NUEVE
Cárcel. Una vieja y ácida fregona. El olor como a lejía de las sales me sacan de mis pensamientos. El hombre limpia con una mezcla tan fuerte que si hace bien su trabajo —tal como debe hacerse—, cuando haya acabado estaremos restregados a conciencia: el suelo estará limpio, los pulmones estarán limpios y estarán limpios nuestros pensamientos. Le deseo mucha suerte. El cubo salpica cuando el preso se me acerca. Los tentáculos grises de la fregona mojan mi celda.
—¿Limpio? —pregunta.
—Sí, ¿por qué no? —digo, levantando mis pies del suelo. Él hace un barrido rápido del lugar y se marcha. Observo sentado el agua que se evapora, el olor de esta estopa rancia que cuaja y se torna alta y delgada como leche cortada.
—Déjame verla otra vez —dice Alice.
Sé a qué se refiere y me sonrojo al instante.
—Oh, no seas imbécil, enséñamela —dice Alice—. Sólo quiero verla.
El patético gilipollas de Clayton entra en mi celda arrastrando los pies, raspa el suelo como si lo estuviera puliendo, el raspado de sus suelas rascadoras es como dos capas de lija rebajando bloques de madera, como el ruido disfrazado de música y teatro que solíamos hacer en la escuela elemental. Se sienta en el borde de mi catre. Mudo. Dijera lo que dijese no tendría sentido, ninguna palabra y ningún acto sirve para nada. Él lo sabe, pero al igual que el tiburón sigue nadando, un hombre sigue hablando.
«Luz de guía» ha acabado. Josh ha vuelto a Springfield para la boda aun cuando está disgustado porque hay un nuevo hombre en la vida de Harley. Mientras Julie repite sus promesas, llega Bridget y empieza a leerle la ley antidisturbios.
Demasiado. La televisión está apagada.
—Estoy pensando en perforarme la polla —dice por fin Clayton—. En clavarme una tuerca y un tornillo, para follar como un camión.
—Para ti sólo lo más fino —digo, pellizcando la hoja de hiedra que pende de su tetilla izquierda.
Él se zafa.
—Qué me dices de una placa en el labio. Así, cuando hagas mohines, no se te notará tanto.
Verdulera. Loca. Vieja maricona cansada. Mi sorpresa ante mí mismo, mi propio horror, me silencia.
Nos asamos. No tiene sentido levantarse y salir fuera. No hay un sitio donde ir; su celda, la mía, ¿qué diferencia hay?
—¿Quieres tu correo? —pregunta.
—Si no te importa.
Como de costumbre, hay cantidad para mí, nada para él. Peticiones de entrevista, con un membrete de universidad, un estudio exhaustivo, unas cuantas preguntas que responder, artículos de investigación, un libro.
Respondo educadamente. Para una persona con una reputación como la mía es importante comportarse, tener modales y ser amable. Al menos por escrito.
Estimado señor o señora:
Gracias por su amable carta. Difícilmente soy el fulano que usted cree que soy. Soy tímido, titubeo a la hora de participar en estudios como el que usted describe, aunque estoy seguro de que será agudo y totalmente original, una obra de gran valía. Pero, siendo quien soy y siendo las cosas como son, le ruego que me excluya de esta partida. Sin embargo, si admite sugerencias, le recomendaría encarecidamente a varios reclusos de aquí, en particular a mi compadre Clayton, que supuestamente —y más de una vez— se folló a hombres en el muelle de Christopher Street y luego los arrojó al río Hudson, donde murieron ahogados.
Si se lo oye contar a Clayton —y raramente lo cuenta—, los hombres que se folló estaban tan ensimismados en los acontecimientos, tan absortos con el trajín de meter y sacar, que cuando cesaba, cuando Clayton emitía un profundo suspiro de alivio y se corría en el fondo de los culos ajenos, los hombres saltaban hacia delante y se precipitaban al agua. Y Clayton, ordeñado tan súbitamente, tan recientemente vaciado y no sabiendo nadar, iba hasta la orilla y se limitaba a gritar, aullar al agua, a la noche, y ofrecía su brazo, su mano, su puño a los hombres que ya se estaban hundiendo y agitando los brazos muy lejos del alcance de Clayton.
Gracias de nuevo por su interés y buena suerte con el proyecto.
Atentamente…
Correo. Hay una carta de ella. Hago mi numerito de Gene Kelly, dando mis palmaditas en los dedos de los pies, contando el tamborileo de mi corazón, mis manos, mis pies, el eco de las palmadas, el metrónomo del movimiento, las pulsaciones de la Smith-Corona de mi corresponsal. Pulsa las teclas, teclea para decir, y yo palmeteo los dedos de mis pies, excitados, listo para recibir. Dejo para lo último la carta de ella, confiando en que Clayton se canse de los hábitos de mi correspondencia. Contesto a cada carta conforme las abro, precaviéndome de los tomos prolijamente escritos de maníacos y egocéntricos, de las rimas románticas de las viudas curiosas y de los arrebatos ocasionales de los padres de mis antiguas chicas: uno creería que las censuran, que la misma protección que les escuda de mí me escuda a mí de ellos. «No sé qué clase de hombre eres», dicen. Pero claro que lo sabes, por eso te dignas escribirme. Contesto a todo, a todos a los que tengo algo que decir, hoy más que de costumbre. Escribo durante horas, esperando a que Clayton se aburra y se despida por propia iniciativa, que se vaya y me deje disfrutar de mi chica a solas, como es debido. Él juega con un bloc y una pluma, dibujando cajas en perspectiva dentro de cajas, gruesas líneas negras. Los garabatos de un hombre deprimido.
No puedo esperar más. Me he ocupado de los detalles. Todo ha sido contestado, sellado, franqueado, y descansa encima de la mesa a la espera de volver a sus destinatarios legítimos.
El sobre de la chica es grueso, pesado, demasiado prometedor para aplazarlo. Lo rasgo.
Hola. ¿Cómo estás? ¿Qué hay de nuevo? Soy July. Estoy sudando. Hay una alerta aérea. La mujer de la limpieza se desmayó ayer y tuve que llevarla en coche a la ciudad. Chinatown. Me llevé conmigo a Matt y compañía. Todo está pegajoso.
Un trayecto en coche. Con su chico y los amigos de su chico. Estoy celoso. Ella está boyante, desenfadada, demasiado inmersa en los acontecimientos para elaborar, para facilitar más que la lista de fechas y lugares, la documentación más parca de sus actos.
Greenwich Village. Calle Ocho.
Cito directamente, demasiado abrumado para parafrasear. Mi corazón se acelera. Sin yo saberlo, en estos días tranquilos, entre comunicaciones, mi afecto por ella ha crecido. Mi chica. Mi chica: la cosa más dulce del mundo viviendo una aventura de verano con ese chico, su chico, el compañero práctico de juegos. Tantas cosas han cambiado y ella no lo sabe todavía. Mías, todas mías…, me limito a enterarme poco a poco. En esas cartas, y qué rápido he aprendido a esperarlas, no puedo vivir sin ellas, estoy, de hecho, viviendo de ellas, en ellas; es como si yo fuera ella y ella fuera yo, y los dos estamos en esto juntos, bailando este retorcido tango tántrico. Si por lo menos ella fuera una bollera, una mamona de tías, la experiencia sería más satisfactoria, más mutuamente agradable. Hablar de chicos, de hombrecillos, está bien, pero cuando nos ponemos a ello, cuando llegamos a lo grande y descarnado, ella me hará follarme a ese chico, lo que en esencia es follarme yo mismo, lo cual resulta demasiado familiar, ligeramente degradante y muy poco divertido. Salvo en ocasiones especiales, y mi encarcelamiento es una de ellas, me gustan los coños y no las pollas, es tan sencillo como eso.
Amor. Sólo me ha venido ahora, en este momento. Amor. Estoy enamorado. No se lo digas a ella. No se lo digas a nadie. Te lo digo a ti, solamente a ti. Nunca se lo digas a ellos, o sólo en última instancia. Es la clase de cosa, la cosa exactamente, que uno no quiere que sepan. Se aprovechan. Admitirlo es reconocer que uno es débil, vulnerable, fácil de herir.
Estoy aturdido. Esta ráfaga inesperada de sentimiento cálido, esta revelación, me ha pillado desprevenido. Está claro que sufro una especie de ceguera interna, tantas cosas de mi vida, tantos sentimientos sobrevienen sin que lo sepa.
La carta. La carta sigue en mis manos. Trato de leerla pero no puedo. Parece que no está en inglés. Lucho con el idioma, una versión rudimentaria…, la inquietud de mi despertar me ha dejado inválido.
Te lo ruego, tradúcemela.
Matt compró Doc Martens. Llevé a Matt a Tower. Wash. Sq. Pk. Comimos falafel, pastel de ron y sirope. Matt tomó un batido de huevo.
Matt. Matt. ¿Quién es ese Matt, como un felpudo[5], como una estera en la que yo me limpiaría los pies, algo que pisaría para llegar hasta ella?
Debe de estar drogada. Su lenguaje, las palabras que usa son estúpidas, no expresan nada. No las acompañan imágenes ni complementos. Eso, o es retrasada, con hábitos alimenticios lamentables, como los de un aldeano del tercer mundo. Una corresponsal pésima; yo le he dado tanto y ella me falla. Me falla casi cada vez. La confusión me pone al borde de la histeria. Me falta aliento. No entiendo lo que me escribe, salvo que se deja engatusar por el chico para que le deje conducir el coche. Ha llevado al chico y sus amigos a la ciudad en una especie de festiva compra de medicinas (¿Doc Martens?) en lugar de hacer lo que debería.
Irritado. No obstante mi ráfaga de cariño por ella. Esta chica es una idiota.
«Chupatintas», dice Clayton mientras yo garrapateo furiosamente el primer borrador de mi respuesta. A menudo me cuesta varios antes del definitivo. «Chupatintas».
Sigo escribiendo. Escribo cada vez más aprisa y cada vez más furioso.
Oigo que Clayton me canta en la nuca. «Chupatintas. Como si fueras a ir a alguna parte escribiendo cartas. Chupatintas».
«Chupatintas», repite. Muevo la cabeza como para borrarle de mis pensamientos.
—Estás metiéndote en algo de lo que no podrás salir.
Que te jodan, pienso, pero estoy demasiado ocupado en la artesanía de mi respuesta para decírselo.
—Te estás involucrando demasiado.
Chupatintas.
Está celoso. Me alegro. Es un test. Si él fuera de verdad tan indiferente como finge que es, me preocuparía. Que yo siga suscitando emociones es alentador al cabo de todos estos años. En resumidas cuentas, los celos no son sino otra forma de excitarse, y algunos harían cualquier cosa por tenerla dura.
Me rodea con el brazo. Restringe mis movimientos. No puedo así llevar la pluma hasta el final de la línea del papel. Estoy escribiendo en columnas estrechas, de cuatro palabras cada una. Clayton me sujeta más fuerte los brazos.
—Para —dice—. Para.
Me inmoviliza. Ya no puedo seguir escribiendo. Quiere mi consuelo. No le ofrezco ninguno.
Lanza la mano hacia mi cremallera. Consiento. Papel y pluma caen al suelo. No tengo voluntad. Siempre consentiré: ¿quién puede despreciar la oportunidad de que le satisfagan, sobre todo cuando la satisfacción es algo tan infrecuente? Está claro que Clayton procura aprovechar mi lado bueno. Cierro los ojos, no le hago caso y pienso en mis chicas, en todas mis chicas, todo lo que ha ocurrido volverá a ocurrir. Estoy excitado. La tengo tiesa. Es Clayton. Sé que es Clayton, pero allí donde importa pienso que es otra persona, un miembro sumamente talentoso del comité juvenil.
La sedosa zapatilla de una boca me devora entero.
Rezo para que él no hable. Ahora no. No me interesa la nana escabrosa de un hombre inocente. Todos lo somos. Nuestro crimen es nuestra inocencia.
Tengo los pantalones bajados. Estoy en erección en mi celda sin aire. Tengo sobre mí la boca de Clayton, su órgano más avezado, y a pesar de lo que piensa de sí mismo, lo que mejor hace Clayton es mamarla. Lo tengo encima e, infatigable en su sube y baja, me chupa la polla. Y lo único que acierto a pensar es que él es ella, una potranca retozona de diez años, con largas crines pardas, de la que jalo para que relinche.
Me corro. Clayton traga mi lechada como un bebé sediento, un lactante hambriento, y se asfixia durante medio segundo, inhala su entusiasmo y luego lo engulle todo. Y mientras todavía estoy expulsando un alivio vacuo pero profundo, él me voltea. Mientras giro le veo la cara, su barba de días, y me asquea: un hombre. Qué increíble, qué burdo, qué crudo. ¿Cómo he podido llegar a este extremo? ¿Qué me ha sucedido? ¿Qué ha sucedido? Él me da la vuelta, se supone que yo ocupo su lugar, que empujo y enculo y me acuerdo de quién soy. Es el precio que pago por mi edad, mi deseo, mi experiencia. Cuento con que me follen, pero en lugar de eso noto el cosquilleo de una lengua entre mis piernas que me para el corazón; procede de detrás y lame los pelos largos, acaricia la parte superior de los muslos, me lengüetea en sitios donde rara vez se toca a un hombre. Me está besando el culo, mis pilas de amor. Me separa las nalgas, mis blancos orbes lunares, y mete su lengua ahí, lamiendo el orificio anal. Demasiado. Buenísimo. Soy demasiado viejo para algo tan nuevo. Me agito, vibro, me estremezco, y comienzo otra vez a llenarme de sangre. Esto no ha ocurrido en mucho tiempo, en muchísimo tiempo. Tengo el arrebol de la juventud, la frescura de la posibilidad, estoy literalmente abrumado: asustado y repelido por de dónde viene y adónde va. Una cosa es follártelo, extraviarse de ese modo, y otra muy distinta besarlo, pasear la lengua por los rebordes arrugados de la boca más oscura y más sucia. Cuanto más interesante es, más agradable, menos pienso en Clayton. Tener la cabeza ahí abajo, dos ojos en semejante sitio, no es lo correcto. En su desesperada depresión se transforma en lo que él cree que yo quiero que sea: un amante.
Soy un viejo, apegado a sus manías. Mataré a Clayton antes de permitirle que me vuelva a hacer esto.
Me corro encima del estómago, manchándome el vello de la barriga.
Sin decir una palabra, con mierda en la lengua, Clayton se marcha.
En esta etapa tardía de la vida, los genitales cuelgan encogidos y casi desnudos. La piel —oscura, con profundas arrugas, y áspera como el cuello de un pavo— está salpicada de ásperos pelos crespos, folículos de negrura que brotan de la superficie, agrietándola aún más. Los pechos florecientes que son tan deslumbrantes en una chica de doce años son de repente los tuyos, que surgen de los anteriores, planos, como tumores de grasa; el punto rojo de la tetilla, al descubierto, se ensancha y reluce como el trasero rojo de un babuino. Michelines, no las redondeces gráciles de un Rubens o ahora de un Balthus, las mías son las del muñeco de Michelin, rollos blancos de manteca barata, Crisco —duro pero blando—. Y la parte suprema, nuestro coloso privado, comienza a declinar, a colgar muy bajo, empieza a observar una conducta errática como un mono atrabiliario que reacciona despacio, que inicia despacio la larga ascensión, la subida a lo alto, y a veces simplemente se niega a hacerlo, como un objetor. La nuez interior, la cansada próstata, exige mear constantemente, humillando aún más a su propietario viejo y cansado, al que obliga a plantarse de pie en los urinarios rodeado de chicos con sus mangueras, sus bombas de agua de gran volumen, mientras él orina chorros cortos y desiguales. Un artículo —escrito nada menos que por una mujer— nos dice que nunca aprendemos a hacer pis como se debe; presionamos y apretamos cuando deberíamos relajarnos, que no se trata de forzar para que salga, sino de dejar que fluya. Y así seguimos y seguimos.
Es el colmo que a Clayton esto le parezca atractivo, algo a lo que puede aproximarse. Sólo abrigo por él los peores sentimientos.
Los más veteranos, los que estamos a las puertas de la senilidad, del olvido absoluto de lo sensual, vivimos con el recuerdo de la suavidad, de la ternura imposible: algo demasiado inasequible para que lo percibas con la yema marchita de tus dedos aun en el caso de que te fuera accesible ahora, en este estado de decadencia. Pero me intriga. Me intriga saber si mi percepción no sería más profunda tras el deterioro de varias capas de piel de los dedos. Quizá son mejorables las cosas. Creo que ahora, antes de una nueva tentativa, procedería a ciertos preparativos. Previamente herviría las manos hasta que estuvieran hinchadas y rosas, abiertas a la sensación. Las calentaría sobre el fuego de un hornillo, la llama de un mechero Bunsen, el calor de una vela, una cerilla, hasta que estuviesen en sazón y en su punto. Y sólo tocaría a la chica cuando las manos hubieran tenido un hervor y estuvieran bullentes, hormigueantes. Una vez ahuecada mi mano caliente sobre su montículo, mis dedos preparados para pulsarla como la mejor Knabe, mi bebé crecido, cosquillearían el marfil de mi chica. La sujetaría debajo de mi pulgar y notaría el choque, el culatazo del reconocimiento cuando ella repara en que de hecho la está palpando un extraño con propósitos no del todo necesarios. Son contactos que no lo son del todo. Hay un temblor, un titubeo durante el cual es importante que la mano no se mueva, que se mantenga firme. Se exhala un breve aliento y ya hemos superado la sorpresa inicial. Ella se envuelve en un pringue grasiento. Con un segundo dedo, aparto esa cortina y emprendo mi investigación en serio.
La carta. Reanudo la carta. Siempre volveré a la carta. Ella está ahí esperándome, esperando con algo que decirme, me necesita. Sin mí ella no es nada.
¿Qué le gusta de las chicas?, escribe.
Sus secretos.
Arándanos. Ha ido a recoger bayas y me ha enviado hojas blancas, manchadas, de veintidós por veintiocho, marcadas por un jugo púrpura, el vino o el vinagre en ciernes, un tarro especial de mermelada, prensadas contra las páginas. Pensando en ti, siempre pensando en ti.
Me figuro que me ha mandado estas páginas para que podamos yacer juntos en los campos, entre escarabajos y abejas, tumbarnos juntos en el suelo de cricket en el punto culminante del día, en el calor del mediodía, bajo la plena fuerza de la luz de Dios, y hacerlo: gratificados con el alivio necesario de una urgencia que no podía esperar. Nuestras turgencias respectivas llegan a tal grado, a un punto casi de choque anafiláctico, que es imposible no atenderlas, y en consecuencia jodemos, nos acoplamos, chingamos y follamos, y en el momento justo me salgo y riego el campo con mi fertilizador, mi DDT peligroso, mientras fluye como un reguero lento el néctar de la pasión silenciosa de la chica. Me ha enviado eso para que podamos estar juntos y disfrutar del día.
Acerco sus páginas a mi nariz, huelo la intemperie, la miel curiosa de un campo de frutales, el aire libre, el aroma del sobre, del papel, de sus dedos: Dios sabe dónde habrán estado. Respiro, agradecido de que al menos mis facultades olfativas estén intactas. En una ocasión, hace mucho, vi un letrero de madera, una señal que rezaba VIENTO GRATIS, COGE UN POCO. Su letra es parecida, compuesta de tantas cosas. Inhalo. Inhalo y toco.
La madre de Matt nos llevó a la recogida en Fairfield County. Hicimos un concurso para ver quién recogía más cantidad, más rápido, etc. Seguí soñando con tartas, humeantes y recubiertas por una capa de helado de vainilla. Matt fue el que más recogió y el que más rápido, y como no paraba de tirarme cerezas le di un puñetazo, fuerte. Creo que a él le gustó.
Toma nota y advierte, soy viejo, me preocupa más lo que se ha perdido, la fruta que cae al suelo y es pisoteada, que el propósito de sus juegos. Preámbulos eróticos. Afecto expresado. Ella me dice esas cosas y luego añade, en nota a final de texto, un pensamiento tardío: Y entonces lo hicimos.
¿Hacer qué? ¿Qué hicisteis? Hicimos. Hecho. ¿Qué significa eso? ¿Por qué nadie me dice ya nada?
No puedo perdonarle la imbecilidad de su mensaje. Hay gente que babea continuamente, que no puede mantener la cabeza tiesa, que no puede abrir las manos lo suficiente para asir una pluma, que tiene más dominio del lenguaje del que ella parece tener, con sus años de universidad.
¿Cómo llegas siquiera a saber lo que haces? Eres tan retrasada que tus ideas sobre «hacer eso» podrían ser bajarte los pantalones y chocar los culos como Sissy Hobson y yo hacíamos de niños. Nos bajábamos los pantaloncitos, nos dábamos nuestro beso de glúteos y era de lo más emocionante.
¿Es eso lo que ella busca, alguna clase de juego? ¿O lo hicieron de verdad? ¿Reclamó él su derecho y vertió su chorro viscoso? ¿Visitó su hombría diminuta el altar sagrado? ¿Supo él, cuando menos, lo que estaba ocurriendo? ¿Lo pidió, suplicó, se puso a gatas y jadeó «puedo, puedo»? ¿Y dijo ella sencillamente «puedes» y lo hicieron? ¿Qué sucedió?
Lo hicimos. Eso dice ella.
Puerca. Puta. Coño de mierda. ¿Cree que soy inmune a sus cavilaciones? ¿No ve que eso me atrae todavía más, que no voy a compartirla con nadie? ¿Cree que porque estoy aquí, porque llevo aquí tanto tiempo, me he vuelto marica? ¿Da por supuesto que porque soy viejo ya no me interesan estas cosas?
¿Qué me importa a mí que juegue con el chico, que aprenda de él un par de mañas? ¿Qué me importa? Debo de estar loco, medio ido. Me importa. Me importa muchísimo.
Ojos cerrados. Mandíbula apretada. Bien apretada. Barullo, gorgoritos. Estruendo. Pitido de sirena. No me despertarán. No aguantaré esto.
Más pronto.