Eran ya las once de la noche, puede que las once y media; estábamos hambrientos y nos hacía falta una pausa, por lo que Ossyane y yo bajamos a tomarnos una sopa de cebolla en una brasserie abierta toda la noche.
Durante la cena, al sobrevenir un rato de silencio, sacó de su bolsillo interior una agenda de cuero rojo, fina y alargada, de las que se cierran con una lengüeta dorada.
Me la tendió para que la hojease.
—Son cosas que me pasaban por la mente. Las escribí en la Residencia, en los últimos tiempos.
Recorrí las páginas. La mayoría estaban en blanco; en otras no había más que una cascada de frases desparramadas, sin encabezamiento, orden ni puntuación. Con su permiso, copié algunas líneas:
Detrás de mi han retumbado las puertas del paraíso no me he dado la vuelta
A mis pies la sombra de mis pies se alarga por todo mi camino hasta el muro
Ando sobre mi sombra en mis párpados cerrados como vasos de sangre los caminos de Anatolia
Conservo el recuerdo de una casa más hermosa de piedra arenisca con cristales de espejismo
En mis oídos el murmullo de la ciudad el dulce murmullo de Babel
Antaño antaño en los puestos avanzados del desierto en el oasis de los pueblos sepultados
Antaño antaño las escalas del cielo antaño la edad de impaciencia antaño el porvenir
Volvimos en seguida a la habitación de su hotel. Estábamos ambos extenuados, pero nos faltaba tiempo, nos hacía falta aquel último esfuerzo.
—No me queda más que una pequeña parte de la historia —dijo, queriendo tranquilizarme—. Llego a los años setenta.
Ahora se desarrollaban fuera ciertos acontecimientos cuyo ruido llegaba hasta nosotros. Con el término «ruido» quiero aludir también al ruido de las armas. Explosiones, ráfagas, y las sirenas de las ambulancias.
No era la guerra aún. Solo las salvas que la anunciaban. Algunas vaharadas de violencia, cada vez más ruidosas, cada vez menos espaciadas. Fuera, quizá la gente comprendiera qué pasaba; a nosotros solo nos llegaba el estrépito.
Pero ese estrépito nos perturbaba. ¿Le he hablado ya de ese interno al que apodaban «Sikkin»? Me parece que no. De todos mis compañeros de infortunio, solo he mencionado hasta ahora a Lobo, creo… Sikkin era todo lo contrario que Lobo. Este último era el más delicado e inofensivo de los seres; a veces me daba la impresión de que se había dejado internar porque los suyos habían insistido y no había querido contrariarlos; estimaba que el mundo no estaba hecho para él, o que él no estaba hecho para el mundo, que había llegado demasiado pronto, o demasiado tarde, o a un lugar equivocado, o al revés… en resumen, se retiró sin alboroto y solo pedía a la vida poder sentarse en el taburete del piano de vez en cuando.
No era ese el caso de Sikkin. Para aterrizar en aquel establecimiento, había seguido un cursus, si puedo llamarlo así, completamente distinto: el asesinato. Un día, en un acceso de locura, se arrojó a las calles, provisto de un cuchillo de carnicero y, antes de ser reducido, tuvo tiempo de herir a una decena larga de transeúntes, entre ellos, mortalmente a una mujer. Su abogado alegó irresponsabilidad, tesis que prevaleció. Pasó unos meses encerrado en una institución pública antes de que su familia consiguiese que lo trasladaran a la clínica modelo del doctor Dawwab. Se notaba a veces en el temblor de sus labios que lo recorrían deseos de asesinar. Pero, gracias a los tranquilizantes —supongo que le administraban una dosis mucho más ingente que a nosotros—, sus inclinaciones permanecían dormidas.
Si hablo ahora de él es porque, en aquella época, comenzó a tener un comportamiento inquietante. No violento, eso habría podido remediarlo el médico, sino una especie de júbilo mudo. Cada vez que nos llegaba el sonido de una descarga, Sikkin exhibía un semblante regocijado, como si acabara de recibir el mensaje codificado de un cómplice. O como si el mundo exterior, después de haberle maltratado durante mucho tiempo, reconociese por fin sus méritos. Era de estatura muy alta, cabellos rojos y tupidos, cuello ancho y un mentón prominente. También tenía unas manos poderosas, que uno imaginaba con terror agarrando un cuchillo. No sé si a los otros les inquietaba tanto como a mí verle sonreír; en todo caso, el personal médico lo vigilaba de cerca, esperando la primera señal de crisis para atarlo. Pero él no se movía. Se contentaba con sonreír.
Cuando los combates se intensificaron y se aproximaron a la localidad en la que nos encontrábamos, Sikkin entró en una especie de éxtasis permanente. Los demás, enfermos y cuidadores, vivían ahora aterrorizados ante la posibilidad de ver un día la Residencia cercada. Estaba construida como una ciudadela, con muros sólidos y altos, y puestos de vigilancia en el tejado. Cualquiera de las dos milicias vecinas podía sentir deseos de transformarla en un bastión, incluso en su cuartel general. O si no, cabía la posibilidad de que los granujas armados cayeran en la tentación de saquear el lugar sin más; ¿acaso no debía de ocultar tesoros, un cofre lleno por lo menos, y algunos objetos convertibles en dinero, aquel refugio de ricos alienados? Para conjurar el peligro, Dawwab pagaba a los pequeños caíds del lugar una «prima de protección».
Creo haber dicho ya que los internos de la residencia no tenían una idea muy elevada ni de «fuera» ni de la gente de «fuera». Lo que ahora ocurría no hacía sino confirmar esa impresión. Y, si Sikkin parecía triunfante, otros muchos meneaban la cabeza con un gesto desengañado, como diciendo: «¡Ya sabía yo que todo esto acabaría así!».
De los pacientes, solo yo estaba aterrorizado. Por una razón que nadie podía sospechar, a excepción de Lobo, al que se la había confiado y que se esforzaba por tranquilizarme: tenía miedo de que Nadia, oyendo hablar de lo que ocurría y temiendo por mi vida, volviese para intentar liberarme. No quería que viniese. No, hasta que las cosas se hubieran calmado.
Hoy sé que no estaba ya disponible para semejante aventura. Hacía poco que había conocido a un joven y se había casado con él. Luego se habían ido a vivir a Brasil. En el momento en que yo más temía que cometiese una locura, se encontraba embarazada y al otro lado del Atlántico… He sabido hace solo unos días que estaba dispuesta a llamar a su criatura Bakú, fuese niño o niña. Así es como pensaba perpetuar mi recuerdo. Lo otro, las cabalgadas, lo rocambolesco, ya ni entraba en consideración…
Felizmente, porque alrededor de la clínica las cosas se enconaban. Las milicias habían recibido armas más escandalosas todavía; nosotros no podíamos ya ni dormir, ni comer, ni leer, ni jugar a las cartas como antes; vivíamos con las orejas pegadas a las ventanas; cada lanzamiento de obús nos arrancaba alaridos y nos desquiciaba.
Y luego, un día, Dawwab desapareció. Durante un corto período de calma se le vio subir a su coche y arrancar a toda velocidad. Supongo que había avisado a sus colaboradores, porque esa misma tarde el personal al completo se volatilizó. Pero a nosotros, a los pacientes, habían decidido no decirnos nada. Ni una palabra. Debían de juzgarnos demasiado incómodos de transportar, y demasiado imprevisibles como para decirnos la verdad. Por lo tanto, se habían limitado a abandonarnos a nuestra suerte.
Cuando nos dimos cuenta, era ya de noche; los tiros habían vuelto a empezar. Si la clínica aún no había sido atacada, se debía solamente a que se encontraba en tierra de nadie entre dos milicias rivales. Y si se enfrentaban tan encarnizadamente, es que cada una contaba con apoderarse de ella antes que la otra. Los días siguientes prometían ser espantosos. Y espantosa también la perspectiva del día que iba a comenzar sin el siniestro brebaje. Siniestro, pero ¡ay!, indispensable; no me atrevía a imaginar lo que pasaría cuando los internos, brutalmente privados de sus tranquilizantes, entraran en crisis uno tras otro.