CATORCE

Cárcel. Mañana. El campanilleo de los timbres. Estoy en la puerta, la entrada de mi celda. Oigo la lista de nombres. Oigo los nombres, conozco los delitos.

—Jerusalem Stole —llama el sargento.

—Es un error, llámeme Jerry.

—Frazier —dice el sargento—. Frazier.

—¿Qué quieres, sangre? —brama Frazier.

Me preparo. Pero cuando pronuncian mi nombre, guardo un extraño silencio.

El sargento repite su llamada. Se aprieta contra los barrotes de mi celda, sus llaves tintinean. Pregunta:

—¿Todo bien?

—¿Qué hora es?

—Casi la hora.

Cárcel. Mañana. El desayuno no llega.

Legi Rupa, infractor de la ley.

Ahora estoy más tranquilo, descansando, preparándome para lo que viene luego. Me preparo, empaqueto.

Te inquietas.

Te inquietas porque actúo como si hubiera olvidado lo que sucedió —Clayton—, como si no fuese nada, como si no importase. Te desconcierta mi falta de comentarios, mi conducta insulsa, como si hubiera apartado de mí ese día demasiado fácilmente. Lo que cuenta no es la violencia. Se espera de nosotros. Probablemente, de hecho, no habría mencionado la escena con Clayton de no ser porque sabía que tú la estabas esperando, deseando, la habías estado deseando todo el tiempo.

Me propongo agradar.

Predeterminado, predestinado, fantasía con realidad. ¿Qué clase de cárcel sería ésta si los hombres no se devorasen unos a otros? ¿Y de verdad es tan distinto aquí dentro de como es para ti ahí fuera? ¿De qué sirve demorarse en aquel momento amargo cuando por delante hay algo más, algo mejor? Lo hecho, hecho está. Dejémoslo atrás y prosigamos.

—¿Qué quieres, sangre? —Frazier grita sin freno en el pasillo y se pone a tocar su armónica.

Me preparo para irme, he acabado aquí. Terminado. Si parezco apresurado, precipitado, hostigado, es porque el tiempo es esencial. De repente, al cabo de veintitrés años, otro día más es excesivo. He recibido el aviso y el anuncio de que de momento tengo que comparecer ante el comité.

Cuando me marche, llevaré conmigo una sola cosa: mi archivo.

Mi tesoro está sepultado en el más diminuto espacio, escondido en un hueco dentro de mi almohada de espuma. Hace años arranqué el relleno esponjoso y poco a poco lo fui tirando al retrete junto con mis deposiciones diarias. Me confeccioné una especie de caja de caudales, un recipiente para los retales, las esquirlas de sociedad. Las metí dentro con cuidado y recosí el borde de cutí. Si alguna vez me descubrieran, si me confiscaran su contenido, guardo un acopio más completo —incluidas primeras versiones de mis cartas, cartas que he enviado— en similares condiciones dentro de una hendidura del colchón. Lo que conservo en este segundo cofre tiene un valor ligeramente inferior, ya que la cama de plumas, a mi edad, parece un receptáculo más precario: siempre existe la posibilidad de que me extravíe en la noche, podría despertar nadando en algo distinto que una polución nocturna, una inundación, una pesadilla incontinente. Páginas manchadas de pis, papel teñido del brillo amarillo de cristales minerales, la costra de excreciones evaporadas serían un enigma para el conservador, no el género de recopilación que buscan los coleccionistas. Una colección en tal estado seguramente sufriría una pérdida de valor considerable, la haría menos vendible en Christie’s a pesar del interés de los coleccionistas serios y de ese maldito museo nuevo: en consecuencia tengo por norma no ingerir líquidos después de las ocho de la noche.

No puedo darte detalles de mi actividad archivera; tal concreción me convertiría en un objetivo de robo y del chantaje más negro. Pero permíteme unas pocas pistas. Tengo tus cartas, todas ellas, las que escribiste y nunca deberías haber enviado. Además de ellas, tengo las cogitaciones de un novelista notable, un hombre de opiniones firmes que durante algún tiempo me consideró su confidente, hasta que yo dije algo mordaz sobre su esposa y él rompió el contacto bruscamente. En mi archivo hay constancia de una serie de notas intercambiadas entre un prominente —pedante— director de cine y un servidor, la declaración de su deseo de llevar mi vida a la pantalla. Mostré interés, especificando, por supuesto, que el guión tendría que escribirlo yo. Cartas apresuradas iban y venían de una costa a otra. Yo lo veía como una historia de amor, él como una película de terror. Por desgracia, había discrepancia. C’est la vie. Tengo los pormenorizados planes de psiquiatras que querían tratar mi caso, no curarme, sino publicar mis meditaciones sobre moralidad y crimen, apuntes sobre la naturaleza de la fiera, rematados por prefacios y epílogos, crudos comentarios críticos que les darían renombre. Intellectus insanus. Que os jodan, les dije.

Tengo todo esto y más. Soy el conservador de la mente humana, el cronista de su destino, trazo mapas de las cosas que piensa pero no se atreve a admitir. Guardo confesiones, historias de padres que se cruzan con niñas camino de la escuela y que se ven compelidos a interceptar a una, de madres que hacen llorar adrede a sus hijos para que luego las llamen para ser consolados. Tengo los detalles, los patéticos desahogos de esos que se abren la gabardina y ofrecen ese colmillo de carne a cualquier mirada que logren atraer, y que después están abochornados, estremecidos; menos frustrados y más productivos en la oficina.

Tengo mis archivos, un compendio de todo género de persuasión y perversión. Una biblioteca literal del destino humano, de cada derivación, desviación y deseo despreciable que conservo a buen recaudo, cosido dentro de mi almohada: no es extraño que no duerma por la noche.

Kleinman pasa por mi puerta.

—No hay correo hoy.

—¿Es fiesta?

—Una pifia. Pensé que deberías saberlo. He escrito una carta de protesta, pero tampoco saldrá hasta el miércoles. —Pasa de largo—. No hay correo hoy —le dice a Frazier.

—¿Qué quieres, sangre? —grita otra vez Frazier, la frase que ahora tiene metida en la cabeza.

Hoy es el día. El reloj avanza. Me han convocado para que hable. Comparezco ante el comité con una oportunidad de exonerarme, de liberarme, o por lo menos de explicar el desastre en que se ha convertido mi vida.

Una declaración, un simple parlamento, una canción y un baile que les aclare las cosas, un ensalmo incandescente, una exposición encantadora, una especie de actuación, un número de números, es la única posibilidad que tengo. Mi alegato tiene que ser atrayente, no enteramente revelador, tengo que esconder mi propensión a argumentar con excesiva prolijidad y extremar hábilmente mi audacia con la agudeza de mis observaciones y la propiedad de mis actos. ¿Qué puedo decir o hacer? Ser natural.

Todo es distinto de como era antes, antes del verano, antes de que ella llegara. Vuelvo a estar vivo, con la cabeza libre de trabas. La cautividad me está aniquilando, ahoga hasta mis frases, mi facultad de habla, confina mi conciencia a esta mierda de celda. Me estoy deshaciendo. He llegado al límite. Mastico el bocado, me muero de ganas de que me liberen, pero no puedo permitir que lo sepan. Mi ansiosa excitación sólo serviría para exacerbar su severidad, su complejo argumento de que no soy apto para vivir en sociedad. Desapasionamiento se llama este juego, plano como una tabla, soso como un leño.

Y antes de proseguir, ahora que tenemos este instante de intimidad, hay algo de lo que necesito hablar contigo, algo que debemos arreglar entre los dos. Interpelación directa: te hablo a ti, Herr Lector, a sabiendas de que no es lo acostumbrado, de que supuestamente no debo desmontar la mampara invisible que nos separa. Que se me disculpe la agresión repentina. Pero es hora de que zanjemos esto, los dos solos, sin interferencias. Concéntrate, presta suma atención, ésta es la última ráfaga de luminosa lucidez, antes de que mi rigor sea el rigor mortis.

Siento la necesidad de tranquilizarte; no reacciones, no respondas, simplemente escucha, haz con ello lo que quieras y te prometo que no volveré a mencionarlo.

Soy plenamente consciente de lo que has estado haciendo mientras leías esto: estás manchando mis páginas con tu chorro espermático. Tu excitación, lo boscoso de tu bosque, el cosquilleo en tu cosita vulvosa, el hecho de que mientras leías mi monólogo mental sacabas al amiguito familiar, te lo cascabas, te acariciabas, hola, conejito, dulce gatito —que la minúscula lengua entre tus piernas te lama los dedos, que los bañe en su fluido pegajoso—, y por muy profundamente que el texto te perturbase, te aliviabas.

Te es pronombre reflexivo. Corres es un verbo. Consulta a Lenny Bruce la continuación de esta gramática.

Te corres y luego te asquea, estás horrorizado, no hay razón para inquietarse, a mí me ocurre continuamente. Que mis palabras te pongan cachondo, que se te empine la verga, no significa que vayas a volverte tan retorcido como yo; todos tenemos nuestras fantasías. Pero si he tocado una fibra más profunda y he provocado que tu acceso rijoso resurja y se remueva y hormiguee, te aconsejaría que en lo posible evites la tensión. Y si una gran conmoción agita tu vida —es en tales momentos cuando un hombre podría reaccionar sentando a su hija, sin quererlo, encima de sus rodillas—, te sugiero que para aplacar tus temerarios impulsos lo hables con tu mujer, en la medida de lo posible, y tal vez que dejes la luz encendida cuando estés acostado.

Asegúrate, con todo, de que cuando te dispongas a meterte en la cama, dejas el libro abierto en estas páginas para que el fantasmal aire vespertino seque su humedad mágicamente, tornando lo maloliento e inmundo en fresco, limpio y crujiente para cuando volvamos a cogerlo.

Algunos podrían creer que parloteo para escandalizar, pero qué es el escándalo sino una antigua identificación que significa que he puesto el dedo en la llaga, tocado un nervio —piénsalo, ¿quieres?—, y hay quien podría creer que parloteo para empalmarme, cosa que no niego haber hecho a veces, pero que no es en absoluto mi objetivo. Cierto que caigo en la trampa de mi propio parlamento, pero presumiría, confiaría en que tú —siendo quien eres, estando donde estás, ahí fuera y no aquí dentro— tienes la suficiente sensatez para sortearla. Yo te supondría lo bastante listo como para que no te engañe la apariencia grotesca, supondría que sabes apartarla para ver lo que esconde realmente. Yo. Estoy aquí. Enterrado debajo de estas cosas inexpresables. Un chico, un hombre, una persona exactamente igual que tú. Aunque esto lo empeore, aunque lo haga más difícil, no lo olvides: no soy ni mejor ni peor que tú. Una conspiración, una estructura social sostenida por el juez, jurados y habladurías, me han enclaustrado porque les amenazo. Te suplico que no seas tan gallina como ellos.

Tú me ves así, muy desesperado: ¿cómo crees que me siento, continuamente al desnudo?

Cárcel. Timbres. Agitación en el pasillo. Creo que vienen a buscarme, pero se trata de una llamada de emergencia de su familia para mi vecino. Frazier ha intentado matarse. Se ha tragado la armónica. El médico está con él ahora, atendiéndole. La tiene atascada en la garganta. Cuando inhala, suena una nota, un graznido en mi agudo. Cuando exhala, un si bemol.

Cárcel, aquí, ahora, es el momento que he estado esperando. Después de que las cosas se hayan movido tan despacio durante tanto tiempo, ahora ocurren aprisa. Fuera de mí de alegría, doy botes encima del catre, y accidentalmente me golpeo la cabeza contra el techo. ¿Cómo saldrá todo? ¿Cuál será el protocolo?

¿Me llevarán hasta la puerta y me expulsarán sin contemplaciones? ¿O quizá querrán que me quede por allí y firme algunos autógrafos? El estómago me borbotea y gruñe. Espárragos. Lo primero que comeré serán espárragos. No los he probado en años.

Henry, mi farmacéutico personal, me ha dejado unas cuantas tabletas, hechas por él mismo, prensadas a mano. Tomo dos, confiando en que disipen un incipiente dolor de cabeza.

Comienzo a prepararme, desgarro la almohada, extraigo mi archivo. Hago lo mismo con el colchón, lo rajo entero. La celda está sembrada de escombros materiales, la funda vieja, el cutí del camastro, el catre de algodón convertido en bolas. De pronto mi celda, mi jaula, es exactamente un gallinero, con plumas que vuelan.

Tengo a mano mi archivo, mi autobiografía.

No es sorprendente que no disponga de una cartera, de una bonita maleta de cuero para mi botín. Vacío mis estanterías, lo que llaman mis cajones, y lo envuelvo todo en una sábana. Encima pongo cuidadosamente la última de las seis cajas Schmitt, las mariposas que con tanto mimo he conservado para preservar un pedazo de historia, un recuerdo no pequeño.

Sopeso mis prendas, pensando: ¿Qué me pongo? ¿Qué resultará adecuado para ellos?

Mi traje, el clásico modisto criminal. Para la salida, me pondré la misma ropa con la que entré: la camisa blanca y el traje gris ratón que ha estado esperando todos estos años, constantemente planchado por el peso de los libros de mi biblioteca, a la espera de mi retorno triunfante a la sociedad. Seca por desuso, la camisa cruje cuando la desdoblo, se rompe por las costuras. No es lo que llevas, sino cómo lo llevas, me digo a mí mismo. Con suma facilidad, puedo justificarlo todo. Aunque es temprano, la temperatura es alta. La capa de sudor que me envuelve me deja la piel un poco grasienta. ¿Cuándo fue la última vez que me bañé? Los pantalones, de lana de invierno, me aprietan demasiado: recuerdo que la chaqueta la troqué hace años por una manta de más. Un michelín asoma sobre la cintura; trato de absorberlo, pero no resulta.

¿Ropa interior o no? Pruebo las dos cosas. Con, forma un bulto arriba, como un pañal. Sin, todo es evidente, perfectamente claro. Opto por el sin. La ansiedad de la expectativa.

Antes de subir la cremallera, meo un poco —un chorrito— en mis manos y me paso los dedos por el pelo, lustrando las pocas hebras que me quedan. El alto contenido mineral de la primera orina matutina presta una adherencia adicional a esta loción casera. Aspirando el hedor dulzón de mi perfume, me peino todo el pelo, incluido el púbico.

Los zapatos me aprietan muchísimo y los cordones rotos forman nudos.

Al mirarme en el espejo, me veo pulcro aunque ajado, los efectos del tiempo son obvios.

Hay algo más, algo que no he dicho: durante días he tenido una erección, o parte de una erección. La he estado meneando, sacudiendo y envolviéndola en saliva, pegamento, cualquier cosa que encuentro. No he conseguido que erupcione o que remita. Su apremio es constante y sin embargo sólo se pone un poquito tiesa. Y ahora me duele, me duele de veras, está en carne viva como si la hubiera raspado con un rallador de queso. Al margen de la seriedad de la herida, no puedo dejarla así. Tengo que pararla. Llevo sueltos los tres últimos botones de la bragueta. Me la saco, con pelotas y todo, y la dejo airearse, gordita y prometedora.

Lo único que quiero es que se empalme otra vez y se corra de nuevo. No puedo estar así; con el rabo entre las piernas, cabizbajo, fláccido. Mi mente recorre escenas que puedan resultar incitantes. Mantequilla. Estrujo la porción del óleo que me traen con la cena y me acaricio, bato mi panocha, transformo a mi hombrecito en una cosita ligeramente salada. La unto de mantequilla pero sigue pendulona, una verga embadurnada y reluciente, como si acabara de mojarse, recién salida del orificio, y ahora se calmara y volviera a dormirse. De nuevo trato de imaginar la gracia de una muchacha, su fisura espaciosa, la herida femenil que puede tragarme entero. Qué raro debe de ser tener en el centro una gran abertura, un foso venenoso.

Nada da resultado. Cuelga floja. Ya no está fascinada.

Henry llega, en su ronda matinal.

—Tengo tu pico —susurra por la ranura de la puerta. El marco metálico obra como un micrófono y amplifica su voz—. Está caliente, en su punto. Abre.

La puerta está cerrada con llave. ¡Estoy en prisión, en la cárcel, y la puerta cerrada con llave! Pánico sobre pánico. Normalmente nos abren desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche; nos sueltan y nos exhortan a deambular.

—Abre la puerta —dice Henry.

He desarrollado rápidamente un apetito voraz por las pociones de Henry, aunque no tengo idea de los elementos exactos que contienen sus elixires. No obstante, son un veneno perfecto. No es sorprendente que ahora necesite el pico más que nada.

—Abre la puerta —dice Henry.

Mi corazón late aprisa. Asusta pensar que estás encerrado. «Está cerrada con llave», digo, sin aliento. Toda la mañana. Hasta ahora no me había dado cuenta; ¿cómo he podido ser tan idiota? No se me pasó por la cabeza. «Está cerrada», grito, aterrado de repente. ¿Qué planean hacerme?

—Cálmate —dice Henry—. Podemos arreglarlo. Soy un profesional, no lo olvides. Sé de lo que hablo. Sé lo que hay que hacer. Pon la boca en el agujero —dice, refiriéndose a la ranura de la puerta—. Te pincharé por aquí.

Mi recipiente corpóreo adopta cautelosamente las curvas de un contorsionista y encajo la boca en la ranura de la puerta.

La aguja de Henry toca mi mejilla.

—Tienes que guiarme. No veo nada.

Noto la aguja en mi boca; una gota de ponzoña cae sobre mi lengua.

—¿Preparado? —pregunta.

Curvo mi succionador lingual alrededor de la aguja, lo enrollo hasta que la aguja punzante apunta hacia abajo, debajo de mi lengua. Un aah gutural indica que la posición es la adecuada, y Henry clava la aguja. Carne perforada, la droga dentro, la aguja fuera. La cabeza me da vueltas. El sabor de sangre se arremolina en mi boca. Caigo al suelo, me deslizo hacia algo parecido al sueño, a un sueño. Viajo hacia atrás en el tiempo, revivo mi vida a la inversa hasta llegar al principio. El resto de mi viaje es un documental viajero.

¿Qué hace que un hombre se convierta en hombre convertido en asesino? Es la historia que has estado esperando. ¿Qué hace que un hombre se convierta en hombre convertido en asesino? Una chica. Rubí Diamante Perla. Llámala Joya; rubí de mi corazón, Alice.

He alquilado una pequeña cabaña en New Hampshire, en la zona más aislada de una urbanización en decadencia, tal como anuncian las páginas del New York Times del 7 de mayo de 1971: «¿Contemplación? Pintoresco retiro veraniego, recóndito, perfecto para solteros, cerca de un lago, sin fumadores ni niños pequeños».

(El recorte ahora amarillento, la composición de ciento veinticinco centímetros que cambió mi vida —recuerda que la familia de Alice pagó para que publicaran el anuncio—, lo guardo a efectos de su conservación en una ficha de papel sin ácido, de siete y medio por doce y medio centímetros. Su presencia constituye la piedra angular de mi archivo).

Me he ido lejos, dejando detrás mi vida en un esfuerzo por huir de la fuerza de mis predilecciones.

En Filadelfia me asusté a mí mismo.

Vendí calzado en una zapatería de niños, tras venderme barato por décima vez, aceptando un empleo totalmente por debajo de mis méritos con el solo propósito de aproximarme al objeto de mi obsesión. Hice de mi ocupación laboral mi metodología para verificar si el zapato era o no era el justo. Acercándome a la infante sentada a salvo al lado de su progenitora, o la empleada de la progenitora —la canguro—, extiendo las piernas y atraigo el pie hacia mi entrepierna. Abarcando tiernamente el talón con la mano, descalzaba a la niña y apretaba su pie encalcetinado contra la turgencia de mis huevos, y le preguntaba:

—¿Puedes mover los dedos?

Y mientras mamá miraba, la nínfula grácilmente me oficiaba un dulce masaje mínimo. Nadie dijo nunca nada ni me detuvo ni dio a entender que viese en ello algo inusitado. «Díselo a tía Rody».

—Bien. Bien. Ahora el otro.

Completado el masaje —saciada la necesidad inmediata—, poso el piececito en el suelo, recojo el zapato viejo y dirijo mi atención a la madre, la vieja gansa gris.

—¿Piensa en algo especial? ¿Desea algún género en particular? ¿Ve algo en la estantería?

Y así los zapatos se vendían, la transacción se efectuaba una y otra vez, día tras día. Pero aquella tarde en especial mi frustración alcanzaba su apogeo y, ansioso de algo nuevo, de un alivio distinto y más furioso, insistí en acompañar a casa a una chica cuya madre la había enviado a comprar unas merceditas. Valiéndome de la vieja excusa de que la delicadeza de sus pies, sus finos contornos, su horma y su capacidad de deleite, hacían absolutamente esencial que yo comprobara la hechura de todos los zapatos que había en su armario, la llevé a su casa y le insinué en el trayecto que si todos los pares que tenía le encajaban tan mal como el que llevaba puesto, sus pies no tardarían en sufrir deformaciones, defectos, extrañas protuberancias óseas y otras mutilaciones. Al cabo de unos meses caminaría como una anciana, si caminaba.

Con todo desparpajo ella me llevó a casa de sus padres, una espantosa monstruosidad moderna. Debería hacer una breve descripción de la chica; no era absolutamente nada fuera de lo corriente. Elegirla, de hecho, fue una de las causas del susto que me di a mí mismo. Estaba rebajando el listón. Con toda franqueza, podría decirse que era una chica bovina, una futura vaca, si no lo era ya. Mi única excusa era el aburrimiento, mi depresión creciente.

Al invitarme yo mismo a su casa, tras haber adquirido tanta maña, una astucia tan reciente, me forcé a creer que podía inducir a una chica a hacer cualquier cosa. Uno aprende enseguida a detectar a las princesas perfectas que dirán que sí de muy buena gana. En este caso la manifestación de interés, de deseo creciente, si bien inconsciente, era extrema: la llevaba pintada en el tono rosado del labio. Cuando hablaba, ese labio grueso se replegaba hacia atrás enseñando una enorme cantidad de encía, los labios mismos ligeramente hinchados —y vosotros, los hombres, entenderéis esto— dando una impresión clarísima del anillo que podían formar en torno a las partes de uno. En otras palabras, y que se me disculpe la crudeza, su boca clamaba por una mamada.

Me llevó a su habitación. El cuarto, pintado de rosa, y alfombrado con felpa de un tono a juego, tenía muebles de madera pesados y lacados de blanco, con un ribete dorado, y una cama virginal —gemela— con dosel, todo lo cual significaba que había penetrado en la guarida donde dormiría un ángel. Me senté en una butaca con almohadillas rojas, que cabía justo debajo del tocador, y procuré no espiarme en el espejo. Ella abrió la puerta doble del ropero. En el suelo había, en una fila ordenada, como poco una docena de pares de zapatos. Sonreí, complacido por aquel alijo: probarlo llevaría horas. Para lentificar mi excitación, para distraerme, paseé la mirada por el cuarto. Clavadas en la pared había las máscaras teatrales de la comedia y la tragedia. En la mesilla de noche descansaba un diario abierto. No tuve ganas de leerlo, pues sabía que hacerlo sólo inflamaría, exacerbaría mi estado de aquel momento.

—¿Y qué te pones con éstos? —pregunté, señalando un par de zapatos de charol.

Sacó del ropero un vestido de terciopelo negro que zarandeó ante mí.

—Enséñame —dije.

Entró en el ropero, aunque en realidad no estaba pensado como vestidor, pero entró, en definitiva, mostrando de este modo un mínimo de recato. Si hubiera sido realmente discreta, se habría disculpado y habría ido a cambiarse en el cuarto de baño al fondo del pasillo. Entró, en cambio, en el armario y cerró desde dentro las puertas plegables. Se oyó un rumor de confusa batalla, de colisión y estrépito, de perchas que caían con un ruido sordo, de codos golpeándose contra una cosa y otra, todo ello presidido por la prisa y el ímpetu. Estaba claro que se apresuraba, que se cambiaba deprisa para que mi interés no decayera.

Abrió por fin la puerta y se presentó ante mí transfigurada.

Yo me hice el tonto. Arrodillado, avancé hacia ella, palpé sus pies, apreté sus dedos y al mismo tiempo descansé la mano izquierda en la fría, tersa, sedosa piel de su desnudo muslo blanco. Suspiro.

—¿Qué más tienes? —pregunté, alzando lentamente mis ojos desde el suelo y atisbando primero debajo de su vestido, contemplando el grosor tierno de la cara interna de sus muslos, y después ascendiendo más arriba todavía, hasta los pechos latentes, y por último encontrando su mirada, risueña.

—Probemos otro par —dije.

Y mientras ella se refugiaba de nuevo en el vestidor y cerraba la puerta tras ella, yo desabroché mi propio escotillón, saqué a la fiera y la dejé que olfateara un poco el cuarto. Acariciándome, todavía oliendo el tufo dulzón de la niña, encero a la fiera, pienso, y se me pone rígida y dura. Mientras oigo a la chica dando los últimos toques, chocando contra las puertas, escondo el miembro potente.

Ella se ha puesto su tutú rosa, sus pequeños leotardos, su entrada en escena es un baile en mi honor. Y en tanto se supone que admiro su técnica, la destreza con que se alza de puntas en la alfombra rosa, y mientras ejecuta sus jetés por el cuarto, yo observo cómo parecen florecer sus pechos en capullo delante de mis propios ojos. Lo mismo cabe decir de su entrepierna; a través de la confluencia de sus muslos juro que veo los labia que se esponjan, rociando de algo más dulce que el sudor el nailon repugnante.

Me toco a través del pantalón, hago una pausa para aplaudir la magnífica actuación.

Encore, encore —grito, y agrego a mi entusiasmo la pregunta—: ¿A qué hora vuelve tu madre a casa?

—No antes de las ocho y media o nueve.

—¿Y tu padre?

—El martes.

—¿Qué otros papeles sabes interpretar? —pregunto, poniéndome de pie para estirarme, para echar un vistazo a las prendas del ropero y pensar en alguna que me gustaría que ella se pusiera—. ¿No tienes uniformes?

La verdad es que, mientras recorro el perchero y aparto las perchas, unas a la derecha, otras a la izquierda, con la mano libre estoy reajustando las cosas en mis pantalones.

Revolviendo en el armario encuentro un vestido de satén azul.

—De la boda de mi hermana —dice.

—¿Calzado a juego?

Asiente, coge un par de zapatos de seda escondidos debajo de la cama: ¿qué otros manjares podría haber ahí? Se precipita dentro de su cabaña atestada, intuyendo mi creciente impaciencia. En verdad estoy ya muerto de aburrimiento, mi aire de ansiedad es pura afectación, caricatura de mi tormento. Miro por la ventana. Son casi las siete; mi estómago gruñe. No se ha hecho mención de la cena. Y aunque estoy seguro de que ella accedería a prepararme algo, más vale que no se tome la molestia. Quiero hacer esto y luego irme a cenar solo, refocilándome con el recuerdo, nuevas fantasías, la imaginación de lo que hubiera podido suceder si tan sólo, si…

Mis cavilaciones, mis sospechosos ensueños, han distraído mi atención y, mientras yo estaba comiendo fuera, ella debe de haber salido del armario y, desgraciadamente, esta vez la vaquilla se ha olvidado de agacharse y se ha golpeado la cabeza contra la pared interior, con un estruendo increíble, cataplán, como el del choque de metal contra metal en un accidente de tráfico. Ella ha captado de nuevo mi atención. Cuando se la presto, cae de espaldas sobre las piernas, que se le doblan, y la cabeza aterriza con un ruido sordo en la alfombra rosa. Fuera de combate. Corro a su lado, la tengo al instante tendida a mis pies. Tiene el vestido de satén azul un poco remangado; lo levanto un poco más, le bajo las bragas y descubro la gema, que brilla claramente, me convoca.

Ella no se mueve, no emite nada más que un gemido suave, ¿producto del golpe o de mi contacto?

A solas ante el juguete, libre de hacer lo que me venga en gana, no miro, no espero. En primer lugar, lo abro y paseo una larga, despaciosa mirada, apostando los ojos más cerca y menos románticamente de lo que de otro modo hubiera podido; es la inspección clínica. Lo examino, asombrado, admirado incluso, y luego lo lamo con la lengua, preparando el camino.

Me envuelve por todas partes, el deseo.

La follo a mi antojo, retirándome a tiempo para que mi efluvio, mi lacre caliente, le salpique los labios, le embellezca la cara. Cuando despierte, pensará que es baba espesa; ha babeado o la ha absorbido en su sueño artificial.

Una cálida muñeca de trapo. Una criatura viviente, encantadora, abandonada a una completa entrega.

Bailo por el cuarto, me pinto la cara con su barra de labios, deposito extraños besos en sus mejillas, que luego esparciré para dejarle un arrebol falso. Vuelvo a follarla, no puedo evitarlo. Es la primera vez que robo sexo, que lo tomo sin pedirlo.

No existe más deseo que el mío. Pienso sólo en mí mismo y representa una liberación increíble.

Saciado ya, de retirada, le subo las bragas y me tomo el tiempo de meterle la mano debajo de la cinta elástica, de arreglar las cosas para que tenga el dedo entre esos felices labios: si alguien encuentra antes a la chica, ella será la primera sospechosa.

—¿En qué estabas pensando, cariño? —preguntará su madre.

Inocencia fingida. Moverá la cabeza, le palpitará del golpe. No tiene ni idea.

La abandono y bajo sigilosamente los peldaños alfombrados, me precipito fuera de la casa y desaparezco en la luz crepuscular de una noche de primavera. Parpadean luces amarillas en las casas, como advertencias de cautela. Sigo su consejo y al volver a casa telefoneo a mi patrón y le presento mis condolencias por mi temprano e inesperado retiro. Tengo que abandonar la ciudad de inmediato.

—Lástima que se vaya. Es usted un hacha con los clientes, nunca he visto a un dependiente hacer globos como usted —dijo, aludiendo a mi destreza, al parecer única, de convertir tiras de goma infladas en objetos esculturales que doy a los niños y niñas como premio por portarse bien—. ¿Está seguro de que por sus venas no corre sangre de circo? Las únicas personas a las que he visto retorcer globos de esa manera eran gente de circo.

—Circo, no —dije—. Sólo práctica, mucha práctica. Bueno, tengo que irme. Gracias. Gracias de nuevo —dije, colgando: él podría haber seguido horas hablando.

Avergonzado, asustado, profundamente consternado por mi evidente falta de control, respondo al anuncio aparecido en el Times del domingo anterior.

Estuve una vez en New Hampshire, con mi madre y mi padre, cuando tenía tres o cuatro años. No lo recuerdo. No tengo nada más que un pequeña fotografía en blanco y negro: los tres en una barca de remos. Mi madre, de porcelana y cristal lechoso, frágil, todavía sin grietas. Mi padre, incluso sentado, domina el entorno, como si la foto estuviera trucada y contuviese juegos de perspectiva en los que el hombre parece más grande que la barca, más voluminoso que el lago en que flota. Viste una camisa blanca. Me sostiene en alto, muy por encima de su cabeza. Yo estoy suspendido en vilo, volando. Con mi camiseta a rayas, soy un abejorro humano.

He venido a New Hampshire a repararme —si tal cosa es posible—, a ensamblar mi rompecabezas personal.

En Filadelfia, la chica ha vuelto en sí o, aún peor, ha sido hallada hecha un ovillo en el suelo, con la caja de sus merceditas volcada a su lado. Alguien ha llamado a la policía. Mi ingeniosa astucia me ha traicionado.

Cárcel. Captivus interruptus. Un enorme estrépito de ruedas que giran. Han traído una camilla para llevarse a Frazier. Resuella desafinado una versión completamente nueva de «Mary tenía un corderito».

El sargento se detiene en mi puerta.

—Un día ajetreado —digo.

—Ocurre todo junto o no ocurre nada.

—¿Qué hora es?

—No te queda tiempo —dice—. ¿Te has vestido? Arréglate, no es una fiesta en pijama. Vienen a buscarte, están ya en camino.

—Vale, vale —digo, guardándole rencor porque no quiere decirme la hora, porque ha interrumpido mi ensueño.

En New Hampshire comienzo un diario, una especie de dietario que registra mis estados de ánimo, el grado de mi locura. En la página uno anoto el plan, los rudimentos de mi régimen. Todo lo que hago estará prescrito, formará parte de una receta: comer, beber, ejercicio, tabaco, etcétera. Un plan de tratamiento personal. Cinco veces al día tendré que tocarme, me apetezca o no. El deseo ya no tendrá un destino, pues la idea consiste en que si lo abordo antes de que surja, la excitación forzosa utilizará tan sólo la materia de mi imaginación y al final me agotaré, con lo que mi estado se hallará bajo control. El plan es el siguiente: despertar a las siete y media de la mañana. Me toco hasta las ocho, luego limpio el cuarto. Desayuno, le sigue un paseo brioso por los bosques y veinte minutos de calistenia. Hiervo agua para el té, leo durante una hora y descanso para fumar un cigarrillo. A las once me desfogo otra vez, y esta vez buceo hasta las honduras más recónditas de mi imaginación. Esto dura una hora. El almuerzo es al mediodía. A la una en punto, natación. Luego siesta y baño, el orden de los cuales es reversible. A las tres y media, la hora en que, en la estación apropiada, salen los niños de la escuela, me concedo un escape, voy en coche a la ciudad y hago los recados que sean. A las seis se sirven los cócteles y dejo que los efectos desinhibidores de la bebida despierten de nuevo mi libido y me la casco a conciencia, mientras la carne de la cena se marina. La cena se sirve a las siete, y a las ocho, fregados los platos, escucho la radio o leo hasta las diez, en que me preparo para acostarme y me hago una paja antes de hundirme en el sueño.

Durante cuatro días he sido el chico más formal del mundo.

Estoy leyendo por la mañana, mi virtud es grande; la mente vaga, no obstante, y sueño despierto. Delante de mis ojos está Filadelfia, su vestido levantado. Veo una mancha de vello de que no me acordaba hasta ahora. Es un detalle encantador, realmente delicioso, ese punto afelpado que marca el lugar. Mis pensamientos me desconciertan. No me gusta el vello. Sé que no me gusta.

Leo.

Me refugio en las palabras.

Algo pasa por delante.

¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! No sé cuánto hace que suena. Un golpe fuerte, aporrean la puerta y advierto que llevo mal abrochada la camisa. Me apresuro a enmendarlo. No coordino: hace tanto tiempo que no lidio con ojales tan pequeños.

—Ponte en posición —me ordena una voz amortiguada—. Manos detrás de la espalda, piernas separadas, pegado a la puerta. Quieto.

Cárcel.

Un fogonazo como la explosión de un cubo de flash, el punto azul que flota delante del ojo. Veo a una chica. Una chica. Pestañeo. Otra vez. La chica sigue ahí. Me está tentando, provocando.

Concéntrate. El silencio de los primeros días, el castigo de estar solo, es insoportable. Lo único que oigo es a mí mismo, cada vez más alto, cada vez más rápido, hasta que me rindo, hasta que consigo soportar el no oír nada en absoluto. Silencio.

Un recuerdo insólito: la camiseta interior de mi padre, de estrías blancas, sin mangas, descansa sobre la silla. Me la pongo, me llega hasta el suelo. Mi madre se ríe.

—Tu vestido —dice, y bailamos por la habitación—. Tu vestido de baile barre el suelo.

No puedo huir de mí mismo.

El lago. Nado en el lago. Es el único sitio al que voy donde no puedo pensar, nada ocupa mi cabeza salvo la sensación, el dolor del agua fría. Me fuerzo a nadar, nado en círculos, rezando para que no me dé un calambre o un ataque cardíaco. Aunque el agua no es profunda, uno podría ahogarse fácilmente. Nado desnudo, totalmente desnudo: mi desnudez prueba que no tengo nada que ocultar.

Ojalá pudiera revelarme entero.

Fiebre. Extrañas figuraciones de una cabeza hirviente llenan mis pensamientos.

La cara de mi madre cambia según su humor, se disuelve cuando duerme. Es hermosa en sus sueños. Despierta, una línea de carmín parte su boca, le mancha los dientes. Me besa y salgo fuera manchado, con la impresión de su boca en todas partes.

Hay ruidos en los bosques. Hay algo ahí que me observa. Me están observando mientras yo escribo esto. En mis palabras hay confesiones escondidas. Se acercan. Noto el ojo frío de una lupa, un telescopio. Estoy escribiendo las palabras mismas que debería destruir.

Ollie Ollie Toro Libre.

Cena. Pescado. Un filete de platija. Judías verdes, patatas asadas.

Un pellizco de mejorana.

De nuevo el golpe fuerte que aporrea la puerta.

—Sigue las instrucciones. Ponte en posición —me ordena una voz amortiguada. ¿Dónde está mi amigo, el sargento? Me esfuerzo en levantarme, en hacer lo que mandan.

Creo ver algo. Les voy a atrapar en su juego, voy a pillarles observándome. En el cristal de la ventana está la marca húmeda del punto donde acaban de aplastar la nariz.

No estoy seguro de si lo veo o lo sueño; ella me mira fijamente. Tiene pintura de guerra en la cara.

Al oír algo, llamo:

—Hola, hola, ¿hay alguien ahí fuera?

No hay respuesta.

La fiebre se vuelve un resfriado veraniego, me duele la cabeza, continuamente estornudo. Tomo aspirina y scotch y prosigo mi rutina.

Están ahí en las colinas, un comando camuflado, con un megáfono y una bala. Aguardo para oír el sonido, el ruido amplificado de un ladrido humano. «Sabemos que estás ahí. Sal con las manos en alto. El edificio está rodeado. No tienes escapatoria. Repito, no hay escapatoria. Voy a contar hasta diez».

Uno, dos, tres, ¿qué voy a hacer? ¿Me entregaré por las buenas, para que me lleven gritando, o trataré de escapar?

¿Qué excusa podría dar, qué débil disculpa podría alegar?

Soy lo que soy.

El día viene y se va.

Prosigo mi rutina. La imaginería de mi sesión de las once se está agotando.

A la una, puntualmente, cojo mi toalla, voy al lago, me desvisto cerca del agua y cuelgo mi ropa doblada en la rama baja de un árbol. Me fuerzo a entrar. Está fría, está gélida, duele de tan fría, tan fría que sólo puedes pensar en el frío. Nado en círculos hasta que estoy entumecido, hasta que no queda nada. Es una tortura. Un puro infierno. Me encanta. Salto del agua sin resuello, mi cuerpo tirita, pegado a los huesos.

Ella me encontró desnudo en el lago. Está en la playa, entre yo y mi ropa. Me vuelvo, impulsado por un falso pudor. Ella me observa. Lleva pintura de guerra y un carcaj lleno de flechas blancas que terminan en ventosas azules, y un arco que las completa. Suelta una risita y señala con un gesto mi hombría arrugada.

Le parezco divertido.

A mí su diversión me parece humillante, excitante.

Al instante quiero hacer algo: silenciar esa risita estúpida.

Ella se derrumba, muerta de risa.

Digo algo cáustico como: «Cállate, idiota». Seguido de la siguiente regañina:

—¿No tienes educación? Cuando tropiezas con una persona desnuda deberías fingir que no la has visto. Te comportas como si te hubieses encontrado con alguien vestido con un frac blanco. Y si debes hacer un comentario, te diriges a esa persona diciendo algo como «Caray, tiene usted hoy buen aspecto».

—Eres mi cautivo, mi prisionero —dice ella, medio riéndose todavía.

Si supiera hasta qué punto es eso cierto.

Ella señala un roble enorme.

—Tengo que atarte. ¿Te dejarás atar?

Qué elección tengo, ha conquistado mi corazón en el acto. Le sigo la corriente.

—No tienes que acercarte tanto. A lo mejor tengo una pistola escondida y podría dispararte un tiro y dejarte herida.

—¿Y dónde ibas a esconder esa arma?

—Nunca se sabe.

—Entonces ése es el precio que pago —dice ella, tirando de mis brazos hacia detrás de la espalda, exponiendo mi cuerpo. Saca un rollo de cuerda, el tacto cosquilleante de sus manos pequeñas y pegajosas hace afluir la sangre de mi cabeza. Me flaquean las rodillas.

—Tu poste totémico se levanta —dice, aludiendo al estado de mi desnudez. Me estoy deshelando de la congelación.

Y lo otro también.

Me aprieta más fuerte los brazos detrás de la espalda, y al hacerlo se muestra sorprendentemente vigorosa y bastante diestra, si no ejercitada, en el arte de hacer nudos.

—Has entrado ilegalmente en mi territorio —dice—. Este bosque es de mi bisabuelo.

—Pero si lo he alquilado para el verano.

Ella está agachada a mis pies, atándome los tobillos al árbol.

—Uno de tus parientes ha recibido de mí quinientos dólares para que pueda disfrutarlo hasta el Día del Trabajo.

—No sé nada de eso —dice, enrollando alrededor de mis tobillos toda la longitud de la cuerda.

—¿Así haces amistades?

—Sí.

—Pues entonces serás muy popular, ¿no?

Ella me mira.

—¿Tiene alguna mercancía con la que comprar tu libertad?

Muevo la cabeza.

—Rubí, querida, joya, pequeñita, ¿dónde estás?

Una voz de mujer suena a través de los bosques.

—Estoy escondida —responde.

—¿Dónde estás?

—Escondida.

—Voy a la ciudad a comprarte una chuchería, ¿quieres escogerla tú misma? ¿Dónde estás?

—Ya voy —grita ella y, recogiendo aprisa su carcaj, su arco y los demás pertrechos, sube la cuesta y me deja atado al árbol.

—Hasta luego —me grita.

El desparpajo con que me abandona es excitante, al igual que la seriedad del juego. Estoy desnudo en los bosques de New Hampshire, amarrado a un árbol. Ella no bromea. Tengo el hueco de los hombros tirante y me duelen las muñecas. La áspera corteza me despelleja las nalgas cuando me retuerzo tratando de liberarme. Me ha atado una ninfa perversa del bosque. Me retuerzo. Mi tumescencia se empina todavía más, estimulada por mi situación. Una brisa mece los árboles, barre las copas, me cosquillea. Primero estornudo y después me corro, eyaculando para nada en la tarde.

Derruido. Manchado. Esta irrupción imprevista ha destrozado mi rutina.

Un fuerte golpe, aporrean la puerta.

—¿Me oyes? —grita el sargento. Ha vuelto, debe de haber ido a hacer un recado.

—Sí —digo—. Claro que le oigo. No estoy sordo, ¿sabe? No hace falta berrear.

—Ponte en posición —me ordena una segunda voz amortiguada.

—Ya es hora —dice el sargento—. ¿Estás listo?

Lo estoy. Estoy tan excitado que apenas puedo contenerme. Con las piernas separadas, la espalda contra la puerta, los brazos extendidos encima de la cabeza, estoy preparado.

La puerta se abre. La celda se llena de guardas. Me agarran con rudeza. Trato de girar la cabeza para ver quién está ahí. Mis carceleros no llevan la ropa habitual, sino el equipo antidisturbios, chaquetas antibalas, cascos con los visores bajados. Ellos también se dan cuenta de que es un día especial. No sé quién es quién.

—¿Es usted, Jenkins, Smith, Williams? —pregunto.

No responden.

Apartan de una patada los escombros de mi empaquetado. He olvidado mencionar antes que, accidentalmente, con las prisas, la urgencia, he tirado el televisor al suelo. Por la celda hay piezas del aparato desparramadas.

Me esposan, me ponen grilletes, me pasan una cadena por la tripa.

Trato de seguir el juego. Cuando hablo, mis palabras salen con vaporizador. «Un amanecer espectacular», digo, palabras de repente babosas, perdigonadas de saliva superflua, mis eses son asombrosamente sibilantes.

—¿Ha escupido? Le acabo de ver escupir. Nos ha escupido —dice uno de los guardas.

—No te preocupes, estamos cubiertos —añade otro.

Con una señal indico el catre, mis pertenencias en un montón ordenado, envueltas en ropa blanca de cama.

—Mi equipaje —digo, con una jota jocosa, gorjeo de jocunda jarana—. ¿Tengo que llevarme el equipaje o lo cojo más tarde?

Me sacan a empujones de la celda. Intento bromear, romper el hielo.

—¿Por qué la lechera no ordeñaba a la vaca? Porque no le salía de las tetas.

Me conducen por corredores que no he visto nunca, aunque es difícil saberlo con certeza. Laberinto de ratas, una casa de monos para hombres. El ruido, el constante fragor tembloroso que producen los reclusos, es ensordecedor.

La sala del comité. El rumor, galopante, múltiple, rara vez exacto, la describe como un limbo de tres puertas, una por la que entra el preso, otra por la que llega el comité y una tercera que supuestamente da a una larga carretera, una calle ancha y desierta. La sala tiene fama de ser un ámbito donde la persecución persiste, la escenificación es primordial y la puntualidad es preferible. He oído decir que al preso se le mantiene encadenado como a un ñu, se supone que para proteger el mobiliario, que en ocasiones ha volado en pedazos por el aire, fracturando cráneos del comité y destrozando las antigüedades, escritorios y sillas de esa madera rara gubernamental del norte conocida como, Oh, madera de Albany.

Nos llaman por el interfono. En conjunto, no es lo que uno hubiera esperado; no hay focos ni proscenio, palcos ni foso de la orquesta, no hay nada de la tramoya de un gran espectáculo. No me impresiona.

Hay una mesa cubierta por un paño blanco, cuatro sillas, un mesita para el taquígrafo y una silla única situada aparte.

Ocupo esa silla e inspecciono la sala. Busco las tres puertas. Hay una a mi espalda, la que he franqueado. En la misma pared hay una segunda, y la tercera, en el lado opuesto de la sala, ostenta un rótulo claro, una señal roja y blanca que dice «Salida».

Puerta número tres. Con ella cuento. Hagamos un trato.

Los tres miembros del comité entran por la segunda puerta. Uno es un hombre más bien joven que me resulta vagamente familiar: ¿esto es lo que entienden por un jurado de iguales? Y hay dos mujeres, una negra de edad mediana y la otra una anciana blanca de cabello blanco: ésta es la que más me atemoriza.

Me levanto.

Los guardas me agarran por detrás y me derriban. «Oh», exclamo, expresando mi sorpresa cuando me tiran al suelo y se me escapa el aliento. Me clavan las botas en el cuello, en la espalda —seguro que dejan huellas en mi camisa limpia, blanca—, después de todos mis esfuerzos por estar presentable y tener un aspecto agradable. Me consterna su desprecio por mi atuendo. Sacan cadenas y me las enrollan todo alrededor en un alarde de locura metalúrgica. Luego vuelven a auparme a la silla y fijan mis eslabones en el suelo. Una correa de cuero, muy parecida a un cinturón de seguridad, me rodea el estómago y me mantiene en una postura correcta. Estoy increíblemente encadenado. No ofrezco resistencia.

Los miembros toman asiento y ordenan las altas pilas de papeles que tienen en la mesa.

Aparece una secretaria con una cafetera y una bandeja de bollos. Sirve el café a los tres jurados y cada uno elige un bollo. Se pasan unos a otros una jarra de leche.

—Parece que hay un problema —dice la mujer de pelo blanco, lamiéndose los dedos.

—Sí —dice el hombre, buscando, supongo, el azúcar. Me lanza una mirada.

Asiento.

—¿No hay sacarina, algo sin azúcar? —pregunta la mujer blanca.

La secretaria responde que no con la cabeza, se sienta y toma nota de lo que se ha dicho hasta ahora con los dedos más rápidos del mundo.

—Empecemos por las cosas más sencillas —dice la mujer negra, dirigiendo su atención a mí—. ¿Sabe por qué está usted aquí?

Asiento.

—¿Lleva veintitrés años recluido en este centro?

—Sí.

—¿Y cómo ha sido?

—Muy bien. Bueno. Bien.

—¿En qué emplea los días? —Ella prosigue, en mi lugar—: Lee. Ha sacado cuatro mil ciento sesenta libros de la biblioteca desde su llegada, lo que significa, a la vista de nuestro inventario, que en varias ocasiones ha leído el mismo libro dos veces, ¿no es así?

Alza las cejas; da la impresión de que trazan signos de interrogación perfectos.

Aterrado, asiento.

—Escribe —dice ella—. Ha enviado catorce mil quinientas sesenta y cuatro cartas; lo menos que se puede decir es que es prolífico.

Pienso en las cartas sin enviar guardadas en mi equipaje, catorce mil quinientas sesenta y cinco cartas.

—Y —continúa— hace ejercicio. Ha estado en el patio dos mil ochenta y dos veces. —Hace una pausa—. Y sin embargo no parece que podamos tenerle entretenido. —Hace otro alto—. Me refiero al incidente del Cuatro de Julio.

Viste una blusa roja, una blusa de seda roja con flores también rojas: es la primera vez en años que veo un color tan vivo. No puedo apartar la vista de la blusa. Flores rojas. Luz del sol. Los geranios de mi abuela. Mamá está en casa, sale al patio.

—Nos hemos hecho cargo de usted —dice la anciana, asustándome—. Nos hemos ocupado como si fuera un pariente. ¿Cómo cree que nos sentimos por haber fracasado tan miserablemente?

—Nos deja en mal lugar —dice el hombre—. Es penoso. —Hace una pausa—. Tenemos que adoptar una actitud firme.

¡Bum! Un montón de expedientes, una pila de libretas, cae al suelo. El ruido le para a uno el corazón.

—¿Esto es un simulacro de ejecución? —espeto—. ¿Se supone que me debe parecer estimulante? —Hago sonar las cadenas lo más alto que puedo—. ¿Un pletismógrafo perverso y pornográfico? ¿Me están midiendo? ¿Doy la talla? ¿Me están jodiendo con su procedimiento? Les aseguro que no me hace gracia. Tiemblo como una doncella.

El miedo me ha arrebatado la cordura.

—Prosigamos, ¿quieren? —dice el hombre, con la voz temblorosa.

Hay grandes ventanales en la sala. Mucha luz. Brillante. Blanca. La brisa mueve una persiana, repica contra el cristal.

—Caso n.° 71-124 del condado de Columbia —lee la secretaria en voz alta.

—Agosto de 1971. El acusado es un varón blanco de treinta y un años, soltero. No tiene antecedentes penales. Su historial. Nacido en Richmond, Virginia, el once de marzo de 1940. El padre, empleado del Commonwealth Bank, sufría gigantismo, fallecido en 1945. La madre, enferma mental, maníaco-depresiva, alcohólica, hospitalizada con frecuencia, se suicidó en julio de 1949. Crió al acusado su abuela materna, fallecida de muerte natural en septiembre de 1970. El acusado se licenció en la Universidad de Charlottesville, Virginia, en mayo de 1961. Tuvo empleos ínfimos, con continuos desplazamientos. Afincado en Filadelfia, Pennsylvania, en 1969, su último empleo anterior a su detención lo desempeña en la Zapatería Phil, un comercio de calzado infantil, donde permanece dieciocho meses; sin incidentes.

Cuando comienzan a contar el cuento, caigo en la cuenta de que se trata de mi historia. Están contando mi historia y cometen errores. O eso o la tergiversan adrede, lo que me obliga a corregirles, a agregar cosas a su expediente, a rellenar lagunas. Como en un cuento de hadas, un mito, o el juego del teléfono, cada vez que la repiten la cambian. La salvedad es que yo sé lo que ocurrió realmente, yo estaba presente, testigo y actor. Ésta es la historia de mi vida.

—Me incumbe —grito—. A mí. Soy yo. No les incumbe a ustedes. Lo cuentan todo mal.

Un guarda se adelanta y me sisea al oído:

—¿No has visto Bambi? ¿No te acuerdas cuando Tambor dice: Si no tienes nada bonito que decir, entonces no digas nada? No hace falta que hagas comentarios.

Una punzada de dolor me recorre el pecho y el brazo.

—El acusado partió de Filadelfia en una ranchera Rambler de color blanco, con matrícula de Pennsylvania MJB 464, y se dirigió al estado de New Hampshire, donde por medio de un anuncio del New York Times tramitó el alquiler de una cabaña propiedad de la familia Somerfield. El acusado tomó posesión de la cabaña el veintiuno de mayo de 1971. Poco después el acusado conoce a Alice Somerfield, de doce años y medio de edad, nieta de su casero, en un lago cercano.

Sí. Sí, la conocí en el lago. Ya se lo dije. Apareció salida de la nada en la playa de guijarros a la orilla del lago, con unos pantaloncitos de algodón atados a la cintura con un trozo de cuerda, un viejo cuchillo de caza colgado de su cadera, bambas blancas, sin calcetines, las uñas pintadas de esmalte rojo —la mitad arrancado—, pelo rubio, ojos azules, como una versión fallida de Pipi Calzaslargas. Me ató a un árbol y desapareció. Apareció y se fue, como una figuración mía.

Más tarde oigo un ruido en los bosques y me acerco a la ventana con la esperanza de verla. Todos los días nado en el lago con los ojos puestos en la orilla, observando. En una ocasión, la veo en lo alto de una colina, persiguiendo algo con una red de mariposas.

El 18 de junio, vuelvo del lago y encuentro en mi puerta una mariposa muerta, clavada a un pedazo de cartulina amarilla. El nombre, «Vetusta Delicada», está impreso debajo, con letra clara. Alrededor del borde, garabateado con la caligrafía cerosa de un Crayola, hay una invitación: Té mañana a las 4. La invitación va acompañada de un mapa pequeño y separado que consiste en una línea serpenteante —presumo que es una ilustración de un sendero del bosque— y dos marcas en X, una que dice «Tú estás aquí» y la otra «Yo aquí».

Claro como el cristal. La misma forma y tamaño que alguna parte de mí que falta. Ella es la tesela que completa el mosaico.

Vive sola en una cabañita que fue antaño la casa de muñecas de su abuela —apenas más grande que una panera—, pero con agua corriente fría y un viejo hornillo de camping. Su juego de té es de loza desportillada, procedente de Inglaterra.

—De mi abuela —dice—. Pero me alegro de que ya no pueda verla. Los portillos la disgustarían.

Su vestimenta para la ocasión es una blusa antigua de encaje y lino —a todas luces una prenda querida—, ahora varias tallas demasiado pequeña, que le tira del pecho, le encorseta los brazos, bien metida en una falda escocesa azul y verde como el uniforme de Nuestra Señora de Pompeya.

—Una chica tiene que vivir, ¿verdad? —pregunta, trajinando con los platos, poniendo la mesa—. ¿De qué te sirve tener algo si no puedes romperlo?

Es exactamente lo que yo pienso.

Cuando estoy sobreexcitado, todas las cosas de la vida se vuelven más extremas, mis sentidos se agudizan, los colores me saturan, se transforman en los tonos vivos, histéricos, de la conmoción, el horror y el éxtasis.

Nada podría ser más perfecto. Ella tiene un je ne sais quoi, llamémosle encanto. Un encanto afortunado. Mágicamente delicioso.

Nos sentamos a tomar el té: yo me siento precariamente en un taburete de tres patas y me porto cortésmente. Ella sirve galletas que ha guardado desde las pasadas navidades.

—No he abierto la lata desde el veintiséis de diciembre. Las reservaba para una ocasión.

—De lo más crujientes —digo, mordiendo la cabeza de un muñeco de nieve.

Ella cruza una pierna encima de la otra y no puedo evitar verlo, no la rodilla despellejada, no el moratón de la espinilla, sino lo que hay escrito claramente en la suela de su zapato.

—Háblame de tus zapatillas —digo, pues los pies de los niños son la materia en la que soy experto.

—En la derecha está Emily Dickinson, 712, y en la izquierda, la suela que estás mirando, tengo a Sylvia Plath, «Lady Lazarus». «Broto de la ceniza con mi pelo rojo y devoro hombres como aire».

Perturbadoramente deliciosa. Asiento, apreciativo.

Ella sonríe.

—A mamá la desquicia, sobre todo cuando pongo a Ferlinghetti en mis zapatos de charol. Odia la poesía moderna.

—¿Y quién es tu poeta favorito? —pregunto, digamos que condescendiente.

—No tengo ninguno —dice—. Una persona de mi edad debe leer a muchos poetas.

La conversación hace una pausa. Doy un sorbo de té y me como entero un viejo y helado calcetín navideño. El glaseado se rompe entre mis dientes.

—¿Y desde cuándo te interesan los lepidópteros?

Se levanta de un salto y me enseña sus trebejos, la red, el frasco donde las mata, la tabla para extenderlas, los alfileres de insectos, etc.

—El novio de mi hermana me lo enseñó todo el verano pasado. Tengo ya una buena colección. —Saca de debajo del sofá cama una serie de estuches Schmitt—. Pero como ella ha roto con él, supongo que tendré que elegir otro hobby.

—¿Por qué?

—Es sólo según me da —dice, y se encoge de hombros y vuelve a ocupar su sitio ante la mesa del té. Me sirve otra taza y como otra galleta, esta vez detectando su ligero sabor rancio.

—Estuve a punto de hacerme una histerectomía este año —dice—. Pero decidí que no.

—¿Ah, sí?

—Parecía innecesaria. Decidí que podía esperar.

—Siempre hay que pedir un segundo dictamen para las dolencias serias.

Ella asiente, grave.

—No hablemos más de eso. ¿Sabes jugar a las tabas?

—Cuando me lo piden.

Nos sentamos en el suelo, trasladando nuestras tazas desportilladas: ha preparado un té Darjeeling fuerte. Conforme caen las tabas van saliendo doses, treses y cuatros. Gano dos veces y me pregunto si ella hace adrede lo de proponerme juegos.

—En toda tu vida, ¿qué es la cosa más horrible que has hecho?

Sin saber nada, ella sabe demasiado. En la primera cita, ha llegado al meollo; no siento más que un profundo respeto por una chica así.

—¿Te importaría si cambiamos al parchís? —pregunto.

Ella coge el juego y despliega el tablero.

—¿Lo peor que le has hecho en tu vida a alguien? —inquiere de nuevo.

Tiramos los dados para ver quién empieza.

—Maté a mi madre —digo… sin otra elección que la de ser sincero.

—¿En serio?

—En serio. (Decididamente).

—¿En serio? —vuelve a preguntar, casi jubilosa en su incredulidad, como si le pareciera gracioso o, al menos, entretenido.

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Así lo recuerdo.

—¿Alguien trató de impedírtelo?

—Me incitaron, aunque entonces no lo sabía.

—¿En serio? —Le toca tirar a ella. Agita los dados y los lanza sobre el tablero—. Cinco y tres. ¿En serio?

—Empiezas a parecerte a un disco rayado.

Me toca a mí tirar.

—¿Qué dijo tu padre?

—Murió cuando yo tenía cinco años. ¿Y el tuyo? —pregunto, girando la mesa.

Ella se encoge de hombros.

—Le vi una vez…, bueno, vi una foto suya. Mamá dice que se la quité y la rompí en pedazos. Mamá dice que era la única que había, que no quedan más. Un matrimonio breve. —Levanta la taza, indicando que debo llenársela—. ¿Por qué la mataste?

—Fue sin querer. Totalmente sin querer. Fue un accidente, un verdadero accidente. Yo la quería muchísimo.

—¿Has querido a alguien más?

—Sólo a ti.

Ella asiente gravemente. La partida ha terminado. Nadie ha ganado.

A lo lejos suena un cencerro, no de un modo natural, sino como si lo hubiesen golpeado, golpeado aposta.

—Mi cena —dice ella.

Consulto mi reloj, las siete de la tarde, la llaman a casa.

Yo no quiero irme. Quiero quedarme, sepultarme en este sitio hasta que ella regrese, y cuando regrese no quiero que nunca vuelva a irse. No puedo estar sin ella.

—Puedes quedarte —dice—. Volveré más tarde.

—Tengo que irme.

Si no me voy ahora, me quedaré para siempre. Me tenderé en el suelo jugando partidas eternamente, inventando reglas imaginarias y arbitrarias mientras juego.

El cencerro vuelve a sonar.

—El cencerro de Dressie —dice.

—¿La vaca de la abuela?

Asiente.

—Tengo que irme. Pero antes de marcharme tengo que pedirte un favor.

Me mira y aguarda.

—¿Sí?

—Déjame verla otra vez.

Sé a qué se refiere y me sonrojo al instante.

—Oh, no seas imbécil. Enséñamela. Necesito verla.

No tengo ganas de mostrarle mi hombría, y de hecho me incomoda tenerla; de repente es un apéndice demasiado desgarbado y grotesco, enorme, oscuro y largo, colgante. Temeroso de asustarla, deslizo una mano por dentro de la cinturilla y, con la otra, desabrocho la bragueta y asomo el dedo índice por la puerta de tela, lo agito en el aire. Sus ojos se clavan en el falso miembro con tal intensidad que a pesar de que sólo le estoy enseñando el dedo, el zumo de mis venas se agolpa en mi entrepierna y empuja el dedo hacia arriba, le proporciona una pulsación completamente distinta. Ella se inclina, con una risita, para examinar mi índice.

—Te muerdes las uñas —dice, y a continuación se va corriendo, sale de la cabaña y se dirige hacia la casa grande.

Vuelvo a mi casa y, tumbado en la cama, paladeo las sensaciones de la tarde, me repite el sabor del té y de las galletas viejas. Eructo y estoy en la gloria.

Esa noche oigo golpecitos en la puerta. Me levanto, convencido de que finalmente vienen a buscarme. Abro la puerta, no hay nadie fuera, tan sólo la noche negra en derredor. Vuelvo a la cama. La ventana está abierta. Ella está allí, entre las sábanas, tirando de mi manta hasta la barbilla.

—No podía dormir —dice—. Sueños raros, como pesadillas, sólo que tenía los ojos abiertos.

Un extraño me zarandea.

—Eh, eh, ¿estás bien?

Trato de levantar los brazos, de alejarle, pero estoy atado de pies y manos. Estoy encadenado. Cárcel. Guardas.

Tengo al sargento delante, tratando de despertarme.

—Debes de haberte quedado dormido. Adormilado.

—¿Qué hora es? —pregunto.

—Hora.

El sargento se hace a un lado, los miembros del comité me están mirando por encima de la mesa.

—¿Le apetecería beber algo? —pregunta la mujer negra.

—Me encantaría otra taza de té.

La mujer negra asiente y al cabo de un minuto el sargento sostiene en la mano una taza de té. ¿Cómo puedo beberla atado? El sargento me acerca la taza a los labios. Doy un sorbo. Té caliente.

—Divino —digo—. Gracias.

—¿Podemos continuar? —pregunta la mujer negra.

—Perdón, les pido perdón.

—Estábamos hablando de New Hampshire. New Hampshire y Alice Somerfield —dice la mujer negra.

El hombre añade:

—La familia ha escrito una carta pidiendo que no le excarcelen. ¿Sabe lo de esa carta?

—No. —No tenía idea de que la hubieran escrito—. ¿Están todavía en Scardale?

Nadie responde.

El sargento me da otro sorbo de té.

—Es junio —dice la mujer negra—. Usted ha alquilado la cabaña y conoce a Alice Somerfield en el lago.

Cierro la ventana, paso el cerrojo de la puerta, con toda facilidad ella se enrosca alrededor de mí.

Despierto antes del alba, mi proyecto es despertarla y mandarla a su casa. Sacudo un poco la cama. Ella duerme profundamente. Sobre sus labios hay una débil sonrisa.

—Puede parecer extraño —digo en voz alta—, pero no sé cómo te llamas.

La dulce brisa de su respiración me acaricia el pecho y me levanta el vello como el viento entre los árboles.

—Rubí Diamante Perla —dice ella, soñolienta—. Las joyas de la boda de mi madre. —Hace una pausa—. Pero la abuela me llama Alice.

Y acto seguido vuelve a hundirse en el sueño.

—¿No te echarán en falta en el desayuno?

Con los ojos todavía cerrados, ella murmura:

—Nunca como nada tan temprano.

Estamos en la cama. Intento trabar una conversación ociosa.

—¿Dónde vives normalmente?

—Ahora en Scardale, mamá acaba de casarse con un judío. Yo le odio. Quiere mandarme interna a un colegio.

—Dime más cosas de tu familia.

—Estoy intentando dormir.

—Podríamos ir a bañarnos.

—Nadie se baña ya. El tío George se ahogó en el lago cuando tenía casi doce años, exactamente la edad que yo tengo, y también el primo Douglas y su amiga Lizbeth. Todo el mundo odia el agua.

—¿Y tú?

No contesta.

—Háblame de tu acento. Es ligeramente…

—No te molestes —dice, sacando las piernas de debajo de las sábanas, y se levanta—. Es afectado.

El camisón, al igual que ocurre con muchas de sus prendas, le queda mal, demasiado pequeño. Está rasgado en el cuello para evitar asfixiarse, y asimismo en las muñecas; las mangas son tan cortas que casi le empiezan en el codo.

—He crecido cinco centímetros este año —dice, advirtiendo mi inquietud—. De cabeza hacia el récord mundial.

Quiero hacer con ella lo que haría un amante, follarla ferozmente, abriendo apetito para un desayuno bestial, y luego volver a la cama para hacerlo otra vez y levantarnos por fin a las dos o a las tres, comer algo, alimentarnos el uno al otro en la cama como crías todavía en el nido, y volver a follar y después dormir hasta la hora de la cena con la comodidad de la familiaridad adquirida.

Quiero sentir el hecho imprevisto de formar una pareja.

Ella no sabe nada de esto. Al contrario, ha salido por la puerta y cerrado de un portazo el mosquitero.

—Gracias, ha sido divertido —grita mientras sube la cuesta, con su camisón floreado, a plena luz del día.

Sentado junto a la puerta, soy presa del pánico, estoy intranquilo, convencido de que no volveré a verla: alguien se ocupará de eso.

Espero. Espero, pensando que si salgo de casa ella volverá, verá que me he ido y no regresará.

Espero horas y luego me dispongo a salir, igualmente seguro de que si me marcho ella volverá.

Un trayecto en coche. Viene bien salir de casa. Regalos. Le compraré regalos. Estoy en la tienda de antigüedades, reuniendo un ajuar pérfido, un camisón blanco, antiguo —mariposas amarillas finamente bordadas alrededor del cuello—, y un anillo de diamantes. Ignoro qué me impulsa a esto, pero parece inevitable. Me siento obligado a declarar mis intenciones.

Cuando vuelvo a casa, sigue sin haber señales de ella. Incapaz de soportarlo más tiempo, emprendo la marcha, subo corriendo la cuesta hacia la casa grande, sin saber lo que haré.

Escondida en los bosques, recostada en un árbol, con una rodilla doblada, hay una mujer fumando un cigarrillo negro. En la mano libre sostiene una bebida, y el conjunto forma una pose estudiada, como si fueran a hacerle una foto. Estoy literalmente encima de ella antes de que se percate de mi presencia.

—Me ha asustado —dice, con la mayor frialdad, dejando caer el cigarrillo entre las hojas y aplastándolo con el dedo de su alpargata.

—Perdone —digo, procurando disimular mi propia sorpresa al tropezar con la madre de mi niña.

Es alta, casi un metro ochenta, y tiene una constitución de chico, plana como una tabla, delgada como un junco.

—¿El inquilino? —pregunta, encendiendo otro pitillo.

Asiento.

Expulsa el humo.

—A la abuela no le gusta que fume en casa. Tengo ese asqueroso vicio.

—Supongo —digo—. Pero delicioso.

Me ofrece un cigarro. Lo rechazo y saco mi propio paquete. Sonríe.

—Me ha parecido oír algo en el bosque —digo.

—¿Cómo era el sonido?

—No lo sé, no estoy acostumbrado al campo. Un jabalí, puede ser.

—Mi hija —dice ella, apurando su bebida—. Probablemente ha oído a mi hija. Anda por ahí, en alguna parte.

No doy señales de conocerla.

—Odio este sitio —dice la madre espontáneamente—. Maldito lago voraz.

Una joven muy atractiva, aunque pechugona, abre la puerta trasera. La vemos a través de los árboles.

—Mamá —la llama desde el bosque—. Mamá, me voy ahora, te veré el fin de semana.

—Estaré aquí —grita la madre, apagando el segundo cigarrillo—. Mi hija mediana, Gwendolyn. Se acaba de licenciar en Emma Willard y está ansiosa por ver mundo.

—En Troy.

—Sí. Vendrá usted a cenar una noche. La abuela no sale mucho, se muere de ganas de tener compañía.

—Gracias.

Estoy perdido sin ella, soy un absoluto depravado. Paso la tarde solo en mi choza, masturbándome sin tregua y sin conseguir alivio. Cerca del atardecer, salgo y salto al lago. Para cenar tomo una tostada y huevos al plato. Me acuesto a las nueve y veinte.

Vuelve a venir por la noche. Finjo dormir cuando llega y oigo el torpe estrépito de sus pequeñas zarpas abriendo la ventana, los gruñidos y crujidos cuando se sube a la cama, mientras que entretanto yo ronco sonoramente.

Por la mañana, mientras duerme como un leño, le deslizo el anillo en el dedo. Despierta mirándolo como si no fuese nada extraordinario. Va a la ventana, raspa la piedra contra el cristal y pregunta:

—¿Es de verdad?

—Por supuesto.

—¿Estamos prometidos?

—Por lo visto.

—Gwen y Penelope estarán celosas.

Me esfuerzo en encontrar las palabras.

—Querida, cariño, gordita maravillosa…

—Al grano.

—Más vale que el compromiso quede entre nosotros. El anillo es un regalo personal que te hago a ti; es fácil que tus hermanas no lo entiendan bien.

—Quieres decir que no me amas de verdad.

—Oh, claro que sí. —Una pausa—. Pero a mi edad… Soy mucho mayor que tú.

Ella me corta en seco.

—¿Cuántos años?

—Treinta y uno y medio.

—Eso no es nada —dice ella. Y no se habla más al respecto.

Se me ocurre pensar que si ella se va de la lengua, si alguna vez pregunta alguien, puedo decir tranquilamente que el anillo perteneció a mi madre y que Alice me recordaba tanto a ella que se lo regalé.

—¿Y qué debería darte a cambio? —pregunta ella—. ¿Es suficiente el placer de mi compañía?

Ni siquiera puedo responder. Tan beato, tan santito, pero todavía tan seguro de que esto es una trampa. Secretamente ella lleva un micrófono, le han implantado debajo de la piel una cámara microscópica, están en algún sitio, observándome, hasta quizá me miran desde dentro de sus tetitas.

Y, a pesar de mi disfraz sacerdotal de abstención aparente, me ausento con frecuencia y me ordeño furiosamente en el cuarto de baño ocho o nueve veces al día, aunque sólo sea para aflojar la tensión, tan continuo es el apremio. En cierto momento, también, desisto de todo esfuerzo por ocultar mi interés y ella lo ve meneándose excitado debajo de la tela de estambre.

—¿Tiene algún nombre?

—Yo lo llamo Walter, como a mi padre.

El moldeado de sus pantorrillas es sumamente bonito, largo y fino.

Sus tobillos, pies delicados, largos dedos.

Sus axilas están tapizadas de pelusa, ya incipiente pero todavía lejos de lo que representa su plena floración.

Ahora y siempre deseo que ojalá fuera fotógrafo, dominase la luz, pudiese hacer una foto que ilustrara, con toda claridad, el efecto que ella causa en mí.

Más tarde me preguntaré qué me hizo incumplir mis promesas de Filadelfia; ¿fue un hecho especial o simple, estúpidamente, el camino más fácil?

Lo que deberías saber es que en este caso fue ella la que tomó la iniciativa. Una seducción a mitad de camino entre un idilio y una violación. No tengo explicación para una conducta semejante, salvo unos cuantos teoremas que apuntan hacia una triste y sórdida causa de su evidente, aunque confuso, entendimiento del deseo adulto. Estoy insinuando la posibilidad de algunas relaciones previas en las que se hayan producidos sucesos similares a éstos: quizá tengamos también eso en común. No me extrañaría. Cierto es que no he querido conocer detalles a ese respecto.

—Perdone, ¿qué ha dicho? —pregunta la anciana—. No he entendido. Murmura usted. Hable más claro. Pronuncie bien.

Me están incordiando de nuevo.

Mi dicción es torpe, mis eses sibilantes, mis eles perezosas, tengo la boca dolorida por la inyección de Henry. Y este maldito dolor que me desgarra el pecho, el cuello, y que desciende por mi brazo izquierdo.

—Decía que creo que quizá hubieran abusado de ella cuando era pequeña. Si escriben otra carta, tal vez usted, cuando les conteste, pudiera preguntárselo.

—¿Habla ahora de usted o de ella? No entiendo bien adónde quiere ir a parar —dice la anciana.

¿Por qué retorcemos las cosas y transformamos una cosa en otra? Al tratar de ayudarla, sólo he conseguido empeorar mi situación, he dicho algo que ellos no quieren oír.

—Explíquese —exige la anciana.

Muevo la cabeza.

—No todo es autobiografía.

—Nos estamos desviando —dice la mujer negra—. Estábamos hablando de los sucesos que acontecieron en New Hampshire.

—Sí.

—¿Desea añadir, clarificar alguna cosa?

Estoy pensando en el desarrollo de la historia: al despertar, me encuentro atado a la cama, con las muñecas, los tobillos amarrados y hasta una cuerda alrededor del cuello.

Vestida únicamente con botas de vaquero y una camisa, Alice baila por la habitación, se agarra los pechos, se pellizca los pezones. Con una erección sin esperanzas, tapada por una sábana vieja, observo el alarde diabólico.

—Dios, espero no tener tetas grandes —dice, mirándome.

Mi corazón se acelera.

Juega con sus pechos, les ha puesto los nombres de Mildred y Maureen.

En una ocasión anterior me dijo que pintaba relatos en ellos con acuarelas y que después se metía de un salto en la bañera y veía desvanecerse las historietas.

Entonces me ofrecí a comprarle papel, pero ella dijo que eso lo estropearía todo, sugiriendo que yo sacara una Polaroid de cada pintura que terminaba.

Declino la propuesta, pues no quiero dejar pruebas.

Ahora baila semidesnuda y canta una pequeña canción sobre Mildred, Maureen y el hombre que tienen amarrado a la cama.

Se sube al colchón y me monta a horcajadas.

Yo me distraigo preguntándole qué poema tiene en la suela del zapato.

—«El lamento del vaquero».

Se acuclilla sobre mí y me hace dibujos en el pecho con un rotulador rosa. Al mismo tiempo yo me estiro hacia ella, ansioso, y retrocedo aterrado.

—Podrías pensar en raparte estos pelos, son un poco asquerosos —dice, mientras dibuja caballos saltando vallas—. Si el marido nuevo de mi madre no fuese un gilipollas, podría tener un pony.

Comienza a moverse como si me estuviera cabalgando, y el vaivén de sus desplazamientos y sus brincos encima de la cama empieza a destapar la sábana. Totalmente por sorpresa, noto su carne contra la mía.

—¡No llevas bragas! —exclamo.

—Me gusta sentir la brisa.

Sin previo aviso se asienta sobre mí, inolvidablemente encima, y me cabalga como una amazona avezada.

Tengo los ojos cerrados. Estoy en la gloria. Estoy en el infierno.

Es una presión firmísima. A pesar de su evidente experiencia, no ha hecho nunca exactamente esto mismo. Se encorva de bruces, tomando su tiempo, y hace obvios esfuerzos. Pero no hay exclamaciones y su cara se limita a fruncir el ceño.

Se me revuelve el estómago, estoy seguro de notar los huesos de sus costillas contra la punta de mi polla.

—Eres mi pony precioso —dice ella, acariciándome el cráneo—. Mi mejor caballo.

Me da una palmada en el flanco y prosigue su monta.

Cuando finalmente descabalga, hace un comentario extrañísimo:

—Seguiría cabalgando, pero me he quedado sin monedas.

Se despega de mi polla con un sonido seco, como cuando se despega una ventosa.

Estoy empapado de sudor. Ella me suelta las ataduras.

Va a la otra habitación, hablando a solas.

—Primero voy a pasarte una esponja y luego te daré un cubo grande lleno de avena y, si eres bueno, quizá una manzana.

Delicadamente, uso la sábana para limpiar el pringue y después lo ordeno todo para taparme otra vez.

Ella vuelve y empieza a frotarme el pecho y el cuello con una esponja de cocina.

—¿No te da gusto? ¿Qué prefieres con la avena, mantequilla o azúcar?

No contesto.

Ella se marcha otra vez y vuelve con dos cuencos humeantes de copos de avena. Se sube a la cama. Comemos.

—¿A que es divertido?

No siento nada más que afecto por ella. Aunque indudablemente no lo he dicho antes, creo firmemente que compete a un adulto desdeñar las tentativas de flirteo de los jóvenes, permitir que el niño exprese sus facultades de persuasión en un entorno aparentemente seguro. Ella lo está pidiendo, aunque sólo sea para aprender, para practicarlo; esto no significa necesariamente que lo quiera realmente o ni siquiera que sepa lo que es. El suyo es de hecho un impulso cultural. Por primera vez en mi vida me siento vagamente paternal.

Pero no tardo en llegar a la conclusión casi forzosa de que si no hubiera sido yo, habría sido cualquier otro. Y, con toda franqueza, menos mal que fui yo. Yo la amaba. Siempre debería ser alguien que ama el que recibe esa dádiva; lo mejor es que ese máximo obsequio recaiga en alguien que pueda apreciarlo realmente en lo que vale, alguien para el cual sigue creciendo en significado.

Sé de lo que hablo. Mi dulce concubina.

—¿Te parezco atractiva? —pregunta.

—Sin ninguna duda.

—¿Me deseas?

—Sin descanso.

—¿Qué parte de mí es la que más te gusta?

—La totalidad.

—¿Mis pechos?

Apunta con sus capullos hacia mí y lo único que se me ocurre pensar es en esas flores que salpican agua al ojo de un idiota. Instintivamente me escabullo.

—No —digo.

—¿Pero no tengo unos pechos bonitos?

—Tu pregunta era qué parte me gusta más.

Asiente.

—Tu sonrisa oculta.

Apunto con el dedo al sitio: la ranura hendida.

Ella se pavonea, me besa la mejilla y pregunta:

—¿Cómo haces tú una mamada?

—¿Cómo conoces esa palabra, mamada?

Ella no responde.

—Hazme una mamada —dice.

Muevo la cabeza, negándome.

—Eres malo.

—No, no lo soy.

—Sí lo eres. Quiero saber lo que es una mamada.

Le agarro el pie y le chupo los dedos.

—Esto es una mamada.

Ella se ríe y mueve la cabeza.

—No, no es eso.

Llego con mis besos hasta su pierna. Ella chilla:

—Me haces cosquillas.

Me agarra del pelo. Estoy entre sus muslos, músculo largo y piel suave, nada de grasa, nada que sobre. Establezco el contacto con la lengua. Ella deja de chillar, yo continúo. Ella mira por la ventana, soñadoramente, y levanta una pierna que queda suspendida sobre el borde de la cama. Es la criatura más deliciosa del mundo.

Cuando follamos —y follamos a menudo—, hay algo tan familiar en su piel, en el modo en que nos acoplamos, que es como si yo estuviera al revés, tocándome. Hay algo entre nosotros que no existe en la tierra.

—Pase lo que pase —dice más adelante, cuando me entrega sus seis estuches Schmitt, su colección de mariposas—, quiero que guardes esto. No te olvides, de vez en cuando cambia los cristales de paradiclorobenzeno, porque si no se mustian.

—Lo guardaré siempre como oro en paño —digo, y soy absolutamente sincero.

—Afirman que secuestró a Alice en más de una ocasión.

Nuevamente me lanzan preguntas fastidiosas, declaraciones sonoras.

Muevo la cabeza. Ellos no se hacen idea.

A modo de descanso, de pequeña escapada, hacemos excursiones, deliciosos recorridos de un día. Trazo con el automóvil círculos cada vez más amplios alrededor del estado de New Hampshire, de gira turística.

—Rollos de almeja —me grita cuando me apeo del coche—. Dos rollos de almeja y ensalada de repollo.

Hemos parado ante un puesto de carretera que tiene la forma de un cucurucho de helado.

—Y no olvides el agua —grita Alice cuando llego a la ventanilla donde despachan—. Y quizá patatas fritas. Me ha entrado de pronto muchísima hambre.

La querida Alice, convertida en despreciable, devora todo lo que tiene a su alcance, incluida la mitad de mi bocadillo, mis patatas y por último un gran cornete de helado del que ni siquiera me ofrece una chupada.

Cuando casi ha terminado, y tras haber dejado, desconsiderada, que el helado derritiéndose gotee sobre la tapicería del coche, sonríe y enseña grumos del rollo de almeja y barquillo prensados entre los dientes. Y aun cuando por un momento me inspira repugnancia —creo que lo hace adrede—, sigo enamorado, persevero en mi proyecto de casarme con ella al final del verano.

—Por el Día del Trabajo —digo, haciendo un brindis.

Ella levanta el cucurucho en el aire y me unta la nariz con lo que queda de helado.

—Qué trabajoso —dice, lamiéndome la cara.

Me encojo de hombros y la miro de cerca. La piel se le ha puesto reluciente, tiene un compacto lustre aceitoso, un mar de secreciones sebáceas. Hay que borrarlas antes de besarla.

Cuando salgo, demasiado rápido, del aparcamiento, un coche que viene en dirección contraria da un viraje y toca la bocina.

—Santo Dios, ten cuidado —dice ella.

—Perdona, estaba distraído —digo, limpiando de mi nariz los restos de helado y de sus chupetones.

Paramos a comprar. Le compro cosas, no tanto lo que ella quiere sino lo que decido que debe tener, sobre todo libros. Recientemente le han pedido que devuelva su tarjeta de la biblioteca. La jefa de la dependencia municipal ha perdido la paciencia porque, por lo visto, Alice devuelve cada libro prestado con las páginas pintarrajeadas de manchas de un vivo color pistacho.

Mientras yo examino las pilas de la librería, ella se disculpa y se va al baratillo, diciendo: «Necesito una cosa». Látigos, cadenas y cuerdas, sin duda.

Cuando ya se ha ido, pido al dueño un volumen de los poemas de amor de Ovidio, pensando que serán más adecuados que Ferlinghetti para los charoles de la amada.

—Por fin, un auténtico bibliófilo —exclama, saliendo del mostrador, y me palmea la espalda.

Me ruborizo.

—No crea usted —digo, y salgo rápidamente de la tienda.

Tras haber abandonado aprisa mis gestiones académicas, me dirijo a Woolworth y sin querer presencio los hurtos de Alice.

—¿No te dan una paga? —le susurro al oído.

Se ha embolsado, entre otras cosas, un grueso candado. No me atrevo a preguntar para qué.

—El marido de mi madre no es partidario de la paga —dice, distrayendo un frasco de quitaesmalte de uñas.

—¿Y los canguros? ¿No os ganáis las chicas jóvenes un dinerito de bolsillo haciendo canguros?

—Odio a los niños pequeños. No los soporto.

Coge una barra de chocolate Mars, pela la envoltura y se la come allí mismo.

—Ya has almorzado.

—¿Y?

—Y has tomado postre.

—Bueno, me muero de hambre, estoy famélica.

Se mete una chocolatina entera entre los labios.

Yo estoy fuera de mí de frustración e intento ocultarla de la vista de la mujer que trabaja en el snack, y que parece ya muy interesada por nuestra discusión.

—Si te pillan, tendrás problemas —siseo.

—No. Diré que tú me has obligado a hacerlo.

Se da media vuelta y se esconde dentro de la camisa una comba china.

—Tú me lo has metido en el bolsillo y me has obligado a salir de la tienda.

—Te espero en el coche —digo, echando chispas.

Se demora diez minutos más. No me sorprende apenas que salga cargando una flamante bolsa de viaje a cuadros rojos.

—¿Has robado eso?

—Nanay. He pagado al contado.

—¿Proyectas un viaje?

—¿No deberíamos volver? —pregunta, consultando la hora en el reloj nuevo que ha birlado, y cuyas manecillas son los brazos de una Cenicienta, que convierten el transcurso de los minutos en una versión a cámara lenta de la danza del sombrero mexicana.

—¿Puedo preguntar dónde has dejado tu querido Mickey Mouse?

Ella mueve la cabeza.

—No.

De nuevo en la cabaña, nuestro estrafalario camping, ella abre la bolsa de viaje nueva y finge sorpresa al encontrarla llena de bagatelas, «regalos», las llama ella.

—¿Qué te impulsa a robar? —pregunto, horrorizado.

—Déjame en paz —dice, abriendo un tarro de Noxzema, del que se unta en la cara una gruesa capa, una mascarilla—. ¿Tienes que saber cada pensamiento que pasa por mi cabeza?

—Sí.

—Pues entonces ven. —Me llama con un dedo envuelto en crema fría; si al menos fuera glaseada, se lo lamería. Cava un agujero en la porquería que le cubre la cara.

—Mi primer grano —dice, enseñándome una protuberancia como la producida por una picadura de abeja.

—Es una picadura de mosquito.

—Un grano.

Rezongando, entra en la cocina y empieza a abrir y cerrar todos los armarios.

—No hay nada de comer.

—No has parado de comer en todo el día.

Ella se queja.

—Hay un frutero en la mesa, un bodegón que he hecho yo mismo.

—Algo dulce —grita ella—. Tengo antojo de azúcar.

—Lávate la cara —digo, obligado a interrumpir mi lectura. Encuentro a Alice de rodillas, revolviendo en los armarios inferiores de la cocina, con un moratón de polvo pegado a la mejilla.

Le preparo una taza de cacao que la calma momentáneamente. Se sienta a tomarla, sentada a horcajadas en una silla.

No es nada difícil ver lo que hay debajo de su vestido. Su montículo está veteado de pelusa, una repulsiva planicie de vello que da la impresión de un bigote de leche, algo que uno siente ganas de borrar.

—Sabes, querida —digo—, algún día tendrás que empezar a usar ropa interior.

—Lo dudo —contesta, apurando la taza—. ¿Más?

Muevo la cabeza.

—No queda más leche.

Ella se levanta, deja la taza en el fregadero y entra en el dormitorio.

Me abstengo de seguirla, momentáneamente contento de que se haya ido, de tener un momento de descanso.

—Yuju —me llama al cabo de un rato—. ¿Qué estás haciendo?

—Disfrutando mi libro.

—Oh. —Hay una pausa—. Estoy aburrida.

Cierro el libro, cuidando de marcar la página con una tira de papel, y voy a su encuentro en el dormitorio.

Se ha atado a la cama por medio del pelo, de sus largos mechones, dividiendo las trenzas en dos coletas y enrollando las cuerdas en el bastidor: se ha colocado como si estuviera amarrada al potro.

Le beso las tetitas, que ya empiezan a crecer como globos, y me siento a su lado en la cama.

—Quiero que me hagas daño —dice.

—Va contra mis inclinaciones.

—Por favor, no me hagas suplicarte. Necesito que me hagas daño. —Hace una pausa—. Haz una excepción.

—¿Qué tienes pensado?

Ella lanza una ojeada a su cuchillo de caza, que descansa en su funda sobre la mesa junto a la cama.

—Eso.

—No.

Ella asiente.

—Sí —dice, con firmeza.

Muevo la cabeza.

—No tengo intención de causarte dolor —digo, alejándome—. De hecho pienso que quizá ya has sufrido demasiado.

—¿Y qué hay de las otras? ¿Te preocupaste tanto por ellas? Hubo otras antes que yo, ¿no? Ésta no es la primera vez, ¿verdad?

—Basta. Cállate.

—Hazlo.

Guardo silencio.

Ella balancea el pie.

—Átamelo.

Le ato el tobillo con la cuerda de tender que cuelga de la cama. Ella zarandea el otro pie.

Lo ato igualmente.

—Ya está —digo—. Nada más.

Ella mueve la cabeza.

La miro despatarrada, con una espléndida mancha de vino en el muslo.

No es su deseo el que falla, sino mi corazón. No puedo ordenarle que bombee sangre a todos los lugares necesarios. No tengo más opción que follarla con los dedos.

—Más —dice ella. Tengo ya dos dedos dentro, pero consigo insertar un tercero—. Más —repite.

Mi meñique hurga en el borde de su esfínter. Soy tan infeliz. Lo hago con absoluto desapasionamiento.

En las últimas semanas, ella ha ganado peso, dos o tres kilos, sus pechos nuevos retiemblan como un flan que aún no se ha asentado.

Trascendiendo los límites de la piel, hay momentos en el sexo en que a uno le asalta la idea de que ella podría entregarse, hacer el sacrificio de la rendición absoluta, y entonces la perspectiva de la muerte parece muy posible, aceptable, incluso deseada. Es la más extrema y rara de las sensaciones, la auténtica intimidad, una aspiración.

Vuelvo la mirada y advierto que el pie se le ha amoratado.

—Mueve el pie —grito, traspasando nuestro aturdimiento—. Mueve el pie.

Su única reacción consiste en alzar la cabeza y preguntar, embobada:

—¿Qué?

No hay tiempo para deshacer el nudo. Empuño el cuchillo de cocina y corto la cuerda. El pie está lívido. Una línea gruesa muestra dónde presionaba la cuerda. Aplico un masaje suave a la zona.

—¿Te duele? ¿Sientes algo?

—Qué más da —dice, recostándose—. Sigue. —Sube y baja las caderas—. Fóllame. ¿Es pedir demasiado?

Mis dedos se adentran, uno, dos, tres… Tengo la mano dentro de su cuerpo, noto sus latidos en mi puño.

Duerme profundamente hasta las siete, en que suena el cencerro.

—¿Cómo tienes el tobillo? —pregunto cuando ella se dispone a irse.

Ella me mira como si no supiese de qué estoy hablando. No digo nada más.

Durante su ausencia, voy furtivamente al supermercado y lleno la despensa de las provisiones que he comprado para un picnic abundante, un amplio surtido de pasteles y galletas, dos o tres o todos. No puedo permitirme perderla por una trivialidad como las golosinas.

De noche me aventuro fuera y lleno un tarro de luciérnagas. Despierto, esperándola, mi corazón late irregularmente, en parte roto. Ella no vuelve hasta casi las once, prefiriendo como siempre la ventana a la puerta. He instalado una pequeña escalera para facilitarle la entrada.

—La abuela no se encontraba bien —dice, metiéndose en la cama—. He tenido que hacerle compañía un rato.

Lo compensamos tiernamente, tengo el corazón bien ablandado para la ocasión. Puebla la cabaña el resplandor verde de los gusanos de luz.

—Más de la mitad se ha terminado —dice, en medio de la noche.

—Chist. Estás hablando en sueños.

—Evidentemente.

Por la mañana, preparo un almuerzo campestre y salimos hacia el lago. Saco del arbusto la barca de remos y la deslizo hacia el agua. Ella se desviste en el centro del lago.

—Me encanta tomar el sol —dice, quitándose los pantalones cortos. El balanceo del bote es desigual.

Mis ojos recorren las orillas, inquieto porque alguien nos vea, todavía convencido de que es una celada.

Ella busca en la cesta un bocadillo; un michelín sobresale de su vientre. No lo tenía antes. No tenía carne sobrante cuando empezó esta historia.

—¿Por qué pasas aquí todo el verano? —pregunta, mordiendo una ensalada de jamón, carne rosada asoma por las comisuras de su boca. Aparto la vista—. ¿Por qué no tienes trabajo? ¿No trabajan la mayoría de los hombres?

—Dejé mi empleo —digo, completamente distraído.

—¿Y qué vas a hacer este otoño?

—Casarme contigo —propongo suavemente.

Ella come un puñado de patatas fritas.

—Yo estaré en el colegio.

No puedo mirarla.

—Nos fugaremos —digo, mirando a lo lejos, a un embarcadero.

—¿Adónde?

—A donde tú quieras.

—Al infierno en carretilla —dice.

Echo un vistazo a sus pies, tiene un feo cardenal en el tobillo. Vuelvo a preguntarle:

—¿Cómo tienes el tobillo?

—Oh, he debido de darme algún golpe.

—Está amoratado.

—Cosas que pasan. —Abre otro bocadillo—. Se me olvidó decírtelo, se suponía que venías a cenar anteayer. La abuela tenía ganas de conocerte.

Palpita mi ira, mi impotencia. Estoy a merced de un amo.

—Lástima que lo olvidases.

—En realidad les dije que tú te habrías olvidado. «¿Damos una segunda oportunidad?», preguntó la abuela. «Raramente», dije.

No hay modo de que yo gane.

Ella sigue comiendo. Cuando termina se levanta de pronto.

—Odio el agua —dice—. Me aterroriza.

Y de golpe está dentro. Se ha zambullido desnuda en el lago y yo no tengo la más ligera idea de lo que debo hacer. ¿Esto es lo que ella considera un baño de tarde, otra de sus bromas juveniles, un juego diabólico del gato y el ratón? ¿Se supone que debo lanzarme detrás de ella, hacer una loca zambullida en el agua? ¿O se ha lanzado para huir de mí, para convencerme de que no puedo poseerla?

Me quito los zapatos. Ella no ha emergido todavía. Un golpe sordo resuena contra la quilla del bote, un golpe que sólo ella puede haber causado. Salto por la borda. Estoy sumergido. En el frío tonificante del agua, sólo veo tinieblas. Subo a respirar, jadeante, temiendo ser yo quien podría ahogarse. Aspiro y me sumerjo, tanteando con los brazos y las piernas, lo más hondo que puedo. La rozo, la agarro, pero ella se escabulle de mis manos. Emerjo en flecha a la superficie, aspiro de nuevo y vuelvo a sumergirme, y esta vez la encuentro, la sujeto, la izo.

No respira, está inconsciente. Alzo su torso, la subo a la barca… que se aleja de mí. Con mucho cuidado para que no vuelque, trepo a mi vez dentro del bote. Suerte, sólo suerte, y un arranque de buena forma física me facultan para hacerlo.

Abro una vía respiratoria, la barbilla hacia arriba, la cabeza hacia atrás. Mi boca se funde con la suya, con desesperación total. Temo que me haya convertido en su asesino, que me haya elegido deliberadamente. No pienso aceptarlo. Soy un hombre inocente. Tienes que saberlo. Soplo furiosamente aire en sus pulmones, dispuesto a trocar mi vida por la suya. Respiro, exhalo, con todo el peso de mi cólera, le presiono el pecho, y remo, remo, remo lo más aprisa que puedo hacia la orilla. Ella tose, babea y vuelve a la vida. La envuelvo en el mantel del picnic y desembarco, chapoteando entre los últimos centímetros de agua, y corro por los bosques descalzo hacia su casa.

La llevo a su casa, la devuelvo. No se me ocurre otra cosa que hacer. Llego al porche sin resuello, doy un puntapié a la puerta trasera hasta que por fin sale Gwendolyn, con rulos.

—La barca, el lago, un golpe en la cabeza —farfullo.

—¡Mamá! —gimotea Gwendolyn—. ¡Mamá, ven corriendo!

Tiendo a la pequeña Alice en el asiento trasero del coche.

Gwen levanta el borde del mantel y cubre el pecho descubierto de Alice.

—Parece demasiado mayor para bañarse en cueros.

—La he traído yo —digo, cuando la madre sale corriendo. Mira a su hija y se introduce a toda velocidad en el asiento del volante.

—¿También usted necesita un médico? —pregunta la madre. Muevo la cabeza, sin darme cuenta de que mis pies sangran.

Podría haberla llevado a mi casa, conservándola a mi lado, pero se la he restituido, ¿es lo que ella hubiese querido?

—Se ha dado un golpe en la cabeza contra el fondo de la barca.

—Maldito lago —dice la madre, encendiendo el arranque. El motor rechina, tarda en prender—. Maldito sea.

Gwendolyn cierra la puerta del coche. Estoy en la orilla de la carretera. El auto se aleja.

No sé qué hacer. Vuelvo al lago, el bote ha desaparecido, la corriente se lo ha llevado, junto con los restos del almuerzo, la ropa de Alice, todo lo que constituyen pruebas.

Un baño, una bebida, otra bebida, ropa seca, una venda para mis pies, y conduzco a la ciudad, aparco junto a una cabina de teléfonos enfrente del hospital.

—En buen estado —dice la enfermera.

—¿Bueno?

—Sí, está bien. Ingresada para observación, conmoción cerebral.

—Sí, se dio un golpe en la cabeza. ¿Pero se encuentra bien?

—Sí, está bien. ¿Dice usted que es su padre?

—Sí, es estupendo —digo, colgando. Bien es como decir mejor o muy bien, es esperanzador, promisorio. Significa que todo se arreglará.

Solo esa noche, no duermo en absoluto. Estoy acostado en el lado que ella ocupa en la cama, con la cabeza en la almohada donde normalmente ella descansa la suya. Hundo la cara en la almohada y aspiro el olor de una niñita que no se baña a menudo, dulce sudor sucio. Todavía adheridos al bastidor de la cama, hay mechones suyos; me los meto en la boca y los chupo. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

Dolor. El dolor me despierta. En el brazo. En el pecho.

—Respira —me está diciendo el sargento—. Respira.

Me están dividiendo, partiendo en dos, una aguda punzada de dolor me parte el pecho.

Me pasan sales por delante de la nariz. Estoy en el mar, estoy en la orilla. Estoy en la consulta del médico, huele a consulta de médico.

—Respira.

Estoy despierto, incorporado. Estoy en la silla, todavía en la silla, en la sala del comité. Sus miembros han desaparecido. Veo sus espaldas cuando se retiran y franquean la segunda puerta. Me rodean guardas. Desatan mis cadenas.

—¿Hemos terminado? ¿Qué ha ocurrido? ¿Les he espantado?

Nadie me responde. ¿Han oído mis preguntas? ¿Las he hecho siquiera en voz alta?

—¿Estás bien? —pregunta el sargento.

—Creo que sí.

—Debes de haberte desmayado. Estas audiencias crean mucha tensión, y a tu edad…

Me levantan para ponerme de pie y luego me conducen, casi en andas, a través de la misma puerta por la que he llegado. No hay puerta número tres hoy.

La llave no abre el cerrojo de la puerta. El sargento prueba la mitad de su manojo, en busca de la llave buena. Los guardas, mis escoltas, me pasan de aquí para allá entre ellos, turnándose para probar llaves.

—¿Qué hora es? —pregunto.

Cada vez más nerviosos, los guardas de escolta preguntan:

—¿Es ésta su celda?

—Ah —dice el sargento, insertando la llave en la cerradura, y abre la puerta.

Es mi celda, mi vieja celda de siempre. En casa.

Todo está como estaba. Con profundo alivio, los guardas me empujan dentro, desatan la cadena del vientre, los grilletes, las esposas.

—¿Eso es todo? ¿No hay más?

—Mañana —dice alguien—. Se terminará mañana.

Y luego la puerta se cierra, corren el cerrojo y me quedo sobre los jirones del colchón.

Mis pertenencias siguen estando sobre el bastidor del catre, dispuestas para el traslado. El verlas ahí, todavía esperando, es un insulto. Es como si mis propias posesiones se hubieran puesto en mi contra. El cristal del estuche Schmitt está roto. Cuando lo dejé esta mañana hubiese jurado que estaba intacto. Pero ahora está roto, aplastado sobre mis antiguas mariposas. Levanto la tapa y el cristal se desmiga.

De mi caja de costura, saco un carrete de hilo y paso una fina línea blanca alrededor del cuerpo de las mariposas. Sosteniéndolas en alto, encima de mi cabeza, las vuelo como cometas, trazo círculos aéreos, las giro en el aire. Vetusta Delicada, Dama Pintada, Azul Ordinario. Viejas y endebles, se desarman, las alas se desprenden con facilidad de la cabeza. Se desmenuzan en polvo entre mis dedos.

Llega la cena, una bandeja deslizada por la mirilla de la puerta, el agujero de Henry.

—Tiene que haber un error —grito al guarda, devolviendo la bandeja por la ranura.

El guarda empuja de nuevo la bandeja hacia la celda.

—No —digo, devolviéndola—. Es un error, tiene que haber un error.

—Piénsatelo —dice, cogiendo la bandeja, y se aleja por el pasillo—. Puto lunático —le oigo murmurar.

No te preocupes, me digo, no te preocupes.

Mi celda es un desbarajuste, sembrada de desechos, de restos de mi embalaje. Lo aparto todo a un costado y encuentro papel y pluma. Escribo una carta, una carta a mi amor, un poema precioso, poniéndolo por escrito, el dulzor espeso. Ya está hecho. Le suplico, le imploro que vuelva.

Henry me llama, que me acerque a la puerta.

—Tengo algo para ti. Un regalo, un toquecito.

—Oh, no sé —digo, súbitamente deprimido, inquieto por mi adicción incipiente.

—Lo he preparado para ti, es especial —dice Henry—. No has cenado, así que prueba mi pequeño mejunje. Prueba, sólo prueba.

Y una vez más adopto sinuosidades de contorsionista y aplico la boca contra la ranura de la puerta. La vieja jeringa de Henry aparece en el agujero, la aguja me toca la mejilla.

—Levanta la lengua.

—¿Está esterilizada?

—La desinfecto cada vez con cloro.

Levanto mi lamedora.

—Tenla así —dice Henry. La aguja está en posición debajo de mi lengua. La droga entra, la aguja sale. Caigo hacia delante, dormido al instante.

En mi sueño conduzco un camión amarillo.