Aquel día no cesé de sermonearme por las callejuelas de Montpellier. ¡Tenía que haberme controlado! ¡Tenía que aprender a dominar mis sentimientos! Sobre todo, en tiempos de guerra, en los que la gente está desconcertada. Andaba por la ciudad sin ver nada ni a nadie a mi alrededor, hasta tal punto golpeaba en mis remordimientos…

Había alquilado una buhardilla en un desván espacioso, pero someramente habilitado, en casa de una tal Mme. Berroy. Al subir las interminables escaleras, al hacer girar la enorme llave, todavía seguía sermoneándome. ¡Nunca más iría a aquella brasserie! ¡Nunca más me dejaría enredar en discusiones semejantes! ¿No me había prometido consagrar todo mi tiempo a los estudios y a nada más que los estudios? Cometía un error al olvidar que me encontraba en un país extranjero. Y, lo que es más, un país vencido y ocupado a medias. Disminuido, desorientado.

Acababa de abrir, rabiosamente, mi texto de citología, dispuesto a volver a sumergirme en él, cuando llamaron a mi puerta. Era alguien a quien había visto aquel día en «Au ballon d’Alsace», sentado en una mesa vecina a la nuestra en compañía del hijo del dueño. «Le he seguido desde la brasserie —me dijo. Tenía la virtud de la franqueza—. He escuchado su conversación. Perdóneme, estaba muy cerca y ustedes hablaban muy alto. De un tema que me interesa… Como le interesa a cada uno de nosotros, supongo.»

Yo no dije nada. Estaba todavía alerta. Lo observaba. Tenía el rostro demacrado, los cabellos muy negros y mal peinados, con un mechón en el centro que se alzaba como una cresta; y un cigarrillo de papel amarillo sin encender, con el que jugueteaba, triturándolo entre los dedos o mordisqueándolo. Yo tenía entonces veintiún años; él estaba más cerca de la treintena.

—Si hubiera querido intervenir, habría expresado de la misma manera, palabra por palabra, lo que ha dicho usted hace un momento. —Su rostro se iluminó con una sonrisa resplandeciente, pero pasajera—. Solo que prefiero callarme. Al menos, en público. Los que hablan en voz demasiado alta se incapacitan para actuar. En estos tiempos difíciles, hay que medir las palabras, saber a quién se las dirige, saber en cada momento lo que se quiere y a dónde se va. Todo es posible todavía, nada se ha perdido. A condición de seguir siendo solidarios. Y prudentes.

Me tendió la mano y me presenté:

—Me llamo Ketabdar.

—¡Llámame Bertrand!

Mantuvo largo rato mi mano en la suya, como para sellar un acuerdo implícito. Luego, abrió la puerta para salir.

—Pasaré a verte de nuevo.

No me había dicho gran cosa; sin embargo, mi entrada en la Resistencia data de su breve visita. Y ¿sabe usted cuál fue la expresión más intencionada, la que ha permanecido hasta hoy en mi memoria, con la entonación exacta? «¡Llámame Bertrand!» Yo le había dado mi verdadero nombre, él solo me había ofrecido un alias. Aparentemente, se escondía. En realidad, era al revés. Se descubría. Su «llámame…» quería decir: este es tan solo un nombre de guerra; ante los demás, haz como si fuese mi auténtico nombre; pero a ti, que a partir de ahora eres de los nuestros, no necesito presentarte como verdad una mentira.

Aún no había hecho nada, pero me sentía transformado. Tenía la impresión de andar por las calles de forma distinta, de mirar y ser mirado de diferente manera, de expresarme de otro modo. Cuando acababan las clases, solo sentía una urgencia, volver a mi buhardilla a esperar a Bertrand. A cada crujido de un peldaño de la escalera de madera, iniciaba un movimiento hacia la puerta.

No tuve que esperar mucho. Volvió a pasar dos días después. Se sentó en la única silla, y yo en la cama. «Las noticias no son tan malas —me anunció—, los aviadores ingleses hacen milagros.» Mencionó algunas cifras de aparatos abatidos que nos pusieron a ambos de buen humor. Me puso también al corriente de que los ingleses habían bombardeado Cherburgo, lo que solo le complacía a medias. «Sin duda era necesario militarmente. Pero conviene que nuestro pueblo no se equivoque de enemigo…» Después me hizo algunas preguntas acerca de mis orígenes y mis ideas. Discretamente. Bien sabía yo que se trataba de un examen de admisión, pero él lo llevó a cabo, desde el principio al fin, como si fuera una conversación entre amigos que intentan conocerse mejor.

Una de mis respuestas le sobresaltó, quizá por la torpeza con que la formulé. Le dije que la eterna querella entre alemanes y franceses me dejaba indiferente o, en todo caso, no era suficiente como para revolverme la sangre. Tradicionalmente, en mi familia se ha estudiado siempre a la vez el francés y el alemán, desde que un tatarabuelo se casara con una aventurera bávara; y tenemos la misma estima por las dos culturas. Creo haber dicho, incluso, dejándome arrastrar por las palabras y yendo un poco más allá de mi opinión, que los términos «ocupación» y «ocupante» no producían en mí el efecto de rebelión inmediata que podían producir en un francés. Provengo de una región del mundo en la que no ha habido, a lo largo de toda la historia, más que ocupaciones sucesivas, y mis propios antepasados ocuparon durante siglos más de la mitad de la cuenca mediterránea. Lo que me resulta execrable, en cambio, es el odio racial y la discriminación. Mi padre es turco, mi madre, armenia, y si pudieron permanecer codo con codo en medio de las matanzas, es porque se sentían unidos en su repulsa al odio. Esa es mi herencia. Esa es mi patria. Detesté el nazismo no el día en que invadió Francia, sino el día en que invadió Alemania. Si hubiera eclosionado en Francia, en Rusia o en mi propio país, lo habría detestado exactamente igual.

Bertrand, entonces, se levantó y, por segunda vez, me dio un apretón de manos con un lacónico «¡Entiendo!», pronunciado en voz baja, sin mirarme, como si estuviera haciendo un informe a alguna autoridad invisible.

Aún no me había dicho nada acerca de sus actividades, de su organización —si tenía alguna—, ni de lo que esperaba de mí. En aquella ocasión, tampoco me dijo si volvería a verme.

Como puede usted comprobar, mis comienzos en la Resistencia fueron más bien indolentes.

Volvió a visitarme un mes más tarde. Cuando le reproché amistosamente haberme dejado sin noticias, sonrió, satisfecho, y sacó del bolsillo un paquete de hojitas azuladas. Me dio a leer una, que decía, simplemente: «El 1 de noviembre, un aviador francés libre derribó un hidroavión alemán. ¿De qué lado está usted?». Debajo, en la esquina derecha, la palabra «¡Libertad!» entre signos de exclamación y comillas, por lo que era fácil comprender que no se trataba solo de un grito, sino también de una firma.

—¿Qué opinas de esto?

Como yo estuviera buscando las palabras, añadió, en seguida:

—No es más que el principio.

Luego me explico la forma en que debía proceder. Deslizar discretamente los papelitos en los buzones o bajo las puertas, un poco por todas partes. Pero no en la facultad, todavía no, ni en mi barrio, para no levantar sospechas. Tenía que considerar esta primera misión como un entrenamiento. Lo importante era no dejar que me descubrieran. «Hay cien octavillas; métetelas en el bolsillo y distribúyelas hasta la última; y, sobre todo, no traigas ninguna a tu casa. En todo caso, puedes guardarte una, una sola, ensuciándola, como si la hubieses recogido en la calle. Pero nunca entres en tu casa con un paquete. Las que no puedas colocar, tíralas.»

Seguí sus instrucciones al pie de la letra, y las cosas no fueron demasiado mal. En repetidas ocasiones, Bertrand venía a traerme octavillas, o pasquines, con textos más sustanciosos. Había que distribuirlos o pegarlos en las paredes, lo que no me hacía mucha gracia, ya que tenía que utilizarse cola y, por más hábil que uno fuera, acababa pringado por todas partes, las manos, la ropa…; si te cogían, llevabas encima las pruebas del delito, por decirlo así. No me gustaba demasiado, pero tampoco refunfuñaba si me tocaba. En materia de propaganda, hice casi de todo, incluidas las furtivas pintadas con tiza en las paredes de la ciudad. También esto te dejaba huellas, en las manos y en el fondo de los bolsillos.

¡Y pensar que, al llegar a Francia, me había prometido no leer siquiera los periódicos! Demasiado pronto había hecho el juramento; en virtud de mi nacimiento y mi educación, no podía permanecer insensible a lo que ocurría. Pero fueron también precisas ciertas circunstancias. Así, después de aquella disputa en la brasserie, había decidido, como ya le he dicho, no volver a dejarme enredar nunca en semejantes discusiones. Yo me disponía a tomar resoluciones solemnes… cuando llegó Bertrand. El azar, ¿verdad?; o la Providencia, si se prefiere. Él podría no haber estado allí y yo habría pasado los meses siguientes sumergido en mis estudios. Pero tenía que estar presente en aquella taberna, en la mesa de al lado, oír nuestra conversación, seguirme y, además, encontrar las palabras apropiadas para «reclutarme», como quien no quiere la cosa. De haberme preguntado si quería comprometerme, le habría pedido un plazo para reflexionar y puede que hubiera acabado por decir que no. Pero actuó tan hábilmente que en ningún momento pude plantearme la pregunta: ¿voy a comprometerme con una red de resistentes?

Con él, todo avanzaba a empujoncitos imperceptibles. Un día, cuando tenía ya en mi activo toda una serie de pequeñas operaciones, vino a mi casa, charlamos sobre diversos temas y, en el momento de irse, me dijo: «Cuando hable de ti a otros camaradas, sería conveniente que no utilice tu verdadero nombre. ¿Cómo te podemos llamar?». Daba la impresión de rebuscar en su mente un nombre. Pero, en realidad, esperaba una sugerencia por mi parte. «Bakú», le dije. A partir de entonces, tuve mi nombre de guerra.

Bakú, sí, como la ciudad. Pero sin ninguna relación con ella. De hecho, era un apodo afectuoso que me daba mi abuelo Nubar. Solo él, nadie más. Al principio, me llamaba «Abaka», que, en armenio, significa «futuro». Una manera de dar a entender todas las esperanzas que en mí depositaba. ¡También él! Y luego, de una zalamería a otra, el nombre se transformó en «Bakú».

En aquel momento, en la red dirigida por Bertrand todo el mundo tenía un nombre de guerra y funciones precisas. Finalizada la época balbuceante de las octavillas y las pintadas, pasamos a una etapa superior; íbamos a tener pronto nuestra propia revista, una revista de verdad, escrita, impresa y distribuida cada mes, incluso puede que con mayor frecuencia, si lo exigían los acontecimientos.

Su título sería ¡Libertad!, que también era el nombre de la red. En aquellos tiempos lúgubres y sombríos nos hacía falta la enseña más luminosa.

Tuve que ir a Lyon a recoger el primer número en un apartamento señorial del centro de la ciudad. Me acompañaba un camarada. Bruno, el hijo del dueño de la brasserie, un mocetón enorme que se estaba quedando prematuramente calvo, y que tenía la nariz partida, como la de un boxeador; ir a su lado me proporcionaba una absurda sensación de seguridad.

A partir del segundo número, encontramos otro medio de distribución. Un camión de reparto de cerveza transportaría los paquetes de revistas hasta «Au ballon d’Alsace». Resultaba ingenioso. Nosotros llegábamos a la taberna… Digo «nosotros» porque, además de a mí, Bertrand había reclutado en Montpellier a otros tres estudiantes. Un pequeño grupo bastante eficaz, pero que iba a dispersarse demasiado rápidamente. Llegábamos, pues, a la taberna, Bruno nos hacía una señal, pasábamos a la bodega, cogíamos cada uno treinta o cincuenta ejemplares, y volvíamos a salir como si tal cosa.

Este ingenioso sistema funcionaría sin problemas durante más de un año. En la universidad y en la ciudad, un poco por todas partes, oía a la gente hablar de ¡Libertad!, comentar sus artículos y pedirse unos a otros el último número, si no lo habían encontrado en su buzón. La opinión se transformaba. Se notaba. La mayor parte de la gente aún respetaba a Pétain pero, ciertamente, a su régimen y a sus ministros, no. Los que todavía lo defendían se veían obligados a decir que ya no tenía libertad de movimientos. Y que su avanzada edad y su hoja de servicios disculpaban ciertos errores…

Yo estaba seguro de que nadie, fuera del grupo, imaginaba mis actividades. Pero, un día, cuando llegaba a «Au ballon d’Alsace», como de costumbre, para recoger el último número, vi el camión de cervezas rodeado por tres coches de la gendarmería. Agentes con quepis iban y venían transportando los paquetes de revistas. La brasserie daba a una placita ajardinada en la que crecían algunos plátanos bajo los que el dueño colocaba, a veces, las mesas, cuando hacía buen tiempo y no soplaba el viento. Se podía acceder a la placita por seis callejuelas diferentes. Como precaución elemental, yo evitaba llegar siempre por la misma.

Aquel día había escogido un callejón que desembocaba bastante lejos de la brasserie, lo que me había permitido darme cuenta a tiempo de lo que estaba sucediendo y volver sobre mis pasos sin que se fijaran en mí. Me fui derecho hacia delante. Comencé andando lentamente, pero luego mis pasos se precipitaron. Poco me faltaba para correr.

Notaba en mi interior, además del miedo, además de la amargura por el fracaso, un sentimiento de culpabilidad. Siempre se tiene, en tales situaciones, pero en mi caso, aquel día, era más que una vaga sensación. Me preguntaba sin cesar si no sería yo aquel al que los gendarmes habían localizado y seguido la pista, si no sería culpa mía que hubiesen descubierto el escondite de la brasserie.

¿Por qué yo? Porque algunas semanas antes había tenido lugar un incidente que, en su momento, me había preocupado, pero al que había decidido no conceder importancia.

Una tarde, al salir de casa, me había dado de bruces con un gendarme de uniforme que, evidentemente, estaba al acecho; al verme, pareció turbarse e intentó ocultarse bajo la escalera. El asunto me había intrigado y me dije que debía estar sobre aviso, pero acabé por encogerme de hombros y no se lo comenté ni a Bruno ni a Bertrand. Ahora tenía remordimientos por ello. Era incluso una auténtica tortura.

Así pues, aquel día, al alejarme de la brasserie, me dirigí espontáneamente hacia el barrio en que se encontraba la habitación que había alquilado, cerca de la plaza de la Comédie, que en Montpellier llaman «el Huevo».

Pero ¿era realmente eso lo mejor que podía hacer? De hecho, se me ofrecían tres formas de reaccionar.

Podía desaparecer de inmediato, apresurarme hasta la estación y tomar el primer tren; huir, aunque fuera sin un destino preciso, antes que dejarme prender.

Podía igualmente, manteniendo la sangre fría, volver a mi habitación, desembarazarme de cualquier papel comprometedor y reemprender mi vida normal, confiando en que nadie mencionase mi nombre y en no ser molestado.

Y, por fin, había una solución intermedia: pasar por mi habitación, dejarla en orden, llevarme algunos bártulos que podía necesitar y decir a Mme. Berroy, la propietaria, que unos amigos me habían invitado al campo, lo que me permitiría alejarme y luego, días más tarde, volver sin haber despertado sospechas a causa de una desaparición precipitada.

Acabé optando por esta última actitud, a medio camino entre el pánico y la confianza excesiva. Por el camino, zigzagueé un poco para no hacer demasiado sencilla la tarea a quien me hubiese seguido, di la vuelta al Huevo…

A pocos metros de mi casa, veo a un gendarme de uniforme precipitarse dentro del edificio. Tengo el tiempo justo para reconocerlo, gracias a un chirlo pardo en la cara, que asciende desde la mandíbula hasta el rabillo del ojo. ¡El mismo gendarme de la vez anterior! Doy media vuelta y me encamino rápidamente hacia la estación.

¿A dónde ir? No recordaba más que una dirección… La de aquel apartamento burgués de Lyon, al que había ido algunos meses antes, con Bruno, para recoger la revista. En él vivía una pareja joven, Danièle y Édouard. Con un poco de suerte, aún estarían allí y podrían volver a ponerme en contacto con Bertrand y los demás miembros de la red.