DOCE

Una ristra de palabrotas en el pasillo. Cosas entreoídas.

«Bájame andando, bájame andando. ¿Por qué mi mujer siempre quiere que la baje andando? Perra, puta, puerco coño. ¿Por qué me miras así? ¡Oh, la humanidad! ¿Qué hay de comer?».

«No puedes correr y no puedes esconderte, ¿adónde vas a ir, galería de la muerte? Ja, ja, ja, ja».

Cárcel. Timbres. Cuatro de Julio. El complot pirotécnico. El rumor circula, el gallo cacarea, se está cociendo algo, corre la voz, habrá una visita, ¿una recompensa o un registro a fondo? Nerviosos al pensarlo, los hombres hacen a escondidas una limpieza de fines de primavera y eliminan todo lo ilícito. Cuando el timbre creciente, el rugido del maremoto, la estridente cisterna de los retretes industriales se vuelven tan virulentos, tan determinados a amenazar el sistema séptico, se promueve una investigación. Los hombres, bien aleccionados, afirman que la culpa la tiene algo que han servido en la cena de la víspera, la salsa tártara, si no los bastones de pescado. Llaman al médico —el hombre a quien he conocido hace poco— y nos ordenan enseñar el culo, agacharnos delante de la puerta de la celda y dejar que sus dedos vicarios de látex nos introduzcan balas contra el cañoneo. Pero en cuanto se han ido, expulsamos por el ano los minúsculos torpedos de Compazina, que medican sólo al agua del retrete. Nos pueden tener encerrados, pero no sometidos.

Debido a la sobrecarga, cortan el agua durante varias horas. A las cuatro de la tarde nos anuncian que a pesar de la sorprendente epidemia de trastornos gastrointestinales, de nuestro grado de actividad rayano en revuelta, a pesar del estado de cuelgue y sedación de los reclusos que no han sido lo bastante rápidos para deshacerse de los supositorios, van a celebrarse los festejos vespertinos.

En un gesto grandioso de relaciones vecinales, de sacrificio aparentemente desinteresado, los moradores de la ciudad próxima han cambiado de lugar los fuegos artificiales que proyectan con el fin de que nosotros podamos participar pasivamente. Este año lanzarán su fanfarria hacia el sur, para que se vea algo desde detrás de los muros. Servirán refrigerios. Se solicita asistencia.

Las ocho de la noche. Fuera de nuestras jaulas y en el corredor. Los hombres que vacilan en abandonar los lujos del hogar son sacados a rastras por guardas con material antimotín. Renqueamos, esposados y con los brazos y piernas amarrados en cadenas de cuerda gigantescas. Doce hombres forman una hilera. Los guardas no están contentos, pese a que ganan un cincuenta por ciento más por trabajar en día festivo. Más bien están cagados de miedo: nunca nos sacan de noche. Avanzamos por el laberinto como la fila de una conga, cruzando túneles y trampillas, los mismos viejos corredores pintados del color gris de los barcos de guerra. Serpenteamos con el clinc clanc de las cadenas, el baile trágico de los atados y aherrojados, la vibración de la pandereta, las campanillas, damos vueltas y vueltas. De derecha a izquierda, de lado a lado, hagas lo que hagas lo haces con los otros, al unísono con el hombre que tienes delante. La longitud de la cadena es corta, y tienes que aprender los trucos para que no tiren de ti y te hagan daño. Saltitos de pingüinos. Nadadores sincrónicos. Bailarines de June Taylor. Serpientes reptantes. Damos la vuelta al patio y nos colocamos desplegados en filas iguales.

—Sentaos —ladra el guarda que tenemos delante. Y lo hacemos, agachándonos hasta el suelo. Es una maniobra a sacudidas.

—Nos tratan como a perros, como animales, los sacan para pasar la noche —dice Kleinmann, rascándose.

Los altos arcos de carbono de las torres proyectan un resplandor sobre el patio. Blanco brillante. Luz, tanta luz. Una ópera, un gran estreno. Acomodadores-guardas manejan sus linternas como si fuesen láseres, llevando a los presos a sus asientos. Los muros de piedra distantes se han convertido en un telón de fondo para el más clásico de los escenarios: nosotros somos el teatro.

El mayordomo nos dirige la palabra por medio de un megáfono roto. Sólo se le oye a trozos. Su elocución entrecortada suena más o menos como esto:

—Agradecidos a la ciudad de cerveza los fuegos nos explotan en la cara, espiritual si y Owen Overstern, puto intermitente, porque ansiamos este regalo caro, el recorte que ahora mismo van a daros, comed dulces, hombres, el mes del dentista. ¡Rabia, rabia!

La alambrada reluce, reluce como algo hambriento. Me pregunto qué habrá quedado prendido en ella, además de la carne de Jerusalem y del gato ocasional que se corta su peludo pescuezo mientras despega el pájaro al que persigue: el desquite del vuelo.

—Golosinas, golosinas, pasadnos los dulces —comienza a salmodiar Frazier.

Voluntarios, estudiantes licenciados en criminología, recorren las filas repartiendo los regalos de la fiesta, cajas grandes de palomitas de maíz con su fecha de caducidad vencida, todas ellas abiertas y con los premios despegados.

Las luces se apagan. Nos traga la oscuridad. Hay un silbido húmedo, la súbita inhalación de aliento. El silencio se extiende sobre la multitud.

Hace más de diez años que no he visto la noche. El cielo cuelga como una cortina de terciopelo. Miro a las estrellas y discierno Polaris, la estrella polar, la Osa Mayor y Menor y Casiopea, la reina. Les ofrezco la plegaria del tonto: «Luz de estrella, mi centella, la primera que ahora veo, ojalá pudiera, ojalá pudiese, obtener lo que deseo».

A lo lejos se oye un retumbo sordo. Estamos sentados en nuestra jaula de piedra, caja negra, ciega y muda. Unas cuantas linternas recorren las filas de presos. El telón se alza, el primero salva el muro, un bello estallido blanco que explota en mil estrellas. Trato de enumerarlas rápidamente antes de que desaparezcan: Alice y Amy, Barbara y Betty, Cathy y Caroline.

Bum. Bum. Bum. Bombarderos. Crisantemos de luz.

Caen bengalas como polvo de hadas y me baño en recuerdos.

Cuatro de Julio: instalo cien bengalas en el patio de mi abuela —me paso las últimas horas de la tarde clavándolas en la hierba— y cuando oscurece llamo a la abuela para que salga al porche y corro a encenderlas una por una, las lanzo como el desplome mágico de una hilera de dominó.

—No uses todas mis Blue Diamonds o tendrás que bajar mañana por la mañana a comprarme cerillas —grita mi abuela.

—Estoy usando las malas —contesto—. Sólo las malas.

—Malas lo mismo que tú. Me alegro de que las distingas.

—Chamuscada —dice al día siguiente—. Me has quemado la hierba, tenía una buena zoysia.

Otra vez, siendo más mayor aún, me interno en los bosques con mi alijo secreto. A plena luz de la mañana, un día de la Independencia, lanzo mis fuegos artificiales al sol que despunta, sostengo una granada de pirotecnia en la mano, prendo la mecha y despido globos de color, bolas agrias de luz, todas ellas dirigidas hacia la luz más intensa. Hay algo triste en los fuegos a la hora cenital del día, más triste aún que de noche. Monto mi arsenal en un campo desierto, enciendo la mecha y mientras llueven llamas bailo alrededor, las dejo que me rocíen, que me dejen en la piel motas de luz resplandeciente, que me pinchen como la picadura de un insecto.

Noche en la cárcel. Un codo en mi costado. «¿Vas a comerte las tuyas?», me pregunta Frazier, señalando mi caja de Cracker Jacks. Muevo la cabeza y se la doy. Es mejor así. Antes me gustaban las Cracker Jacks y el maíz caramelizado, pero con sólo tenerlos en la mano noto lo lejanos que quedan, lo pasados. Al cabo de una ausencia tan larga, de tantísimos años, nada sería peor que comer dulces rancios.

Mamá ha vuelto del psiquiátrico. Me lleva a los baños —os acordáis— y luego a un motel barato.

—Una viuda tiene que cuidar su monedero —dice, sirviéndose un vaso de ginebra—. Mi medicación —lo llama—. Soy una mujer que necesita su medicación. Toma —me extiende el vaso—, prueba un trago, no te vas a morir.

Digo que no con la cabeza.

Ella se tumba en la cama.

—Una siestecita —dice. Tiene la cabeza hundida en la almohada y se duerme.

Me lavo la mano. Con jabón y agua. Me lavo la mano y el brazo hasta el codo. Me lavo la mano hasta que se me pone al rojo vivo, hasta que la piel no puede estar más limpia sin despellejarla, hervirla y ponerla a secar. Me restriego a conciencia.

Mi madre está tendida de bruces sobre la colcha blanca de felpilla, y sus dedos leen el rosa braille, el relieve blanco, el repiqueteo dit-dit-da del código Morse, como una sonámbula. Me pesan los ojos y me tumbo a su lado. Su brazo me envuelve como un gancho. Mamá y su chico formando un prieto nudo. Mi mano bate, palpita, late con el recuerdo de ella en mi puño. Mamá encajada a mi alrededor. Y yo empujando cada vez más fuerte contra ella, dentro de ella. Extiendo la mano debajo de las mantas y me toco. Cuando despierto, mamá se ha ido. Las sábanas están deshechas y en medio de la hondonada donde mamá ha yacido hay una mancha encarnada, un grueso reguero rojo, sangre.

Grito.

—Sangre. Es sangre.

Ella está en el cuarto de baño, oigo el chirrido de los grifos de agua caliente y fría. Es culpa mía. Toda la culpa es mía.

—Mi maldición —dice ella a través de la puerta del baño—. Es mi maldición.

Y entonces la puerta se abre y ella está vestida, preparada para la jornada.

—¿Has dormido? —pregunta—. ¿Has soñado algo agradable?

Habla como si cantara, como si ella misma escribiera letras de canciones, versitos. Ella está bien, tal cual es, como siempre ha sido, exactamente como la recuerdo. De no ser por mi mano, pensaría que no había ocurrido en absoluto. Pensaría que era algo que había brotado de mi interior, un producto de mi imaginación. Yo. Tengo que ser yo. Se me revuelve el estómago. Soy yo quien se ha deslizado entre las gracias de Dios y ha hecho una cosa tan horrible. Mi mano bate, palpita, late con el terrible recordatorio, y sin embargo ella parece exenta de esos efectos secundarios. Quiero levantarle el vestido, infiltrar mis dedos, mis ojos, en lo que hay en ese enclave perdido, investigar si debajo de su atuendo protector, su máscara, la cosa no ha sufrido ningún percance, está aburrida, o si efectivamente está llorando, rezumando a causa de lo sucedido.

Ella se comporta como si todo fuese como siempre ha sido, como si todavía ella fuera mi madre y yo su hijo.

—Estás un poco pálido, ¿necesitas un poco de barra de labios?

Su mano bucea debajo de su vestido, sus piernas se doblan ligeramente, saca los dedos untados de herrumbre. Me pinta los labios de sangre.

Un color rojo estroncio mancha el cielo.

Que si una vez por tierra, que si dos por mar, me jodes con tu historia. Thomas J. y el aniversario de la nación: es como Marilyn cantando para JFK. Me acerco mucho y te susurro al oído en voz muy baja: «Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños, polvo despiadado, en este aniversario del Día de tu Independencia». Setenta y seis trombones en el gran desfile, y la única bocina que oímos es el pedorreo de la tuba de la torre cuando alguien trata de fugarse. A nosotros, los capturados y convictos, nos tienen atados y encadenados para que no podamos destruir los cimientos de esta gran sociedad; hay tanto texto subliminal entre las nobles frases. He repetido las palabras de nuestra declaración más independiente:

«Cuando en el curso de los avatares humanos…».

Vaya jugarreta asquerosa que nos juegas, teniéndonos encerrados el Día de la Independencia. Más nos valdría quedarnos dentro y pasarlo, oh, tan ricamente. Mejor todavía, simulemos —como hacemos tantas veces— que jamás ha ocurrido.

¡Revolución! La luz destella contra el falso horizonte, los viejos muros de piedra. Bombardean las murallas mientras nos retienen dentro, un escondrijo secreto, botín de guerra. Han hecho una redada de regimientos enteros de pervertidos orgullosos, reclutados en los bares clandestinos, los burdeles, las casas alegres que hay a diestro y siniestro de tus calles apestosas, y ahora están ahí, en la costa lejana, dispuestos a arremeter contra las puertas de acero. En el interior, agitamos las cadenas, nuestras santas esposas, y rezamos en voz alta para que nuestro bando gane. Oscura victoria.

Un crisantemo azul explota en el cielo. Clayton, en la fila de delante, se vuelve y me guiña un ojo. Me mira y se relame los labios. Yo curvo la lengua amasando un escupitajo y se lo lanzo a la cara.

Ámbar, ámbar, blanco. De nuevo, un crisantemo de luz.

Ella escribe: Soy más bien romántica, ¿y tú? A pesar de ser un bicho raro, soy bastante anticuada.

—Alice, cariño, querida mía, ¿dónde estás?

Una voz de mujer suena a través de los bosques.

—Estoy escondida —responde Alice.

—¿Dónde estás?

—Escondida.

—Cariñito, calabaza, querida, ¿dónde estás?

—Escondida.

—Voy en coche a la ciudad a recoger unas cosas. Pensaba comprarte una chuchería. ¿Quieres venir a escogerla tú misma? ¿Dónde estás?

—Ya voy —grita ella, recogiendo aprisa su carcaj, su arco y los demás pertrechos.

Sube corriendo la cuesta y me deja desnudo, atado al árbol.

—Hasta luego —me grita.

El desparpajo con que me abandona es emocionante. Estoy desnudo en los bosques de New Hampshire, amarrado a un árbol. La áspera corteza me despelleja las nalgas cuando me retuerzo tratando de liberarme. Me ha atado una ninfa perversa del bosque. Mi tumescencia se empina todavía más, estimulada por mi situación. Una brisa mece los árboles, barre las copas, me cosquillea. Primero estornudo y después me corro, eyaculando para nada en la tarde.

Confundo. La estoy confundiendo con otra. Estoy extraviado en el tiempo. Me supliqué a mí mismo no jugar a este juego, ella no es aquella chica sino otra. ¿Son todas la misma? ¿Cuántas hubo, me bastan los dedos para contarlas? El recuerdo es algo tan esquivo. No tenía ninguno hasta que las cartas llegaron, y ahora soy como un hombre desatado. Hasta estos días, esta alta noche sagrada, era como si mi historia se hubiese desgajado de mí. No me acordaba de nada, pero nunca se lo dije a ellos, era demasiado embarazoso. Yo les seguía la corriente, no poco avergonzado de mi rememoración recalcitrante cada vez que se hacían pesquisas oficiales, un golpecito, un repiqueteo en mi puerta mental:

—Disculpe, señor, queremos preguntárselo otra vez. ¿Hizo eso o no lo hizo?

—Dios, sí —declaro, convencido de que sus invenciones delictivas eran muy conservadoras comparadas con los delitos que yo me había persuadido de que había cometido—. Dios, sí.

Confesaría cualquier cosa, seguro de que he hecho algo mucho peor. Mucho, muchísimo peor.

Y ahora me pregunto…

¿Estoy perdiendo el juicio o lo estoy recuperando? De repente sé demasiado, recuerdo demasiado bien los detalles de mis atrocidades.

Tengo un codo contra mi costilla.

—Deja de murmurar —dice Frazier—. Estás hablando en sueños.

Me vuelvo hacia Frazier, sacudo las cadenas y digo:

—Ella dejó una mariposa delante de mi puerta. Vetusta Celestial se llama.

Una detonación dorada hiende el cielo.

Alto, muy alto. Yo soy el cielo, la noche negra azabache. Acojo este gran saludo como un homenaje a mis años, mis magníficos logros. Así es. Tales son. Gracias. Muchas gracias. Libre. Interiormente libre, suelto, es hora de divulgar la nueva. Pronto estaré allí de nuevo, tamborileando, dando golpecitos en tu alféizar. Ya es hora de que me marche de aquí. Aquí ya no hay nada para mí.

Que esto se parezca tanto a un final es un craso error, una equivocación. Estoy en el principio y a punto de empezar de nuevo. Decido verla pronto.

¿Y dónde estará ella en esta espléndida noche?

Oh, demasiado bien sé yo que está con él. Pasa este día de liberación con su chico, su juguete, en una falsa cita. Él la ha poseído o ella le ha poseído a él: la logística no importa, los dos son culpables como el pecado. Follan en el hoyo de arena del club campestre de sus padres, mientras ilumina el cielo una pirotecnia parecida. No están solos, sino con sus amigos. Ella le folla primero, su número de teloneros, y luego se folla a los tres, al chico mantecoso de antes y al grandullón de nariz ganchuda. Se los folla una, dos, tres, más veces, y os avergonzáis cuando la llamo puta. Porque ahora estoy encerrado entre estos muros, pero ella se las arregla: tres mingas canijas, treinta dedos sucios que se clavan en cada orificio, como pollas raquíticas. Dios, cómo odio estas cadenas en las piernas.

Luz blanca de manganeso estalla contra la noche.

Mamá ha muerto. Mi abuela contesta, escucha, cuelga, se dirige a mí y dice:

—Fallecido. Se salió de la carretera en Panoramic View, cerca del asador. Muerta.

Mamá ha muerto. Me ha dejado con una mujer que se hace cargo de mí solamente porque sería más problemático no hacerlo. Es culpa mía. Toda la culpa es mía. No se me puede convencer de lo contrario. Comienzan los alaridos. Un aullido. Una sirena que nunca enmudece, sólo se aleja y se aproxima, un gorjeo constante en mis oídos. Sin intentarlo, sin siquiera saberlo, sin ningún esfuerzo, con solamente un ruego, una especie de súplica patética, no, sin nada más que mi presencia, mi persona, mi amor por ella, me vi atraído, comprometido, involucrado. Y en contra de mi voluntad, la voluntad de seguir siendo quien era, tal como era, hubo confusión, incertidumbre, la debilidad de mi persona y luego el desconocimiento de mi voluntad. Sí, ocurrió, todo aquello ocurrió. El deseo se confundió a sí mismo, y aunque hubo un tiempo en que estuve seguro de que no, llegué a estar igualmente seguro de que sí: uno consigue a menudo lo que quiere. Yo la asesiné. Creedme.

Intento levantarme pero me derriban; mis alhajas de acero me impiden caminar. Fuera. Sólo quiero que me pongan en libertad, o por lo menos que me lleven otra vez dentro. Necesito pensar, caminar. Estas trabas gruesas en los brazos y las piernas me paralizan, y de repente tengo la certeza de que me pasaré la vida encadenado, es lo que me tienen reservado. Poco saben ellos que yo pienso otra cosa.

Estallido de pólvora negra. Temblor. Sacudida. Una erupción de bilis en el estómago, con el poso de todo esto. Duele.

Sé quién soy. Orillo este hecho, empleo mis palabras, mi refracción, para oscurecer lo que es atrozmente claro. Si no me ocultara, me encubriera, me camuflara, sería inaguantable para todos, vosotros incluidos. El repulsivo reptil; ni a mí me gusta mi aspecto.

¿Dónde está ella cuando más la necesito? Estoy mareado, mareado, me revuelvo contra mí mismo.

Algo me revuelve las tripas, no sé qué. «Guarda, guarda», llamo, pero no hay respuesta, salvo la detonación reiterada, la descarga final, mil millones de estallidos, un millar de disparos. El cielo cobra una blancura pálida. El estruendo rebota en los muros.

Gran apoteosis. Inclinado hacia delante, vomito en el suelo de tierra.

A ambos lados de mí, Frazier y Kleinman se apartan, tiran de mis cadenas, olvidando que estamos unidos. Me estiran como para descuartizarme. Vivisección. Mi vómito humea, amarillo, rojo y verde.

Hay una gran salva de aplausos.

Se encienden las luces. La noche desaparece.

—Fue la bazofia del otro día —dice Frazier mientras nos levantamos.

Muevo la cabeza.

—No, la de entonces no, es la de ahora.

Al volver al interior, el clinc clanc de las cadenas, el temblor de nuestra sincronía, se convierte en un tintineo sordo, un retumbo estrepitoso que me produce dolor de cabeza.

Alguien ha pegado en la pared un anuncio hecho a mano: «Mientras estabais fuera, han fumigado las unidades con un insecticida que mata cucarachas, pulgas, hormigas y moscas, pero es inofensivo para los seres humanos».

Exterminación. Nos han rociado con una colonia asesina, una más en su serie de experimentos. Durante la noche, los que no nos encontramos bien empezaremos a removernos y a retorcernos. Guerra química. No creía que pudiera suceder aquí. Suenan timbres: un inteligente toque de difuntos.

Tosemos, nos asfixiamos, nos entran arcadas.

Hay un charco de esa sustancia en cada esquina de cada celda. Un chorrito como una meada. Vomito de nuevo.

—¿Estás bien? —pregunta Clayton. No tengo respuesta para preguntas tan estúpidas—. ¿Te has comido las Cracker? Podrías denunciarles.

—Estoy bien —digo—. Bastante bien, mejor que antes.

Clayton me lleva por el corredor hasta las duchas y me salpica agua fría en la cara. Me enjuago la boca, hago gorgoritos y hablo como si me hubiera ahogado. La Declaración que ella me mandó todavía me da vueltas en la cabeza:

«Tal ha sido el sufrimiento paciente de estas colonias; y ahora tal es la necesidad… La historia del rey actual… una historia de repetidas injurias y usurpaciones, todas ellas dirigidas al establecimiento de una tiranía absoluta sobre… vosotros».

Clayton me lanza contra la pared, mi cara colorada choca contra el color gris de buque de guerra, la textura del bloque de hormigón estampada en mi mejilla.

—Quiero follarte aquí y ahora —dice, agarrándome de los pantalones—. ¿No estás muy mareado para eso?

Estoy contra la pared como para un cacheo, las piernas separadas, los pantalones bajados. Entran y salen presos. Por el rabillo del ojo, veo a algunos mirando. Uno empieza a tocarse.

Estoy seguro de que eso agrada a Clayton, recrea los platos fuertes de su historial precoz. Me folla. Aporreado, desgarrado de arriba abajo, cuando termina me siento como si un rastrillo me hubiera raspado. Seguro que estoy sangrando, teniendo mi propia regla, el culo supurante no tardará en mancharme las costuras de los calzoncillos de un color rojo y embarrado. Es un trabajo de interiores.

No sé a quién odiar más, si a él por hacerme esto o a mí por permitir que continúe desde hace tanto tiempo.

«Debemos, en consecuencia, avenirnos… y considerarles, como al resto de la humanidad, enemigos en la guerra y amigos en la paz».

Me folla y luego se pone de rodillas, sepulta la cabeza en mi culo y empieza a chupar mi sangre y su semen. De nuevo. Lo hace de nuevo, me bordea. La última vez, juro que si hubiera vuelto a intentarlo le habría matado. ¿No era esto el acto mismo contra el que yo despotricaba, aunque lo disfrutase? Demasiado, demasiado bueno. No sé por qué, pero se me pone tiesa.

Llama. Yo soy la llama. Soy el fuego, el comienzo, la explosión de la luz, esa cosa sorprendente.

Me volteo y, con una fuerza que ignoraba que tuviese, le estampo la cabeza contra la pared, la estrello contra el bloque de hormigón. Clayton cae. Primero le dejo aturdido y luego cambio de papel y le pateo la tripa. Se sostiene a cuatro patas. Detrás de él, le desnudo. Fuerzo. Fuerzo su carne hasta que por fin cede.

—Relájate —le grito al oído.

Se la meto ferozmente por el culo, le follo como si nunca hubiera follado, con toda la represión de años. No voy a ser más el coño. Un hombre, hombre otra vez, reivindicado. Tengo el poder. Le follo, le jodo y se forma un corro. Es mi oportunidad de demostrarles quién soy, las facultades que tengo. Lo hago bien, lo hago estupendo, lo hago como si no supiera que podía hacerlo. Soy fuerte y grande. Entro y salgo. Mis flancos golpean contra su parachoques. Debajo de mí ahora, Clayton llora. Para acallarle empiezo a cantar: ha sido un día de perros. «Lo que aclamamos orgullosos en el último fulgor del crepúsculo…».

En el último verso, mientras todavía cabalgo mi montura, solicito la participación del auditorio.

—Todos juntos ahora, cantad todos —digo—. Y el resplandor rojo de los cohetes, las bombas que explotan en el aire… —Y entonces me lanzo de verdad—. Por el país de los libres y el hogar de los valientes.

Me corro, cantidades ingentes, litros de esperma que erupciona, desborda e inunda a Clayton. Le lleno de mi toque más personal, un práctico tónico colónico. Nunca me he corrido tanto. Al acabar, retrocedo y me subo la bragueta. Mi descarga reluce, opalescente, como nácar brillante sobre su puro trasero blanco. «¿Alguien quiere probar?», pregunto, poniéndole a disposición de los demás, una gentileza. Se acabó. Se acabó todo, ahora cualquiera puede sodomizarle. Y, efectivamente, se forma una cola. Alguien le pisa en la nuca para sujetarle. Me voy y dejo a Clayton en el suelo, lloriqueante, roto, ahora tiene por fin lo que siempre ha querido. Vuelvo a mi celda tan complacido, tan feliz, tan relajado. Vuelvo a mi habitación y empiezo a empacar. En definitiva, no tardaré en irme.

No soy nada que tú puedas enganchar. Soy pólvora negra, soy chamusquina, soy la bomba que revienta la noche.