Aquel verano, mi hermana no fue a pasar las vacaciones a la Montaña. Ni el siguiente. Nunca la he vuelto a ver.
Salem me dijo un día que nuestro cuñado, Mahmud, había tenido problemas con las autoridades egipcias, que había sido arrestado durante ocho meses junto con otros banqueros y que, herido y desengañado, había decidido exiliarse lo más lejos posible del Cercano Oriente. En Melbourne, Australia.
Pero yo sospechaba que había algo más. De otro modo, mi hermana habría venido, al menos, a decirnos adiós. Me parece que mi hermano, mediante alguna artimaña, desposeyó a Iffett de su parte de la herencia. No tengo más pruebas que las del corazón. Y algunos vagos indicios que he husmeado aquí y allá. Pero ¡evitemos hablar de asuntos sórdidos!, ¿no le parece?
Puede que mi hermana, de todas formas, hubiera hecho el viaje para verme si me hubiese mostrado capaz de apreciar sus visitas; pero para escuchar monosílabos y volverse a ir llorando, ¿por qué coger el barco o el avión desde Australia?
El caso es que no volvió nunca. A pesar de todo, al acercarse el verano yo la esperaba. Pero cada año un poco menos. Mi última esperanza se desvanecía…
Si con todo y con eso sobreviví, es porque hace falta cierta voluntad para no seguir sobreviviendo. Yo ya no tenía ni esa voluntad. Ni siquiera la voluntad o la fuerza necesarias para tender la mano a la muerte. Hurtar cualquier frasco de medicamentos, correr hasta las escaleras, subir al tejado y saltar al vacío… No había más que dos pisos, pero con un poco de suerte, me habría estrellado…
No debería decir eso. Mi suerte fue, por el contrario, no haber tenido fuerza para acabar cuando creía disipada la última esperanza. Incluso cuando no se ve luz al final del túnel, hay que continuar creyendo que existe, y que acabará apareciendo.
Algunos tienen paciencia porque mantienen la fe en el porvenir. Otros, porque les falta valor para acabar. La cobardía es sin duda despreciable, pero no obstante, corresponde al reino de la vida. Es un instrumento de supervivencia, como la resignación.
Pero hago mal en hablar así de la cobardía y la resignación, como si solo ellas me hubiesen mantenido con vida. También estaba Lobo. Era uno de los internos de la Residencia; charlábamos a menudo, se convirtió en un amigo indispensable, el único. Volveré a hablar de él dentro de un momento; durante años, tuvo más importancia para mí que ninguna otra persona. Pero antes me gustaría contar cómo me disuadió de morir.
Para mí no era fácil comentar mis veleidades suicidas. ¡En la Residencia reinaba una infantil atmósfera de delación! Tenía la impresión de que, si sospechaban que quería acabar conmigo, me atarían a la cama todas las noches… Pero Lobo, quizá porque se figuraba algo y quería incitarme a hablar del tema, me confió un día que más de una vez había pensado en «acabar con esto». Cuando le dije que me sucedía lo mismo, me sermoneó desde lo alto de los veinte años de edad y de asilo que nos separaban:
—Has de considerar la muerte como la salida de emergencia final. Recordar que nadie puede impedirte echar mano de ella pero, precisamente porque te es accesible, mantenerla en reserva indefinidamente. Supongamos que, por la noche, tienes una pesadilla. Si sabes que es una pesadilla y que basta con sacudir un poco la cabeza para salir de ella, todo resulta más sencillo, más soportable, y hasta acabas disfrutando de lo que te parecía lo más espantoso. ¿Que la vida te da miedo, que la vida te hace daño, que los seres más próximos se cubren con máscaras horrorosas?… Te dices a ti mismo que así es la vida, que es un juego al que no vas a ser invitado una segunda vez, un juego de placeres y sufrimientos, de creencias y equivocaciones, un juego de máscaras; juégalo hasta el final, como actor o como observador, preferentemente como observador; siempre habrá tiempo de salirse de él. A mí, la «salida de emergencia» me ayuda a vivir. Como está a mi disposición, sé que no la voy a utilizar. ¡Pero si no tuviera la mano sobre el picaporte del más allá, me sentiría atrapado y tendría deseos de huir con la mayor rapidez!
Lobo no estaba más enfermo que el común de los hombres. Solo era, como suelen decir, algo amanerado, y su familia, fuese por deseos de «curarlo», fuese por preservarse simplemente de los escándalos, había decidido internarlo. Había pasado en diversas instituciones la mayor parte de su vida adulta, y había tenido que pasar todas las pruebas. Un médico, incluso, había decidido lobotomizarlo «para quitarle las malas inclinaciones». Afortunadamente, su madre, en un arranque de racionalidad o de instinto, había intervenido para impedirlo. De aquella odiosa aventura le había quedado el apodo, Lobo, que se había dado a sí mismo, creo, en son de burla… Observaba cuanto le rodeaba, su vida y su pasado con un infinito desapego.
En la Residencia, tenía un estatuto aparte. Le habían instalado un piano en la habitación; pasaba a veces el día entero en zapatillas, con un echarpe de seda verde anudado al cuello, tocando de memoria o charlando conmigo sin levantarse de su taburete; y, al contrario que nosotros, podía recibir llamadas telefónicas y correo… La verdad es que nadie pensó nunca que estuviese loco.
Fue él quien vino a anunciarme, un día, que gracias a un reajuste gubernamental a mi hermano le habían nombrado ministro. ¡Estupendo: ministro! Lobo sabía que me iba a quedar pasmado (había tenido ocasión de contarle con detalle qué tipo de individuo era Salem). Por lo tanto, se aseguró de que me había tomado todo mi «café» aquella mañana antes de asestarme la noticia.
Me quedé alelado, más que de costumbre, quiero decir, puesto que el alelamiento era entonces mi estado natural. Por lo que Lobo me consoló a su manera:
—No debería asombrarte lo que sucede, Ossyane. Puedes estar seguro de que tu hermano tendrá siempre una ventaja insuperable sobre ti.
—¿Cuál? —le pregunté.
—Él es el hermano de un antiguo resistente; en cambio, tú no eres más que el hermano de un antiguo contrabandista.
Me reí. Y la amargura pasó.
Así, mientras que mi hermano prosperaba, mientras ganaba en fortuna y en notoriedad, yo me hundía con la sonrisa de los beatos en los labios… Los años pasaban y hacía mucho, mucho tiempo que ya no esperaba nada.
Cuando, de pronto, las cosas empezaron a moverse. El Encargado de la Providencia acababa de sacar de un cajón polvoriento el expediente de mi vida para echarle un nuevo vistazo, más benévolo…
El instrumento de la Providencia, como suele decirse, no fue otro que mi hija, Nadia, recién desembarcada en París para matricularse allí en la universidad.
Sí, Nadia. Yo también me había quedado en su imagen de recién nacida, pero tenía ya casi veinte años. Y hervía con mil rebeldías. Nuestro Levante, en el que las guerras sucedían a las guerras, la había hartado ya. Tenía prisa por alejarse.
Al no haber podido retenerla junto a ella, y poco tranquila de verla marchar sola, Clara le había hecho prometer que entraría en contacto con algunos viejos amigos de la época heroica. Así es como se dirigió a casa de Bertrand. Este ya no era ministro, creo, pero seguía siendo un hombre influyente y sobre todo, por supuesto, una gran figura de la Resistencia.
Intimidada por el personaje que la recibió en un rico salón, en sillones en los que ella se hundía y que la miraba insistentemente con una tenue sonrisa, mi hija creyó que debía justificar su presencia. En realidad, Bertrand intentaba descubrir en su rostro los rasgos mezclados de sus padres.
—Mi madre me ha animado a venir a verle. Creo que la conoció usted durante la guerra…
—Así que tú eres Nadia. Nadia Ketabdar. Conocí a tu madre, claro está, y también a tu padre. Ambos fueron admirables bajo la ocupación. Dos camaradas maravillosos. Dos amigos inolvidables.
Bertrand sintió cierta turbación en el momento de decir «tu padre». Como un centelleo, rápidamente barrido. Por eso, dedicó tiempo a hablar de mí. De nuestro encuentro en Montpellier, de nuestras discusiones, de nuestras luchas, de nuestros temores, de las proezas de Bakú, Bakú el inatrapable. Nadia estaba pendiente de sus labios. Sabía ciertas cosas por su madre, pero había otras muchas que desconocía. Ahora imaginaba mejor a ese joven que se había convertido en su padre.
Luego, Bertrand comentó con rapidez mi enfermedad y mi internamiento. Solo entonces volvió a la superficie en su mente aquella botella que yo había arrojado al mar: le contó a mi hija con detalle el episodio de la foto que yo había sacado del bolsillo al final de aquel infame almuerzo. Y ese episodio, que hasta entonces le había parecido lastimoso y ridículo, hasta el punto de que no había creído necesario contárselo a Clara, hasta el punto de haberlo apartado de su memoria para no guardar una imagen tan triste de su amigo, ese episodio, digo, revestía súbitamente para él, ahora que esa joven estaba allí, ante él, preparándose a dar sus primeros pasos en la vida adulta y ya huérfana de un padre todavía vivo, un significado totalmente distinto.
Nadia lloraba. Hasta ese momento yo solo había formado parte de su genealogía; a partir de entonces, formaba parte de su carne.
Ese mensaje, destinado a ella y que le llegó tan tarde, le parecía el último gesto de un ahogado. Se preguntaba en qué me habría convertido luego y si se podría hacer algo para sacarme del agua.
Cuando se despidió de Bertrand, él la vio alejarse con aprensión. Ya no tenía andares de adolescente.
Yo, ese mediodía, debía de estar jugando mi decimoctava partida de cartas del día con un trío de internos fulleros.