UNO
¿Quién es ella, afligida por esta adicción, ese gusto extrañamente adquirido por la carne más tierna, para contar una historia que a algunos os provocará sonrisas y sonrisitas, pero que a otros les suscitará la ardiente determinación de poner término a este horror, a esta pesadilla? ¿Quién es ella? Lo que más os asustará es saber que ella eres tú o yo, uno de nosotros. Sorpresa. Sorpresa.
Y quizá os preguntéis quién soy yo para interferir, para actuar de traductor entre ella y vosotras. Poseo el habla, el ritmo y la rima de un hombre viejo y singular que ha estado encerrado demasiado tiempo, castigado por satisfacer sus apetitos.
Justo es decir que veo en ella las semillas de mi juventud y el recuerdo de otra chica a quien no pude evitar conocer.
Alice, os digo su nombre suavemente, y os sugiero que si lo sostenéis con tanto cuidado como yo, apretado fuerte contra el corazón, quizá al final llegaréis a entender lo confuso que puede ser el latido de dos corazones tan similares, y el que uno de ellos, finalmente, tuviera que detenerse.
Y ahora, por poca cosa que seáis, sabéis quién soy… y mi disfraz os parece la tonta senilidad pueril del que ha pasado largo tiempo entre rejas, de la buena cabeza que se ha echado a perder. Pero también sabéis que mientras digo esto me siento como un concursante de Mi materia; tengo delante al tribunal, a sus tres miembros, con los ojos vendados: este detalle debería causar cierta excitación en algunas de vosotras. Me hacen preguntas sobre mi profesión. El auditorio me mira directamente y al reconocerme en las reproducciones a media tinta de mi rostro sueltan una risita sofocada. Soy el primer pervertido, el primer amante de muchachitas que han tenido en el programa. Me honra. Me conmueve. Cuando creo que nadie mira, me toco.
Y quede dicho que profeso la mayor admiración y respeto por la joven de quien hablamos; en general por todas las jóvenes, mejor cuanto más jóvenes. Cumpliendo mi condena, me he convertido en el corresponsal principal, el experto máximo, en estas cuestiones. Desde cerca y desde lejos, la juventud y la belleza, y otras que no tienen la fortuna de poseerlas, solicitan mi opinión, mi análisis de estas situaciones.
Al principio me retenían a menudo las cartas, me las entregaban abiertas y marcadas con largos pasajes negros, la celosa tinta de la mano dura de mis carceleros. Les molestaba que yo tuviese admiradoras —todavía las tengo—, pero en un momento dado llegaron a entender, cosa que las investigaciones corroboran, que no somos de una especie que obre en grupos, tribus o manadas. No somos una organización, una maquinaria política, no poseemos un objetivo común y por lo tanto se nos considera demasiado difusos, patéticos y egocéntricos como para causar una revolución. De modo que mi correo empezó a llegarme sin tropiezos y me lo entregaban sin abrir, carecía de interés. También, en el curso del tiempo, me han cambiado de guardianes dos, tres y cuatro veces, según los distintos gobiernos, según la temperatura del clima social, etc. Y aunque mis carceleros me han olvidado en gran medida o me descuidan —sin duda debido a mi avanzada edad—, el correo continúa llegando con asombrosa regularidad.
No soy, por desgracia, el corresponsal que fui. Lo leo todo, pero, muy a menudo quizá para algunas de vosotras, no contesto. Ya no pienso que cada pregunta merece una respuesta y ya no me puedo permitir gastarme el dinero de bolsillo en sellos.
Sin embargo, hay excepciones. Lo que me atrajo de aquella ofrenda concreta, de aquel sobre grande y plano —concedo importancia a la página que no está doblada, al documento tan valioso que no se puede manosear o alterar para que entre por la angosta ranura de un buzón, y cuyo contenido es de tal trascendencia que debe entregarse en mano al jefe de la estafeta de correos para que él se ocupe de hacerlo llegar a su destino lo antes posible—, lo que me interesó de aquel volumen bien mecanografiado fue la voluntad de su autora de trascender, de flirtear, al margen de la categoría o grupo que había elegido.
Entre los de mi género, lo que más me disgusta es la reluctancia a explorar, e incluso a reconocer, una atracción distinta de la propia. Nosotros —como los «sanos»— actuamos como si nuestro palacio de placer fuese superior, como si no existieran otros. Esta falta de aprecio por un mundo de actividades más vasto me causa una tristeza que casi, maldita sea, lo estropea todo. ¿Por qué no festejar la gama completa? Que ella también plantease esta pregunta constituye quizá la raíz de su atractivo: eso y el hecho de su atracción por él, su atracción por contármelo, el modo en que me recordó a mi querida Alice. Y, para ser sincero, no recibo mucho correo de chicas. Inmediatamente les contesto con una breve nota introductoria: «Muy interesante. Por favor, envíame una foto tuya que me ayude a comprender mejor».
Ella contesta con una nota suya: «A la mierda las fotos. ¿Qué eres, un pervertido?».
Otra vez me han pillado. Me han devuelto a la humildad, a mi sitio.
«Sí, querida», anoto en una simple tarjeta blanca.
Había albergado la esperanza de captar en una foto suya una porción que me gustase, una parte todavía infantil: muchas veces subsiste un pedacito hasta que uno está bien adentrado en el segundo o tercer decenio. En ocasiones es sólo la barbilla, un trozo del cuello o el lóbulo de la oreja. A veces es una esquirla que todavía no ostenta ninguna marca. A partir de ahí puedo proseguir, concentrándome en ese lugar, ese segmento de juventud, rellenando el resto, en la medida en que haga falta, de mi recuerdo de cómo fue antaño. Pero ahora me estoy adelantando.
Soy anticuado en el hecho de que mi concentración en este aspecto forma parte de un orden que según muchos de mis iguales ha pasado de moda hace mucho tiempo. Mis colegas estetas en esta gran colonia de filias insisten en que soy un clásico. Me interesan los acoplamientos que a lo largo de la historia han propagado la especie humana. Comprendo que para muchos el interés auténtico, la corriente contemporánea, radica en lo que algunos consideran el máximo refinamiento, la conexión de partes relacionadas ya sea por matrimonio, lazos familiares o la cercanía y la querencia del mismo sexo: los ajustes endiablados, las alteraciones fascinantes y las gesticulaciones asociadas con el emparejamiento de dos objetos similares. Pero os pido que tengáis paciencia conmigo, que permitáis esta reconsideración de la más tradicional de nuestras especies. Todo no se perderá.
Ella me escribe: Tienes una forma de hablar tan especial…, ¿estudiaste en escuelas inglesas? ¿O es un defecto del habla? A una amiga mía tuvieron que ponerle un «tutor de dicción» durante todos los años de instituto.
Respondo: Licenciado en Letras en 1961 por la Universidad de Virginia. El defecto de habla es afectado.
Oh.
Antes de continuar tengo que pediros también que disculpéis las idiosincrasias de mi sonido, de mi pensamiento, porque hablo tan poco en estos tiempos que todo lo que digo parece que se proyecta hacia delante y acopia referencias y vínculos con el pasado y el presente según pasa. Mi acceso a la sociedad es tan limitado que lo que se filtra me resulta mucho más querido, rebosa de trascendencia y significado. Con frecuencia me conmuevo hasta las lágrimas, o peor, o aún más. Aquí también podría explayarme, y lo hago, pero más vale que nos ciñamos a la historia en cuestión, que es la de ella, no la mía. La mía es demasiado familiar; sólo consiste ahora en altas horas de la noche en mi celda, el catre contra la pared, un televisor en color —regalo de una admiradora anónima— sobre una silla alejada, la rueda de luz de color espectral irradiando a través de las paredes blancas, arrojando sombras sobre la quietud nocturna. A solas, miro la televisión con el tapón del auricular apretado contra el oído, y a veces tengo compañía: comparto el televisor con Clayton, un joven asesino de Princeton, bien adaptado, que se ha tomado a pecho la fantasía de la cárcel. Tenemos cable, robado de un alambre de la pared, que funciona bien cuando sopla un viento propicio. Ponemos el volumen bajo para que los guardianes no oigan nuestros gruñidos, nuestros aullidos, nuestras lágrimas, y se lleven el juguete. Sentados en el borde del catre, vemos Visiones de un mirón, Entrevistas al desnudo, Robyn Byrd, anuncios de compra por teléfono, llame al 970-Pipií (la i de más significa un pis suplementario), Tías con polla. Y, para no parecer un hipócrita, estoy horrorizado, sin aliento. Por primera vez noto mi edad, en los huesos débiles y en la congoja. Pero me atraen esas cosas, ésa es la naturaleza de mi dolencia, que me atraigan demasiadas cosas. Y me horroriza y me entristece.
Cárcel. Suena el timbre. Norte de Nueva York: la piedra angular dice 1897. Mi celda, en un ala denominada únicamente Oeste, no ha sido reamueblada en noventa y siete años, llevo horas levantado. No hay descanso. Tomo notas: empiezo a sentir que el reloj corre más deprisa, no me queda mucho tiempo. Los timbres son los signos de puntuación del día. Suena el timbre y de repente he vuelto. Estoy aquí, en la cárcel, justo cuando empezaba a evadirme.
Recuento matutino. Plantado ante la puerta, la entrada de mi celda. A mitad de pasillo comienzo a oír los nombres: hay días en que oigo hasta Wilson, pero lo más frecuente es que capte hasta Stole o Kleinman. Oigo sus nombres, conozco sus delitos. Algunos días pienso que a Kleinman deberían haberle caído de quince a veinte años, y otros, de cinco a diez. ¿Por qué cambio de idea?
—Jerusalem Stole —llama el sargento, a cuatro puertas de la mía.
—Es un error…, llámeme Jerry —responde Jerusalem.
Me remango la camisa en un intento de recomponerme.
—Frazier —llama el sargento, y Frazier, mi vecino de al lado, responde:
—Sí, ¿qué pasa?
Me mantengo alerta. Cuando pronuncian mi nombre, me reviso a mí mismo, repaso mis delitos y guardo un extraño silencio.
El sargento repite mi nombre. Aprieta la cara contra los barrotes de mi celda y pregunta:
—¿Todo bien?
Asiento.
—¿Entonces por qué no contestas?
Me encojo de hombros.
—¿No tienes nada que decir?
Sus llaves tintinean. Aquí hay puertas, cerrojos, que creo que no sirven absolutamente para nada. Puertas de broma. Puertas falsas, corredores que son caminos a ninguna parte.
—¿Qué hora es? —pregunto al sargento.
Sobre la entrada de este lugar, y lo vi solamente una vez, cuando entraba, hace veintitrés años, sobre la entrada hay un reloj de pared gigantesco con una sola manecilla.
—¿Qué hora es?
—Una pena ¿no? —dice el sargento, insertando las llaves en el cerrojo para abrirme—. Es la hora del desayuno.
Huevos mojados. Tostadas secas. Cuenquitos de cereales. Leche.
La chica. Ha vuelto a casa en las vacaciones de verano, ha regresado con su familia después del segundo año en una destacada universidad femenina cuyo nombre mantendré en secreto, para ahorrar a la institución la vergüenza o quizá el orgullo, según el administrador al que uno se dirija. Y aun cuando se admitan las ventajas de una educación no mixta, los altos logros que obtienen las pocas universidades que quedan de ese género, rara vez se habla de los reveses, de la exigencia de que el cuerpo suspenda su desarrollo y sus inclinaciones mientras se estimula el crecimiento del intelecto. Este desequilibrio provoca dificultades, un trastorno específicamente femenino en el que la mayoría de síntomas físicos se manifiestan en posturas extrañas (políticas, sociales y sexuales), en una letargia malsana y hostil, una atractiva perplejidad del ojo y, como se ha analizado, una especie de sensación de hormigueo no del todo desagradable en los puntos más complacientes del cuerpo.
Su carta evidencia que lleva años buscando, descubriendo lugares donde enseñan toda la variedad y las versiones de su elección, donde se puede curiosear y donde es fácil hacer compras pasando inadvertida. Va a los parques públicos que puntean todas las ciudades de América, a los campos de béisbol y de fútbol donde ellos juguetean vistiendo los uniformes de la juventud y la liga. Se zurran y se pisotean, saltan los unos sobre los otros, arrojando su carne liviana contra la de sus amigos, y se abofetean y se pegan como si fuera lo único importante, como si nadie mirara o a nadie le importase.
Se sienta en las bandas y aplaude alegremente. «Vamos, vamos, vamos», grita cuando un equipo marca, cuando el bate golpea la pelota y el jugador pisa la tercera base y corre hacia la suya.
Frecuenta esos lugares donde se congregan las familias —zoos, funciones de circo, teatrillos de marionetas— y observa a cada familiar entre los suyos, les ve pelearse por tentempiés y souvenirs, envolver sus labios y manos regordetas en las espirales esponjosas de algodón de azúcar de colores artificiales, cajas de Ases, globos de helio, banderines de fieltro comprados para las niñas y los niños buenos. La puedes encontrar en salones de juegos recreativos y en galerías comerciales donde los padres frustrados y hartos de esas criaturas depositan a su progenie como si esas modernas estructuras, esa arquitectura mercantil y de intercambios, ese edificio mismo, fuera un canguro con experiencia.
En un caso como este del que hablamos, en el que alguien ha estado buscando tan ansiosamente y durante tanto tiempo, cabe dentro de lo posible que una acumulación de fantaseos oculares exacerbe la atracción corriente y que, en consecuencia, la presión real dentro del ojo causada por la frecuente dilatación de la pupila provoque una turbación no muy distinta de la que se produce en otras zonas. En su apogeo provoca una especie de ceguera —casi clásicamente histérica— en el curso de la cual ella no ve lo que está haciendo, dando a luz, por así decirlo, la idea de que aferrar la carne masculina constituye simplemente una mano que se extiende en busca de un rumbo.
Quizá, de un modo totalmente distinto de como previamente se ha expuesto, quizá en verdad ese chico es su guía más que su demonio. Hace mucho que sospecho que la juventud sabe mucho más de lo que le permite articular la sima de azúcar glaseado que separa el cuerpo de la mente.
El semestre de primavera una cagada, dos pendientes para julio, por lo demás… ¡libertad condicional académica! ¿Una redacción que hacer, de veinte a treinta páginas sobre «La personalidad delictiva»? ¿Me atrevo a presentar mi propio diario?
Algo me corroe, no sé qué. Migrañas. Aaaggg.
¿Cómo hace para divertirse en ese sitio?
Al sexto día después de su regreso, transcurridos los cinco anteriores en un estado de sedación profunda, un período cuasicomatoso, de reacción en cadena, de reajuste vinculado con la bioquímica, repleto de jaquecas lo bastante fuertes como para aconsejar el uso de medicamentos, la combinación flipante-alucinante de Fiorinal y Percocet —pasa el frasco, cielo— y el desarrollo de toda una serie de síntomas plenamente relacionados con la vida de una chica de diecinueve años —anorexia seguida de atracones de la buena cocina de mamá, un sentimiento de hinchazón, cuatro rabietas como réplica a declaraciones de amor, náuseas, sueños extraños sepultados en el sueño profundo de la cama propia, diarrea—, limpieza y reorganización del ropero, aún más restos de la inacabable provisión de residuos de infancia metidos en bolsas de plástico al final de la entrada para que se los lleve el Ejército de Salvación, purgas.
—Es el agua. El cambio de agua nunca te sienta bien —dice su madre.
El séptimo día se levanta como nueva y se lava y se viste con esmero: en el ritual matutino ha usado un gel de baño y ducha de componentes florales, además de un dentífrico fresco de menta, un desodorante de talco adecuado a la acidez del sudor femenino —pronto transpirará, la maldita—, y también un toque del Chanel de su madre aplicado en la columna justo encima del arranque de la raya del culo. Las minucias de sus abluciones no son tanto descritas como deducidas por mi propia interpretación, mi conocimiento más personal de ella. También añadiré que por supuesto que ha usado una cuchilla encontrada en la ducha, cuidando previamente de aplicarse espuma del jabón hidratante de su madre, para afeitarse las piernas, las axilas y, como un obsequio para mí, los pocos vellos púbicos dispersos en la cara interna de los muslos. Gracias sean dadas a Dios por la exactitud, el trazo limpio de la doble hoja. Luego se ha puesto su disfraz —un par de shorts anticuados, varias tallas grandes, y una camisa desechada por su padre—, ha bajado a tomar el refrigerio matinal y luego, ataviada para la oscuridad, ha salido a buscar a su hombre.
La intensidad nerviosa generada por estos preámbulos, estos pensamientos a punto de convertirse en actos, fue enorme. Cuando su madre le preguntó «¿Adónde vas?», con una voz encantadora y cadenciosa, rompiendo la concentración, turbando la frecuencia de los pensamientos de su hija, la naturaleza obsesiva y compulsiva de su plan, sus movimientos mismos, la niña pareció parpadear y, durante una fracción de segundo, perder por completo los estribos.
—Cariño —repitió su madre, siguiendo a la todavía jovencita en sus desplazamientos de un lado para otro, una carnívora atrapada de repente, con el claqué de los tacones de su madre a la espalda—. Te he preguntado adónde vas.
Nuestra heroína se volvió hacia su madre y vociferó: «Fuera», exhalando el aliento de deseo maduro contra la cara de su madre. Ésta, abrumada, retrocedió cuando la hija salió rápidamente por la puerta, dando un portazo contra el pesado tope de madera, la entrada de la tumba que deja detrás.
Fuera. La gran Westchester abierta de par en par albergaba la claridad de una mañana de finales de mayo. Las flores sobre la tierra, los retoños a punto de florecer, el cielo claro y brillante del estado de Nueva York, el aire ni frío ni cálido, sino sólo agradable, y el silencio de las calles del barrio residencial que se extiende denso como una sábana de lana y amortigua cualquier sonido o impulso que pudiese acechar debajo.
Baja la calle y tuerce, creyendo que va a seguir el camino largo, el que no es un camino en absoluto, creyendo que da la impresión de que no tiene ningún objetivo. Ir derecha a casa de él, apostarse al pie del camino de entrada, con los binoculares apuntando a la ventana de su dormitorio, sería algo tan dolorosamente obvio, tan patéticamente aburrido, tan terriblemente exento de dramatismo, de anticipación, de todo lo que crea ambiente y recuerdo, que resultaba impensable. Y gracias a Dios que a ella ni se le pasaría por la cabeza. Gracias a Dios su mente era lo bastante sutil y astuta como para que no se le llegara a ocurrir semejante estupidez. Perdóname por haberlo mencionado siquiera.
Tiene el corazón henchido cuando dobla la esquina. El castillo del padre del chico está intacto. La puerta del garaje permanece abierta, ella ve los juguetes —bicicletas, trineos, esquíes, una canoa—, los accesorios propios de la comedia, recostados contra la pared del interior. Para cada uno de ellos puede elaborar un guión, una escena y una manera en la que le gustaría verlos usados. Ve la camioneta familiar parada, con sus parachoques cubiertos por la infantil —y por consiguiente dispareja— escritura de lo que algunos podrían considerar humor. Si Puede Leer Esto, Es que Está Demasiado Cerca, Los Bateristas Lo Hacen con un Palillo, Pita si Quieres… En un trajín de alboroto, traqueteo y zumbido, el hermano pequeño viene disparado por el camino en su bicicleta «Noria». Aquí la cito a ella textualmente, no muy seguro de lo que describe exactamente, pero imaginando algo así como un monociclo. Ella ve al pequeño, pero no le interesa ni le divierte: demasiado serpenteante. Lo sabe por el semestre que ha trabajado en un proyecto de guardería, tras haber abierto y cerrado tantas cremalleras, bajado y subido tantos pares de pantalones, y haber presenciado de cerca las peculiaridades de los genitales infantiles en su forma más rolliza. Ella diría que aunque sea dulce, aunque sea tierno, no es suficiente; no es nada más que la materia de un broche precioso, una escultura moderna para lucimiento de los desposeídos envidiosos. La polla y los huevos querubinescos, como otras tantas miniaturas, al igual que la huesuda cría de ave, es mejor observarlos que pedirlos, más vale mirarlos desde la otra punta de la habitación que comerlos en tu propio plato. Así pues, ella permaneció en la acera mirando al hermanito hasta que éste empezó a observarla a su vez, y entonces ella asintió y echó a andar calle abajo hacia el patio del colegio.
Su chico había estado sometido a observación durante varios años; no era su primer chico, por supuesto, había habido otros y más precoces experimentos, pero aquél iba a ser, ella esperaba, su primera conquista completa. Le había descubierto dos años antes de la manera más anticuada: en el patio de recreo detrás de la escuela. Tenía nueve o diez años y le escoltaban dos acompañantes gemelos, la ensambladura de su ego, el séquito entero luchando por dominar la técnica del monopatín. El juguete era nuevo y él, encima del juguete, estaba más bien descoordinado. Los tres chicos se hallaban en esa edad de blandura suprema en que los músculos a la espera de florecer están envueltos en una capa de carne de mediano grosor, sumamente estrujable. Estaban en ese punto en que si alguien los cogía para asarlos o hervirlos, serían de lo más sabroso. Nuestra chica consideraba una lástima que en los alrededores de los condados de Westchester y Dutchess a nadie le obsequiasen con el sabor de carne joven. Pensaba que quizás una o dos veces al año, en el curso de alguna gran festividad, habría que cocinar a uno de ellos, chico o chica, y ofrecer a los residentes una brocheta guarnecida con deliciosas cebollas asadas, zanahoria, tomate maduro, pimiento, los ingredientes de los shish kebabs. Pero admitía a regañadientes que un acontecimiento bianual de ese género podría desembocar en un frenesí alimenticio que destruyese la especie, que llegase a extinguirla. En definitiva, se ha dicho durante siglos que en cuanto determinados animales prueban la carne, no hay vuelta atrás, y desde luego que un chico o una chica pubescentes pertenecen a la categoría más madura, roja y suculenta de los alimentos que provocarían una reacción semejante. Es muy posible que tan sólo el aroma de sus jugos desbordando de la parrilla podría inducir una salivación incontrolable por parte de los carnívoros de todas las partes del mundo y una enorme afluencia en todos los pasos de frontera nacionales e internacionales. Por lo tanto convenía, en principio —aunque a mí no se me convence tan fácilmente—, en que si bien esta masiva degustación pública probablemente no era aconsejable, su represión estimulaba y hasta mendigaba unos pequeños mordisqueos en casa.
Ansía catarle, pero ha aguardado, le ha concedido primero un año y luego un segundo verano de asado lento, y ahora ha regresado con la esperanza de encontrarle cercano a la perfección, hecho. La chica babea.
El patio de la escuela está vacío. Los columpios permanecen inmóviles. Una mujer con una sillita de niño pasa llamando: «Jeffrey, Jeffrey, sé que estás ahí, sal, sal de donde estés».
Ella prosigue su marcha —nuestro buen soldado—, toma un rápido atajo a través del pavimento pintado del recreo, cuatro cuadrados y rayuelas, y cruza a la calle más ancha que lleva a la ciudad. Hasta ahora no se le ha ocurrido que podría costarle horas, días, encontrarle, que quizá le hayan mandado a algún lugar de vacaciones de verano. El pánico la marea, le empaña la visión, pero los contornos, el perfil plano del horizonte de la ciudad a lo lejos, la inducen a persistir en su objetivo.
Si él se ha ido, todo estará perdido, lo único que iba a haber —tras un cultivo tan minucioso— era este verano concreto, éste, el momento cumbre, el último torrente de belleza y esperanza. En octubre su chico será demasiado corpulento, musculoso, henchido de sí mismo. Pero aquí, ahora, subsiste el calor frágil, flexible, tan próximo al corazón.
Campamento. Confía en que la ropa del chico no hayan sido ungidas con etiquetas de identidad que se marcan en la tela con la plancha, nombre de pila, segundo nombre, apellido, que no le hayan endosado una bolsa de lona de esas que se heredan y embarcado en un autocar rumbo a las colinas verdes, las montañas azules, los grandes lagos vítreos del noreste. En un arranque destructivo, se imagina enterándose de la ubicación exacta de su chico por medio de las exigidas cartas semanales que el cartero deposita sin ceremonia en el buzón de sus padres.
«Queridos mamá y papá: Juego cantidad al tenis y aprendo tiro de escopeta y manualidades. Le di un golpe sin querer a un niño de Rhode Island con un palo de golf y le han tenido que poner puntos, pero nadie le tiene simpatía, así que no pasa nada. Mandadme las gafas y algún chicle decente, no de los sin azúcar, sino de los que hacen globos. Os quiere».
Ella le dará caza, se colará por las puertas disfrazada de nuevo marmitón de la cocina y, cuchillo de carnicero en ristre, se deslizará de cabaña en cabaña durante de la noche, probando pedacitos, unos tajos en cada camastro, hasta que le encuentre.
Campamento. Árboles de hoja perenne. Un comedor de troncos y cemento. Cabañas bajísimas desperdigadas por el terreno. El aire en el interior de la cabaña es frío y húmedo, lleno del acre olor a carne de los chicos. Ni un indicio de que la civilización está a tiro de fusil. Aquí se ejercitan, lanzan flechas al cielo, izan mástiles y cuerdas, estudian las marcas identificativas de arañas y serpientes, emprenden expediciones vespertinas, pasan noches de supervivencia en lo recóndito del bosque, con la piel pintada de un repelente de insectos, navaja multiusos, cada acampante equipado con una linterna, una barra de chocolate y un comunicador con código Morse. Ella piensa en los quinientos chicos, la excitación, el alboroto, los juegos violentos comparados con sus recuerdos de los veranos que ha pasado en campamentos exclusivamente femeninos, enviada junto con otras chicas a las colinas de Pennsylvania. Nadar en el lago oscuro y musgoso, un pez zapatilla que te besa los tobillos, los pies atrapados por una tiniebla misteriosa en el fondo, el país del agua, un limo desconocido que eternamente amenaza con abrirse y engullir de un solo trago a una regordeta muchacha del campamento, la burbuja de un gran eructo que aflora a la superficie. El agudo aguijón del silbato de estaño de la guardiana ordena a las pequeñas que salgan del agua, que vuelvan a tierra firme. Desde aquí, a pesar de que tengo la panorámica obstruida, creo alcanzar a verlas como a plena luz del día; la piel perlada de gotas de agua, el nailon, el algodón tejido a ganchillo de sus bañadores, que se adhieren. Veo la línea de los muslos, las nalgas compactas y perfectas, la cabeza de alfiler de las tetillas duras, la pequeña, delicada, descendiente V que señala la rendija tersa, el camino al palacio de la reina. Las veo nadar a braza, de costado, a crawl, hacia la salud y la buena suerte, y, Dios, yo quiero una, cualquiera me serviría. No quiero tanto verla —eso sería demasiado, suscitaría demasiadas comparaciones—, como cegarme, cerrar los ojos y simplemente palparla. Y quizá ella se compadeciese de mí, como si yo fuera un viejo lisiado, y me dejara tenderme a su lado en su endeble y estrecho catre.
Oigo mil voces femeninas que cantan pidiendo la cena, que canturrean suavemente: «Hoy mientras las flores todavía se aferran a la vid».
Las acompaño a la cabaña. El cuchitril apesta a la infinita variedad de pulverizadores y jabones con los que se untan y que convierte la choza en un invernadero, una pesadilla de intoxicación herbácea para el cuidador del vivero, que sin duda hará resollar, jadear y buscar aire a cualquiera con la más leve predisposición a las alergias. Las acompaño a su hogar transitorio y las observo mientras se preparan para dormir, corretean por la cabaña, se turnan en los lavabos y retretes y se peinan con cepillos anchos sus largos cabellos. Hay tantas en movimiento que es imposible fijarse en una sola. La acción aquí radica en el movimiento de la habitación, las vueltas y revueltas, tanta ropa que se pone y se quita. Prosigue durante diez, quince minutos o más hasta que finalmente todas están lavadas, en pijama y ortodóncicamente listas para dormir. De este modo se congregan alrededor de la mesa, en el centro del cuarto, y las monitoras —mujeres también jóvenes y comprensivas, recién sobrepasada la flor de la edad— recitan la oración nocturna, la súplica a Dios de que al despuntar el día cada chica sea más juiciosa, más dispuesta y generosa consigo misma y con las demás. Amén.
Y luego las doce niñas forman dos bonitas filas y una por una las consejeras aplican sus labios ejercitados sobre el centro de sus mentes, la frente cuadrada. Bendición cumplida. Las niñas, tras el beso de buenas noches, se van a la cama. Chist, chist, chist, la última palabra de las monitoras.
Y los susurros cesan. Chist, chist, chist, y buenas noches. Se apagan las luces.
Es como si estuviera medicado, sedado. Calmado. Apaciguado. Mi respiración es regular. Estoy en el cielo, acurrucado entre criaturas nínficas: las maravillas de pezones rojos de Courbet; La siesta, me siento conmovido; el Júpiter y Caliste de Rubens; identificado con los héroes tocadores de tetas del lienzo; Segunda Escuela de Fontainebleau, Gabrielle d’Estrées y su hermana la duquesa de Villars. Me siento fortalecido, la presencia de esas obras en mi memoria, la capacidad que mis sentidos tienen de invocarlas, me la pone dura. Ojalá estuvieran aquí esas pinturas para poder extender los lienzos sobre mi cama y limpiar mi cara reseca sobre ellos, sepultarla entre los muslos sedosos de tantos bomboncitos. Y quizá, queridos, reconozcáis que aun cuando esté prohibida la entrada de pornografía en la cárcel —aunque claro que entra, camuflada de las formas más peregrinas: escondida en cajas de cereales para el desayuno, grapada con impresos fiscales del estado de Nueva York—, lo que me interesa no son los conejitos trasquilados de los años setenta ni el pecho sobreabundante de los ochenta. Como tan a menudo he recalcado, soy un clasicista y me gusta la pintura al antiguo estilo. El arte consiste en recordar, en atrapar la luminiscencia de la pintura, la textura y el olor de su mezcla con el aguarrás, saber los meses que tarda en secar, la propensión que tiene a desplazarse, a alejarse de la mano del pintor en busca de una mayor comodidad en una posición más idónea. Cuando en el apogeo de esta institución impartían cursos de formación, seguí los que daban de arte, pero cuando mis bodegones se volvieron demasiado realistas, cuando insistía en exprimir grandes pegotes de pintura con mis manos y en aplicar luego la garra pintada sobre el papel aprestado, modelando pechos y nalgas, orificios abiertos para el miembro, me sacaban amablemente del cuarto, me lavaban las manos con ayuda de otras en el fregadero del taller y me devolvían a mis dependencias sin ninguna explicación. Lo que más me dolió es que se quedaron con todos mis cuadros, se los llevaron todos. Vinieron a limpiar mi celda y yo lloré. Pasé toda la noche revolcándome y bramando: «Pero si son míos, míos», y ni siquiera me ofrecieron un fármaco para aplacar la expresión franca de tanta desesperación, aun cuando sé perfectamente que mi expediente dice que tengo derecho a medicinas cuando estoy tan trastornado. Aquella noche me dejaron sufrir, con la pintura todavía húmeda entre las uñas, y la cutícula y la carne alrededor de las yemas de los dedos casi constantemente manchados. Me los chupé, ingiriendo los pigmentos, el plomo, con la esperanza de que me hiciera bien, de que el sabor putrefacto de componentes tan zafios me acercara a alguna esencia de mí mismo.