CUATRO
Perdone mi silencio. Mis padres me han obligado a acompañarles a Washington para el largo fin de semana. Le hubiera escrito desde allí, pero no tenía nada que decir. Nos perdimos las flores de cerezo, miré la nariz de Abe Lincoln —está mellada—, la están arreglando, excursión en barco de vapor por el Tidal Basin, fuimos a los Archivos Nacionales para ver las cintas de Nixon, le compré lo que adjunto.
Dentro del sobre había una copia en papel de vitela de la Declaración de Independencia. Niña cruel. Por primera vez concibo la idea de que quizá esté jugando conmigo, pero enseguida me distrae la tinta desigual de una nota garabateada en la parte inferior de la página.
P. D. ¡Los tengo! ¡Y ni siquiera estaba mirando! Fui a la tienda a comprar papelinas de corrección para la máquina de escribir y allí estaban. ¡Más noticias pronto!
Aleluya. Ha encontrado a su hombre. Está con amigos en el baratillo, amontonando bolsas de patatas fritas, tebeos y caramelos sobre el mostrador de la caja. Ella se esconde detrás del estante de los pantis y le descubre: su hombre con sus amigos.
Su chico se desliza en el bolsillo un caramelo extra que no paga y a ella le tiemblan las piernas. Se cae contra la estantería, derribando al suelo las sandalias de plástico. Los chicos pagan su botín y se marchan.
Ella les sigue con la precisión de un sabueso. Fuera, en la acera, en la luz del crepúsculo, desgarran con manos, dientes y fauces las capas de papel de aluminio y de plástico que les separa de sus golosinas. Creyéndose una profesional, una vigilante extraordinaria, pasa justo por delante de ellos, sin hacerles caso. Va hasta la esquina, y cuando el hombre con la linterna blanca le hace señas de que cruce la calzada —pasa, pasa, pasa—, ella cruza. En la otra acera se apuesta cerca del banco, oculta a medias por un árbol frondoso. Desde esta atalaya puedo verlo todo, y nadie sabría nunca, ni sospecharía, la naturaleza de su interés.
Al otro lado de la calle, la manada de salvajes se empapuza alegremente sus morros pubescentes —y por lo tanto sempiternamente hambrientos— con puñados de patatas fritas y secas, y con porquerías de maíz en forma de aros y barras, atascando el orificio con mucho más de lo que cabe dentro. Cachos, migas gigantes de comida a medio masticar, caen sobre ellos como granizo, como nieve —los fenómenos del clima—, y se alojan en los pliegues de su ropa, utilizando la gran capacidad de absorción que para las manchas tienen las camisetas, para señalarles de modo permanente con esta sucia evidencia, prueba. Los chicos dan un paso atrás como con un ligero asco, luego se inclinan hacia delante, se apoyan en la punta de sus Nike o sus Reebok, haciendo sitio para que la sustancia manchada, los residuos, caiga libremente. Usan la acera como servilleta, como plato, abrevadero, territorio. Truecan materiales, se pasan latas y botellas de soda entre ellos como si mezclaran los ingredientes, preparando dosis iguales de algún disolvente serio, Drano potable: una dosis de Coca-Cola dietética, otra de Mountain Dew y una gota de zumo de naranja. Intercambian productos, dando un mordisco, un trago, un puñado, y pasándolo a otro. Excavan hasta el fondo de sus bolsas marrones y sacan los objetos más pequeños y más dulces, cubos y tabletas de chocolate, con nueces, con Krispies, con galletas, con barquillos emparedados entre nuevas capas de chocolate con caramelo, con turrón, con merengue.
El festín, el reparto, la acumulación salvaje de recompensas tribales, prosiguen hasta que no queda nada. Las bolsas están vacías, lamen de los envoltorios las últimas migajas saladas. La basura, el papel, el plástico, el aluminio, se estruja y se aplasta colectivamente, se comprime, se vuelve una sola bolsa de papel marrón con la que luego se hace una bola, se aprieta, se modela y se forma una bala, una bomba, una pelota de baloncesto. Y luego el más alto, el que tiene ese pico, la tira con un lanzamiento rápido y osado hacia la papelera que hay en la esquina. Al hacer blanco con mayor fuerza de la prevista, la bolsa desaloja la capa superior de desperdicios fuera de la papelera y sobre la acera. La humillación empuja al chico alto a dirigirse hacia la papelera, hacia los servicios de la comunidad. Tarda unos instantes apresurados y embarazosos en enderezar el cubo mientras varios habitantes de la ciudad que han visto el lanzamiento, han visto su fracaso, la basura vertida, dan vueltas alrededor meneando la cabeza y chasqueando la glotis. Los otros dos componentes del grupo, que no pueden respaldar al del pico en su fiasco, que ellos consideran un fallo colectivo, se quedan a un lado, arrastrando los pies, con todo el peso del infortunio encima de los hombros.
—Vámonos a casa —dice uno, por último—. Hora casi de cenar. Hasta luego, tío.
Se palmean las manos y los hombros, se asestan cabezazos y patadas, y concluyen sus payasadas de rutina con largos, sonoros, multisilábicos eructos que hacen que se vuelvan cabezas en toda la manzana. «Fabuloso», dicen, «increíble», y luego se separan en distintas direcciones hacia el refugio doméstico.
¡Éxtasis!
A veces me gustaría que ella parase. No conmigo; con ellos. A veces me siento tan frustrado, tan harto, tan disgustado por la facilidad con que la engañan, con que la excitan, con que ella, impertérrita, absorbe esa bufonería juvenil. No es un auténtico juego de niños, no posee nada de ese encanto. Los arranques glotones, consumistas, de esos chicos que son casi hombres, su constante puesta a prueba de los límites, hasta dónde aguanta el cuerpo, es tan irremisiblemente adolescente, tan patéticamente pubescente, que me subo por las paredes. ¿Cómo puede estar tan ciega?
Relleno la más breve de las postales. ¡Todo! ¡No! ¡Necesita un signo de exclamación!
Ella no es estúpida (espero). Querrá algo más, querrá lo mejorcito. Yo quiero lo mejor para ella. Pero es una imagen elocuente la suya en la acera opuesta a la de ellos, con sus shorts caqui del verano pasado ahora ceñidos al trasero y el muslo: ya no es, por desgracia, solamente una chica, sino que es también una mujer, el cuerpo pasa ya de la suavidad de la juventud al balanceo y el volumen mantequillosos, el cimbreo libre de la carne de la mujer madura. Me asquea la idea de que esos chicos la calienten, la humedezcan, infundan calor y humedad a su entrepierna. Quiero que esto requiera algo más, más joven, más viejo, un misterio más grande. Detesto que sea demasiado explícita. Lo detesto a muerte. Quiero zarandearla, deslizar entre sus piernas mis cinco dedos gruesos, nudosos, velludos y artríticos, y palpar el calor, la intensa humedad, evaluarla por mí mismo, y luego obligarla a que recobre el juicio.
Maldiciéndola sin ambages, deslizo mi mano por esa pernera caqui hacia arriba, mientras aferro la carne de su cara entre mis dientes. La follo con el dedo, al tiempo que le muerdo la mejilla, se la perforo. Le daré una parte considerable de mi mente. Puedo permitírmelo. Dios, son tan fastidiosas cuando creen que pueden pensar por sí mismas.
Mi camión amarillo se ha perdido. Recelo, pensando que a lo mejor mi abuela lo ha robado, celosa.
—¿Dónde está mi camión?
—Quién sabe —dice mi abuela.
—No lo encuentro.
—Eso es lo que pasa cuando circulas por toda la ciudad; a lo mejor tu amiguita que vigila el aparcamiento sabe dónde está.
—Quiero mi camión.
Ella no responde.
—¿Cuándo vuelve mamá?
—Sabes lo mismo que yo.
Mi camión amarillo se ha ido a Cincinnati. Cuando me suelten y escape de esta ratonera, visitaré ese museo y les contaré la historia de cómo mi abuela lo retuvo escondido, lo tuvo semanas enteras aparcado en el fondo de su armario.
Si no me hubieran distraído, desviado tanto, creo que ahora sería un congresista, un inventor o como mínimo un novelista. Si hubiera refrenado mis sentimientos, si hubiera podido encauzar mi libido hacia una carrera —aunque supongo que eso es lo que hice—, podría haberme forjado una trayectoria más familiar y aceptada, como han hecho muchos grandes hombres; si hubiera podido dirigir la polla en lugar de dejarme dirigir por ella, podría haber sido un dirigente, un creador de valores. ¿Quién crees que nos da misiles y aviones de combate? ¿Quién las fragatas? Indudablemente no un conejito forrado de piel, eso está bien claro, no tienen interés. Polla y cojones, ahí reside todo, todo el mundo lo sabe. ¿Por qué los candidatos no tienen los arrestos de bajarse los pantalones para que veamos por nosotros mismos lo que tienen, quién es el tipo más grande, el hombre mejor? Elegid un gran cipote, su poseedor es un hombre tranquilo, sereno, un triunfador de cabo a rabo. Se sabe. Pero como no podemos verlo, como somos tan crédulos, la picha pendulona gana siempre. ¿Por qué? Porque lucha, compensa de sobra, compite porque todo esto significa muchísimo para él.
La guerra es una sacudida circular.
Me jode que ellos tengan tanto y yo me muera de hambre.
Es sorprendente, contesto, lo mucho que tenemos en común.
Ha vuelto a encontrar al trío sudoroso en el que se halla su presa. Están en un reservado de la cafetería. Él está protegido, rodeado por sus mascotas, sus sicofantes, su pequeño equipo: el uno con esa napia que a duras penas puede acomodar sus gafas aún más grandes y de montura gruesa; el otro es tan rechoncho, por delante y por detrás, que hay una fisura, cuatro o cinco centímetros de blanco insufrible, de grasa blanda, entre la parte inferior de su camiseta y la superior de sus pantalones. Y él ocupa el medio, normal en todos los aspectos pero, circundado por semejantes fetos, a ella le parece un semidiós. Él no advierte nada fuera de sí mismo, toda su mirada está orientada hacia dentro. Su inconsciencia puede que sea su mejor atributo.
Absolutamente colocado.
Diez veces en quince minutos pierde pie en la conversación. Con toda la frecuencia y la regularidad de la respiración, dice: «¿Eh?», y sus amigos llenan de buena gana las lagunas. Dista de ser un estúpido —según ella—, pero siempre está ensimismado, irradia la inquietud de un chico para quien la historia reserva grandes cosas.
Ella está sentada en el otro extremo del mostrador, encorvada sobre un plato de requesón y peladillos, y les observa en su reservado, hipnotizada por la consumición, que hasta ahora se compone de cuatro platos de patatas fritas, dos emparedados de varios pisos, cuatro Coca-Colas y tres batidos. Cuando absorben con las pajitas las últimas gotas del batido de leche con chocolate, con gran borboteo y fanfarria, el silencio que sigue es casi al instante roto por las series ya típicas de desiguales eructos estruendosos que resuenan en todo el local. Los chicos sonríen y se frotan el estómago, orgullosos de su glotonería gastronómica y de la resonancia de los gases expulsados. Exhortados por los dueños, el trío paga la cuenta y se va.
La raqueta de tenis que pertenece a nuestro chico se queda olvidada en el reservado. Moviendo la cabeza, la camarera la coge del rincón y antes de que se dé media vuelta, se la arrebatan de la mano.
—Yo se la llevo —dice mi chica. Sale corriendo del restaurante, mira a derecha e izquierda, espía a los tres en la calle, mirando el escaparate de la tienda de música. «Ey», les llama, «Ey», y se apresura contenta hacia ellos con lo que es casi un brinco infantil, agitando la raqueta como si fuese una bandera. «Tu raqueta, tu raqueta». Finalmente él se entera y la mira mientras ella le tiende la raqueta (y se extiende ella misma) hacia él, restituyéndole la propiedad tenística. «Ah, sí», dice él, cogiéndola con una mano mientras se rasca con la otra el pecho, con la expresión de quien ejecuta un truco complicado, un alarde de coordinación dificultoso. Y al frotarse da la impresión de que por un segundo se pellizca ligerísimamente la tetilla izquierda. «Me la olvidaba».
Ella, que advierte la tetilla a través de la camiseta, sonríe y desea pellizcarla ella misma con sus dos paletas dentales. Él no nota nada en ella. Para él es un objeto de escaso interés. Demasiado vieja, demasiado dispuesta a preguntar en voz alta, y capaz de hacerlo, qué diría su madre si supiera que él se ha olvidado la raqueta: ¿Pero qué te pasa? ¿No te tomas nada en serio? Lo harías si tuvieras que pagártelo. Él se mira los zapatos, aprestándose para el ataque verbal de la chica. Como el momento es imprevisto, como la acción de la chica, su anticipación del proceso, la ha pillado desprevenida, no encuentra palabras. Titubea, se sonroja, aparta la vista y se asemeja mucho más a una niña, a una coneja delicada, que a la lagarta descarada que sabemos que es. Su imagen tan insegura —tan ebriamente henchida del flujo de adrenalina desestabilizador y de gemidos de puta— me enternece el corazón. Y es posible que este camino penoso, este comienzo trastabillante, le haya servido de ayuda. De haberse mostrado más fría, más calculadora, podría haber presentado un aire de chica distante, inasequible, una perra. Pero aquí, de este modo, ella es, de momento, ni mejor ni peor ni menos que él.
—Quizá pudiéramos jugar —dice ella—. Yo estaba en el equipo del instituto, aunque estoy desentrenada.
Con la cabeza gacha, todavía esperando estúpidamente el golpe, él la mira, moviendo los ojos hacia arriba y en redondo, como huevos sueltos.
—Te pagaré el tiempo. ¿Cinco dólares la hora? Piénsatelo —dice ella, sin saber en absoluto lo que hace, sin la menor idea de lo que vendrá luego, presionando tan sólo porque está desesperada por no marcharse con las manos vacías, tiene que extraer un provecho concreto, un avance tangible de este encuentro. Negándose a dejar que el momento se pierda, saca un lápiz del bolsillo; la costumbre de tener siempre a mano un accesorio de escribir le viene de la universidad, pero el hecho de llevar también papel se le ha escapado hasta ahora. «Éste es mi número», dice, cogiendo la mano fláccida del chico y apuntando los números en la carne blanda de su palma.
—¿Quieres el mío? —pregunta él. Ella asiente y se dispone a tatuar en su piel el número del chico, aunque ya lo conoce, porque ha visto el apellido en el buzón al fondo del camino de entrada de su casa y luego lo ha encontrado en la guía de teléfonos. Es tan fácil espiar cuando nadie piensa que tú miras.
Él cierra los ojos como para evocar una réplica fotográfica de los siete dígitos del teléfono de su casa, que suena, que descuelga la criada, la cual encuentra al chico y le dice que alguien, en algún lugar, quiere hablar con él. Ahí, en la calle, ella siente que ve a través del chico. Empieza a examinarle a través de su fina camiseta blanca, cuyos agujeros ocasionales en la tela de algodón obran como puntos de orientación, signos de referencia. Retrocede un paso para ampliar su enfoque y divide al chico en secciones que podrá revisar, invocar a voluntad una y otra vez. Le divide en partes como si tuviera muchas, como si no se le pudiera archivar entero.
Los hombros, que arrancan del cuello en una línea uniforme a lo largo de la cima del torso, forman una T cuadrada de protuberancias óseas, hallazgos prehistóricos del desarrollo del hombre. El torso, a su vez, es todavía delgado como un junco, los pectorales apenas redondeados; ella sospecha que sus pezones son como planas, leves monedas de diez centavos, y cerca de las caderas hay un anillo finísimo de grasa infantil a punto de ensancharse en una gruesa soga de músculo masculino. Tiene doce años y medio y está en su punto de madurez. La barbilla es tersa y despejada, las mejillas apenas sombreadas de barba, y el pelo le cae en mechones disparejos hasta las cejas, que despuntan bonitas, firmes y proporcionadas. Tiene los ojos verdes y ligeramente desenfocados.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta. Hasta ahora su nombre no ha tenido importancia, e incluso ahora sólo presta un título a la cosa. Es el toque decorativo y culminante, como las cabecitas de payaso de plástico que el aprendiz del panadero clava en las magdalenas. En situaciones como ésta, cuando por fin tienes el nombre, tienes también el corazón, el alma. Sin siquiera tocarle, ella le explora, presiente cosas, ve cómo él yacerá a su lado, pondera su peso, el filo de sus huesos.
—Matthew —dice—. Matthew —repite, como para asegurarse de que lo ha oído bien.
Tantas virginidades por perder.