QUINCE

A pesar de mis esfuerzos siempre soy yo la follada.

Se va, se va, se ha ido. Está acostada en la cama. Ayer intentó matarse, hoy está un poco fatigada, grogui, con el tiempo que hace.

Su madre le lleva la bandeja del desayuno, un cuenco de cereales, una tostada quemada, una taza de té.

—¿Te encuentras bien? Son más de las doce. Has dormido como un leño. ¿Cómo te sientes?

La chica no habla.

La madre se sienta en el borde de la cama, espolvorea azúcar moreno sobre el cereal y lo revuelve.

—Cuando eras pequeña, a veces te traía el desayuno a la cama sin un motivo especial.

En la bandeja hay una flor fresca. La madre se desvive.

—¿Mantequilla o jalea? —pregunta, cogiendo un pedazo de tostada.

La chica hace una mueca. La madre le tiende el pan, sin untar.

—Te mimaba. Tal vez ése fue mi error. Ahí está la cosa, lo tenías todo fácil. Pero qué iba a hacer yo, eres mi única hija, lo único que tengo.

La madre hunde la cuchara en el cereal y le sostiene el cuenco a su hija.

—¿No irás a dármelo tú?

—Por supuesto que no —dice la madre, posando la cuchara—. Eres perfectamente capaz de alimentarte sola. —Se levanta de la cama, recoge ropa esparcida por el suelo, la dobla y la guarda—. Come la tostada. La he quemado a propósito, el carbón es muy bueno, muy absorbente.

En la bandeja del desayuno está el pasaporte de la chica.

—Es lo que pasa con mami —dijo el padre de la chica anoche—. Tiene cada detalle en orden. En un santiamén nos lo tiene todo preparado.

La chica se levanta de la cama, se viste. Se siente flaca como un papel. Tiene la cabeza hueca.

—Si nos damos prisa, la peluquera puede hacernos un hueco —dice su madre—. Venga, venga, vamos.

La suya es una paz incómoda, una reconciliación fundada en la proximidad de la tragedia.

En la peluquería la chica se pone una bata rosa encima de la ropa. La chica que lava cabezas abre el grifo, le echa hacia atrás la cabeza y se la masajea. En la repisa frente a la chica hay frascos de cristal, sueros, tratamientos especiales.

—¿Por qué nunca me ponen uno de ésos?

—No tienes el pelo estropeado —dice la chica—. Sólo un poco seco. Esto te lo arregla.

Se echa en las manos unos chorritos de suavizante, desliza los dedos entre los cabellos de la chica y luego la lleva al sillón de peinado.

—Se va a Europa mañana —dice la madre a la peluquera.

—¿Quieres entonces algo sencillo de lo que no preocuparte? —pregunta la peluquera.

La chica asiente. La peluquera empieza a cortar. Caen al suelo mechones de pelo.

—Te lo está arreglando —dice la madre—. ¿Cómo te sientes? ¿Te encuentras bien?

La chica se siente atontada, como si le hubieran golpeado la cabeza con un ladrillo. En secreto se pregunta si no habrá sufrido algún daño cerebral.

—Cansada —dice la chica.

—Se me ha olvidado decirte que Matt ha llamado esta mañana. Quería quedar para un partido de tenis. He pensado que hoy no estarías de humor para jugar. Le he dicho que le llamarías luego.

Su madre continúa hablando. Es capaz de hablar horas seguidas de nada en particular.

La peluquera enciende el secador y por un momento tapa la voz de la madre.

—Mucho mejor —dice ésta, cuando el secador se apaga—. Un buen corte, te realza la cara, y eres tan mona de cara. —Entrega a la chica dos dólares y añade—: Toma, vete a dárselos a la chica.

Por dentro de la camisa nota pelos afilados, un cilicio; se remueve.

—Necesitarás algunas cosas —dice la madre, hablando mientras conduce. Movimiento. La chica tiene que moverse. Moverse en contra del mundo, es lo único calmante, sedante, ahora. Le da igual adónde va, con tal de seguir moviéndose.

El centro comercial tiene nueve pisos.

—No vamos a estar mucho rato —dice la madre—. Sé que estás cansada de tanto vomitar anoche, pero necesitas indefectiblemente una maleta.

Una simple bolsa. Ella se empaquetaría en una simple bolsa.

—Una ligera —dice la madre—. No tienes que cargar un montón de peso por todo el mundo.

Hay treinta y dos grados en la calle, y las tiendas rebosan de ropa de otoño. Hay suéters expuestos.

—Un traje —dice su madre—. Toda jovencita necesita un traje bonito.

Su madre escoge cosas y ella se las prueba. Se queda sentada en el probador mientras su madre y la dependienta van de acá para allá, buscando y seleccionando, recogiendo ropas como nueces y bayas, que le llevan luego al vestidor, la guarida.

—Oh, ya está —dice la madre, enlazando las manos—. Ya está, ya está.

En la sección de calzado, la madre escoge un par de zapatos y la chica se los prueba.

—¿Cómo te están? —pregunta la madre.

—Criminales. Los he tenido puestos dos minutos y ya me sangran los talones. —La chica se dirige al dependiente—. ¿A la otra gente le sangran los pies por culpa de los zapatos?

El dependiente la mira.

—Quién sabe lo que le pasa a la otra gente —dice la madre.

—Me lo pregunto.

—Los zapatos no tienen por qué ser cómodos. Pareces una adulta, eso es lo que cuenta. La gente te tomará en serio. De eso se trata, ¿no crees?

—¿Se los lleva? —pregunta el dependiente.

—Cualquier cosa que la haga feliz —dice la madre—. Quiero que se lleve lo que la haga feliz.

Los zapatos no la harán feliz. Sólo la idea de que la hagan dichosa hace que los odie. Se los quita y los devuelve al dependiente.

—Me lo pensaré —dice ella, a sabiendas de que no los quiere, pero juzgando descortés decirlo.

Su madre le compra una cámara, diez rollos de fotos, un despertador plegable, dos libros de viaje y un diario en blanco.

—Para tus pensamientos.

Mi cabeza me aporrea, mi cerebro choca contra las paredes, todo su relleno ha desaparecido.

—Papá te está comprando los billetes —dice la madre cuando llegan a casa—. Es tan emocionante, ¿no? —La madre está en la habitación de su hija, llenando la bolsa—. Yo estoy emocionada, ¿tú no?

La chica mueve la cabeza.

—Va a ser tan divertido. Ojalá pudiera ir yo.

—Puedes —dice la chica—. Ven, sencillamente.

—No puedo. ¿Quién cuidaría a tu padre?

—Tengo algo que hacer —dice la chica después de la cena—. Un recado.

Matt. Va a casa de Matt. Cuando recorre el camino de entrada, instintiva, reflexivamente, siente náuseas. Escupe bilis en los arbustos. Matt está en su habitación de arriba. Su madre está en la cocina, limpiando. Su padre trabaja hasta tarde.

—Te he llamado —dice Matt.

—Me voy.

—¿Qué quieres decir?

—Me voy a Europa y luego vuelvo al instituto. Mi padre me ha comprado el billete.

—Te quiero —dice él—. No te lo he dicho porque creí que te daría asco.

—Todos amamos algo alguna vez —dice ella, en su primer intento de ser filosófica—. Por ahí se empieza.

—¿Vendrás en navidades?

—Demasiado pronto para decirlo.

Ella ha llevado su cámara nueva y un carrete de fotos. Le fotografía.

Él le da un pequeño joyero blanco.

—Lo he guardado para ti. Sale de mi hucha.

Ella sonríe.

—¿Follamos de despedida?

—Tengo que irme —dice ella, y se levanta para irse.

—Quédate.

—No puedo.

Sus padres la llevan al aeropuerto.

—¿Tienes bastante dinero? —pregunta su madre—. Compra lo que quieras con la tarjeta. Disfruta. Sólo se vive una vez.

—No la animes —dice el padre—. Es muy caro aquello.

—Llámanos cuando llegues.

—Esperamos que te sientas mejor —dice su padre, dándole un beso de despedida.

Ella atraviesa el detector de metales. Dispone de tres semanas, de veintiún días, para reinventarse, metamorfosearse.

Harrods. Victoria y Albert. Madame Tussaud’s. Viaja en un autobús rojo que desciende por High Street. Suéters para mamá y papá en Marks y Sparks. Westminster, la Torre de Londres, el Museo de Florence Nightingale. Lleva seis días seguidos bebiendo naranjada, mañana, mediodía y noche. Naranjada y barras de Kit Kat. El cambio de guardia.

Roma. El Teatro di Pompeo, Venecia en la Serenissima, en Florencia el Morandi alla Crocetta. Vaya donde vaya, entrega la cámara a un desconocido y le pide que le saque una foto, allí mismo, tal cual. En Il Campanile di Giotto, una chica que conoce del instituto la ve.

—El mundo es un pañuelo —dice—. Qué curioso. La semana pasada me encontré con Sally Wilkens en el zoo de Praga.

En Portofino se alberga en el Splendido, con vistas al mar.

Yo voy con ella también, me transporta en el bolsillo, en la maleta. Me lleva a todas partes.

En sus habitaciones de hotel toma notas, escribe, pero no echa las cartas al correo. Ahora lleva un diario, suyo, sólo suyo, privado, personal, no tengo la menor idea de lo que piensa realmente.

Una vez, llama a su casa una vez.

—No te lo dije antes, pero tu padre, por descuido, abrió una de aquellas cartas —dice su madre—. No sé en qué andas metida, no estoy segura de que quiera saberlo. Tu padre y yo estamos muy preocupados. Cuando vuelvas a casa, vas a tener que hablar con alguien de esto.

El corazón se le para un minuto, y luego, como ella es joven, como es fuerte, reanuda sus latidos.

—Dejémoslo de momento —dice su madre—. Lo resolveremos cuando vuelvas.

Ella no vuelve a llamar.

Toma prestado un coche y conduce. En una ciudad de Toscana, una loca baja corriendo la calle, agarra a la chica y la besa.

—Un beso es un beso —dice la mujer, en inglés.

La chica está cansada. A veces se queda en el hotel. La idea de salir, de pensar dónde está, de adónde quiere ir, es agotadora. A veces se contenta muy a gusto con sentarse a mirar por la ventana de la habitación.

En el hotel de París hay un ciego con un perro sentado en el vestíbulo. Se hace amiga del perro. Una noche, ella guía al perro y al ciego hasta su habitación. Cuando la chica lleva al hombre a la cama, el animal se excita y se les une de un salto.

Couché —ordena el hombre a su lazarillo—. Couché —dice, y el perro aguarda a su amo en el suelo.

Es agosto. París está de vacaciones. Hace el trayecto fluvial en los Bateaux Mouches, compra ropa de estudiante en St. Germain, toma bullabesa, caracoles y morcillas. Recorre la rue de Rivoli, las Tullerías, el Bosque de Bolonia, siempre en movimiento, siempre en danza.

Tiene la cualidad de aparentar que sabe dónde va. Se le acerca gente a preguntarle direcciones. Curiosamente, ella puede indicárselas. Hace gestos y dibuja diagramas. No conoce la lengua.

No hay más cartas. No hay nada que decir.

Ahora está en el aeropuerto. Vuelve a casa.

Posdata: Ya no te tengo miedo, tengo más miedo de mí misma.