TRES

Cárcel. Entre timbrazos. Estoy perdido en recuerdos.

No me consienten llevar a la mesa mi camión amarillo.

—Es un comedor, no un aparcamiento —dice mi abuela. Exprime zumo de naranja. Exprime la sangre de una naranja dentro de un vaso y me lo pone delante, espeso de pulpa, con pepitas. Me da miedo beber, tragarlo, por temor a que en mi interior crezca un naranjo que estire sus ramas desde mi estómago y hasta el fondo de mi garganta, haciéndome cosquillas.

—Las pepitas no —decía siempre mi madre—. Escúpelas.

—Trágalas —dice mi abuela—. A nadie le gusta verte escupiendo en la mesa.

Una niña que vive en la misma calle aprieta la nariz contra la puerta mosquitera.

—¿Puede salir a jugar? —pregunta a mi abuela.

—Vete —dice mi abuela—, sal de entre mis faldas.

Mi madre está en el asilo psiquiátrico. A la niña le gusta mi camión amarillo. A mí me encantan sus ruedas de caucho.

No hay cartas. Hace varios días que no he recibido correo. Me figuro que la ha disuadido de la correspondencia una compañera del instituto que, en una sesión nocturna, rayana en exorcismo, le ha comido la moral a la chica, la ha alentado a que consiga un trabajo de verano, a que siga un curso de nivel universitario y que cumpla su exigencia de una lengua extranjera, se ha tomado a pecho su emoción malsana, en su excitación al descubrir que su amiga podía ser tan atrevida. ¿No te da miedo escribirle? ¿No te preocupa que haga algo raro en el papel, que implante algo dentro, que lo impregne, que lo llene de eso que le hace ser como es? Yo no me atrevería a tocarlo, tendría que ponerme guantes de goma y abrir el sobre con un cuchillo de carne. ¿Y le dejan escribir a quien quiera? ¿No ponen en el sobre: «Precaución, incluye demencia»? Simplemente sus palabras, las cosas que dice, podrían entrarte en la cabeza y hacerte algo malo.

Me temo que me la han arrebatado antes de que haya podido conquistarla, antes de que haya podido convencerla de que lo que hay entre nosotros está mucho más cerca del corazón de las cosas, de la naturaleza verdadera de ella, y de que un verano trabajando en la oficina del fiscal o aprendiendo alemán reportará, a la postre, muy poco a su vida, mientras que un verano intercambiando artimañas conmigo la cambiaría para siempre. A medida que se suceden los días, me sobreviene el pánico y me maldigo, maldita, maldita sea. Nunca volveré a contestar una carta. No permitiré que me reduzcan a esta posición, esta postura mendicante. Ellas no tienen idea de lo importantes que son para nosotros, no advierten el poder que les otorgamos, no se dan cuenta de que con un gesto tan pequeño se meten en nuestra vida. Nadie se percata de cuán pequeño es.

Henry, que pregona sus mercancías en el corredor, rompe mi concentración. Como un mercachifle genuino va de puerta en puerta, de celda en celda, pulsando el ambiente, arrogándose la condición de falso psicofarmacólogo, despachando refrigerios para tomar entre comidas, suplementos, cositas que levantan el ánimo. Hombre bucal, antaño el más oral de los cirujanos, Henry tenía por costumbre administrar a sus pacientes femeninas gas hilarante que las dejaba fuera de combate y luego se las follaba virulentamente al mismo tiempo que les arrancaba la muela del juicio. Que le detuvieran fue un lapsus linguae, por así decirlo. Mientras estaba sepultado a fondo en un felpudo púbico, un instrumento afilado resbaló y su valiosa presa, la señora Mavis Gilette, despertó encontrando un agujero de arpón en su mejilla y a su perdido mamador languideciendo en el suelo. Y no sólo eso, sino que su blusa estaba mal abrochada. Encarcelado, torturado por la necesidad de mitigar su culpa, Henry desarrolló otra clase de hábito, y para mejor saciar sus propias necesidades se convirtió en una especie de farmacéutico que mezclaba sus propios elixires elegantes, etcétera, etcétera.

Está ante mi puerta.

—¿Qué va a ser? —pregunta.

—Paz —digo, ansioso de proseguir con mi tarea, esta torpe explicación— y silencio.

—Que tu sueño se cumpla.

—¿Qué hora es? —le pregunto cuando ya se aleja.

—Tiempo pasado —dice, y sigue su camino.

Día Conmemorativo[2]. Es evidente que en este largo fin de semana se suavizan los servicios de vigilancia. Alguien vomita en el corredor; el charco permanece allí durante horas, y su pestilencia parece avanzar por el pasillo, cada vez más cerca.

—¿Es tuyo el mal olor? —pregunta Frazier, mi compañero de la celda contigua.

—No, digo —pensando en lo mucho que me incordia Frazier, en que el eco de sus ronquidos me mantiene despierto noches enteras.

—Si descubro a quien lo ha hecho, voy a hacerle comer la vomitona —dice Frazier.

—Umm —respondo, con el único propósito de mantener las relaciones de vecindad.

Nuestros carceleros juegan con sus familias y vuelven tarde, con resaca y las caras quemadas por demasiadas horas de pie delante de la barbacoa. Y como no se fían si hacemos fuego para asar salchichas de Franckfurt, nos dan salchichas frías de almuerzo y de cena el domingo y el lunes, una dieta de picnic venenosa en potencia. La pata de pollo congelada que las acompaña está tan petrificada que uno se pregunta si no la habrán conservado en formaldehído, si no procede de algún dinosaurio fetal que no ha llegado a nacer o de los restos descuartizados de una exposición en el Instituto Forense del Northway.

Dos guardas nuevos charlan en el pasillo; da la impresión de que cada semana hay carceleros nuevos, recién contratados, ninguno dura mucho.

—Llevé a mi hijo al zoo de mascotas —dice uno.

—Chist —dice el otro—, no hables de eso aquí, se hacen una paja con lo que decimos.

De pie en el catre, miro por la sola hoja de cristal sellada que alguien tiene el humor de llamar ventana. Si me pongo sobre la punta de los dedos de los pies, alcanzo a ver un pedacito de la puerta exterior. Los turistas se apretujan contra las puertas, deslizando las lentes de sus Nikon entre los barrotes de hierro forjado que envuelven este edificio en precario estado arquitectónico. La cárcel fue diseñada por un caballero actualmente famoso que construyó luego grandes museos y fincas de Long Island. Pero esta prisión, un monumento de su juventud, le fue sugerida por un juez que claramente tuvo presente el futuro del joven delineante y le dio a elegir entre una temporada dentro por culpa de otro contratiempo más en estado de embriaguez, un percance que tuvo por resultado el asesinato de una familia entera de comerciantes, la desaparecida firma William Morehood e Hijos, o una temporada fuera para diseñar esta construcción enrevesada. Y por eso los techos se comban, las paredes sangran agua conforme a una pauta más regular que el ciclo mensual femenino y en el verano las paredes se hinchan sus buenos cinco centímetros y uno tiene la impresión, en circunstancias normales, de que está caminando sobre aire. Y los turistas vienen.

Cárcel. Suena un timbre. Almuerzo. Jamón. Queso. Gelatina verde con sabor a fruta.

Releo la primera carta de la chica. Una de mis razones para escribirle —¡y hay montones!— es que eche una ojeada a mi vida. Pensé que alguien como usted tendría la curiosidad de ver cómo es de verdad una persona como yo. Ardo en deseos de aprender más cosas de la vida y espero que usted me lo contará todo sobre la cárcel. Suena muy emocionante. ¿Hacen placas de matrículas?

Contesto. Hoy tengo una pequeña jaqueca de las mías, una fastidiosa punzada frontal que indica que un pedazo de cristal está aflorando a la superficie. En esa combinación de destinos y fuerzas, en lo que la mayoría de las veces se considera un accidente, mi cabeza topó una vez con un parabrisas y, en aquella fracción de segundo, los dos alcanzaron un grado de intimidad suficiente para que yo me llevara grandes secciones de cristal fino y frágil. Y a pesar de la cuidadosa disección bajo una lupa en un hospital local, continuamente afloraban pedazos que se introducían como astillas afiladas y urticantes por debajo de la superficie. Me gané en la cárcel mis primeros galones extrayendo una esquirla bastante grande en presencia de público; salió como el reventón de un grano gordo. Apreté y salió, envuelta en un fluido acuoso y rosáceo que parecía precioso por fluir tan libremente y tan cerca del cerebro. El cristalito pasó después de mano en mano por la sala y en última instancia fue declarado genuino por un espectador que probó a extraer otro de sí mismo, rascándose la piel. Los testigos tomaron como prueba de su gran calidad la facilidad con que el añico hacía sangrar. Lo noto ahora, otro cristal emergerá pronto. Cuando arqueo la ceja, araña; cuando me froto la frente con los dedos, me pican las puntas.

El día será largo. Hay muchos así, momentos entre el alba y el sueño que se prolongan siglos. Sueño despierto, apaciguándome con recuerdos y juegos imaginarios. Me fuerzo a concebirlos. Aferro la almohada y finjo que la funda es piel. Toco la sábana enrollada al pie de la cama y pienso en los huesos de los tobillos de Alice. Belleza. He amado. Pienso en las limpias sábanas blancas del tendedero de mi abuela. Pienso en la muchachita del vecindario a quien le gustaba mi camión amarillo, me imparto lecciones de historia.

Alice; desnuda junto al lago fue como me encontró. Está en la playa, plantada entre mí y mi ropa. Me alejo, vencido por un falso recato. Ella observa. Lleva pintura de guerra y un arco y un carcaj lleno de flechitas blancas rematadas en ventosas azules. Suelta una risita. Señala con el dedo el ser marchito que me cuelga de abajo.

Le resulto divertido.

A mí su diversión me parece humillante, incitadora.

Al instante quiero hacer algo, silenciar esa risita estúpida.

Alice se desploma, henchida de júbilo.

Visitante. Dos carceleros a los que nunca he visto se presentan delante de mi puerta.

—Sorpresa, sorpresa —dicen—. Mucho tiempo sin verte.

—¿Nos conocemos?

—Tienes una visita.

No me ha visitado nadie durante años, no me imagino quién podría ser, pero sé que no debo preguntar. Los guardas esperan con grilletes y una cadena para la cintura. Me tomo un momento y me pongo una de mis dos camisas buenas; cruje, literalmente, mientras la desenvuelvo. Me peino, echo una meada y me aseguro de que todo está a recaudo.

—Siempre es importante tener buena apariencia, nunca se sabe con quién vas a encontrarte —digo, mientras el guarda me pone las diversas esposas y cadenas.

—Gran día en la calle mayor —dice Kleinman, mirando cómo me llevan—. Me alegro de ver que te sacan de casa, y vestido con ropa decente. No iba a decirte nada, pero empezabas a tener una pinta andrajosa.

Mis cadenas resuenan, las llaves de los guardas tintinean. Los portalones de acero se abren sobre sus raíles.

Me llevan a la sala de visitas, me conducen a través del dédalo por un itinerario que es nuevo para mí. Aunque mi visitante sea un vendedor ambulante, un puto vendedor de cepillos Fuller, le agradezco la salida.

—Estoy perdido —digo a los carceleros—. ¿La sala de visitas no estaba a la derecha?

—La han remodelado —dice el guarda.

—Hace dos años —añade el segundo.

—No salgo mucho —digo.

No responden. Los hombres del Oeste no son los más populares en estas dependencias; a los más terroríficos de los terroríficos, siendo nuestros delitos los más delictivos de todos, nos tienen en una sección especial para criminales sexuales. Los ladrones de coches, los rateros y los asesinos ordinarios no tienen nada que ver con nosotros, y a fin de mantener la calma, la serenidad, nos tienen totalmente aparte y, en consecuencia, se nos olvida demasiado fácilmente. El centro de visitantes es la encrucijada; el Este se junta con el Oeste, el Norte con el Sur, y sabes quién es quién por las joyas que lucen. Los del Norte y el Sur son minimalistas, sin ornato, baja seguridad, pequeños delincuentes realmente. A los del Este les tienen esposados, y todos los del Oeste están atados de muñecas y pies. La gente mira.

Un cuartito en una serie de cuartitos, una puerta de cristal, altas paredes de cristal y un mostrador estrecho, como una cabina telefónica sin teléfono. Recortado en el cristal hay un circulito de agujeros, un hueco para hablar. La luz es cruda, fluorescente. Bizqueo. Cohibido de repente, me examino. Mi camisa es amarilla, manchada a pesar de que la recuerdo limpia, nueva. Miro las manchas. Intento descansar las manos en el mostrador. No es una postura natural.

Un anciano entra en la cabina.

—¿Cómo estás, Chappy? —dice en voz alta, empleando mi apodo de la infancia, una referencia, quizá, a una afición extrema al producto Chap Stick[3].

Asustado por su familiaridad, de repente estoy seguro de que no obstante el cristal que se supone me protege de él, en cualquier momento hará algo que acabará conmigo; me imagino que me matará de un tiro y que la bala destrozará el cristal. Me encojo, anticipando el impacto.

—Soy yo, Burt, gilipollas. Dios santo, estás horrible. No se me ocurrió pensar que habrías ido tan lejos. Siéntate bien —dice, sacudiendo con un pañuelo el polvo de la silla en su lado de la cabina y sentándose luego—. Jefferson Warburturn Marx. —Da el nombre del hijo de la hermana de mi abuela, que lleva años muerto, que yo sepa—. El tercero —dice.

Mi primo, mi primo segundo.

—Eras más joven —digo.

—Y tú. Quizá debería haber llamado antes. No se me ocurrió. No pensé que te hubieras ido a ninguna parte.

—¿Cuándo te vi por última vez?

—En la boda del tío Richard. Tú estabas en el instituto y yo empezaba el primer año en Dartmouth. Te emborraché y te obligué a comer cantidad de pastel de boda. Creí que absorbería el alcohol.

—Estuve días enfermo.

—¿Y cómo estás ahora?

—Mejor.

—Bien —dice—. Estaba preocupado.

En la cabina de mi izquierda una pareja se besa a través del cristal, con lengua y todo, llenando de vaho la cabina. El guarda les fuerza a detenerse.

Burt continúa:

—Empezamos a hablar de ti. Todavía surge, ya sabes, y hubo preguntas sobre cómo estarías. Me eligieron para averiguarlo.

—¿La curiosidad que mató al gato?

—Algo parecido. Entonces —dice, enlazando las manos—, ¿cómo te encuentras aquí? ¿Te vas adaptando?

—Llevo veintitrés años —digo, procurando que suene más como un recordatorio que como un reproche.

—Bueno, sí, ya sé. Siento haber mantenido tan poco contacto, es sólo que, bueno, todo el asunto fue bastante triste, asustó a mucha gente. Francamente, a mí no me asustó, pero dudaba en inmiscuirme. En realidad, era más mi mujer… De todos modos he estado liadísimo, me jubilé justo el año pasado.

—¿Qué hora es?

—¿No tienes reloj? —pregunta, mirando al suyo, que se quita y mueve como para tendérmelo, como si yo pudiera extender la mano a través del cristal y cogerlo de la suya.

—Oiga —dice el guarda, interrumpiéndole—. Tendrá que ponérselo otra vez.

—Pero me gustaría regalárselo.

El guarda menea la cabeza.

—¿Hay un reloj? —pregunto—. ¿Delante, encima de la entrada, un reloj con una sola manecilla?

—No me he fijado —dice Burt, abrochándose de nuevo el reloj de pulsera.

—Hazme un favor. Cuando te vayas, mira arriba para ver si hay un reloj y comunícame si funciona.

Burt cambia de tema.

—Te dan algún tratamiento, espero.

Reprimo el impulso de decirle a Burt la verdad, que la idea que aquí tienen de un tratamiento es incitarme a que me haga una paja mientras miro películas porno con algo llamado un pletismógrafo atado en el pene para medir mi erección, mientras que ellos me observan a través de un espejo por un solo lado, sin duda entregados también a ciertas manualidades. Tengo el impulso de decirle a las claras que mi tratamiento servía para entretenerles, pero pensé que no se lo tomaría bien.

Prosigue:

—¿Ha sido una experiencia provechosa? Quiero decir, no volverías a hacerlo, ¿verdad?

Muevo la cabeza.

—Bueno, eso está bien. ¿Y el sitio es decente? ¿No te chinchan? ¿No tienes problemas con los demás hombres?

—Ningún problema.

—Te admiro. Por no haber transigido. —Se seca la frente con el pañuelo—. El motivo de que haya venido es que había unas cajas. Deben de haber ido de casa de tu madre a la de la abuela y luego a la de mi padre, y de alguna manera han acabado en mis manos. En resumidas cuentas, estábamos haciendo limpieza y las encontré, sobre todo son cosas de tu infancia, ropa vieja, libros llenos de moho, juguetes herrumbrosos, un par de los platos de tu madre para hacer empanadas, que tú convertiste en panderetas, ese tipo de cosas. Para abreviar, estaban en el sótano, pensamos en hacer una gran venta en casa y entonces llegó una carta de un museo nuevo, ¿el de Cultura Delictiva? —dice, agudizando la voz al final de la palabra delictiva, como si comprobara que la he oído—. Lo abren en ¿Cincinnati? —dice, subiendo de nuevo la voz, curvándola en un signo de interrogación.

Muevo la cabeza:

—¿Y?

—Bueno, escribieron preguntando si teníamos algo tuyo, y bueno, quería que lo supieras. No quería que lo supieses por alguna otra persona, eso habría sido cruel. Vendimos tus cosas. El conservador del museo vino en persona a recoger las cajas, muy complacido con el botín. Y me asegura que las cuidará muy bien. Y, si alguna vez te soltaran, les encantaría que fueses a contarles cosas sobre cada pieza. Van a estudiar muy pronto tu libertad condicional o revisión del juicio o lo que sea, ¿no?

Asentí.

—Bueno, sólo quería que lo supieses.

—¿Debería sentirme halagado? —pregunto, haciendo tiempo, buscando la manera de saber lo que realmente quiero saber: cuánto me han dado.

—Es cosa tuya —dice Burt, levantándose; saca su tarjeta de la cartera y, como no puede entregármela, la aprieta contra el cristal un minuto para que yo pueda memorizarla—. Estaremos en contacto —dice, saliendo de la cabina.

Un viejo gordo me ha trastornado el día, viniendo a decirme que ha vendido mi infancia a un museo de Cincinnati.

Me levanto, y a pesar de todas mis trabas metálicas, de toda mi alambrada, puedo agarrar la silla en la que he estado sentado y lanzarla contra el cristal. Es plexiglás, golpea contra él, rebota y me da un golpe en la cabeza. Los guardas se han abalanzado sobre mí, me sujetan por detrás.

Burt se vuelve.

—Me alegro de haberte visto —dice, mientras me llevan—. Y cuídate.

Me desencadenan. Me arrojan en la celda. Cierran la puerta.

Un rato después viene Henry y susurra por la ranura:

—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Un toquecito?

—¿Por qué no? —digo, sucumbiendo al cabo de toda una vida de abstinencia—. Sólo un toque.

Desliza un paquete de polvo por debajo de la puerta y me indica que me lo frote sobre las encías. Duermo como un bebé.

Mi camión amarillo se ha ido a Cincinnati.