Dejé a Ossyane en ese momento con un pretexto cualquiera, una cita que no había podido anular… Me parecía que debía eclipsarme. Dejarlo solo con aquella imagen que había vuelto a aflorar a la superficie de sus ojos. Dejarle prolongar el instante, volver a oír las palabras, volver a ver una y otra vez el rostro de la mujer amada. La continuación llegaría muy pronto.
Me abrió la puerta con gratitud, y hasta dio unos pasos conmigo hasta el ascensor por la estrecha alfombra, amarilla y polvorienta, del pasillo.
Cuando volví, al atardecer, aún no se había extinguido su gozo. Y si me preguntó «¿Por dónde iba esta mañana?», me parece que no es porque hubiera perdido el hilo, sino solo por oírme replicar:
—Ella acababa de decirle «sí».
Quité el capuchón a mi estilográfica y abrí un cuadernillo de notas nuevo, como lo había hecho al principio de las tres sesiones precedentes. Escribí «Viernes por la noche» en la primera página antes de volverla, mientras él parecía buscar aún las palabras.
—¿Podría pedirle que no empezase a escribir aún?
Tapé la estilográfica. Esperé. Esperé. Su voz me llegó entonces, como desde la lejanía.
—Clara y yo nos abrazamos.
Apostaría a que se sonrojó al hacerme esta confidencia. Yo mismo había bajado la mirada. Le costaba confiarse así. Después del esfuerzo, volvió a deambular por la habitación con paso ligero, sin decir nada más. Luego, como si acabase de concluir algún delicioso recorrido por el interior de sí mismo y volviera a percibir súbitamente mi presencia, me dijo, con un gesto de la mano:
—¡Ya está!
Creí entender que había acabado con este capítulo íntimo. Leía, por lo tanto, las páginas de mi cuadernillo con un gesto que es habitual en mí, preparándome para reemprender la escritura a su dictado. Pero cierta vacilación retenía mi mano. Un fulgor en sus ojos me hacía pensar que aún no había regresado por completo de su peregrinaje mental. Volví a tapar mi estilográfica y la guardé ostensiblemente en el bolsillo interior de mi americana. Cerré, igualmente, la cubierta del cuadernillo y crucé los brazos. Mi interlocutor sonrió. Se aflojó el cuello. Mis ojos se fijaron en su nuez.
Creo que la evocación de esa página de su vida lo había rejuvenecido, lo había exaltado y lo había vuelto un poquito más desvergonzado.
¿Qué podría contar de sus confidencias sin traicionarle? ¡Oh, no dijo nada que se desviase del más estricto pudor oriental! Con todo, me avergonzaría poner en su boca palabras que me abstuve de apuntar en su presencia. Me avergonzaría menos si me limitara a bosquejar el cuadro a grandes trazos.
Fue a acompañar a Clara al hotel de Palmyre, donde ella había tomado habitación, como en su visita anterior. Pasaron por el lugar en el que ella había depositado un beso en sus asombrados labios. Tampoco esta vez había nadie a la vista. Entonces, Ossyane le devolvió su beso. El mismo, un picotazo de ave. Luego, se cogieron de los dedos para subir los escalones; sus miradas no se separaban.
La habitación, en el tercer piso, tenía una ventana grande que daba, a la izquierda, sobre las construcciones del puerto, y a la derecha, sobre la línea de la costa y la extensión del mar. Ella la abrió. Junto con los ruidos de la ciudad se precipitó dentro un viento tibio. Las manos de ambos, sudorosas, se calmaban mutuamente, y tenían los ojos cerrados de alegría y de timidez.
Mientras él hablaba, y al no tener que escribir, me dedicaba a observarlo. Ya había advertido que era delgado y de gran estatura, pero esta vez me pareció como estirado, sí, todo él estirado, las piernas, los brazos, todo el busto, y el cuello, sobre todo, que de pronto encontraba risiblemente alargado en relación con su cabecita blanca de niño; quizá por eso tenía esa tendencia a inclinarlo constantemente hacia un lado. Ahí, ante mí, como antaño en la foto de mi libro de historia…
Él, insensible a mi mirada, proseguía su camino, con su amante del brazo.
—Por la noche, salimos a pasear por el farallón hacia la bahía Saint-Georges, y hablamos de matrimonio.
Sí, esa misma noche, ¿para qué esperar? La felicidad pasaba como una soga por las palmas de nuestras manos; teníamos que cerrarlas y apretar con fuerza para retenerla. Ni hablar de dejar el cuidado de organizar nuestros próximos encuentros al azar.
Ambos teníamos el deseo y la voluntad de vivir juntos cada instante por venir. Y para siempre. Si había obstáculos, los allanaríamos. Nada nos parecía insalvable. Había que tomar algunas decisiones, hacer algunas elecciones. Y, en primer lugar, el tipo de matrimonio. En Beirut no había matrimonio civil. Ahora bien, nosotros no queríamos un matrimonio religioso. No nos gustaba pasar por una mentira para unirnos. Ni ella ni yo teníamos una opinión muy elevada de las religiones de nuestro entorno, ¿por qué íbamos a fingir?
Por otra parte, ¿qué religión habríamos escogido para la ceremonia? ¿La suya? ¿La mía? ¡Cada solución planteaba más problemas de los que resolvía! No, yo tenía una idea mejor: Jacques el de los Papeles Falsos.
—¿Quieres documentos de matrimonio falsos? —me preguntó Clara, horrorizada. Tuve que sacarla de su error. En la vida civil, Jacques era el alcalde de una pequeña ciudad de la región de París. No me lo había revelado hasta que acabó la guerra. Se estaba preparando ya para volver a ceñir su fajín. ¿Quién podía casarnos mejor que él que, sin quererlo, fue el que nos llevó a encontrarnos? ¿No era a él al que esperábamos ambos aquella noche en Lyon? Lo decidimos rápidamente: iríamos solos a Francia para celebrar el matrimonio más sencillo posible, y luego volveríamos a festejar el acontecimiento con nuestros allegados.
Mi padre, cuando le puse al corriente de nuestros proyectos, no dudó ni un instante. «Inteligente, bella, afectuosa… ¡y revolucionaria! ¿Qué más se puede pedir?» Estaba encantado. La había adoptado desde el primer instante; y ella le profesaba ya un verdadero culto, como si hubiese encontrado un padre curioso, tonante y frágil.
Quedaba el tío Stefan. Clara no estaba segura de su reacción. Quería pedirle su consentimiento por pura consideración, pero estaba decidida a no tenerlo en cuenta si decía que no. Convinimos en separarnos durante unas semanas, para que cada uno pudiera ocuparse de los inevitables preparativos, informar a los suyos y reunir los papeles necesarios; y luego, reunimos en París, tal día, a tal hora, en tal lugar…
En este caso, el 20 de junio, a mediodía, en el Quai de l’Horloge.
¿Por qué en el Quai de l’Horloge? Porque en la época en la que estaba en el «taller» de Lyon, un compañero me había contado una historia de antes de la guerra en la que dos amantes se habían reencontrado en el Quai de l’Horloge, justo «entre las dos torretas», y había abierto un plano para señalarme el lugar, a orillas del Sena. Su gesto se me había quedado grabado en la memoria; tal vez vi en él una señal; y cuando quise escoger un lugar para nuestra cita, ese fue el nombre que me vino a la cabeza.
En París, todo se desarrolló como estaba previsto, y aún un poco mejor. Clara y yo llegamos junto a las torretas en el mismo instante, ella desde un lado del quai y yo desde el otro.
El mismo Jacques el de los Papeles Falsos —no puedo evitar llamarle así, por más que se hubiera reintegrado a sus venerables funciones y a la condición civil— se había puesto en contacto con los testigos sugeridos. El mío, Bertrand; el de Clara, Danièle, anfitriona de nuestro primer encuentro, en Lyon.
Estaba tan oscuro en la alcaldía y había tan poca gente, que hubiésemos podido pensar que habíamos vuelto a la vida clandestina. Lo que no desagradaba a mis amigos; todos sentían una punzada en el corazón al pensar en aquel período todavía próximo en el que cada gesto tenía un sentido; andar por la calle, por ejemplo, sin ser reconocido era un éxito renovado sin cesar; ahora, andar por la calle sin ser reconocido era la miseria cotidiana. ¿Cómo encontrar gusto a los alimentos sosos cuando, durante cuatro años, se ha atiborrado uno de especias?
Yo, entonces, no sentía el mismo hastío. No era una gran figura de la Resistencia, todo lo más, una figurita minúscula. No había conocido, pues, esa brusca caída rodando del sueño a la realidad. Apenas salido de la clandestinidad volví a mi tierra, donde nadie es anónimo. Y sobre todo tenía a Clara. Si había hecho falta la guerra para unirnos, quería vivir con ella en la paz. Yo no pagaba a la nostalgia más que un tributo de cortesía; lo que idolatraba era el futuro. El futuro de nuestros años en común, pero también el inmediato porvenir. Los primeros pasos en compañía de la que, desde ahora, llevaba mi apellido. Todas las cosas que íbamos a hacer juntos por primera vez. Diciéndonos que cada vez iba a ser la primera. Promesas de enamorados, pero promesas mantenidas: nunca he abrazado a Clara, ni siquiera he tenido su mano en la mía, con una sensación de algo ya visto, ya hecho, ya recorrido. De ya amado. El amor puede permanecer intacto, y la emoción también. Mes tras mes, año tras año. La vida no es lo suficientemente larga como para que uno pueda cansarse.