DIECISÉIS
Cárcel. Timbres. Mañana. Recitan los nombres; pasan lista.
—Tienes que comer una pizca de tierra antes de morir —dice el sargento, comprobando el estado de Frazier, que ha vuelto a su celda anoche.
—He perdido mi Hohner —dice Frazier, con la voz carrasposa y débil—. He perdido mi Hohner.
Por lo visto la armónica quedó destruida en el esfuerzo por extirpársela de la laringe.
—No es tan fácil matarse —dice el sargento—. El cuerpo resiste.
A veces.
El sargento está en mi puerta. No oigo tintineo de llaves.
—Hay una continuación —dice—. No será larga. Vístete. Prepárate.
Segunda tanda.
El desayuno, de nuevo, no aparece. ¿Recortes presupuestarios?
Los pantalones me ajustan mejor ahora que he perdido algún kilo.
Henry llega en sus rondas matutinas.
—Gracias por lo de anoche. Fue delicioso. Justo lo que necesitaba. En su momento serán recompensadas tus buenas obras.
—Eso espero. Tu cuenta crece aprisa.
—¿Qué pones exactamente en tu mezcla?
Pregunto la receta simplemente para distraerle del asunto de mi deuda.
—Un poco de esto y aquello —dice, golpeando su aguja contra mi puerta.
Nuevamente me han encerrado con llave, una caja dentro de otra, qué degradante. ¿Adónde creen que me iría?
Emplazo la boca contra el agujero. Tengo un dolor sordo en la barbilla y por todo el cuello. Parece que mi lado izquierdo, en general, no funciona bien. Me tumbo en el suelo para que Henry me pinche en el derecho.
—¿Puedes? —pregunto.
—Soy un mago, un hechicero, puedo hacer cualquier cosa.
La aguja penetra. Yo desmayo. Henry se va.
Golpes, golpes, igual que ayer, aporrean la puerta.
—¿Sois vosotros? —pregunto.
Guardas: esposas, grilletes, cadena alrededor de la barriga. Otra vez de desfile, me transportan cojeando por los pasillos, mi pierna izquierda, a mi zaga, se arrastra lánguida y perezosa.
—Siento andar tan despacio —digo, pidiendo disculpas por la lentitud. Hablo torpemente.
El día posee cierta claridad, una ausencia de agravamiento, de ansiedad.
Un reloj de pared en la sala del comité marca las diez y diez. Me siento. Los miembros del comité entran y hacen su pedido de café. Por alguna razón me sorprende ver a las mismas personas otra vez. No sé por qué, pero imaginaba que cada día serían distintas.
—¿Se encuentra bien? —pregunta la mujer negra.
—Mejor —digo.
—¿Ha dormido esta noche? —añade la mujer de pelo blanco.
—¿Has dormido bien? —dice mamá—. ¿Has soñado algo agradable?
Sonrío. Mi boca despide gases. No me he lavado los dientes. Paso la lengua por mis incisivos y bicúspides. Tienen la textura del musgo, el sabor de moho, de hongos que pululan. De hecho, no me acuerdo de la última vez que me cepillé los dientes. No recuerdo haber tenido aquí nunca un cepillo de dientes.
—Ayer estuvimos repasando los hechos.
—Y luego usted perdió los estribos —dice la anciana, como si tuviera que recordármelo.
—Tenemos que hablar de las opciones —dice el hombre, hablando con voz suave. Y entonces creo oírle decir medicación, castración, y me propongo preguntar si eso figura realmente en su repertorio, pero una ráfaga interna, una punzada de dolor, divide mi pecho.
—Háblenos de Alice —pide la mujer negra.
—¿Qué más puedo decir?
—¿Qué sentía por ella?
—Cariño. Mucho cariño.
—En una carta al tribunal, su familia afirma que usted trató de matarla, de ahogarla en el lago —dice la ancianita, y la odio.
—Yo la salvé.
El lago, la barca, ¿por qué me hace usted repetirme?
La llevo a su casa, la devuelvo. Llego al porche sin resuello, doy un puntapié a la puerta trasera hasta que por fin sale Gwendolyn, con rulos.
—La barca, el lago, un golpe en la cabeza.
—¡Mamá! —gimotea Gwendolyn—. ¡Mamá, ven corriendo!
Tiendo a la pequeña Alice en el asiento trasero del coche.
Gwen levanta el borde del mantel y cubre el pecho descubierto de Alice.
—Parece demasiado mayor para bañarse en cueros.
—La he traído yo —digo, cuando la madre sale corriendo. Mira a su hija y se introduce a toda velocidad en el asiento del volante.
Podría haberla llevado a mi casa, conservándola a mi lado, pero se la he restituido, ¿es lo que ella hubiese querido?
—Se ha dado un golpe en la cabeza contra el fondo de la barca.
—Maldito lago —dice la madre, encendiendo el arranque. El motor rechina, tarda en prender—. Maldito sea.
Gwendolyn cierra la puerta del coche. Estoy en la orilla de la carretera. El auto se aleja.
Solo esa noche, no duermo en absoluto. Estoy acostado en el lado que ella ocupa en la cama, con la cabeza en la almohada donde normalmente ella descansa la suya. Hundo la cara en la almohada y aspiro el olor de una niñita que no se baña a menudo, dulce sudor sucio. Todavía adheridos al bastidor de la cama, hay mechones suyos; me los meto en la boca y los chupo. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
Por la mañana hago mi equipaje. En el mejor de los casos, ellas querrán que me vaya. Si tengo suerte, simplemente mandarán a alguien para decirme que en vista de las circunstancias debería irme. Saco mis cajas del trastero y las lleno en desorden, salvo la colección de mariposas que me ha regalado, que envuelvo con cuidado, utilizando mi ropa de verano para acolcharla.
Odio este sitio. Ese maldito lago.
Antes del alba, he llenado el maletero con sólo lo imprescindible. Y luego empiezo a esperar. No puedo marcharme antes de que me hayan dado la señal, antes de que alguien me diga: «Vete». Si parto antes de tiempo parecerá que estoy huyendo, que tengo algo que ocultar.
Durante cuatro días permanezco en la cabaña a la espera de la orden. Nadie viene. Arresto domiciliario. Me siento, me levanto, camino de la cama a la silla, a la mesa, al escritorio, estallando, rehaciéndome, estallando otra vez, volviéndome loco.
Por último, llaman a la puerta.
—Sí —respondo desde dentro. Ha llegado el momento, y aunque he estado esperándolo, de pronto resulta inesperado.
—Soy Gwen —dice una voz a través de la puerta—. Siento interrumpirle.
Abro la puerta.
—¿Cómo está? —pregunto, temiendo que me tome por un farsante.
—Es la abuela —dice ella—. No se encuentra bien. El médico cree que ha tenido una apoplejía. La vamos a trasladar en avión a Nueva York. La llevarán al aeropuerto en una ambulancia, pero nuestro coche no arranca y, bueno, ¿podría llevarnos usted?
—Desde luego. ¿Ahora mismo?
—Sí.
—Déjame coger sólo la cartera.
En la casa ya están transportando a la querida abuela. Está tendida en una camilla, con una mascarilla de oxígeno verde, de plástico, en la boca, bien atendida y tapada con muchas mantas, y el cabello gris le envuelve la cabeza como una corona.
—La llevan al Columbia Presbyterian —dice Gwen, apeándose del coche, y corre a ayudar a Penelope con las bolsas.
Me bajo y abro las puertas traseras, haciendo una señal de asentimiento en dirección a la madre, que está hablando con los camilleros. Ella no me hace caso.
—El maletero está lleno —digo a las chicas, que entonces amontonan las bolsas en el asiento de atrás. Miro alrededor en busca de mi amada, pero no la veo por ninguna parte, no hay ni rastro de ella. Y entonces, finalmente, sale por la puerta de atrás, con la bolsa de viaje en la mano, contenida, hasta tímida. Me inunda una oleada de afecto. La sangre se me arremolina, fluye en tropel hacia los puntos cálidos.
—Lo he hecho yo —susurra ella mientras se mete en el coche—. Le conté lo tuyo y eso la ha matado. Ahora yo también soy una asesina.
El miedo de que haya hablado de verdad me oprime el pecho, me agarrota el corazón, casi lo para. Me flaquean las rodillas. Me recuesto en el coche.
—Alice, cariño —dice su madre—, no crees problemas.
Seguimos a la ambulancia.
—Lástima que no llegara a conocer a la abuela —me dice Gwendolyn.
—Todavía no ha muerto —dice Penelope.
—Bueno, no puede durar eternamente —dice Gwen.
—Si no te importa… —dice la madre—. Al fin y al cabo es mi madre.
—Perdona.
Guardan silencio. La madre se dirige a Alice.
—Mientras estamos en Nueva York, quizá te llevemos a que te miren. Para estar seguras de que no ha habido lesión.
—La cabeza todavía me duele —dice Alice.
—Dijeron que te duraría por lo menos diez días.
Por el espejo retrovisor Alice parece pequeña de nuevo, una niña, no un monstruo. Agarra la bolsa de viaje en su regazo como si contuviera algo precioso.
El avión está esperando en el aeropuerto. Suben por la escalerilla la camilla de la abuela. Detrás suben las dos chicas mayores y la madre. Alice se niega a marcharse.
—No puedo —grita, acongojada de pronto—. Iros sin mí.
—No hay tiempo para eso —dice la madre, que baja por la escalera y agarra a Alice de la mano—. Sube al avión.
—No —grita Alice, soltándose, y se tumba sobre la pista de asfalto, presa de una rabieta propia de un niño de dos años.
—Cuidado con la cabeza —dice su madre—. No vayas a darte otro golpe.
El pataleo y los gritos de Alice son de lo más escandalosos, no sólo para ella, sino para todos nosotros.
—Voy a tener que llamar a un psiquiatra —dice la madre—. Pero ahora mismo no puedo, así que serénate y sube al avión. La abuela está dentro y tenemos que irnos.
El motor arranca. Las hélices giran. Hay viento en el aire. Gwen y Penelope esperan en lo alto de la escalerilla.
—¿Quiere que la suba en brazos? —pregunto.
—¿Es eso lo que quieres? —dice su madre—. ¿Que te lleven en brazos como a un bebé?
Alice llora y mueve la cabeza.
—Ridículo —grita su madre. Tira de Alice, que se ha convertido en un bloque de cemento.
—No puedo volar —aúlla—. No puedo volar.
Aunque procuro mantenerme al margen, me siento responsable.
—Podría llevarla en coche a Nueva York —digo—. Podríamos salir ahora mismo y reunimos con usted esta noche.
Un hombre del aeropuerto se acerca a hablar con la madre.
—Tenemos que irnos —dice la madre a Alice—. ¿Vienes con nosotras?
Alice mueve la cabeza.
—No.
Un moco le resbala por la cara, el pelo le cuelga por delante del mentón.
—¿Entonces irás con él en coche a Nueva York? —pregunta la madre, señalándome con un ademán receloso.
Alice asiente. Estoy asombrado, pero secretamente complacido.
—¿Sin trampas? —pregunta su madre.
Alice asiente otra vez.
—Espero que se comporte —me dice la madre—. El Columbia Presbyterian. Y si no está allí a las diez en punto, llamaré a la policía.
Está arriba de la escalera, la puerta se cierra. Alice se aparta y el avión se aleja.
Estamos solos en la pista.
—Bueno, me alegro de verte —digo.
Ella no habla, pero sube al coche y reclama el asiento de atrás para ella sola. Soy su chófer, su criado, su esclavo. Me la llevo.
—He perdido el anillo —dice, al cabo de un rato—. En el lago. Debió de caerse. —Se calla—. ¿Eso significa que estamos divorciados?
Muevo la cabeza.
—Debes de odiarme.
—No.
—Pues yo te odio.
Y a continuación guarda silencio. Las horas pasan. Paro a tomar café, ella se niega a bajar. Paro a comprarme una camisa nueva, otro cepillo de dientes. Le pregunto si necesita algo. Ella palmea su bolsa.
—Tengo de todo.
Cada vez que dejo el coche, la vigilo por el rabillo del ojo, por miedo a que salte, se escape y me meta en un aprieto peor.
Cerca de North Chelmsford, paramos en un bar de carretera.
—¿Qué vas a tomar?
—No tengo hambre.
Está en el asiento de atrás, pintándose las uñas. El sedán apesta a esmalte.
—Sí, pero deberías comer algo, de todas maneras.
—Entonces tráeme lo de siempre. Y un batido de vainilla.
—Estamos un poco al sur para rollos de almejas.
—Un perro caliente entonces. Con guarnición.
Me alegro tanto de verla, estoy tan aterrado…
—No vuelvas a dejarme —dice, cuando regreso al coche.
—¿Por qué? —pregunto, queriendo decir: «¿Por qué te tiraste al lago, por qué quisiste dejarme, por qué no puedo dejarte? ¿Por qué?».
—No tengo a nadie más.
—Tienes a tu madre, a tus hermanas, a tu abuela.
—No es lo mismo.
En cada parada, en cada caja registradora que pasamos, le compro algo: postales, tebeos, dulces. En todo ese tiempo se queda en el coche, salvo en dos ocasiones en que va a hacer pis y me pide que la acompañe al servicio de señoras y que la espere fuera.
—La cabeza —dice—. Me duele.
—Tienes más o menos el aspecto de siempre.
—Menos —dice—. Menos cada vez. Todo está cambiando. Estoy cambiando. Es horrible, asqueroso, y no puedo pararlo.
Cuando llegamos al hospital, aun cuando ya ha pasado la hora de las visitas, nos dejan subir. Los tonos pálidos de las paredes, el silencio, se adhieren como una máscara mortuoria. La abuela está arropada, las chicas y su madre le están dando las buenas noches. El padrastro de Scardale está de pie en el rincón.
—¿Quién es ahora? —pregunta la abuela, con la voz un tanto velada.
—Alice —dice Gwen—. Y el hombre de la cabaña.
—Que entren.
Y aunque ya estamos en la habitación, nos acercamos.
La abuela me mira, con ojos todavía penetrantes por debajo de sus cataratas. Sonrío débilmente. Ella lo sabe. Es como si yo tuviera la bragueta abierta y el miembro fuera, y lo apuntara como una flecha indicadora hacia su nieta.
—No vino a cenar —dice.
—Lo siento muchísimo. Me equivoqué de día. Pero cuando se mejore, la invitaré a cenar. ¿Cuál es su comida preferida?
Ella me ahuyenta con una mueca y luego curva un dedo huesudo y llama a su lado a la jovencita.
—Una vez tuve un amigo —dice, con una voz de papel—. Murió muy pronto.
—Abuela, tenemos que despedirnos —dice la madre, interrumpiéndola—. Ahora descansa. Que duermas bien.
Alice me coge la mano. Desliza su palma en la mía. Nadie dice nada. Domesticar a un niño, adiestrarlo, es hechizar a una serpiente. La música de la seducción es el um-pa-pa de un tiovivo, el giro de un cuento de hadas, todo reside en creerlo.
—Hemos reservado habitaciones en el Plaza para esta noche —dice la madre—. Es lo único que he podido conseguir. Me he tomado la libertad de reservarle una a usted. Mañana volveremos a Scardale. No sé qué planes tiene usted.
Recorremos los pasillos del hospital. Es cerca de medianoche. Van a cambiar el turno de guardia.
—No tengo ninguno.
—Quizás entonces se vuelva a la cabaña.
El guarda abre la puerta de la calle y salimos a la noche neoyorquina.
—Sinceramente —prosigue—, estoy deseando perder de vista ese maldito lago.
El sentimiento es común.
Estamos en la calle. El aire, caluroso y cansado, no tiene nada que ofrecer. Transporto a los seis en el coche al hotel y observo con profundo alivio que a Alice se la llevan a la cama en compañía de su madre.
—Buenas noches —grita Alice.
—Buenas noches —respondo, y voy por el pasillo hasta mi habitación, sin otro deseo que quedarme a solas.
Sueño intermitente. Me dispongo a partir antes del amanecer. En la nota que dejo a la madre en la recepción, le digo cuánto lamento las actuales circunstancias y le expreso mi deseo de que la abuela se recupere pronto. Pago la cuenta y concierto que el coche se quede aparcado hasta la noche.
Siete y media de la tarde. Estoy en Central Park. Mi mente vuela, salta de una cosa a otra. Vértigo. Echo a correr, ávido de alejarme lo más aprisa posible. En el centro del prado me detengo para recobrar el aliento. En derredor pasan paseantes de perros, caniches corrientes y algún que otro gran danés, niñeras con cochecitos de bebé y el chico que se ha ido de farra y todavía no ha vuelto a casa. El mundo abunda en posibilidades. Puedo empezar de nuevo. Empezar desde cero.
Bethesda Fountain. El lago de barcas poco profundo. El tiovivo. Recorro todos los sitios con andares de borracho. Desayuno en un bar del Upper West Side: zumo, huevos, beicon, tostada, café, todo delicioso. La lengua me cosquillea por la sal. Me recuesto a leer el New York Times y el camarero me rellena la taza de café.
Más tarde voy al Metropolitan Museum. En su interior hay una calma casi pétrea. Bajando la Quinta Avenida, veo que un cine anuncia Bonnie and Clyde. La primera sesión. La sala es oscura. Para matar el tiempo. Huyendo del calor, me hundo en un asiento mullido.
Cerca del anochecer, vuelvo al hotel en busca del coche, cruzo furtivamente el vestíbulo, procuro por todos los medios que no me vean.
Conduzco hacia el norte del estado, sabiendo que no voy a regresar a New Hampshire. Voy hacia el norte a sabiendas de que debería ir hacia al sur. Mañana daré la vuelta y desandaré el camino, pero de momento me limito a conducir.
Empieza a tronar, caen rayos. Una hora después, el tráfico es menos denso. Al cabo de dos horas tengo hambre, pues no he comido nada desde el desayuno. Un anuncio rojo de neón, una gran estructura blanca, un lugar para pasar la noche. «Motel».
—¿Quiere registrarse?
Asiento.
—Una habitación, por favor.
—¿Para usted y su familia?
—Sólo yo.
—Curioso —dice, sacando el impreso—. Me ha parecido ver pasar a una niña.
Se me corta la respiración. Sonrío, conteniendo el impulso de volverme y mirar detrás de mí. El hombre debe de imaginarse cosas o ver a otra persona. El mundo está lleno de niñas.
Relleno la hoja de registro, en la que pongo que New Hampshire es mi domicilio permanente, y pido al empleado que me recomiende un restaurante.
Me dice el nombre de uno y dibuja un mapa en el reverso de una postal.
—Gracias —digo, cogiendo la llave del cuarto. Atravieso el aparcamiento. El aire exuda humedad. Está casi oscuro, los árboles se recortan contra la noche.
Al abrir la puerta de la habitación, me asalta una ola de depresión inexplicable. El cuarto es reglamentario, feo, a cuadros naranja. No entro. Cierro la puerta y me digo que en cuanto haya comido algo, me sentiré mejor y, además, sólo será una noche.
La luz se evapora del cielo. El aire está cargado. Cada bocanada se aspira con vacilación y gran suspicacia. Uno intenta no moverse demasiado rápido. La temprana promesa del día se ha marchitado. Ahora estoy cansado y un poco asustado. No sé muy bien lo que estoy haciendo. Viajo sin saber adónde voy ni cuál será mi futuro. Viajo, y sólo sé que tiene que ser distinto.
—¿Podemos ver las fotografías? —pregunta el hombre.
—No necesito ver nada tan explícito —dice la mujer de pelo blanco.
—Documentan el suceso —dice el hombre.
—Presiento que ya sé lo que ocurrió —dice la anciana.
—Es tarea nuestra revisarlo todo —dice la mujer negra—. Veamos las fotografías.
La secretaria abre un sobre grande, marrón.
—Aquí hay dos juegos —dice.
—Podemos compartir uno. Que él mire el otro.
El hombre asiente en mi dirección. La secretaria entrega al guarda un pila de veinte por veinticinco. Éste las sostiene enfrente de mí. En papel brillante.
—Ésta es Alice —dice el hombre.
Aparto la vista instintivamente.
El restaurante. Un reservado. El menú.
—¿Qué va a ser?
—Pastel de carne.
No puede haber nada mejor que una gruesa tajada de pastel de carne con puré de patatas, zanahorias y guisantes.
—¿Para beber?
—Café negro —digo, y me siento relajado. Dejo la chaqueta en la mesa y voy al servicio de hombres. Me salpico la cara y la nuca con agua fría y me seco con un taco de toallas de papel marrón.
Cuando vuelvo encuentro la comida servida, un plato humeante que aguarda en la mesa.
—Dios, qué hambre tengo —dice ella—. Tengo tanta hambre que podría desmayarme.
Tiene mis cubiertos en la mano y los mete en el plato.
Me deslizo al asiento vacío.
—Eres un mentiroso —dice, comiendo mi cena—. Prometiste no dejarme. Por suerte sabía que eras un tramposo. Lo he sabido siempre.
—Tu madre llamará a la policía.
Ella señala la comida, me la ofrece.
Declino. He perdido el apetito.
—¿Cómo has llegado aquí?
—En tu coche —dice ella—. Tumbada todo el día en la trasera del coche. No podía dejarte escapar. Eres de lo más olvidadizo y —hace una pausa— corres como un diablo.
Me tiende una cuchara.
—Toma. Métemela, por debajo de la mesa.
Separa las piernas, sus rodillas chocan contra las mías. Un tenedor cae al suelo, con un ruido metálico. Me agacho a recogerlo; la camarera se me adelanta.
—Ahora le traigo uno nuevo —dice, recogiéndolo.
—Venga —dice Alice.
Muevo la cabeza.
—No.
—Sí.
—No. No puedo hacerlo. Ya no puedo.
La cuchara es vieja, tiene los bordes blandos, entra fácilmente.
—Esto es horrible —digo, al borde de las lágrimas—. Me siento horrible.
—Lo horrible es horrible. Yo también me siento horrible. Me duele todo. Me duele la cabeza, tengo la cara llena de bultos que a fuerza de rascar están en carne viva, hasta las tetas me pican.
El volumen de su voz es un crescendo que culmina cuando escupe la palabra tetas desde el otro lado de la mesa.
—Y estoy de mal humor, siempre de mal humor.
—¿Cómo está la abuela?
Me tiende el tenedor.
—Dejemos este juego. No puedo.
—Claro que puedes. ¿Qué pasa, estás lisiado?
La camarera interrumpe.
—¿Quieren tomar algo más?
—Pastel —dice Alice—. Pastel de manzana caliente, à la mode. Y una taza de té.
—Yo no quiero nada —digo, y la camarera se retira.
—El tenedor —dice Alice.
—No.
—Cuando se quiere, se puede.
Me desliza el tenedor en la mano.
Rezo para que el mantel sea tan largo como parece.
Yo amaba. No puedo dar los detalles, que sólo lo minimizan, fuerzan demasiadas comparaciones. Ella era la única, la sola entre un millón.
—Adelante —dice.
—No soy tu esclavo.
—¿Entonces qué eres? ¿Un viejo verde? Que nadie diga nada, que tú te olvides de todo, no significa que yo me olvide. No he nacido ayer. —Está contenta de su parrafada—. Lo que estás haciendo es ilegal.
—¿Piensas denunciarme?
—No.
—¿Por qué no?
—No puedo permitir que te vayas tan fácilmente.
Empuño el tenedor e imagino los cuatro dientes pinchándola, perforándola uno a uno. Llega el pastel. Cojo un pedazo, con el tenedor. Las manzanas están calientes. Me queman la lengua.
Ella raspa el mantel de un lado a otro con un cuchillo.
—Esto —dice, palmeándolo—. Quiero que lo hagas con esto.
Estoy sudando, perlado de sudor. Poso el tenedor. No puedo comer más.
—Por favor —digo, haciendo una señal para pedir la cuenta—. Vámonos.
—No podemos. No he acabado.
Bebe el té, me aprieta el cuchillo contra la mano. Me niego y lo dejo caer al suelo. Un repiqueteo constante. Los demás clientes deben de advertir lo torpes que somos.
La camarera trae la cuenta. Alice remueve la cuchara por debajo de la mesa. La utiliza para remover el té.
—¿Quieres un sorbo?
—Vamos.
—Me estoy convirtiendo en un número de circo —dice ella, en el coche—. El típico fenómeno de feria.
Truena. La ancha franja de un relámpago hiende el cielo. Conduzco hacia el motel.
—¿Ahora qué? —pregunta.
Camino por la habitación, sin poder dormir.
Nuevos truenos y relámpagos. Corro las cortinas.
Ella desaparece en el cuarto de baño y se queda dentro un largo rato.
Me preocupa lo que esté haciendo ahí dentro, alguna diablura, cortarse con cuchillas, tragar cristales rotos, tiene el humor justo para una cosa así.
—¿Todo va bien? —pregunto, a través de la puerta.
Ruido de cisterna. Ella sale, con la cara pálida como el papel.
—Estoy sangrando.
—Déjame ver.
Se mete la mano por debajo del vestido y me enseña los dedos, teñidos de rojo.
—Es sangre. Me has hecho algo horrible.
Muevo la cabeza.
—No he usado el cuchillo.
—No me encuentro bien. No me encuentro nada bien. Me duele la espalda, me duele la cabeza, hasta tengo doloridas las tetas.
Algo me sucede. Extiendo el brazo hacia ella, le inserto la mano dentro, en contra de mi voluntad. Saco los dedos, los huelo, me los llevo a la boca. Pruebo la sangre. He probado esa sangre sólo una vez antes. Tiene un sabor denso, metálico, rancio, como algo que ha fermentado un largo tiempo. Le falta el picor, el regusto dulzón de la herida reciente. Ella ya no es fresca. Su cuerpo se expulsa él mismo. Mancho con la muestra el bloc blanco del motel.
—Una pequeña lección —digo, untando el papel con mis dedos ensangrentados—. Estás menstruando.
—Tú me has hecho eso —grita.
—¿Pero te resulta tan extraño lo que te estoy diciendo? ¿Nadie te ha hablado nunca de esto?
Niega con la cabeza.
—¿Penelope? ¿Gwen? ¿No te dicen nada?
—Me has cortado con el cuchillo.
—¿Cómo es posible que no lo sepas?
—Me has cortado.
—No te he cortado —digo, aunque debo reconocer que estoy preocupado. Había una cuchara y por supuesto siempre existe la posibilidad de una herida, es fácil rasgar o pinchar algo.
—Eres un viejo verde repulsivo, un hombre horrible. No me hables siquiera. No quiero oírte. Tus palabras me entran en la cabeza. No quiero pensar como tú. No quiero parecerme en nada a ti. Te odio.
—Puedo explicártelo todo.
—Ésta es Alice —dice el hombre.
Veinte por veinticinco. Con brillo. Presentan las fotografías como si constituyeran pruebas.
En cierto modo yo la salvé, espero que ustedes lo entiendan. Le ahorré una situación que sólo podía empeorar. Era una chica, incapacitada para convertirse en mujer.
—Ésta es Alice —dice el hombre del comité—. Présteme atención. ¿Puedo pedirle que eche una mirada?
Miro. Sí, miro. Cierro los ojos. Mi mente se desenrolla como un carrete, derramando pensamientos. Fotografías.
—No intentes animarme. —Ella se echa a llorar—. Quiero mi… —Grita, incapaz de rellenar el blanco—. Quiero mi… —repite, incapaz de expresar su deseo—. Necesito un médico —concluye.
—No necesitas un médico.
—No me digas lo que necesito.
Su bolsa de viaje está abierta, revuelve en su contenido. Está llena de cosas, libros, juguetes, piezas de su juego de té, la más extraña miscelánea. Tiene en la mano su cuchillo de caza. Lo ha sacado de la funda. Lo esgrime hacia mí, al mismo tiempo que se sujeta el estómago.
—Me duele —dice.
Avanzo hacia ella.
Ésta es Alice. El guarda deposita la foto delante de mis ojos.
Explotan imágenes como fuegos de artificio. Siento el calor en mi cabeza, la rotura, el rapto, la cálida erupción liberadora.
—Se ha mojado los pantalones.
—Qué asco.
Me he olvidado de ir. Esta mañana se me ha olvidado.
—Se ha meado encima.
—Ésta es Alice —dicen, y me ponen otro foto delante.
El fin de Alice.
—No te acerques o te mato. Te juro que te mato.
—Tíralo —digo—. Es perfectamente normal. Cada mes, de ahora en adelante, sangrarás así unos cuantos días, y luego se pasa. Así son las cosas.
—No te creo. Estás inventando excusas por lo que me has hecho. Basta. Basta de mentir.
Muevo la cabeza.
Ella llora, se coloca la mano en el sitio, lo aferra, como si pudiera contenerlo, empujar el flujo hacia dentro.
—Es perfectamente normal. En las bragas llevas un paño para absorberlo.
Lo digo comprendiendo que ella no sabe de qué estoy hablando, comprendiendo que debe de sonarle a locura. Cómo explicar que se coloque un paño, como si fuera a pasarlo por la cara, una venda gruesa entre las piernas. No consigo decir más. De todos modos no importa. Ella está inconsolable.
—Ésta es Alice —repite una y otra vez el hombre del comité, y cada vez el guarda me enseña otra foto.
—Díganos qué ve.
Un test de Rorschach al revés. Rojos, montones de rojos, como geranios, rojo oscuro como hojas de otoño. Rojo y marrón y negro. Árboles, las hojas de árboles, el viento entre las hojas, la textura de la corteza.
—Mire otra vez, ¿qué ve? —dice la mujer negra.
—Flores, árboles, un sendero en el bosque, una mujer que desaparece.
Me niego a ver lo que ellos quieren que vea. Sólo veré lo que yo quiero ver, mi deseo, mi visión. Me veo a mí mismo por encima de ellos. El dolor crece en mi pecho, se extiende, me impide respirar. Me está ocurriendo algo. No me acuerdo de olvidar.
—Ésta es Alice —dicen.
Asiento. Conozco a Alice. Lo sé todo de Alice.
—El fin de Alice.
La tormenta. Los relámpagos. Las luces se apagan, luego se encienden, punteando nuestro diálogo.
—Me has cortado —aúlla—. Voy a desangrarme. El corazón se me irá debilitando y después se parará. Se parará. Me has matado —grita.
—Chist. Los vecinos van a quejarse.
No sé por qué, pero voy por el cuchillo, se lo quito.
—Devuélvemelo —dice ella—. Devuélvemelo.
Viene hacia mí.
—No te he tocado con esto —digo—. No te he tocado yo. Te está tocando esto —digo, tocándola con el cuchillo—. Este puto cuchillo es el que te toca. Yo no te he tocado ahí. —Rozo la falda con el filo—. ¿No lo entiendes? No quiero hacerte daño.
—¿Entonces por qué me has hecho esto?
No tengo respuesta.
—¿Por qué lo has hecho?
—¿Por qué me obligas? —Estoy llorando—. No me hagas hacerlo.
La primera vez que lo clavo hay resistencia, pero estoy furioso, cegado de cólera. Se lo clavo en el vientre. El siguiente corte le penetra en el cuello, un chorro mayor, un flujo brillante, el siseo de una arteria. Una fuente de sangre caliente y pegajosa lo baña todo. Ella hace una mueca y cae de espaldas en la cama, borboteando como una niña, un bebé con su sonajero. Lo hundo de nuevo. Ella parece sorprendida. Una, dos veces más. No puedo detenerme. Sólo tengo presentes el principio y el fin.
Está despedazada, desperdigada por la habitación. Ríos de sangre forman pequeños remansos. No sé cuál es cada sangre, de dónde procede. El olor es carnoso, la pútrida fetidez de la matanza. Me avergüenza el vigor, la magnitud de mi arrebato. Es como si me hubiera extraviado, escindido.
¿Me he explicado?
Salgo. Tengo sangre seca dentro de las uñas, que me deja manchas de herrumbre en la piel, copos secos se me desprenden de la cara. Hay sangre por todas partes. Las luces se atenúan y permanecen así. Láminas de lluvia atraviesan el parking. Un restallido a lo lejos. Un transformador se funde y la luz se va por completo. Han desaparecido el neón rojo con el nombre del lugar y el letrero naranja de que hay plazas libres.
En una noche como ésta, uno tiene la impresión falsa de que las normas han sido abolidas, suspendida la certeza. Estoy mojado, empapado, tengo frío. Mis pies descalzos pisan la acera de cemento. Hay sangre oscura en mi empeine; expongo el pie a la lluvia para que la limpie, la borre. Mi cigarrillo chisporrotea, arde desigualmente. Escupo hebras de tabaco. A lo lejos, los relámpagos son como si alguien accionara un interruptor en una casa para comprobar algo durante un segundo, para mirar y luego apagar la luz de nuevo y fingir que nunca ha sucedido.
No sucedió nunca.
Es la mañana. Sigo todavía fuera. Llega la mujer de la limpieza.
—¿Puedo entrar? —pregunta.
No contesto. Tiene el carrito lleno de todo lo que necesita, toallas, jabón, ambientador. Volverá a ponerlo todo en orden. Quedará limpio y ordenado como si nunca hubiera sucedido. Lleva un uniforme de color mostaza, un delantal blanco y guantes de goma amarillos. Me mira. Asiento. Sinceramente, me alegro de verla.
El fin ha llegado. Hago un ruido, un grito, un chillido. No hay una palabra que describa el sonido que hago, pero es amplio y fuerte y desde el fondo de este pozo, una garganta abierta. Me sobresalto, como si despertara de una pesadilla, estoy de nuevo en la habitación, pero no fuera del bosque.
Él está en el corazón de las cosas. El corazón. Una opresión dolorosa en el pecho.
—¿Se encuentra bien? —pregunta la mujer negra.
Lo recuerdo todo.
—Deberíamos seguir —dice el hombre, mirándome atentamente—. Se está agotando el tiempo.
—Adelante, pues, lea el resto —dice la mujer de pelo blanco—. Cortemos por lo sano.
La secretaria lee en voz alta: «9 de agosto de 1971, Chatham, Nueva York, Alice Somerfield, de doce años y medio, es hallada muerta en la habitación de un motel. Causa de la muerte: múltiples heridas de cuchillo; el forense cuenta sesenta y cuatro. Las cinco iniciales en la parte superior del torso, melladas, lo que indica lucha; las cincuenta y nueve siguientes, cortes al ras, muy probablemente practicados después de la muerte. La víctima ha sido decapitada, tiene la cabeza colocada entre las piernas, el arma es hallada en el lugar de los hechos: insertada en la vagina de la niña. Cuchillo de caza. Las huellas digitales del mango coinciden con las del acusado. El laboratorio identifica sangre menstrual y semen en la vagina, ano y boca de la fallecida. El acusado evidentemente continuó sus relaciones con la víctima después de su muerte. La cara y el cuerpo cubiertos de besos. El acusado hundió sus labios en la sangre de la víctima y la besó repetidamente. Se encontró sangre de la víctima en la ropa, el pelo, las uñas y las orejas del acusado, pintada sobre la parte inferior del torso y los genitales. Se tomaron fotografías y muestras. Nota final: el acusado mostró una calma extraña en el momento de su detención, y expresó gratitud a los agentes que le detuvieron».
Ahora ya es suficiente, más que suficiente.
A ti sola te he contado el cuento, haz con él lo que quieras. Todo está ahí, no hay nada más. No me queda aliento.
La cosa está hecha. Me sacan, me conducen, me permiten pasar. Libre finalmente. Es verano, el fin del verano ahora. Noto el calor cansino que llega en agosto. Hay cielo y árboles, una alambrada alta, una carretera larga, y al final de ella estás tú, esperándome.
Me alegro tanto de verte, digo. Te he echado tanto de menos, he pensado en ti todos los días.