CINCO

Cárcel. Clayton aparece, con un buen humor insólito. Normalmente su semblante revela un alma desdichada, la de alguien tan triste que apenas acierta a caminar o hablar. Ahora viene sonriendo; detrás de él, Henry se cierne en el corredor. Los dos sonríen, huelen a humo dulce, están colgados.

Henry me ve trabajando y se ríe.

—Un escritor asiduo —dice—. ¿Ficción o no? ¿Memorias? ¿Salgo yo?

—Tachado —digo, y él se va por el pasillo anunciando: «Vendo gorras, vendo gorras».

Clayton llena la celda, con sus músculos hinchados, calentados por sus horas de pesas, y los hombros, la espalda y el cuello duros y calientes: y tiene más que nadie el derecho de pedirlo. Sonríe y en su cara surgen las líneas delgadas que definen sus hoyuelos, su esto y lo otro. Veo al chico de Princeton, al gatito seductor. Le devuelvo la sonrisa.

Corre una cortina improvisada sobre la puerta.

Yo estoy en la cama.

—Allí, así —dice, aunque no me he movido.

Desde mi detención, inmediatamente empecé a prepararme para sucesos como éstos. En la celda me forcé a pensar en el interior, en la penetración, en lo que se siente horadando la cavidad, hundiendo, abriendo carne, que te sujeten en el centro de las cosas. Mientras aguardaba asesoramiento jurídico, mientras esperaba el anuncio de la llegada de mi suerte, seguí preparándome, una y otra vez, nunca seguro de lo que sucedería, de cuándo ocurriría, pero convencido de que habría de ocurrir, de que era un elemento inevitable, una porción de mi castigo. Que te follen. Mis dedos jugueteaban con el borde desigual del ojo del culo; no tenía nada del calor resbaladizo, del ángulo enterrado del agujero de una chica: sólo una gota arrugada de bosta colgaba sin ceremonia detrás de mis pelotas. Traté de meterme el dedo porque al parecer uno debía practicar, estar preparado. Tropecé con fuerte resistencia, pero continué. El cuerpo rechazó y al mismo tiempo envolvió los primeros centímetros de mi dedo; la uña rascó y retiré el dígito y me lo llevé a la boca. El sabor era suculento, sabroso, sorprendente porque no se asemejaba en nada al gusto de la comida carcelaria. Era casi de esperar la extraña ausencia de un blanco desteñido de sabor, textura, esencia. Chupé el dedo para ablandar la uña, luego lo mordí hasta que cobró un color rosa, lo mojé bien y lo reinserté, esta vez hasta el nudillo.

Pensé en mis chicas y en sus partes insospechadas. Asombradas, momentáneamente desconcertadas, horrorizadas por mi inspección, pero siempre capitulaban bajo la suavidad de mi tacto, la firmeza de mi mano, mi lengua, mi miembro. Lentamente se dejaban tender, extender. Su reacción era el desapego, se separaban de sí mismas. Costaba meses de práctica minuciosa implicarlas en la réplica, hacer que voluntariamente me anillaran con sus piernas la espalda, que no se zafaran cuando les deslizaba la mano hacia arriba y por debajo de sus pequeños vestidos, curvando los dedos debajo de su ropa interior. Hubo una que me tocaba al cabo de dos semanas. Me bajaba la cremallera mientras circulábamos aprisa por diversos estados y me la rodeaba con la boca: como una pequeña encantadora de serpientes. No tardé en dejarla en el arcén de la carretera, presa del malsano y pavoroso sentimiento de haber creado un monstruo, e inquieto por la vida del camionero que seguramente recogería haciendo autoestop a la precoz ninfa. Cunnus diaboli.

Estoy en la cama, con las rodillas dobladas a modo de escritorio y un libro entre los muslos. Clayton coge el libro y lo cierra, pensativo, de tal forma que la sobrecubierta marca la página de lectura. Posa sendas manos en mis rodillas y se inclina hacia delante como si estuviera a punto de ejecutar un número de circo, un acto de equilibrio, un vuelo sobre mis rodillas como los viajes en avión que nos hacíamos mutuamente entre niños. Pero como estoy en esa edad en que la presión clara y dura del interés, la impaciencia y la pasión se presentan más como dolor que como excitación, me aparto. Él se inclina e intenta besarme. Giro la cabeza. El beso aterriza en el lado de mi mejilla próximo a mi oreja. Lo intenta de nuevo. Va contra las reglas (las nuestras) que Clayton trate de besarme y él lo sabe, pero como está de tan buen humor, cosa infrecuente, no digo nada. El buen humor es algo tan frágil. Con sólo distanciarme estoy seguro de haber anulado el desafío, pero no podría haberme vuelto, habría sido demasiado insólito, delataría la tristeza de mi propio estado de ánimo.

Clayton me está besando la cara y el cuello, primero tiernamente y luego más fuerte y más húmedo; todo ello me impulsa a retroceder, a retraerme. Si fuera un simple beso creo que podría gozarlo, pero los suyos, demasiado virulentos y continuos, rebosan de un pánico apresurado y extraño. Está besando y me besa a mí, me está lameteando y ahora me estira las rodillas por debajo para asentarse firmemente encima. Noto su longitud, su peso. Noto que tiene cuidado en no aplastarme y lo tomo por una delicadeza en razón de mis años: mi decadencia en un futuro cercano. Despego las caderas de la cama mientras él me baja la cremallera y me retira los pantalones. Hace lo mismo con mis calzoncillos, me los baja hasta los tobillos, y luego extiende el brazo y me descalza. Los zapatos caen al suelo, dos impactos pesados; estoy seguro de que el eco es un anuncio que recorre el pasillo de que otra vez me están poseyendo. Clayton se quita la camiseta, sus músculos se tensan. Tiene la tetilla izquierda perforada y luce en ella la hoja del Ivy Club, el distintivo de afiliación a las cenas de Princeton. Se pone de pie, se quita los pantalones y los deposita con cuidado en el suelo. Es un hombre a quien no le lees el pensamiento, a quien no le comprendes, un hombre que si tuviera la inclinación de hacerlo podría matarme en una fracción de segundo, rasgo que sin duda añade a la excitación un elemento inarticulado. Es en un setenta y cinco por ciento duro. Aun cuando creí que no podría —que nunca podría—, sí disfruto mirándole. Es como verse a uno mismo, como ver tu propio yo con cierta sensación de distancia. Saca del bolsillo un tubo de gelatina (obtenida en un trueque) y me abre las piernas; con sus manos en la cara interior de mis muslos, presiona, empuja hasta que mis piernas ceden: sigue siendo algo difícil de hacer voluntariamente, sin que te ayuden, te alienten. Se unta los dedos de gelatina, la frota un momento para calentarla y me desliza uno o dos dedos en el culo, engrasando el conducto; a veces su otra mano descansa en mi vientre cuando hace esto y a veces me estira de la polla, pero hoy me menea los huevos y se ríe. Veo que se le está poniendo más tiesa. Esto no es un castigo, exactamente; no es tortura. Es una experiencia que merezco (necesito). Yo soy la mujer. Estoy tumbado aquí y él me penetra. Para sobrevivir debo relajarme. Le noto dentro de mí. Le noto contra mis vísceras y estoy, como siempre, muy impresionado. Pienso en las chicas que yo he penetrado: la ráfaga de terror cuando mi verga prodigiosa de veintitrés por cinco centímetros está a punto de penetrar en un orificio de dos centímetros. Respiro. Noto el peso de Clayton y comprendo tanto la comodidad como el miedo a la asfixia. Noto que mi cavidad se llena de su fluido y sé que durante horas seguirá fluyendo de mi interior poco a poco; se mezclará con mierda y filtrará una gamuza suave, de un color pardo lechoso. Le sentiré más tiempo que él a mí. Él se subirá la bragueta y se irá, y yo seguiré tumbado aquí y partido en dos. Tendré que darme la vuelta y hacerme cargo de todo. Yo soy el coño y me lo tomo en serio. Sé lo que significa ser la esposa y estoy contentísimo de vivir bajo la piel este momento terrible, esta degradación.

Me inspecciono en el espejo. Soy viejo, viejísimo. Mi juventud, mi belleza se han perdido en este sitio, es de eso de lo que me han despojado: de mis mejores años. De joven, mis facciones tenían una finura considerable: ojos claros, una gruesa mata de pelo, hasta el vello del pecho emanaba un cierto misterio; había una voluta mística, una trama mágica, en el diseño de aquella espesura. Giraba en redondo como una espiral hipnótica. Y miradme ahora. La piel donde cada verano brotaban pecas rebosa de manchas biliares. La maraña pectoral se ha vuelto plateada, exigua, hirsuta como lana de acero. Es la tiesura de la muerte, la mía que asoma a través de la piel. Mi cuerpo se ablanda, se desparrama por los bordes. Todo lo atractivo ha desaparecido. La fina cofia de cabello que coronaba mi calva se ha deshilvanado en finas hebras grises. Las dejo crecer largas y las peino hacia atrás con mimo. Cuando guarde mis dientes en un frasco, hasta ahí habré llegado, será el fin. Afilaré mis dientes postizos y me morderé con ellos la yugular.

Al cumplir cincuenta en este invernadero criminal, como regalo de la institución el cocinero horneó una docena de esos bizcochos en forma de copa que tanto me gustan; el producto terminado era plomizo como municiones de la Guerra de Secesión y estaba envuelto en una densa capa de glaseado moreno que tenía menos gusto y menos firmeza que la mierda.

—Gracias —dije al cocinero—. Muchas gracias.

—Feliz cumpleaños —dijo él.

—Y que cumplas muchos más —añadió el sargento.