TRECE
¿Todas las niñas tienen que morirse?
Sí.
El silbido del aerosol, el aroma del limón. Ella está despierta. Su madre limpia el polvo de la habitación. La aspiradora está lista, vertical.
—Por fin —dice la madre—. Te has despertado. Estaba limpiando y no te has enterado.
—¿No tenemos asistenta? —pregunta la chica.
—Una vez por semana —dice la madre—. Pero las cosas se ensucian todos los días, ¿no?
El foco blanco de la aspiradora en marcha brilla sobre la alfombra.
—Me tienes preocupada —dice la madre, en medio del ruido.
—¿No te preocupa más haberte roto una uña?
—Son falsas. —La madre golpea las uñas contra el mango de la Hoover—. Si se me rompe una, pego otra encima.
Desenchufa la aspiradora, coge una prenda del suelo, la dobla y la pone encima del tocador.
—¿Te vas a levantar? —pregunta—. Es un día nuevecito.
La chica se había despertado más temprano. Oyó a su padre levantarse y a su madre levantarse con él. Una rutina sumamente conocida. Los hombres trabajan en la ciudad, la ciudad está lejos. Madrugan y sus mujeres se levantan con ellos. Mientras ellos se duchan, se afeitan y se visten, ellas hacen café, preparan el desayuno. Él baja, ella se lo sirve, él se marcha. Ella come las sobras, se ducha y se pone en acción cuando llega la hora de despertar a los niños.
—Arriba y en marcha —dice la madre.
—Estoy desnuda —dice la hija, como si la perspectiva de su desnudez ahuyentara a la madre fuera del cuarto.
La madre se da la vuelta. La chica se viste. La madre habla sin parar.
—Con un pequeño esfuerzo podrías ser muy atractiva. Si quieres que la gente se fije en ti, tienes que lanzar señales. Tienes que darles a entender que estás interesada. ¿Lo estás?
La hija se cepilla los dientes en el cuarto de baño.
—Tienes correo —dice la madre a través de la puerta—. Una postal de Francia y otra de esas cartas sin remite. Ya sabes, las amistades que hagas ahora van a acompañarte el resto de tu vida. Organiza un encuentro.
La chica sale del baño. La madre la acorrala.
—La cuestión es lo que piensas hacer con tu vida. ¿Alguna idea?
—¿Dónde está la carta?
—Abajo.
No puedo decirte nada. Sea lo que sea, escuchas. No juzgas, y ésa es una buena cualidad.
No tengo criterio: y eso es un problema.
Antes de abrir el sobre ya te estoy contestando. Mi madre me habla. Habla todo el rato, yo te estoy escribiendo invisiblemente en mi cabeza. Es un intercambio palabra por palabra.
Lo hago para no oírla. Abajo, me ha seguido al piso de abajo. Quizá yo no haya sido totalmente sincera contigo.
Me imagino el desayuno preparado en el comedor. Esterillas en lugar de mantel. Platos de desayuno, amarillos con flores.
—¿Quieres que te traiga algo? —pregunta su madre, tras haberse puesto un delantal como una camarera.
—No —dice la chica.
—¿Huevos, tostada, cereales?
—No.
—¿Café, té?
—No.
—Cómete el pomelo, está cortado, es fácil.
—No —dice la chica.
Va a la cocina, hierve agua, se prepara una taza de cacao. Pone un par de rebanadas en el tostador y espera. Cuando están listas, se lo lleva todo arriba.
—Sabes que no me gusta que andes con comida por la casa —dice la madre.
La chica cierra la puerta de su dormitorio.
Sé quién eres y sé lo que hiciste.
Una pausa. Un silencio. No sé muy bien qué responder. Vuelvo a leerlo.
Sé quién eres y sé lo que hiciste.
¿Lo dice como una gran sorpresa? No me habría escrito si no me hubiese elegido a propósito: creí que esto estaba sobreentendido. De todos modos, hay algo que me asusta en su manera de decirlo.
Sé quién eres y sé lo que hiciste. ¿Mi dirección no significa nada?
¿Perdón?
Su calle. Yo vivo en la misma calle.
Oh, Dios.
¿Cómo es posible que no te hayas dado cuenta?
Ella nunca me invitó a su casa.
Scarsdale, por supuesto, era allí. Podría continuar pero no lo hago. Si prosiguiera, revelaría sin querer, por accidente, el grado en el que he confundido totalmente a mi corresponsal con mi amada. Pero ahora que ella lo ha mencionado, que ha retrocedido para decir que ella no es Alice, aclarado que es sólo una encantadora vecinita suya, lo único que puedo hacer es no preguntarle: ¿Tienes noticias, sabes algo de la familia de Alice? ¿Siguen viviendo allí? ¿La madre? ¿Las hermanas? ¿Aquel padrastro que lo sabe todo de mí? La vez que nos vimos, él no me gustó, no me gustó nada. Me reprimo, sin embargo, presiento que sería impertinente, hasta grosero, interrumpirla en este momento en que ella está tan abstraída, tan concentrada en sí misma.
Scarsdale, ¿hace mucho que vives ahí?
Desde siempre. Pero no cambies de tema, te estoy hablando, tratando de decirte algo. Me he enterado de todo lo concerniente a ti. Tus pisadas son profundas y dejan huellas como marcas de barro.
Es obvio que la suya es la poesía de una persona poco instruida, ¿y os preguntáis por qué no la he citado más a menudo? Plomiza, afectada, falsificada. Por pretencioso que pueda parecer, sigo convencido de que mi interpretación, mi traducción, refleja con más exactitud su estado de ánimo, supera con creces lo que ella es capaz de articular por su cuenta. Y si bien poner palabras en boca ajena puede que sea mi especialidad, mi pícaro relato me está dejando rápidamente sin fuerzas. Me estoy quedando sin fuelle. Tal vez a medida que avanza mi edad tengo menos que decir, o bien he perdido la fortaleza que se necesita para lidiar con ella. Con independencia de la razón que yo sugiera, lo cierto es que la cito directamente porque ya es hora de que ella hable por sí misma, de hecho insiste en hacerlo, en afirmarse con respecto a mí. Y sin su intérprete, sin su traductor, tú —el lector— eres libre de entenderla como quieras. O quizá me repliego porque sé lo que va a pasar a continuación. Por muy obvio que resulte, mi retirada es una tentativa de exonerarme, de renunciar a mi responsabilidad; en definitiva, sé cómo acaba la historia. O tal vez lo que hay en juego sea la disparatada lógica del viejo dicho: si les das suficiente cuerda, se ahorcarán con ella, tal como suena.
La razón de que te escriba es que pensé que a lo mejor me daría menos miedo si hablaba contigo, si lograba averiguar quién eres realmente, por qué eres así. ¿Qué representa que una chica como yo te escriba? ¿Te gusta? ¿Te gusta mucho? ¿Te estoy torturando? Tengo que ser sincera contigo; además, no hay mucho que perder. ¿Y qué vas hacer tú, de todos modos, venir a matarme?
Como no se calla, no me deja tiempo para responderle. Esto no es una conversación, un diálogo, sino su purga histérica.
¿Quieres incluso una pista? Mi vida es completamente distinta por tu causa. Dudo que te des cuenta, pero tu influencia está por todas partes. Y no sólo soy yo, sino todas las madres y todas las chicas. Todo el mundo tiene miedo.
No me dejaban jugar en el patio de delante; «Atrás», decía mi madre. «Juega en el patio de atrás, está vallado, nadie tiene por qué saber que tenemos una niña». Lo decía como si el hecho de que yo jugase en el césped de delante fuese un anuncio de bienes que pudiesen sustraer, robar de la casa de mis padres.
Y no podía ir sola a la escuela, tenían miedo de que me esfumara, que desapareciese como por ensalmo de la acera, que la misma acera llevase derecho hasta hombres como tú. «Y nunca vayas sola al bosque», decía mi madre. Nunca supe si era porque tú estarías allí, escondido en tu refugio secreto, o si era por miedo de lo que yo encontrara: el bosque es tu cementerio. Una vez, en una playa de un lago, en New Hampshire, mi padre vio algo en la arena. «Mira», me dijo, señalándolo, «aquí tienes algo para jugar». Asomaba la manita de una muñeca Barbie. La saqué de la arena y no era más que eso, un brazo, sólo un brazo, amputado. Grité. Mi padre se rió. Aquella mano, aquel brazo, podían haber pertenecido a alguien, podían haber sido un miembro de una chica de verdad, enterrado en el bosque, despedazado y dejado a trozos, en contenedores, en una serie de bolsas de plástico, aquel brazo podría haber sido algo que tú hiciste.
Perdona, pero ¿has dicho New Hampshire? ¿Un lago en New Hampshire? Quizá no esté yo tan confundido.
Ten los ojos abiertos, informa de cualquier cosa rara. Dicen que un hombre como tú puede ser cualquiera, alguien que conozco, alguien en quien confío, un amigo de la familia, un pariente, incluso el cartero. ¿Cómo sé yo cuál eres tú? ¿Cuáles son tus características distintivas? ¿Qué te hace diferente de los demás? ¿Cojeas al andar? ¿Tienes cicatrices? ¿Una mirada lasciva? ¿Notaré que te acercas por detrás? ¿Me taparás la boca con tus dedos? ¿Cómo eliges a tus chicas? ¿Pareces tan loco como eres? ¿Y por qué me odias? O más concretamente, ¿por qué odias a las niñas?
Odio no es precisamente la palabra.
Hay algo más. Voy en coche a Sing Sing. He ido muchas veces, subo a la colina de State Street, al Lado del cuartel de bomberos. Desde allí se oye el ruido que hay dentro de la cárcel, se oye a los presos.
Celos, me da celos y me preocupa que estés buscando a otro hombre, un recluso más apropiado, alguno que esté más a mano.
La última vez me llevé a Matt y él estaba aterrado, repetía todo el rato: «No quiero ver a esos tíos, por lo que más quieras, no me hagas ver a los presos».
Hay remolques en la parte trasera, pequeños y extraños Winnebagos donde supongo que viven los guardas, y enfrente hay un aparcamiento reservado para «el empleado del mes». Apuesto a que no lo sabías.
Visítame. Concertemos una fecha y una hora, y en el mismo sitio donde los turistas introducen sus Nikon por la verja de hierro forjado, tú pondrás tu cara y empujarás la nariz, la boca y la lengua contra los barrotes y mi aliento fétido. A la hora acordada me asomaré a la ventana y tú harás eso para mí, un bailecito depravado, palparte con las manos el cuerpo. Haz lo que te pido, haz lo que te digo. Ven a tiempo para mi liberación. Cuando vengas y me suelten, tú estarás ahí, lista y esperando para atraparme. Podemos partir en el coche de tus padres a aquel lago de New Hampshire donde por fin celebraremos nuestra reunión como es debido.
Más todavía. La semana pasada fui sola en el coche al motel de Chatham. Le dije a mi madre que iba a visitar a una amiga de mi curso. Dormí en la misma habitación donde lo hiciste. Le pregunté cuál era al ama de llaves y le pedí al encargado que me la enseñara. No había ningún indicio, ninguna señal de que allí hubiera sucedido nada. Y sin embargo yo te presentía, te sentía en todas partes. Vivo de un modo distinto por tu culpa, no existe una cosa que se llama seguridad.
Ven. Ven aquí. Estás acercándote mucho, acércate un poco más.
Espero que esto no te enfríe ni estropee nuestra relación, ¿es lícito llamarla así? Me gusta de verdad hablar contigo. ¿Eso no me hace rara? ¿Y qué sentido tiene que te escriba, que te pida consejo? Sinceramente, creo que me debes algo, me debes mucho.
Chinche estúpida, mosca en la pared, nuestra primera pelea y qué aprisa hemos acabado. Por supuesto que no te odio, mi querida, queridísima, mi adorada, te lo debo todo.
«Cariño», me imagino a su madre llamándola desde el pie de la escalera. «¿Qué estás haciendo? Hace un día precioso, ¿por qué no sales? ¿Quieres que llame a la madre de Matt para fijar una cita de tenis? ¿Qué me dices? No es bueno estar todo el día tumbada. Así te deprimes. Anda, anímate».
Matt. Me parece que no me porto bien con él. No sé qué he estado haciendo con Matt. Era un experimento, le necesitaba, necesitaba a alguien que no me diese miedo. ¿Es tan terrible eso? ¿Le he hecho daño? ¿Se chivará? ¿Necesito un psiquiatra? ¿Debo contárselo a alguien? ¿Estoy completamente loca? Confío en que tú me lo digas. No puedo preguntárselo a nadie más. ¿Lo volveré a hacer? ¿Soy igual que tú?
¿Cómo llegaste a ser lo que eres?
Práctica.
Cuando era pequeña, nos decían que debíamos contar cualquier cosa que nos inquietase. Imagínate que ahora mismo bajara a contárselo a mi madre. Imagínate que entrara en la cocina y le dijese: «Mamá, estoy follándome a Matt».
¿Qué diría ella? «Eso es estupendo, cielo, tener una aventurilla. Mujeres de más edad con hombres más jovencitos, eso es lo que se lleva ahora. Qué alivio saberlo, tu padre y yo empezábamos a pensar que eras lesbiana».
«No es un hombre, tiene doce años».
«Simplemente me alegro de que hayas encontrado a alguien, eso es lo que importa. Da lo mismo quién, con tal que estés contenta. Incluso aunque fueras lesbiana, que gracias a Dios no eres, estaba realmente preocupada, tu padre y yo te queremos con independencia de eso. Sólo queremos que seas feliz, eso es lo que más importa. ¿Eres feliz?».
«No».
—¿Sabes dónde está mi raqueta? —pregunta la chica desde el piso de arriba.
—La dejaste en la entrada y yo la quité de allí. Ya me conoces, siempre limpiando detrás de todo el mundo. No soporto el desorden. Ahora te la traigo. Y te he comprado un bote de pelotas nuevas. Baja, que te están esperando.
Ayer estuvieron follando. Desnudos en el garaje de los padres del chico, mezclados con el olor húmedo y aceitoso de los coches, el efluvio agrio de insecticida, el fertilizante de jardín, secretos escondidos. Lo estaban haciendo en el asiento trasero del Volvo de su madre, y la madre de Matt bajó a coger algo del congelador. La madre de Matt bajó y miró directamente a la chica. Sus miradas se encontraron, pero la madre no alteró su expresión. La chica quería saber si ella se habría dado cuenta o si sencillamente le tenía sin cuidado.
La chica quería que la madre se diera cuenta, quería que pensase, que hiciera algo, coger un cubo de agua fría, tirársela a los dos por encima y separarles como a perros en un patio, o invitarles a que subieran arriba y se acostaran en su cama de matrimonio. La chica quería una reacción de la madre, pero no hubo ninguna, absolutamente nada. No se lo mencionó a Matt, que estaba encima de ella, ajeno, escuchando la música de Hendrix que salía por los auriculares.
El sudor acumulado formaba un charco, una marea de grasa goteaba de sus lomos fundidos. No había suficiente fricción en sus cuerpos resbaladizos, desmañados, él entraba y salía demasiado fácilmente, todo se había vuelto flojo y perezoso, habían perdido el tranquillo.
Follaban porque estaban obligados a follar, porque era gratis, porque era algo que podían hacer por sí mismos, porque nadie tenía que inducirles, porque no había nada más que hacer, porque era fácil.
Ella recoge la raqueta y las pelotas nuevas y pasa tan campante por delante de su madre al salir a la calle.
—Mírala —dice la madre.
—Qué sabrás tú —rezonga la hija.
—¿Tienes la regla? —pregunta la madre—. Debes de estar premenstrual, estás muy desagradable.
Para.
Ella levanta una mano. «Para». Ella pone la mano en mi hombro y trata de empujarme, pero mi puño sigue dentro de ella y estoy haciendo algo mal. Me cuesta un minuto, más de un minuto. Me he vuelto sordo. No la oigo bien.
—Para —dice ella en voz alta. El eco en los azulejos hace que resuene como un disparo—. Para —me susurra al oído—. Ya basta.
Mete la mano entre las piernas, retira la mía y la deja caer como un trapo.
Me da un beso en la mejilla, otro en los labios, sale de la bañera y se tumba en el camastro, tapándose los ojos con la mano y respirando fuerte y profundamente.
—No me mires así —dice, sin mirarme siquiera.
Las sábanas están deshechas y en medio de la cama hay una brillante línea roja, una gruesa veta de sangre. Mi barra de labios.
Eh, perdona el arranque, la perorata, olvídate de lo que he dicho, ¿vale? No sé qué estaba pensando.
Sabes exactamente lo que estabas pensando.
Ella continúa. Si tuviera fuerzas me escaparía, liaría el petate y me marcharía. Me iría a algún sitio donde nada me fuese familiar, donde no reconociese nada, un lugar donde ni siquiera entendiera el idioma, donde no pudiera entreoírlo todo. Lo único que quiero es dormir. Incluso antes de haberme levantado, tengo ganas de volver a acostarme. Dormir.
Las calles están vacías, un decorado desierto, un diorama. Nada prueba que sea real. Todo esto podría ser un sueño. Todo es tan absolutamente familiar que si fuéramos —es decir, todos nosotros, yo, tú, lector, y la chica— a quedarnos ciegos, podríamos continuar, sabríamos cómo llegar allí y volver, tenemos la ruta grabada en la memoria. Quizá estemos ya ciegos, quizá esto no sea más que un producto de la imaginación. Un recuerdo.
Ella recorre casas, recordando dónde vivía cada cual; el par de gemelos idénticos, la chica cuyo padre era un espía. Todos han desaparecido hace mucho; se mudaron años atrás.
Relojes de cuclillo humanos. Se abre una puerta, sale una anciana, vierte el contenido de una regadera sobre un tiesto de geranios y vuelve a entrar en la casa. Más abajo, en la misma manzana, sucede de nuevo, un minuto más tarde, como si todos estuvieran programados, la sincronía es aterradora.
La escuela primaria, el patio de recreo. Se desliza por un agujero en la alambrada, abre el bote de pelotas y empieza a jugar.
Juego al tenis procurando no pensar, mantener la mente vacía de pensamientos. Cuando pienso, es demasiado horroroso incluso para contarlo. Pienso las peores cosas. Creo que no hay salida. Es algo permanente. Soy permanentemente así, ¿tiene sentido?
Golpea la pelota contra una pared de ladrillo. Estudió en esta escuela. Fue la primera de su vida, el hogar fuera del hogar. Golpea la pelota contra la pared.
¿Te culpas de las cosas que suceden en el mundo, la guerra, los crímenes, las hambrunas?
Sí.
Cuando te apresaron, ¿fue un alivio?
Es su conciencia la que coloca a un hombre en situación de que le apresen y le declaren culpable.
Golpea la pelota contra la pared y sueña despierta. Se pregunta a sí misma: ¿Qué quieres? ¿Qué quieres? Se lo pregunta una y otra vez, como si la pregunta misma pudiera proporcionar una respuesta, una revelación, la libertad. Sueña. Nada. No se le ocurre nada. No quiere nada.
El patio de recreo. Pega a la pelota fuerte, en el punto exacto. Cada vez que la bola choca contra la pared, se produce un impacto seco, un sonido que crea la impresión de que su juego es más fuerte de lo que es.
Aaron, el narizotas de antes, el alter ego de Matt, aparece. Tiene las manos hundidas en los bolsillos.
—Qué hay —dice.
Ella sigue jugando.
—Lo pasamos bomba el Cuatro de Julio. Tú, yo, Matt, Charlie, en el campo de golf. —Recuenta la historia, con nombres y fechas, como si a ella se le hubieran olvidado los sucesos de esa tarde, como si no significaran nada para ella: él está en lo cierto—. Te follé con el dedo —dice—. No lo había hecho nunca.
Ella no dice nada.
—Bueno, ¿qué estás haciendo? —pregunta él.
—Practicando —dice ella.
—A mí me vendría bien un poco de esa práctica.
Él se ríe y se toca abiertamente.
—Estoy tratando de concentrarme —dice ella, golpeando la pelota.
Él la observa un momento, calculando el ritmo de ella, y cuando ella balancea hacia atrás la raqueta, la agarra por la muñeca. La raqueta cae al suelo.
Él le besa la cara, el cuello, con un picoteo de pájaro. Ella se revuelve.
—No me la han mamado nunca —dice él, sujetándola. Es más fuerte de lo que parece. Desliza la pierna detrás de la chica y con una zancadilla la derriba al suelo. Con la mano libre trata de desabrocharse la bragueta. Ella le mira. La cara del chico tiene grandes hinchazones rojas, forúnculos más que granos. Tiene el labio superior cubierto por un vello espeso y oscuro. Le tapiza las piernas el mismo vellón tardío. Ella está de rodillas y el asfalto de guijarros le ha despellejado ya una capa de piel.
—Chúpala —dice él.
—No.
—Si no me la chupas, por lo menos tócala.
Le arrima a la mejilla la punta de la polla.
—Te la voy a morder.
—Te arranco los dientes. —Hace una pausa—. Podría haberte follado. Matt me hubiese dejado.
—Lo dudo.
—Perra —dice él, frotándole la polla de un lado para otro contra la cara, azotándola con ella.
—¿Por qué no le llamas y se lo preguntas?
—Puerca.
—Gilipollas de mierda —dice ella, intentando levantarse.
Él la sujeta más fuerte.
—Soy más grande que tú y más fuerte.
Le tiene inmovilizados ambos brazos detrás de la espalda.
—Voy a denunciarte.
—Te mato —dice él, mientras la arrastra por el patio de recreo hacia un claro de hierba que hay detrás de un árbol.
Una ranchera con la ventanilla bajada dobla la esquina.
—Aaron —llama una voz de mujer—. Aaron, no tiene ninguna gracia. No tienes ni idea del lío en que te has metido. —Él le suelta los brazos—. Ven aquí ahora mismo —le grita su madre—. Llevo media hora buscándote por todas partes. ¿Te has olvidado de que tienes hora con el ortodoncista?
Él dirige a la chica una mueca despectiva y luego cruza el aparcamiento, traspasa un agujero en la alambrada y sube al coche de su madre.
La chica permanece sentada en el asfalto. No quiere volver a casa. No hay razón para ir. No hay nada en casa. Se va a casa de Matt. Se cuela dentro. No es difícil, la puerta de la cocina nunca tiene pasado el cerrojo. Abre la puerta, recorre de puntillas el pasillo, sube furtivamente la escalera y entra en el cuarto de Matt. Las persianas están bajadas. La penumbra es fresca. Como llega directamente de la calle, está un poco cegada. Hay una figura en la cama, debajo de las sábanas; tiende la mano hacia ellas, las retira y se dispone a meterse en la cama. La figura se vuelve hacia ella y habla: «Ayúdame». Es el padre de Matt. El padre de Matt está en la cama de su hijo, masturbándose entre las sábanas de Batman. Los ojos de ella se adaptan a la penumbra. El padre suda copiosamente. Está totalmente rojo, todo congestionado, como si llevara horas haciéndolo. «Ayúdame», dice. La barbilla de la chica baja y su boca abierta forma una O tosca. Él extiende la mano hacia ella, se la posa en la nuca y la atrae hacia sí.
—Se han ido a la piscina para apuntarse en el equipo de natación —dice el padre.
Ella sigue boquiabierta. Él la empuja hacia sí, la coloca encima de él, la cabeza de la chica en su entrepierna.
Caliente, sudoroso, tieso, pero sin convicción, tiene el pene sazonado con la tierra que hay en la palma de su mano. Dentro de la boca de ella recupera la firmeza, promisorio. La chica tiene la nariz enterrada en la maleza, el padre huele como una zapatilla vieja. Ella no se concentra como debería, esto no es lo que ella esperaba. La ha pillado desprevenida. Los dedos del padre le escarban el cabello, le rascan el cuello cabelludo. Él le aprieta la cabeza y se la hunde a fondo. Ella se atraganta. Las amígdalas chocan contra el glande. Los empellones del padre se contraponen a la asfixia de la chica. Ella siente que no puede respirar, como si se ahogara, trata de retirarse un poco, de ganar cierta distancia. Él la sujeta fuerte.
—Méteme el dedo en el culo —dice él, ladeándose para que ella pueda—. Por el culo.
Ella tantea el esfínter e introduce un dedo.
—Más —dice él—. Más dedos.
Ella le hunde dos dedos en el culo y él empieza a gemir. Vagamente asqueada, ella mete y saca los dos dedos, cada vez más adentro. Él le agarra la cabeza con las dos manos y se la hunde hasta la garganta. A ella le duele la mandíbula, el vello púbico le raspa la cara. Pensando que así va a acelerar el desenlace, le inserta en el culo un tercer dedo.
Él brama:
—Sabía que era algo más que clases de tenis.
Acto seguido eyacula y le salpica de semen la cara y el pelo.
Así es mi vida real. Creo que tiendes a tener de mí una imagen romántica, pero la realidad es ésta. Posdata: ¿Se supone que tengo que compadecerte o creer que eres grotesco?
Un poco de las dos cosas no estaría mal.
De vuelta en casa, la chica, la niña, asume la posición supina en el sofá, la única posición posible.
—Eras una niñita tan feliz —dice la madre.
—Las cosas cambian.
El agujero negro, el pozo, el puente sobre el río Adolescente.
—Nunca pareces conformarte con nada —dice la madre—. Sea lo que sea, para ti no es bastante. ¿Qué quieres?
—Más. Quiero más. ¿Tú nunca has querido más?
—¿Qué más hay? Tengo una casa preciosa, llena de cosas bonitas. Un marido, una hija que podría ser muy bonita si quisiera. ¿Qué otra cosa hay? ¿Tú qué piensas, querida? Puedes decírmelo. Decir cualquier cosa, te prometo que no voy a escandalizarme, por muy feo que sea.
—Te odio.
La madre rompe a llorar. La hija, que en el pasado habría sentido remordimiento, se habría olvidado de sí misma y consolado a su madre, se levanta y se va.
—¿Por qué? —llora la madre—. ¿Qué he hecho yo para crear semejante monstruo, una hija que odia a su propia madre?
La hija no puede alejarse lo bastante aprisa.
—Si te sirve para sentirte mejor —grita—, odio a todo el mundo. Y me odio a mí misma incluso más que a ti.
Sube corriendo la escalera y cierra de un portazo su dormitorio.
El padre vuelve a casa del trabajo. Se sienta en el cuarto de estar a esperar la cena.
—Tu madre está muy preocupada por ti —le dice a la chica, que ha recobrado su postura en el sofá.
—¿Te conozco siquiera?
—¿Qué quieres decir?
—No puede decirse que tengas costumbre de hablar conmigo. Me pregunto, ¿por qué ahora?
—Ya te lo he dicho, tu madre está preocupada.
—Ah —dice la chica—. Controlando, eso es todo.
—Soy tu padre. Yo pago las facturas. Yo te he pagado la ropa que llevas. Tu madre, mi mujer, está muy disgustada. Me ha pedido que hable contigo. Dice que ella no puede. ¿Y sabes una cosa? —Hace una pausa—. Que ella tiene razón.
La madre entra en el cuarto.
—¿Qué quieres hacer en la vida? —preguntan los padres.
No hay respuesta.
—Muchos chicos de tu edad se van a Europa en verano, ¿no? —pregunta el padre—. No es demasiado tarde para que tú también vayas, te compraré el pasaje.
—La cena está lista —dice la madre—. Chuletas de cordero.
Ella tiene la garganta irritada. El sabor del padre de Matt se mezcla con la sangre de las chuletas y desciende garganta abajo. Las judías verdes pasan como cuchillas.
En cuanto acaba la cena, sin un segundo de pausa, como si no tuviera que pararse a pensarlo ni siquiera un minuto, como si lo hubiese decidido hace mucho, sube derecha al cuarto de baño y empieza a vaciar los frascos de píldoras. El botiquín está bien abastecido. Sus padres toman sus dosis todos los días, según su humor, el tiempo que hace, la clase de dolor. Ella traga de todo, engulle pastillas a puñados. Se las traga todas y las empuja con frascos de NyQuil, Hycodan y Robitussin.
Enferma. Se siente enferma. Quizá sea la mezcla de jarabes para la tos, quizá el cordero, quizá el padre de Matt. Tiene mal sabor en la boca. La enjuaga con Listerine y escupe.
Se inclina sobre la taza. Está expulsando todo lo que sube en arcadas violentas.
Como físicamente convocada, la madre abre la puerta del cuarto de baño, se acerca a la chica y le sostiene la frente. La madre, por suerte, no mira dentro del retrete, no examina lo que asciende y sale, la espesa mezcla de jarabes rojos y verdes, píldoras, cápsulas, comprimidos, tabletas, todo ello en diversos estados de disolución. La ensalada de fármacos no sólo le ha producido náuseas, sino que la ha dejado muy cansada.
Cuando hay una pausa en el vómito, la chica se mete los dedos en la garganta y lo provoca voluntariamente. Tiene que salir todo.
La madre parece confundida.
—Espero que no sea algo que he guisado.
La chica no se decide a confesar. Es demasiado embarazoso, demasiado humillante confesarlo. Es demasiado mayor para hacerlo. Así tendría que haber reaccionado a los catorce, a los quince, pero ahora, a su edad, diecinueve, casi veinte años, es ridículo. Es peor. Como ciertas enfermedades infantiles que se vuelven más peligrosas cuanto más tarde se contraen, ésta es potencialmente mortal.
De repente no quiere morirse. No tiene ningún motivo serio para hacerlo, ninguna revelación súbita, con la salvedad de que da lo mismo morir que no morir. ¿Por qué no se muere? Vive porque está destinada a vivir, porque ya está viva y es relativamente fácil permanecer con vida. Vive porque, aunque no sepa cuál es, tiene que haber una razón para que ella esté en el mundo. Vive porque o bien no es tan valiente como todas las chicas que han muerto antes que ella o bien es más valiente que ellas; es difícil saberlo.
La chica sigue vomitando, dándole a la cisterna una y otra vez, hasta que el padre sube y se queda plantado fuera de la puerta.
—¿Se ha roto algo? —inquiere—. ¿Estás rompiendo algo ahí dentro? Los fontaneros cobran cien dólares por hora. No tienes ningún cuidado con las cosas de casa.
—Está vomitando —dice la madre, abriendo la puerta—. Debe de haber comido chozzerai esta tarde y no le ha sentado bien.
—Oh —dice el padre, retrocediendo—. Espero que no haya sido nada que has cocinado.
Se queda un minuto parado en el pasillo, escuchando la cisterna, el flujo y el rugido de los mejores sanitarios del país.
—Bueno, quizá no debería vaciar la cisterna con esa brusquedad. ¿Puedes decirle que no apriete tantas veces?
Somos totalmente distintos, ella y yo. Ella no es quien yo creí que era, y lo mismo digo de todos nosotros y de todo esto. Las cosas nunca son del todo lo que parecen. El tiempo que pasa con Matt no era lo que yo creía. No fue el descubrimiento de un instinto, el despertar de una ambición, el desarrollo de un paladar conocedor de las delicadezas de la naturaleza, el comienzo de una carrera brillante. Está claro que ella no pretende hacer carrera. De ser así, este interludio la habría fortalecido, solamente le habría avivado el apetito. Estaría preparada y dispuesta para volver a empezar rápidamente, para cultivar una relación nueva. En vez de eso, quiere desistir.
No, es evidente que me equivocaba. Era una golondrina aislada, un rito pasajero, una especie de puente entre la infancia y la vida adulta, aunque de desarrollo diferido. Y a pesar de su depresión, su desaliento, ahora galopa realmente derecha, ganando terreno, poniéndose a la altura. Cuando empiece el nuevo curso, estará en condiciones de tener un amorío con el melancólico profesor de literatura rusa o con la afortunada consejera que tiene el despacho al fondo del pasillo. No me atrevo a conjeturar por qué optará: algunas cosas deben conservar su misterio. Pero ella ha estado jugando a dos bandas en contra del medio, con la esperanza de sacar algo en claro. ¿Ha llegado ya a su meta? Está en camino.
A pesar de mis esfuerzos, siempre soy yo la follada. Nunca será distinto, hay algunas cosas que no cambian. Supongo que tendré que aprender a disfrutarlo.