SEIS
¡Me ha llamado! ¡Mi madre contestó al teléfono!
¡Evidentemente no había recibido todavía mi última epístola, la postal en la que le explicaba el lugar y el momento correctos de emplear los signos de admiración!
¡Le temblaba la voz! ¡Cita de tenis mañana! ¡Me muero de impaciencia!
Tenis. Se ven en la pista. Él llega temprano y permanece junto a la alambrada, balanceando su raqueta, la varita mágica Wilson, de un lado para otro a través de la hierba como si no fuera un artefacto de actividad, la medida de la habilidad atlética, no un accesorio deportivo, sino ese látigo tan moderno, el juguete fetichista más reciente para oficiar la vieja relación de imperio entre el propietario y su césped, un eliminador de malas hierbas.
Ella llega, no dice hola, sino ¿estás listo?
Hola es una palabra que va acompañada de rubor, un arrebol de timidez. No es absolutamente necesaria, y como tal se suprime. Ella se muere —está medio muerta— por no haber sabido hasta ahora que él accedería de tan buena gana, tan fácilmente.
Entran en la cancha. Rápidamente, ella se va al fondo. La brisa prende en su camiseta, que se llena de aire, se infla como una vela, atrae mi mirada, atrae mi aliento, mi plena atención. Ella volaría, a poco que hiciera el más mínimo esfuerzo.
El chico, por su parte, viste un atuendo virginal, shorts blancos de tenis y una camiseta blanca como es debido. Los shorts son demasiado ceñidos, la camiseta demasiado holgada: es la de su padre. Su esfuerzo delata su afán de agradar, la seriedad con que se ha tomado la cita, su vulnerabilidad.
Ella sonríe.
Exceptuando a las dos mujeres con prendas de tenis en el extremo, las pistas están vacías. Las mujeres están haciendo voleas, tienen mucho cuidado en evitar el coche de bebé aparcado en la banda, en medio de la cancha, a la sombra de un arce.
Para llamar la atención del chico, ella muestra en el aire una pelota de un vivo color verde.
Él se agacha, se prepara: la entrepierna de sus pantalones se abulta. A ella le encanta jugar al tenis. Él golpea, ella devuelve, los dos pegan. Ella juega bien, pero rara vez se permite ganar. Ella le felicita, pero no demasiado, no demasiadas veces. No le obliga a realizar un gran esfuerzo pero tampoco se lo pone muy fácil. Hay tiempo para eso. El movimiento definitivo, el gran extender la mano y tocar a alguien, debe proceder de él. A él le toca empezar, pues de lo contrario sentirá timidez, se sentirá forzado. Ella esperará hasta que la idea parta de él, hasta que sea un impulso suyo, sepa que tiene que. Hasta entonces se limitarán a jugar.
La pelota se escapa y vuela al fondo de la pista, donde juegan las señoras. Él hace seña de que va a recogerla. Ella mira a las dos jugadoras, mira a su chico mirándolas a ellas. Visten faldas cortas blancas con pantis blancos con blonda por encima de las bragas. Cuando se les acerca el chico, una de ellas se agacha para recoger la bola. Agachada, toda la pelusa de la parte superior interna de su muslo surge de lleno frente a la cara del chico, junto con la piel de pavo, de vellos dispersos, que rodea la región púbica extendida. Que el agujero esté oculto, envuelto, sólo sirve para empeorar las cosas: que esto, a su vez, no se presente de lleno ante su cara realza el suspense, sugiere que hay algo más especial ahí sepultado, hace que todo parezca mejor de lo que es, de lo que será nunca. El bebé rompe a llorar y la mujer deja al chico para dirigirse hacia el cochecito. El chico vuelve con una erección. Desde el otro lado de la red, ella ve la dilatación, el bulto, despuntando. Esa puerca gorda se la ha puesto dura. ¿Nunca cesarán los misterios?
Soy Casper aquí, el espectro amistoso, acariciante. Entro en la pista, me coloco detrás de ella y la cojo del brazo cuando lo mueve hacia atrás para un swing. La toco. Hay un tarareo agudo, la sagrada armonía, como si tocar, hacer cosquillas, fueran los supremos, los más sofisticados ejercicios tántricos.
Aun cuando ella ha rebasado con creces la edad, aun cuando no es tan bonita como alguien flamante, me excita el tacto de su piel. ¿Es porque me han privado de él, porque he tenido que prescindir de eso tanto tiempo? ¿Es posible que a medida que envejezco aumente también el límite aceptable de la edad de las chicas? La idea de que si llego a los ochenta, las de cuarenta me parecerán atractivas, me parecerán bebés, es un pensamiento que, si alguna vez lo concibo, espero que irá acompañado del impulso de suicidio. Que pudiese encontrar encanto y sustento en atributos plenamente florecidos —más que maduros, casi avinagrados—, que algún día pudiera atraerme la cálida bienvenida que una mujer adulta dispensa a mis penetraciones, mis protuberancias, mi arma maligna, sobrepasa con mucho, con muchísimo, lo que estoy dispuesto a consentir que mi imaginación invoque. Dicen que las mujeres alcanzan su apogeo sexual mucho más tarde que los hombres; he presenciado aunque no verificado este fenómeno; esa disposición a experimentar, a intercambiar las esposas respectivas, a hacerlo con el perro, con la hija bisexual de la pareja de la puerta de al lado, etc., francamente me deja medio muerto de miedo.
Ella. Es urgente que la tome en mis manos y la incite a avanzar hacia la pelota, a pivotar, girar por completo y arquear la espalda cuando ejecuta el servicio. Necesito estar apretado contra ella, separarle las piernas, luego pedirle que compruebe su equilibrio, su posición. Quiero humillarla ligeramente en el juego, frotarme contra ella, y mediante esta tutela amorosa y suave separarla de él, que sólo juegue conmigo. Quiero chuparle los labios, escupirle en los ojos, y rociarla con lo que yo tengo.
¡Me muero de impaciencia!
Y cuando se les termina la hora, cuando el corazón les late aprisa y las glándulas sebáceas vierten sudor, ella hace el gesto de consultar su reloj, señal muda pero inequívoca de que se les ha acabado el tiempo. Él se acerca a la red. «Fantástico», dice ella, secándose la nariz. Tiene propensión a sudar, a producir burbujas de agua como ampollas que cubren su piel: buenos poros, eficaces pero no demasiado grandes. «Sí, fantástico», dice él, repitiendo el sonido, imitando el ademán de la nariz con un gesto más amplio, enjugándose toda la cara con el hombro de la camiseta de su padre. Ella se mete la mano en el bolsillo, saca un billete de diez y él empieza a dudar, a rechazar, de hecho, a fingir que no va a aceptar el dinero. Pero ella se mantiene firme; el billete permanece extendido, curvado en el aire entre ellos. Él coge el dinero.
—Estamos bastante igualados —dice.
Ella asiente.
—¿Mañana otra vez?
—Claro, ¿por qué no? —dice él, agitando el billete en el aire, antes de embolsárselo y marcharse.
A mí aquí me están dando por el culo y ella allí vaga por los montes, los valles de Scarsdale, Larchmont, Mamaroneck, satisfecha como después de una adquisición, un momento de tranquilidad, de falsa saciedad. Y en esa ráfaga de liberación, ella ha bajado la guardia. Al volver a casa y equilibrar sus electrolitos con un paquete de patatas fritas y una lata de naranjada, se deja convencer por su madre para ir al centro comercial. Ahora está allí probándose prendas de tenis, tensando el cordaje de la raqueta, comprando los artículos que su fantasía exige.
Que sea tan inteligente y manipuladora que nos haya liado, al chico y a mí, es algo que, si yo fuera más joven, sentiría que tengo que tomarme a pecho. Asumiendo el control, le recordaría que, aunque estoy enjaulado, sigo funcionando: soy un hombre. Voy a meneármela, a correrme sobre la página, a dejarla secar y luego doblaré la hoja crujiente en pliegues iguales, la meteré en un sobre y se la enviaré para que ella la despliegue. En la confortable intimidad de su cuarto, ella amasará una bola grande de saliva en la boca y la escupirá sobre la página y luego, con la punta de un lápiz o con su dedo rosado, mezclará ambas cosas. Después, como si aplicara pasta, un emplasto medicinal, recogerá la sustancia con el dedo, se bajará las bragas y se tocará. Así estaremos juntos. Y yo, en mi celda, conectado con mi lava como si fuera mi fe, me estremeceré y me tensaré mientras ella trajina con el papel a diestro y siniestro hasta que se mezclen nuestras humedades respectivas y se borren los finos renglones azules, hasta que el mismo papel sea una simple esquirla, delgado como el corte transversal de un patólogo. Al acabar, tirará esta página al suelo junto a la cama y horas después, por la tarde, la meterá —no del todo seca todavía— en el sobre, pegará el precinto y con tinta roja pondrá Devolver al remitente.
—Lo han abierto —dirá el cartero, apretando la humedad, el grumo—. No puedo devolverlo al remitente si lo han abierto.
—Yo no lo he abierto —dirá ella—. Llegó así.
Y como ella es un encanto, y como es joven, y como se parece a la hermana del cartero, que es una monja carmelita, aceptará la carta y la echará en el gran buzón con destino al norte del estado.