hacer un cambio, una sustitución. Las dos jóvenes se parecían; lo bastante para que pudiera confundírselas en las fotos de los documentos de identidad. Mediante un procedimiento digno de Jacques el de los Papeles Falsos, Christine fue a hacerse un nuevo pasaporte provista con las fotos de Nadia; el funcionario de la prefectura no vio más que lucecitas, al mirarla. A partir de ese momento, mi hija disponía de un pasaporte a nombre de Christine, pero con su propia foto; podía atravesar las fronteras sin que nadie sospechase ni su verdadero nombre, ni su nacionalidad ni su ciudad natal. En cuanto a su amiga, libre de obligaciones para con su familia, le divertía deshacerse durante algún tiempo de un patronímico asfixiante para asumir la identidad de una chica musulmana y judía a la vez.

¡Sí, exactamente, musulmana y judía! Yo, su padre, soy musulmán, al menos en los papeles; su madre es judía, al menos en teoría. Entre nosotros, la religión se transmite por medio del padre; entre los judíos, por medio de la madre. Nadia era, pues, musulmana a los ojos de los musulmanes y judía a los de los judíos; a los suyos, podía escoger una u otra opción, o ninguna de las dos; había elegido las dos a la vez… Sí, las dos a la vez, y muchas cosas más. Estaba orgullosa de todos aquellos linajes que habían desembocado en ella, por caminos de conquista o de huida, procedentes de Asia central, de Anatolia, de Ucrania, de Arabia, de Besarabia, de Armenia, de Baviera… ¡No tenía ningún deseo de seleccionar gotas de su sangre, parcelas de su alma!

Era el sesenta y ocho. Una primavera de euforia para los estudiantes de Francia, me han dicho. Pero Nadia no soñaba más que en partir. Hacia ese Levante que, sin embargo, abominaba. Se procuró un visado, un billete de avión y una reserva de hotel, todo a nombre de su amiga.

Al día siguiente mismo de su llegada a Beirut, se dirigió en taxi a la Residencia del Camino nuevo. No tenía medio alguno de saber si yo todavía estaba allí, pero suponía que no me había movido.

Cuando la reciben en el despacho del director, da su nombre falso. Inevitablemente, Dawwab le pregunta si pertenece a la ilustre familia de joyeros. Ella dice «sí» con la indiferencia precisa, ni demasiada, ni demasiado poca. Como lo hacía Christine cuando le planteaban la misma pregunta.

—Precisamente —añade mi hija—, se trata de un asunto familiar. Es delicado de contar, pero prefiero ir al grano.

»Una de mis tías vivió en el Líbano hace unos años, y oyó muchos elogios sobre su institución. Fue ella la que me recomendó que viniese a verlo. En relación con mi padre. Tiene, desde hace varios años…, problemas mentales bastante graves; se ocupan de él algunos especialistas…

—¿Quién, por ejemplo?

Nadia había preparado bien la entrevista; pronunció ciertos nombres prestigiosos. El director aprobó con la cabeza y le animó a proseguir.

—Pensamos que a mi padre le sentaría bien una estancia en el extranjero. Igual que a toda la familia. Somos gente conocida, ya lo sabe, y la reputación de nuestra Casa se resiente con esto. Él mismo es consciente de ello. Aún no le he hablado de la idea de hacerle tratar aquí, pero pienso que no vería nada objetable si el establecimiento le conviene. Tengo la impresión de que en su casa hay cuanto pueda desear: sol, un marco apacible, la calidad de las atenciones… Vengo un poco como exploradora, para ver en qué ambiente estaría. Quizá, antes de tomar la decisión final, conviniese que usted mismo viniera a verlo a París. Con todos los gastos pagados, por supuesto…

¡El pez se había tragado el anzuelo! Todo mieles, el doctor Dawwab propuso a la rica heredera hacer el recorrido de su institución modelo.

Comienza por el jardín, un corto paseo para hacerse una idea. Las vistas a la montaña, al cercano mar. El equipo médico, tanto más nuevo cuanto que raramente se utilizaba. Luego, las habitaciones. La de Lobo, que estaba al piano. Enseguida, la sala grande, ornamentada con plantas verdes, donde los internos, poco habituados a ese género de visitas, dejan caer sus inevitables juegos de cartas para acercarse a la huésped.

—¡No tenga miedo —le dice Dawwab—, no le harán ningún daño!

Nadia lo tranquiliza. Se esfuerza por mantener el aire un poco afectado de inspectora minuciosa. Mirando a derecha y a izquierda, arriba y abajo, como para verificar si no hay, en esta sala demasiado limpia, un poco de polvo en los rincones. De hecho, cabe imaginar perfectamente los sentimientos que la agitan mientras busca con la mirada, en esa aglomeración de alienados, al padre al que jamás ha visto.

Aquel día yo no jugaba a las cartas, ni a las damas, ni a las tablas reales, ni a nada. Había charlado un poco, indolentemente, con Lobo; luego, él se fue a su piano y yo cogí un libro. Estaba sumergido en él y, cuando llegó la visitante y se produjo aquel barullo, no me acerqué junto con los otros. Solo levanté la cabeza, al cabo de un momento, sin moverme de mi lugar, para ver a la desconocida.

Nuestras miradas se cruzaron. ¿Quién podía ser esa chica?; no tenía la menor idea. Ella, sin embargo, me había reconocido. Estaba como en las viejas fotos. Sus ojos se quedaron fijos. Los míos también, pero solo porque me sentía intrigado. Y también un poco nervioso por esa extraña que venía a observarnos como si fuésemos peces de un acuario.

Debí de hacer una mueca explícita, lo que le hizo decir a Dawwab, con una risita, como para excusarse:

—¡Le hemos perturbado su lectura!

Al mismo tiempo, me apuñalaba con la mirada.

Luego, añadió:

—Ese señor no hace otra cosa que leer de la mañana a la noche. Es su pasión.

No era la verdad exacta, había adornado un poco el asunto con objeto de realzar el prestigio intelectual del establecimiento.

—Si es así —dijo entonces Nadia—, le voy a ofrecer este libro. Acabo de terminarlo.

—No merece la pena —dijo el director.

Pero ella ya está junto a mí. Le veo introducir algo en el libro antes de tendérmelo.

Después, vuelve con Dawwab, que finge una sonrisa. Yo, aún absolutamente estupefacto, abro maquinalmente el libro. Ni siquiera tengo tiempo de leer el título. Arriba, a la derecha, encima del nombre del autor, está escrito a lápiz el nombre de la propietaria: Nadia K.

Me levanto al instante. La miro extrañado; acabo de descubrir, en su rostro, trazos que me recuerdan a Clara. En ese instante sé, sin la más mínima duda, que aquella persona es mi hija. Y percibo que Dawwab ignora su identidad. Me acerco, pues a ella, prometiéndome no traicionarla. Pero ella, que me ve avanzar como un autómata, se asusta. Comprende que la he reconocido y teme que haga venirse abajo todo su andamiaje.

Llego a su lado y digo «¡Gracias!», señalando el libro.

Le tiendo la mano, que ella toma, y que sacudo repitiendo «¡Gracias!», «¡Gracias!», «¡Gracias!», sin poder interrumpirme.

—Su regalo lo ha conmovido —traduce el director con una risa nerviosa.

Me acerco más a Nadia, para abrazarla.

—¡Basta ya, se está usted extralimitando! —grita el hombre.

Pero Nadia, que lucha por mantener su sangre fría, le lanza un:

—¡Déjele, no hay nada de malo!

De modo que la estrecho contra mí. Un breve instante. Percibo su olor. Pero Dawwab nos está separando ya.

Y ella, decidida a no comprometer su misión por un exceso de sensiblería, se separa de mí, diciendo:

—Este señor es conmovedor.

Luego —¡hace falta aplomo!— añade, dirigiéndose al médico:

—Mi padre también es un apasionado de la lectura. Le contaré lo que ha pasado. Estoy segura de que se llevará muy bien con este paciente.

De hecho, lo que más teme es que ese individuo quiera castigarme por mi comportamiento y pretenda, por ejemplo, confiscarme el libro… Por ello, no vacila en insistir, asegurando —como supe más tarde— que esta emotiva escena ha disipado sus últimas dudas y que ahora está segura de que ninguna institución convendrá tanto a su padre. Su padre el joyero, se entiende…

Dawwab estaba encantado. Y yo, salvado, al igual que el libro… Y la carta que ella había deslizado dentro.

Me apresuré, por lo demás, a disimularla bajo la ropa. Me dirigí a los lavabos y arranqué también la primera página del libro. Prudencia, prudencia… En el sobre estaba escrito mi nombre. Nadia no pensaba, ni por asomo, que tendría ocasión de dármelo en mano; en el mejor de los casos, se lo habría confiado a un paciente de aspecto tranquilizador, con la esperanza de que me lo hiciera llegar.

¿Qué decía la carta? Las pocas palabras que necesitaba para recobrar el gusto por vivir.

«Padre:

»Soy aquella hija nacida en tu ausencia, esa niña cuya foto guardabas sobre tu corazón, pero que, finalmente, ha crecido lejos de ti. ¿Lejos? Solo nos separan, en realidad, algunos kilómetros de una soberbia carretera de costa, pero se alzaron entre medias una frontera maldita, y el odio, y la incomprensión. Y también la falta de imaginación.

»Antes de mi nacimiento, mi madre y tú tuvisteis que hacer frente a la guerra y al odio. Este parece todopoderoso, pero gente como ella y como tú se ha levantado y ha acabado por ganar. La vida encuentra siempre su camino; como un río desviado de su lecho excava siempre otro.

»Mi madre y tú, y todos los demás, os levantasteis, y utilizasteis nombres de guerra para engañar al destino. Mi combate no es tan espectacular, pero es el mío y lo llevaré adelante. Yo también he adoptado un nombre de guerra para traspasar las barreras. Para venir a verte y decirte, simplemente: “Recuerda que fuera está tu hija, para la que cuentas más que nada en el mundo, y que espera con impaciencia el momento de encontrarse contigo”.»

Estas sencillas palabras me transformaron en el instante mismo en que las leí. Me devolvieron mi dignidad de hombre y de padre, y el gusto por sobrevivir. Ya no me contentaba con estirar las horas que me separaban de un mañana sin sorpresas. Tenía un amor esperándome. Si mi persona no me era ya de ninguna utilidad, la conservaría para Nadia, la embellecería. Sentía hacia mi hija un amor de adolescente. Para ella quería ahora devolver a la vida, a la libertad, al Bakú que en otros tiempos mereció ser amado y admirado; quería volver a ser, para ella, un padre de cuyo brazo se sintiera orgullosa de pasear.