OCHO
¿Ahí dentro te dejan tener cubertería de plata o comes simplemente con una cuchara?
Querida, a estas alturas habría pensado que conocías la etimología de la expresión bueno como para chuparse los dedos.
La madre de él llama para invitarla a cenar. La madre de él llama y habla con la madre de ella. Es el modo en que se hacen estas cosas. Entretanto la duende animada gandulea en segundo plano, fingiendo que es una infante, demasiado pequeña para alcanzar el teléfono, para que le incumba el lenguaje amoroso transmitido por vía telefónica.
Se ocupa de que su madre lo haga en su lugar.
Como las brujas buenas de los cuentos de hadas, esas madres son cortas de vista, aquejadas del astigmatismo del afecto. Son murciélagos descerebrados en el campanario, la última generación perdida de amas de casa, adiestradas para ser sordas, mudas y ciegas. Permanecen en el hogar, errando de una habitación a otra, esgrimiendo botes de Don Limpio y Centella, suaves gamuzas en la palma de la mano, rezumando limpiamuebles por todos los poros. Todo lo que acarician se transforma, la mancha se evapora. Las superficies relucen. Y cuando han terminado, y en realidad no terminan nunca, pero cuando se sientan a descansar, sufren una regresión. Juegan como niñas al gran juego de regentar una casa. Charlan de ello por teléfono, mientras manipulan con la lima de esmeril, mojan el pincelito en la laca roja y se la aplican encima de las uñas. Charlan de ello como si el teléfono no fuese la joya de la corona de la cultura de la comunicación, sino un conjunto de latas vacías de zumo de naranja atadas con una cuerda extendida de una casa a otra. Con el auricular metido debajo de la barbilla, se mueven por sus cocinas preparando bocadillos, removiendo la salsa, congelando y descongelando sus congeladores y neveras, y mantienen constantemente el cordón rizado alrededor del cuello: es un milagro que no se estrangulen con él.
—Creo que no nos conocemos —le dice una a la otra.
—No, creo que no.
Qué importa. Son todas iguales, todas en la misma barca, el mismo barco que se hunde.
—Qué encanto —dice la madre de ella, colgando el teléfono—. Era la madre del chico al que le das clases, para invitarte a cenar. Es tan simpática, te has agenciado algo bueno. Ya nunca me cuentas nada. ¿Dónde está esa escuela, St. Andrew? Muchos chicos van a esa escuela.
Cháchara en el trasfondo.
Nuestra chica está tumbada en el sofá, con los ojos cerrados, escuchando las orquestaciones de su madre, la Sinfonía del vaciado del lavaplatos, cacofonía de porcelana, tintineo de vasos, el estruendo de percusión del cuenco de los cubiertos y el libreto de la letanía materna.
—Podrías ayudarme con esto, ¿no?
—¿Cuándo es la cena?
—A las seis y media.
—¿Esta noche?
—¿Es eso un problema?
Ella está horrorizada. Como si necesitara semanas de aviso. A decir verdad, para la jovencita, la que no tiene tanta práctica, no hay mucha necesidad de planear. El mejor modo de obtener estas cosas es adelantarse sin demora.
Soñando despierta, tumbada en el sofá, se pellizca los pezones, los prueba, los sensibiliza para su uso futuro. Su palma abierta se frota de arriba abajo el pecho. Extiende las piernas. Su madre entra, pero al principio no se da cuenta.
—Cariño, ¿qué estás haciendo? —pregunta por fin su madre.
—Rascándome.
—Si te pica algo, ¿por qué no vas arriba, te desvistes y te das un buen baño? Pon un poco de maizena dentro. Un buen remojón siempre alivia.
—Es una idea —dice la chica, parando de rascarse, pero sin levantarse del sofá.
—¿Dónde están tus amigas este verano? Antes tenías muchas amigas.
La chica no contesta.
Seis y media de la tarde. Acercándose deprisa a la casa del chico. De la ventana de la cocina emerge una fina voluta de humo negro. Se eleva. Ella acomete las escaleras traseras, se lanza contra la puerta posterior, que se abre de golpe como si fuera parte de un decorado. El tostador está envuelto en llamas. Ella coge una caja abierta de bicarbonato que por casualidad se encuentra encima de la repisa y vierte el contenido sobre el fuego. Las llamas se apagan.
La madre de la casa irrumpe en la cocina.
—He olido a quemado.
—Lo he apagado —dice la chica, agitando la caja vacía de bicarbonato como una carraca.
La madre toma entre ambas manos la cabeza de la chica, inserta sus dedos en las depresiones, las abolladuras detrás de las orejas, el lugar donde actuaron los fórceps, un recuerdo de nacimiento. «Tesoro», dice, besando a la chica de lleno en los labios, metiendo y sacando la lengua. «Gracias, tesoro».
Seis y media. Acercándose deprisa. El padre trabaja en el coche. Sin camisa. Lleva shorts de gimnasia. Está cubierto de grasa.
—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunta ella, que avanza por el camino de entrada.
Él suspira, se frota el brazo ennegrecido contra la frente y deja una raya aceitosa, que colma el espacio entre sus cejas.
—Quédate aquí de pie mientras yo estoy debajo —dice él—. Dame lo que necesite cuando te lo pida.
Ella asiente.
Él se tiende de espaldas en la plancha e introduce primero la cabeza debajo del automóvil. Tiene el cuerpo metido hasta la cintura. Ella se acuclilla junto a sus rodillas.
—Más arriba —dice él.
Ella se desliza más arriba.
Él dobla las rodillas, atrapándola contra el vértice de la entrepierna. Cada vez que ella se agacha para darle una herramienta, ella se frota contra él. Está duro. Está diciendo: «Cuatro centímetros. Llave inglesa. Destornillador. El de estrella. Punzón. Punzón». Deja caer las herramientas, la agarra de las caderas y se restriega contra ella, ensuciándola con vetas de grasa. Él gime. Cuando ha terminado, sale de debajo del coche y se limpia con una camiseta vieja, un trapo.
—Gracias —dice—. Gracias por tu ayuda. No es algo que se pueda hacer sólo con dos manos.
Seis y media. Enfrente de la casa, el pequeñín yace de bruces dentro de la piscina infantil con forma de tortuga. Ella le saca del agua, le tumba fuera y le aprieta el pecho rítmicamente con las dos manos. Se inclina sobre él, le insufla aire y le bombea agua al exterior. Él babea y resopla. Al oír sus toses, sus jadeos de asfixia, la familia sale disparada de la casa. Todos están sobre ella, le ofrecen de todo, cualquier cosa que quiera, ¿su primer hijo?
Regañan al pequeño por ser tan estúpido de estar a punto de ahogarse.
—Creí que era un pececillo —dice él.
—No lo eres.
Seis y cuarto. El primer auténtico día de verano, ella sale por la puerta, duchada, depilada, en forma para la conquista. Minutos después está en la entrada de la casa de él, manifestando síntomas serios de calor y humedad: jadeante, sin aliento, colorada. No se ha dado cuenta de que no ha venido andando, sino al trote, que ha pasado volando por el césped verde y los setos de ligustro de los vecinos. Está sudando, transpira arroyos salados que descienden por su pecho, se le meten dentro del sujetador y remansan entre los senos. Ojalá no hubiera comido todos esos postres. Los siete kilos misteriosos acumulados distraídamente durante el año escolar aparecen en el acto, íntegros y explicados. Los shorts se le han subido hasta arriba de la entrepierna. Los muslos, como pinzas, los mantienen remangados y así la carne puede frotarse consigo misma, muslos gemelos que liban sabrosos besos húmedos de atrás adelante hasta que generan un sarpullido de granos.
Piensa en dar media vuelta, volverse a casa e intentarlo de nuevo. Podría darse otra ducha, cambiarse de ropa, coger prestado el coche. Al fin y al cabo, tiene edad de conducir.
Descansa al fondo del camino que lleva a casa de él, apoya la cabeza en las rodillas, afluye sangre a su cerebro. Enderezándose poco a poco, se enjuga la frente con la manga de la blusa y recorre anadeando el camino de losas hasta la puerta delantera: se detiene dos veces para despegar los shorts de la entrepierna.
Levanta la aldaba de latón y llama.
Dentro de la casa, la madre grita:
—¿Has dado de comer al perro? Es tuyo. Tú lo quisiste. Creía que te encantaba. ¿Por qué no le das de comer?
Ella levanta la aldaba de nuevo y pega el oído a la puerta. Se oye la necia banda sonora de un determinado personaje de cómic, un pato animado, antropomórfico, que cecea. Alza otra vez la aldaba y golpea lo más fuerte que puede contra la puerta.
Aguarda. Y aguarda.
Uno. Cinco. Siete minutos. Se produce el cambio de humor que acompaña a la espera. El sudor se le enfría. De inquieta a enfadada. De furiosa a agotada. Desalentada. ¿Esta cena no significa nada para nadie más que ella? Claro que no, pero ella no lo entiende, todavía.
Avispas. Las inquilinas del nido que hay encima de la puerta regresan al hogar, cerrando una jornada de trabajo. Zumban alrededor de su cabeza y antes de que se percate de qué son, da un manotazo. Picadura. El ojo. Grita. Trastabilla, cae contra el marco de la puerta. Su codo choca contra un timbre hasta ahora inadvertido. Resuenan en toda la casa campanillas.
—Llaman, llaman, llaman —dice una voz, traduciendo.
El chasquido de un cerrojo que retiran. La puerta se abre. Con un trapo de cocina encima del hombro, la madre aparece con una lata congelada de limonada rosa sudando en su mano.
La chica se tapa el ojo con la suya. La aprieta contra él como si así pudiera reducir la hinchazón.
—Me han picado —dice.
—¿Eres alérgica? —pregunta la madre.
—No creo.
—¿Puedes respirar?
—Sí.
La madre conduce a la chica a la cocina, al office, su gran laboratorio, y le confecciona con un paño una bolsa de hielo.
—¿Llamo a tu madre?
Profundamente humillada, la chica mueve la cabeza, sin darse cuenta de que este accidente obrará en su favor. Está un poco alelada, sin nada de la astucia y del insinuante encanto de una verdadera tentadora que buscase fortuna.
—Voy a traerte un poco de Benadryl.
—¿Qué hay de cenar? —pregunta a gritos una voz anónima.
No hay respuesta.
El chico, su chico, Matthew, un don del Señor, entra en la cocina. La visión de su amado le transmite una ráfaga prácticamente insoportable de calor casi nucleico. Todos los vasos se le dilatan. Inclina la cabeza, sin aliento: un gesto de respeto, la reverencia de un campesino ante la realeza. Él lleva shorts de algodón, y una camisa azul sin remeter, mal abrochada, con los botones en el ojal que no corresponde, varias tallas grande. Está descalzo. Es la primera vez que ella le ha visto los dedos de los pies. Por eso no ha caído antes postrada de manos y rodillas para lamérselos.
—¿Te has… peleado con alguien? —pregunta él.
Ella niega con la cabeza. La madre vuelve a la cocina y se coloca ante ella, lista para administrarle la medicina en la forma infantil, líquida. Distraída un momento de su chico por la cuchara de té que le empujan hacia los labios, traga el brebaje. No es ni de lejos tan bueno como chupar los dedos de los pies.
—¿No son dos cucharadas si tienes más de doce? —pregunta la chica.
La madre lee el reverso de la botella y vierte otra cucharada.
—Si quieres —dice la madre—, te llevo a casa.
La chica mueve la cabeza.
—Estoy bien.
—Qué hay de cenar —dice el chico.
—Hamburguesas de pavo.
Aunque no es mi intención interrumpir los acontecimientos, deberíais tener presente que no me hago idea de lo que están hablando. Nunca he oído hablar de una hamburguesa de pavo y no consigo imaginar semejante cosa. Tal vez he estado ausente demasiado tiempo, quizá ese artículo dice algo sobre esa gente, algo que no capto del todo…, por lo tanto, os dejo a vosotros que entendáis las connotaciones. Pero en caso de que estéis tan perplejos como yo, permitidme añadir que, según la chica, el plato requiere la combinación de numerosos ingredientes en un cuenco grande, el uso de una sartén, un lubricante de aceite vegetal rociado o estrujado, e incluye pan rallado. Yo personalmente detesto el pan rallado: es como una especie de serrín ablandado, un espesante que se utiliza para intentar sacar algo de la nada.
—Espero que no tendré que daros de comer a vosotros tres primero —dice la madre continuamente desde las seis y cuarenta y cinco hasta las siete y cuarto, cuando el padre, húmedo y despeinado, llega a casa.
—¿El coche todavía en el garaje? —pregunta la madre.
El padre asiente.
—No había taxis en la estación. He venido andando. Hace calor.
La madre le sirve un vaso frío de limonada, que él parece absorber de un solo trago. Le sirve otro, que él consume casi con la misma rapidez. Extiende el vaso para que se lo llene.
—No hay más —dice ella, sosteniendo la jarra cerca de su pecho—. La he hecho para los niños.
El padre va al fregadero y llena su vaso de agua. Se chapuza la cabeza y la cara y coge un paño de cocina.
—Tenemos tres cuartos de baño, si quieres lavarte.
—¿Esa camisa es mía? —pregunta el padre a su hijo mayor.
Matthew se encoge de hombros.
—Sabes que no me gusta que te pongas mi ropa.
El chico vuelve a encogerse de hombros.
—Dejas unos puntitos raros en mis cosas, puntos demasiado pequeños para que los vea tu madre. Ella hace como que no están, pero yo los veo y no se quitan. ¿Qué son esos puntos?
La chica observa al padre y al hijo. Parecen competir el uno con el otro, rivalizan por algo que el chico todavía no sabe lo que es. El padre se empeña, se concentra en quitarle la alfombra de debajo de los pies, aunque sólo sea para fastidiarle, pincharle, zancadillear al joven. Por el momento su chico se ha olvidado de ella, pero a ella no le importa. Comprende que tiene que dejarle tranquilo, tiene que aprender a pasar con él un tiempo sin incentivos, que será la vía por la que ella se introduzca, el aparente carácter ordinario de las cosas. Por ahora ella se contenta con observar, con presenciar. Y, por raro que parezca…, todos ahí se han olvidado de ella.
Hasta el momento, el padre, el viejo de su amado, ni siquiera la ha divisado sentada a la mesa de la cocina, con una bolsa de hielo apretada contra el lado derecho de la cara, que gotea agua helada sobre el suelo de linóleo. Para no desquiciarse, para no dar un salto y salir corriendo de la casa, gritando: «No me queréis, no me prestáis la más mínima atención», habla con el perro.
—Oh, eres un buen perro, un perro bonito, un perro con suerte. ¿Has cenado ya? ¿Estaba buena la cena?
Frota la parte indemne de su cara contra el hocico del perro. Él le da lametazos.
Tras sacar los platos del aparador, la madre los decora con detalles ingeniosos: lechos de lechuga, pilas de ensalada de patatas, aros de cebolla y trozos de tomate. Va y viene presurosamente de la cocina al comedor, poniendo la mesa, dando la vuelta a las hamburguesas, alcanzando el ketchup, la mostaza y la mayonesa. Nadie la ayuda. Su servidumbre es tácita y predeterminada. Ella lo hace todo. La chica podría ayudarla. Ha escogido economía doméstica y tiene buenos conocimientos en esta materia, pero sabe que actuar dividiría la habitación en macho y hembra, en servidoras y servidos, la separaría de lo que ella quiere. En vez de eso, la chica rasca las orejas del chucho. Él le olfatea la entrepierna y trata de montarse en su pierna.
—Wallace —dice la madre, agarrando al perro del collar, tirándole del cuello—. Para.
Los dos chicos se pelean en el pasillo, y el pequeño pide socorro alegremente mientras su hermano mayor le derriba y le voltea, le trenza los miembros como a un pretzel blando. El padre ha desaparecido de momento, se ha disculpado para hacer una llamada telefónica desde algún sitio tranquilo, donde pueda pensar, hablar y que le oigan.
Las hamburguesas están amontonadas en una bandeja. «La cena está servida», anuncia la madre. «La cena», repite. Y las tropas se congregan. Una invitada, una invitada. Es como si el rumor de la presencia de la chica se difundiese solamente ahora, cuando los miembros de la familia son conducidos al comedor en lugar de a la cocina y descubren que las servilletas son de tela y los vasos de cristal. No de plástico o papel. Sorpresa. Sorpresa. La madre retira la bolsa de hielo de la cara de la chica y la lleva hasta su sitio, contiguo al del pequeño, enfrente de su chico y cerca del padre. Nuestra chica sonríe.
—Bonito —dice.
—Ella es la profesora de tenis de Matty —dice la madre, presentando a la chica al padre, que le echa una ojeada y luego se disculpa para preparar otro combinado.
—Yo era del equipo en Penn, cabeza de serie nacional —dice, desde el cuarto de estar, antes de volver a la mesa con el vodka-tonic en la mano, pero oliendo a scotch.
—Los cubitos están en la nevera —dice a su mujer mientras roba cubitos de hielo de los vasos de sus hijos y remueve su bebida con el dedo índice, que hace poquísimo podría haber estado metido en el culo del chico de los recados o entrando y saliendo de la rendija resbaladiza de una secretaria. Saca el dedo del vaso, se lo chupa y comienza a picotear la comida.
—Vamos a necesitar en cualquier momento un frigorífico nuevo. Hace meses que te lo vengo diciendo —dice la madre.
—No quiero saber nada de eso —responde el padre, concentrando toda su atención en la bebida. Desea olvidarse, desea que todas las partes de su hacienda sean maravillosas y bellas. Más allá de eso, podría desentenderse, en tanto en cuanto eso no le frene. Y es exactamente eso, la sensación de que le retienen, de que le retienen contra su voluntad, de ser rehén de la máquina del hielo, de la eliminación de la basura, de las viejas tuberías de cobre, de su mujer y de sus hijos, lo que le agria el humor. El padre es un hombre amargado y tacaño.
—¿En qué curso estás?
—En tercero.
—¿Qué asignaturas?
—Psicología y literatura.
—¿Freud está todavía en el programa?
Ella asiente.
—Ah —dice el padre, disculpándose para ir a preparar otro cóctel.
—¿No tienes ya bastante? —pregunta la madre. El padre no contesta. Vuelve a la mesa con medio vaso de vodka y esta vez mezcla su veneno con lo que queda de limonada. Ladea hacia atrás la cabeza, cierra los ojos, da un sorbo. La hamburguesa en su plato sigue intacta.
Se dirige a su hijo.
—Esa camisa es mía, ¿verdad? ¿Te lo he preguntado antes?
El chico se encoge de hombros.
—Sabes que no me gusta y lo sigues haciendo —dice el padre, meneando la cabeza—. Ketchup —dice, sin hacer una pausa para recobrar el aliento, y le pasan bruscamente la botella de Heinz. Con un sonido de pedo, un coagulo brota del tapón abierto y le salpica los dedos. El padre, asqueado, se los limpia—. Servilleta limpia —dice. Y su esposa se la deposita en las rodillas.
—Me alegra tanto que le des clases a Matt —dice la madre, colmando la laguna, animando el cuadro, dando una palmada en la muñeca del pequeño, que juega a experimentos raros con la comida—. Quince dólares la hora, es una ganga. En nuestro club cuesta treinta, y los profesionales no han jugado en quince años. Y tú estás en un equipo, es estupendo. —Hace una pausa—. Es curioso. El mes pasado quise apuntar a Matt para un curso colectivo y se negó. Pero clases particulares sí. Quince dólares la hora. Tenemos mucha suerte.
El chico está ganando dinero, quince de su madre, diez de la chica, se embolsa veinticinco, de cincuenta a setenta y cinco a la semana…, se forra. Ella está contenta. Él no es tan tonto como uno creería. Ella le mira a través de la mesa. Él no para de moverse. Ella le guiña un ojo, pero como ya tiene uno cerrado, da la impresión de que el guiño es un pestañeo alargado. Está forrado de pasta. Tiene planes. Ella está cada vez más excitada.
—¿Qué aspiraciones tienes? —pregunta el padre. Es evidente, por el tono con que hace la pregunta, que no espera que ella le conteste—. Cuando yo era joven —dice—, uno deseaba cierto éxito, una carrera, una esposa, un hijo, y después un club, un barco, una casa en el campo, una esposa mejor.
—Déjalo estar de momento.
La madre se levanta y empieza a retirar la mesa a pesar de que aún están comiendo.
El ojo de la chica, su ceguera hinchada, su cuerpo entumecido, drogado, le entorpecen la coordinación. Se ha tirado comida encima. Para el final de la cena está salpicada de todo lo que han cenado: un pedazo de maíz le cuelga del cuello. Wallace, el perro de la familia, trabaja en círculos estrechos, lame el suelo a los pies de la chica, le hocica en el regazo, consigue lo que puede.
—Jugábamos con pelotas de verdad, pelotas blancas, nada de esas porquerías verdes de neón, de magenta brillante —dice el padre—. Era un deporte civilizado, un buen deporte.
—Mi servicio es más fuerte que el tuyo —dice Matt a su padre.
—Sin duda —dice la madre, palmeando la cabeza de su hijo, pasándole los dedos por el pelo, acordándose de cuando…
El viejo abre los ojos y mira primero a su hijo y luego a la chica.
—Espero que le enseñes bien —dice, y se vuelve hacia su hijo—. Jugaré contigo este fin de semana. Te voy a machacar.
—Tengo pelotas —dice el pequeño, aunque nadie (menos yo) le presta atención.
Un pastel. Mamá hace un pastel. Antes de que pierda la chaveta, me prepara algo de comer. Entra en la cocina, saca sus cuencos de mezcla y empieza a añadir cosas: harina, sal, bicarbonato. Con la mano desnuda extrae Crisco de la lata.
—Pela —dice, dándome un cuchillo.
Mezcla con las manos las cosas en el cuenco, agregando más harina, una pizca más de sal. Coge mis manzanas, las corta en pedazos, las rocía de azúcar, canela y un chorro de zumo de naranja. Se mueve aprisa, frenéticamente.
—¿No necesitas instrucciones, una tarjeta con la receta escrita?
Ella se da un golpecito en la cabeza.
—Memoria —dice, extendiendo la masa.
Cocina como si fuera un juego, como si todo fuese de mentirijillas.
Quiero decirle que para que salga bien, hay que seguir determinadas reglas. Quiero decírselo, pero no lo hago.
El pastel entra en el horno. Empieza a oler, el olor de las manzanas que se derriten. Comienza a humear.
—Fuego —grito—. Fuego.
—Es sólo el jugo —dice ella, sin siquiera comprobarlo—. El jugo que se quema.
El pastel se ha terminado. Hago una pandereta con el molde de estaño, perforo muchos agujeros y cuelgo de ellos tapones de botellas. Mamá baila por el patio mientras yo toco la pandereta.
Mamá se ha ido; han vendido la pandereta al museo de Cincinnati. Burt me lo dijo.
¿Tengo todavía una oportunidad de comer un poco de pastel?
De nuevo en la casa, la cena ha llegado a un punto muerto, un estancamiento serio porque mis personajes han dejado de comer y de hablar y ahora están sentados, miran a sus platos soñando despiertos durante cinco minutos o más. El terrible trance lo interrumpe un tintineo de campanillas en la manzana, a lo lejos.
—Buen Humor —grita el benjamín, dando una palmada encima de la mesa. Corre hacia la puerta—. Buen Humor —grita, sin llegar al pestillo. Una vez más se oye el tintineo del camión de los helados, y Matthew y la chica están justo detrás del pequeño, y los tres salen rápidamente afuera.
Un empleo ocupado por muchos que he conocido, un puesto que yo rechacé en numerosas ocasiones. Dicho simplemente, es demasiado complicado, demasiado peligroso, entre conducir, despachar los cucuruchos, tirar constante e incesantemente del cordel que acciona la campanilla, y entretanto tratar de hacer tu trabajo. Sin duda yo hubiese estropeado el camión el mismísimo primer día. Pero para quienes coordinan mejor sus movimientos y son menos propensos a volver la cabeza de un lado para otro y a mirar hacia atrás mientras van hacia delante, esforzándose en captar una última vislumbre, para quienes saben arreglárselas, es un trabajo magnífico. Una verdadera vocación. Y el procedimiento es fácil: uno se limita a tocar la campanilla para llamar a los niños y que vengan a inspeccionar. Un surtido amplísimo donde elegir, y si a uno no le gusta el muestrario, se va con el carro a otro villorrio, al Middlesex de su elección.
Tintinean las campanillas y todos los niños, nuestra chica incluida, sucumben a una reacción pavloviana. Están fuera de la casa y bajan por el camino de losas antes de que la madre llegue a la puerta y les grite:
—¿Necesitáis dinero?
—Tenemos dinero —gritan en respuesta los niños, como si ésta fuera la última de sus preocupaciones.
—Compradme uno —grita la madre—. Uno rico. Y mejor que le compréis otro a papá, porque si no se comerá el vuestro.
La despiden con un gesto y bajan corriendo la calle. Es la última hora de la tarde, todavía no ha anochecido; el cielo es de un azul oscuro, el aire conserva el calor de la tarde. El camión de los helados está delante de ellos. Corren, vencidos por la aprensión, el miedo de que la camioneta se aleje antes de que lleguen: no es la primera vez que ocurre. Justo cuando lo alcanzas, el conductor suelta el freno y se aleja rodando, con un tintineo. Y lo cierto es que los heladeros lo hacen a propósito, sobre todo cuando son críos gordos. Cuando el gordinflón se aproxima, el carro recorre unos treinta metros más de calle y se detiene. Cuando el rechoncho tocinete se acerca de nuevo, el camión avanza otros noventa metros por la calzada: un tira y afloja provocativo que se repite varias veces hasta que el conductor se cansa y arranca de verdad, para agravar la depresión del gordito, que da media vuelta y regresa hacia su casa. O bien el heladero, si es proclive a una especie de simpatía sadomasoquista, le pinchará y le hará rabiar y luego se parará, y a la postre el niño obeso obtendrá su recompensa, sabiendo que le ha obligado a esforzarse en obtenerla y que el helado le sabrá mucho mejor, una delicia realmente merecida.
Como precoces compañeros de juegos, compinches de verdad, nuestra chica sigue a su chico por la escalera sagrada hacia las dependencias privadas de la familia. Con un Buen Humor en la mano, retornan transitoriamente al universo de la infancia, un mundo de mentiras donde todo es bueno y agradable. Y en la habitación del chico, su celda atiborrada pero especial, trazan círculos el uno alrededor del otro, giran, espesan la tensión mientras se afanan en mantener un espacio entre ellos, mientras bailan en redondo como perros que se olfatean.
Ella es la maestra, él es el alumno. Ella es la chica, él es el chico. Ella es la mayor, él es el más joven. Ella tiene el poder, él tiene el poder. Ninguno de los dos sabe lo que están haciendo. Están igualados, es un empate; giran y giran y lametean los respectivos helados, que se derriten. Trazan círculos hasta que poco a poco se asientan, hasta que están mareados y hartos del agáchate, agáchate, versión incentivada del juego de las sillas, hasta que ella se sienta en el escritorio de él y él en la cama, cada uno escondiéndose detrás del bombón helado que se derrite y pende precariamente de su palo de madera. Él termina primero y se le queda un redondel de chocolate, un contorno y una guía alrededor de la boca. Una y otra vez, ella se relame, ávida de mantener los labios limpios. Pero es imposible permanecer intocada, impoluta, en una situación semejante, y sin darse cuenta el helado le gotea en la camisa.
Se miran uno a otro, pero no sonríen.
La habitación es como la de cualquier otro chico, decorada con muebles que han elegido sus padres, ampliada con material de deporte y ropa sucia. Sobre el marco de la cama hay un radio despertador, un montón de palitos pringosos de piruletas y una bola grande, endurecida, de chicle verde. En el lienzo inferior de la pared, debajo y detrás de la cama, donde a nadie más que a un arqueólogo muy experimentado se le ocurriría mirar, hay manchas de un color gris verde, gruesas migas, fragmentos de secreciones, la nariz rastreada y manchada, mocos. Las sábanas, plenamente visibles gracias a que la cama está deshecha, están gastadas, son sábanas de Batman locamente amadas. Para el chico constituyen una fuente de poder. Acostarle a dormir en su cama es como introducirle en un recargador de baterías durante la noche. La cabeza es el polo positivo, los pies el negativo, y al cabo de ocho horas de sólida carga cada noche, el chico resplandece, despierta reluciente todas las mañanas.
¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Qué hacen esos niños? ¿De qué hablan? En definitiva, hasta ahora nunca han hablado en serio. No han entablado entre ellos nada que se parezca a una conversación, y ahora están solos, así. ¿Qué ocurrirá a continuación? El corazón se me acelera. Les observo con los ojos tapados por las manos. Quiero saber pero no quiero saber. El suspense me mata. Si no lo has notado, eres una tonta. Esto es el principio, el verdadero comienzo de las cosas, el momento en que, sin hablar, simultáneamente se percatan del auténtico motivo de su encuentro. A veces eres tan idiota que te preguntas qué estás haciendo ahí, pasando estas páginas. Quizá estarías mejor con El libro del mundo, una enciclopedia bonita y apacible.
—¿Quieres ver mis cosas? —pregunta él.
Ella asiente.
Él se levanta y se mueve para sacar sus cosas, su colección de tarjetas: béisbol, fútbol, etc. Le enseña las tarjetas y habla de que él es un generalista, no se especializa en nada, mariposea con todo, prueba esto y lo otro, convencido de que algún día alguna de sus piezas tendrá un valor enorme, pero no sabe qué pieza.
—¿Sabes qué más tengo? —dice él, tirando de la puerta del armario, sacando la cadena ligera—. Discos. Tengo todos los discos viejos de mi padre. Estoy empezando una colección. Me encantaban los Beatles, pero ahora me gusta Jimi. ¿Jimi Hendrix?
Comienza a tocar una guitarra de aire y baila por el cuarto. Se acerca a la chica. Ella se enrosca. Él abre de un tirón una gaveta del escritorio y saca una sucesión de cajas ordenadas.
—Y caramelos —dice—. Colecciono caramelos. Caramelos temáticos. De películas. Y vasos. Tengo una pequeña colección de vasos de gasolineras. Los tengo abajo. Cada vez que sacan uno nuevo, le digo a mi padre que llene el depósito o que cambie el aceite, lo que pidan por el vaso.
Guarda silencio y revuelve entre los cajones. Hay cosas escolares: regla, compás, calculadora, lápices y plumas, fragmentos de metal, pedazos de esto y de aquello, repuestos.
—Tengo otra colección, algo que hago yo mismo —dice, sacando del cajón un pequeño joyero de cartón blanco—. Prométeme que no te dará asco. O sea, sé que te va a dar, pero jura que no me lo vas a echar en cara ni nada así.
—Yo nunca te echaré nada en cara —dice ella.
Él parece dudar, repentinamente tímido.
—Lo juro.
Todavía titubea.
—Enséñame. Quiero verlo.
Él abre la caja, retira el algodón y la inclina hacia ella. En la esquina ella ve cosas arrugadas y resecas, como pasas.
—Postillas —dice él por fin—. Me arranco las postillas y las guardo. Cuando están secas son crujientes, como masticables. El sabor cambia según el origen que tengan, si de sangre o agua oxigenada. Es bastante complicado, una ciencia, saber cómo, cuándo arrancarlas. Pero saben bien. Las recojo, las meto en esta caja y luego, de vez en cuando, masco una entre los dientes. ¿Soy el tío más raro que has conocido?
Ella mueve la cabeza.
—No, pero eres muy majo.
El chico la mira como si ella no hubiese oído una palabra de lo que él ha dicho, como si hubiera meado totalmente fuera del tiesto.
—Y eres gracioso —dice ella—. Y apuesto a que sabes bien.
Él se ruboriza y comienza a agitar la caja como un sonajero.
—¿Quieres una?
Ella asiente.
—Fresca —dice ella, señalando la rodilla del chico.
Tiene una costra gruesa en la mitad de la rótula, oscura y espesa, próxima a cicatrizar. Tiene los rebordes un poco levantados.
—Un pequeño accidente en la gravilla hace como una semana —dice él, raspándola con una uña.
Ella se deja caer sobre sus rodillas y repta hacia él por el suelo; en el trayecto cierra de una patada la puerta. Él se parapeta en el borde de la cama. Le cuelgan las piernas. Ella le lame la rodilla, la postilla, para ablandarla, limpiarla y prepararla. El sabor es una mezcla sabrosísima de tierra, sudor y sangre. Ella lame despacio y luego inserta la uña larga de su dedo índice y arranca la postilla. Se desprende lenta, dolorosamente, y deja un pozo rosa que se llena enseguida de sangre. Ella aprieta la lengua contra la sangre que aflora y la restaña. El pozo vuelve a formarse, desborda de la herida y corre por la pierna abajo. Ella sostiene la postilla a la luz del flexo del escritorio.
—¿Es buena? —pregunta.
—La mejor —dice el chico, todavía sin resuello por la cirugía.
Ella se introduce la postilla en la boca. Él se estremece. Ella le está comiendo. Él no ha visto nunca nada parecido. Los ojos se le encajan dentro de la cabeza; cae de espaldas encima de la cama.
Desmayado. Fuera de combate para toda la noche.
Sin decir una palabra, con sólo el más tenue chasquido de la lengua que succiona la postilla, ella va al escritorio, abre su libreta sobre una página en blanco y garabatea, con palabras que se salen de los finos renglones azules: Mañana a las tres. Y luego baja al cuarto de estar, con cuidado de colocar la golosina entre la mejilla y la encía, para no perderla ni tragarla demasiado pronto. Se detiene a agradecer su hospitalidad a la madre y al padre.
—Gracias —dice—. Muchísimas gracias.
—No hay de qué, querida. Ha sido un placer tenerte con nosotros. Estoy segura de que los chicos se lo han pasado muy bien.
La chica asiente y se encamina hacia la puerta. La madre la acompaña para despedirla.
—Ya no tienes el ojo tan hinchado —dice—. Es buena señal. Mañana por la mañana no te acordarás de la picadura.
La chica no dice nada. Desplaza los dientes hacia atrás y adelante sobre el trozo de carne, el pedazo de su chico, entre los premolares.
—¿Sabes? —dice la madre, reteniéndola en la puerta—. Probablemente no haces esas cosas, pero si alguna vez te apetece, yo siempre necesito una canguro. No me digas nada ahora, pero piénsalo.
—Gracias de nuevo —murmura la chica, con mucho cuidado de no perder el bocado entre sus dientes—. Y buenas noches.