ONCE
Pareces tan impaciente. ¿Cómo puede ser tan impaciente alguien que se ha pasado veintitrés años en la cárcel? ¿No es malo para tu tensión arterial? ¿Con cuántas chicas has estado? ¿Con diez, cincuenta o cien? ¿Eras un pedófilo voraz? ¿Te importa que lo llame así? Mi madre dice que soy demasiado sincera, ¿es posible serlo? Volvamos a ti: ¿siempre supiste que eras como eres? Me figuro que soy como tú, pero no lo dirías al verme, todo el mundo dice que soy tímida, un poco pesimista, y que florecí tarde. ¿Tú crees que no soy corriente?
Hoy ella me impulsa más adentro. Me induce a conocer cosas de mí mismo, cosas que conozco ya demasiado bien. Maldita sea. Maldita. Estoy rabioso. Estoy atrapado. Appfelbaum llama a la puerta y pregunta que, si yo jugara con él a las damas, coronaría su rey. Hoy le machacaría la cabeza con un bate de béisbol. Quiero algo distinto, ver y oír algo completamente diferente. Quiero huir de mí mismo.
Que ella esté ahí fuera, sin riendas, sin domesticar, sin instruir, libre para callejear, para comer, para satisfacer su deseo, su antojo. Que pueda perseguir su fantasía, su estúpida delicia veraniega, me enfurece. Y que yo, un auténtico experto, un talento sin parangón —vale, vale, casi sin parangón, para que no me creáis un egomaníaco—, esté enjaulado, restringido de este modo, supera mi comprensión, mi sentido de la justicia, de todo lo que es bueno y lo que es malo, del bien y del mal. Soy un buen chico y ella es una chica malísima.
Alice está loca de alegría. Me ha encontrado desnudo a la orilla del lago. Digo algo agudo como: «Tranquila, idiota». Y completo esta prohibición con: «¿No tienes modales? Cuando topas con una persona desnuda, debes simular que no la has visto en semejante estado. Actúas como si te hubieras encontrado con alguien vestido con un frac blanco. Y si te ves obligado a un comentario, te diriges a la persona diciendo algo como: “Vaya, tiene usted un buen aspecto hoy”».
—Eres mi cautivo, mi prisionero —dice ella, medio riéndose todavía. Señala a un roble corpulento—. Tengo que atarte —dice—. ¿Vas a estarte quieto?
—No debes acercarte tanto —digo, cuando ella da unos pasos hacia mí—. Quizá llevo encima una pistola escondida, podrías recibir un disparo, herirte con mi descarga.
—Es el precio que hay que pagar —dice ella, estirándome los brazos por detrás de la espalda, poniéndome al descubierto. Saca un rollo de cuerda, el tacto cosquilleante de sus manos pequeñas, pegajosas, hace que la sangre afluya a mi cabeza. Las rodillas se me doblan.
—Tu poste totémico se empina —dice ella, refiriéndose al estado de mi desnudez. Me estoy descongelando del congelador.
Me tira de los brazos más fuerte detrás de mi espalda y al hacerlo se muestra sorprendentemente fuerte y diestra, aunque no avezada, en el arte de hacer nudos.
—¿Así es como haces amigos? —pregunto.
—Sí.
—Pues entonces me figuro que eres muy popular, ¿no?
Ella me mira.
—¿Tienes algo con que comprar tu libertad?
Muevo la cabeza.
—No.
Una carta. Una interrupción. Ella es la que me envió a este mundo, a esta excavación de mi experiencia, y ahora me molesta su intrusión. Estoy en mis pensamientos con mis bienamadas, con Alice, y ella ha irrumpido: una pobre suplente. En mis momentos menos lúcidos, puedo confundirlas, mezclar a las dos: quizá añadiendo un poco de esto y lo otro, pizcas y señas de otras chicas menos importantes. Pero en lo más hondo de mi corazón conozco la diferencia. Hoy la odio, quisiera que ella fuese otra. No hay comparación.
Escribe: Su madre me suplicó. «¿Lo harías, podrías? Sólo esta vez, por favor, por lo que más quieras. La canguro normal tiene gripe. Sé que no te gusta, pero ¿no podrías hacer una excepción? ¿Por mí? ¿Por Matt?». ¿Puedes creerlo? Estoy sentada pensando qué hacer, qué hacer, y mi madre parloteando al fondo, diciendo: «¿Quién es? ¿Quién ha llamado? ¿Es para mí?»
—¿Lo harías, podrías? —pregunta la madre de Matt.
La chica finge que lo sopesa, se lo piensa. Tiempo a solas con el chico, su juguete: el corazón le da un brinco. La chica accede.
—Claro —dice.
—Muchísimas gracias. Gracias. Qué suerte tenemos. Ven a las seis y te lo enseñaré todo.
La chica llega y encuentra a la madre con un vestido de noche negro, desabrochado en la espalda. Tiene el pelo mojado. Está en la cocina planchando la camisa del marido. «Se nos hace tarde», dice, dejando sin contar la mitad de la historia. Iban a prepararse. Lo estaban haciendo, arriba, y se dejaron llevar y ahora se les hace tarde, está agobiada. Mira al reloj de pared y rocía la camisa del marido.
—Es muy quisquilloso con las arrugas. Hasta este año teníamos una interna, era un lujo. Ahora los chicos son mayores y tenemos que ahorrar para el gran BM.
—¿Perdón?
—Bar mitzvah[6].
—Oh.
Siente un cariño especial por mi chica. La besa sin motivo visible. La recibe con un beso. La besa porque sí. Beso. Beso.
El chico. El chico, ¿dónde está el chico? La chica se distrae preguntándose por qué parte del castillo de su padre deambula. ¿Por qué no ha salido a recibirla en la puerta, a saludarla con un guiño, un susurro, un pellizco en la teta? Confía en que no se lo hayan llevado, engatusado por sus amigos, sobornado por la promesa de golosinas.
La madre abre uno tras otro los armarios de la cocina, enseñando a la chica.
—Aquí está todo, coge lo que quieras —dice, señalando con un gesto las latas de sopa Campbell, las mandarinas, los bastones de patata, los sobres para hacer pasteles. Abre la nevera, el congelador, para enseñarle lo que puede descongelar, cocinar en el horno.
—No volveremos antes de medianoche —dice la madre—, pero me gustaría que los chicos se acuesten a una hora razonable. La medicina para la alergia del pequeño está aquí. —Señala una botella de jarabe rojo cerca del fregadero—. Si tiene molestias, dale una cucharada, pero no demasiado temprano. Le da sueño enseguida.
El chico entra en la cocina, mira a la chica y se va sin decir una palabra. Por la apretura de sus shorts, ella comprende que se alegra de verla.
—Matt. Matthew, ven aquí, chico —brama su padre desde el pasillo de arriba. Se lleva aparte a su hijo—. Confío en que te comportes de un modo responsable. Estás tan raro últimamente que no sé. Sabes lo que pienso de los fármacos: toma solamente lo que te recete el médico.
El chico y la chica ven la televisión y charlan sentados en el cuarto de estar mientras los padres terminan de acicalarse.
—¿Tienes el G. I. Joe? —pregunta ella.
—Ya no —dice él.
—¿A qué juegas?
Él se encoge de hombros.
—¿Cómo va el manubrio? —Ella imita el movimiento de hacerse una paja—. ¿Has practicado?
La madre asoma la cabeza en el cuarto.
—Nos vamos. Hasta luego. Que lo paséis bien.
—Conduzca con cuidado —dice la chica.
La madre da a la chica un besito rápido en los labios.
—Gracias.
Matt hace caso omiso. Está tumbado en el sofá, con el brazo doblado detrás de la cabeza. Su actitud, de ser algo, es despreocupada. La franja de sus calzoncillos asoma por sus shorts. Ella se siente tentada de tirar de ella, de estirarla, de empujarle fuerte los calzoncillos contra el culo y empotrarle las pelotas contra el torso. Él se rasca, se frota, excavando, ordenando cosas, y parece sorprendido por la mirada de ella.
—¿Qué? —pregunta, pasándose las manos por el cuerpo sin la menor conciencia de lo que este acto suscita en otras personas.
Ella adora la abstraída fascinación del chico por todo lo que puede cogerse, arrancarse y comerse, cutículas, callos, uñas y, por supuesto, postillas. Se mete pedazos de su cuerpo en la boca como si quisiera devorarse vivo. Ella se lo imagina retorcido en una postura de contorsionista, con los brazos y las piernas entrelazados y el cuerpo doblado para alcanzar el miembro con la boca, para catar la delicia prohibida por la arquitectura anatómica, entre otras cosas. Ella sabe que el hermano de una amiga puede hacerlo, que se pasa la mañana, el mediodía y la noche mamándosela y apuntando al blanco de tiro al arco que ha instalado en el techo, cuya diana salpica con el chorro de semen.
—Arf, arf.
El hermano pequeño se acerca a la chica a gatas, jugando a que es un perro.
—¿Eres un perro? ¿Un cachorrito precioso?
Él asiente:
—Arf, arf.
Matt mira la televisión, sin hacerles caso.
—¿Quieres que te rasque las orejas y te frote la tripa?
Ella extiende la mano y acaricia al cachorrito.
—Arrff, arrff —ronronea el niño, restregándose contra la pierna de ella, arqueando la espalda, claramente confuso respecto a la diferencia entre un perro y un gato.
Wallace, el chucho de verdad de la familia, observa sentado en un rincón la escena, con la ceja alzada, perplejo.
—Eres un buen perro, un perro bonito —dice ella.
La cola de Wallace golpea contra el suelo.
El niño perro contonea el trasero.
Matthew se voltea hacia ella.
—Quiero ser tu perro —le dice.
Ambos miran al hermano pequeño.
—¿El cachorro quiere salir fuera? —pregunta ella. El pequeño asiente y jadea. Ella coge la correa y el collar. Wallace se levanta y va hacia la puerta.
—No —dice ella firmemente—. Tú no. —Pone los arneses al niño, le encaja el collar y le ata la correa de Wallace. Le saca al patio y engancha la correa a la cadena larga, la estaca clavada hondo en la tierra al lado de la casa. El niño perro se desplaza a cuatro patas, olisqueando la hierba, fingiendo que cava hoyos y entierra huesos—. Si necesitas algo, ladra —dice ella, y le deja allí.
—Quítate la ropa —dice Matt—. Quiero ver cómo eres. —Hace una pausa—. Te prometo que no te hago nada. Sólo quiero mirar.
—No tienes que prometer nada.
—Quítate la ropa.
—Tú.
—¿Qué?
—Quítame la ropa.
Enseñar a dedos gruesos a ser diestros forma parte de la educación. Ella se tumba en el sofá y deja que él le desabroche la camisa. A los efectos de una educación precoz, su sujetador se cierra por delante. Él suelta el broche, el sostén se abre. Le baja la cremallera de los pantalones. Ella se contorsiona para bajarse las bragas. Durante un rato, él no hace nada, solamente mira, mientras se chupa distraídamente el dedo índice. Finalmente le toca el pezón con el dedo. El pezón se encoge en un nudo tieso. Él lo zarandea de un lado para otro. Tilín, tilín. Juega con la teta. Aferra un pecho en el hueco de cada mano y los sujeta, los moldea como descubriendo todo lo que puede. Los amasa, los alza por los lados, conociendo por instinto el modo de obtener el máximo contacto posible, los empuja para que se junten y formen uno solo, y los aprieta fuerte como si un alarde de fuerza ganase el torneo.
Ella hace una mueca de dolor, pero no dice nada.
Él prensa la cara contra ellos, los huele, los lame y después los chupa, succionando fuerte como a través de la pajita de un refresco. No sale nada. Está decepcionado, pensaba que habría algo, algún refrigerio, un chorrito. Como todavía no está familiarizado con el ejercicio de une-los-puntos —los interruptores que conectan labio, teta y coño—, no se ha dado cuenta de que todo ese rato las caderas de la chica ascienden y descienden, se cimbrean reclamando atención. El chico se ha perdido el espectáculo del vello corto que se riza a medida que la humedad aumenta. Y cuando por fin llega al punto, cuando su investigación le conduce al sur, dice:
—Oooohhh, qué asco, está todo mojado. ¿Te has hecho pis?
Se despega de ella, le pregunta:
—¿Se supone que es así?
—¿Cómo?
—No sé, ¿así?
—Sí.
Tras estudiar, contemplar, tomar lo que parecen ser notas mentales, el chico hunde el dedo, lo desliza por la ranura y dentro del agujero, palpando como si por accidente se le hubiera caído un penique o diez centavos y quisiera encontrarlos. Dedos que serpean. Al no encontrar nada, saca el dedo.
—Enséñame el clip.
—¿Clip?
—Tu clip, ya sabes. Se supone que sirve para algo.
Ella baja la mano y descubre la gema, el puntito bailarín del perfecto placer.
—Clítoris —dice ella—. Clit, no clip.
Un breve curso de pronunciación.
—¿Qué hace?
A él, que está dotado de la gran palanca eréctil, el juguete hinchable de cumpleaños, la vara portentosa que asciende y desciende, lanzando cohetes, disparando surtidores de gozo, la lechada más enjundiosa de la selva, a él, que posee la magnífica hombría mecánica, no le impresiona: el de ella es el modelo de cuerda.
—Da gusto cuando lo frotas.
Él no responde, se limita a mirarlo atentamente un momento, luego coge un coche de juguete —una ambulancia— de detrás del sofá y lo hace rodar sobre ella, pasa sobre el punto expuesto, hacia atrás y hacia delante, las ruedecitas negras. Como no sucede nada, se detiene. «Enséñame», dice. Y ella lo hace, ilustrando el método con su propia mano, alentándole a que él le roce suavemente las tetitas con la lengua mientras ella se ocupa del resto, y en cuestión de segundos sobreviene el escalofrío, el estremecimiento, y se detiene.
—¿Es eso? —pregunta él.
—Sí.
—No lo entiendo.
Ella se encoge de hombros.
Completamente vestido, él se tiende sobre ella, la fricciona. Se oye un ladrido en el patio trasero. Van a la ventana; fuera, el niño aúlla, toca con la pata el cuenco.
—Vete a ver qué quiere cenar —dice ella. Y el chico con la delantera de los pantalones manchados por una extraña marca húmeda, un beso secreto, pringoso, que podría ser suyo o de ella, sale al patio y pregunta al cachorro:
—¿Quieres cenar? —El cachorrillo asiente—. ¿Bolitas de carne o pienso?
El perrillo contrae el hocico, se sienta sobre las patas traseras y habla:
—Comida de persona.
—Eres un cachorro caprichoso, un niño mimado —dice el hermano mayor. El niño perro lloriquea—. ¿Quieres también leche o zumo?
—Zumo de manzana —dice el niño.
—Vuelvo ahora mismo.
En la cocina, la chica abre una lata de Beefaroni y vierte el contenido con una cuchara en un bol de plástico, añadiendo un gran sorbo de jarabe antialérgico antes de meter el bol en el microondas. Cuando está listo, deposita una cuchara y una servilleta en una bandeja, sirve al niño una taza de zumo de manzana y deja que el chico transporte la cena al patio.
Mientras Matt está fuera, da de comer a Wallace, el perro de verdad, y vuelve a vestirse.
Le pregunté a Matt qué quería cenar. «De todo», dijo él, y así que lo comimos todo: rollos de primavera, empanadas de queso, patatas fritas, pollo frito, souflé de espinacas, macarrones gratinados, todo lo que había en el congelador. Nos pusimos como cerdos. Oink, oink. Fue divertido.
¿Eliges lo que comes? ¿Es como un hospital donde marcas con un círculo lo que quieres? ¿Es comida edípica?: una pequeña broma, ja, ja.
¿Es edípica? La mataría. Hago esfuerzos para recordar cómo es eso de elegir, decidir lo que quieres y que te lo den. Espárragos. No he comido espárragos en veintitrés años. Respondo con una pequeña lección de historia. La FDA[7] permite incluir un mayor porcentaje de pelo, mierda de ratón, cualquier porquería o bicho que te imagines, en los alimentos destinados a uso industrial que en las latas de una ración que abres en tu casa: ¿por qué existe una segunda calidad?
¿Y para beber? ¿Vino?
Matt hurga más a fondo en el armario.
—Sólo tinto. ¿Va bien el tinto?
—Sí.
Saca una lata de Hawaiian Punch.
Ella tenía otra idea en mente, pero lo que noquea noquea. Vale.
Como no pueden confesarlo, como ni siquiera pueden enunciar lo que desean, su temeroso anhelo les empuja a consumir el contenido de los armarios, a sentarse a la mesa y empapuzarse hasta que les duele la barriga. Y el dolor llega como un alivio; se levantan de la mesa con sensación de estar hartos, satisfechos sin riesgo.
Terminada la cena, fregados los platos, ella echa una ojeada por la ventana de la cocina. El benjamín está al extremo de su cadena, con los pantalones bajados, y sonríe en cuclillas, contento consigo mismo, cagando en la hierba. Termina, se sube los pantalones y a cuatro patas regresa al patio, trazando varios círculos como un perro de verdad, y se tumba en la hierba. Probablemente conviene que ella le dé su medicamento para la alergia; sin él, le costaría respirar.
La claridad se evapora dentro de la casa. Casi ha anochecido. Proliferan las sombras, que les sumen a ambos, a ella y a él, los críos majaras, en la oscuridad, como si los convirtiese en éter y les infundiera un extraño e incómodo sueño vespertino. Las tablas del suelo crujen. En el cuarto de estar el televisor habla consigo mismo. De improviso son dos niños solos en casa que tienen miedo a la oscuridad. No escuches, no veas ni hagas ninguna maldad. No hablan ni se mueven. La presencia de algo más grande que cualquiera de los dos llena la habitación. (Yo lo llamaría culpa).
Luz. La luz, encended la luz, quiero decirles, pero están sordos: el embotamiento de los sentidos forma parte de la oscuridad.
Fuera, el patio reluce. Temporizadores sensibles a la penumbra han encendido automáticamente los focos. Los aspersores se ponen en marcha con un susurro zumbante. Los dos niños oyen el chorro del agua, se miran el uno al otro, y de repente eximidos del sueño vespertino salen corriendo de la casa, bajan los escalones y se internan en la noche. El giro del oscilador lanza agua hacia arriba, contra la gravedad. El agua desciende luego suavemente y engaña al césped, las petunias y los geranios. Al polemonio no lo engañas, decía mi abuela. Chico y chica cruzan volando la franja del aspersor; el agua les empapa la ropa. El chico se quita la camisa y la lanza sobre un arbusto. La chica se despoja de sus pantalones; su camisa es larga y le tapa el culo. Corren y bailan a través del agua, por encima del agua, por debajo del agua. El rocío oscurece los shorts caqui, y el contorno de su erección se ve claramente. Se quita los shorts y los deja en el césped. El grueso tejido de algodón de sus calzoncillos adosa su protuberancia contra el cuerpo. Ella se quita la camisa y sólo conserva puesto un bikini íntimo, el sujetador y las bragas. Los insectos estivales hacen clic y clac. Las polillas revolotean alrededor de los focos. Ellos dos se persiguen. Él la agarra por la parte posterior del sostén y suena una melodía, como si la tañera con la cuerda de un laúd. Sus pechos se balancean al compás, al igual que sus muslos y sus nalgas, zarandeo y cimbreo que a él pueden parecerle atractivos, pero que a mí me revuelven ligeramente el estómago. Su miembro, su hombría en ciernes, que se estira y se torna más larga y más gruesa cada vez que se empina, está ahora congelado, tieso como una cosa rellena, en ristre, apuntando hacia Dios.
Él corre tras ella. Le baja las bragas, la empuja hasta que ella cae sobre la hierba y se sostiene sobre las manos y las rodillas. Él se lanza sobre ella y la sujeta hasta que la recompensa está alineada y luego la embiste por detrás, la tiende, le dobla el hueso y la cabalga como si ella no estuviera domada, su yegua salvaje. Se afianza tirando de la cinta del sujetador, aferrando sus riendas elásticas. Con un brazo en alto hacia el cielo, el chico la monta, la embiste con las caderas. Le da una palmada en la cara de un muslo, en el que estampa la marca barrosa de su mano: su hierro. La cabalga follándola hasta que ella corcovea violentamente bajo él y él no puede hacer nada para mantenerse dentro.
Su sujetador cede, se desabrocha, lanza al chico hacia atrás, le despega y le proyecta contra el suelo. Durante un segundo su columna, su poste, alumbra la noche, roja, caliente, con un resplandor como de acero que se funde, como se rumorea que brilla el hocico del reno. Pero tan pronto como la verga centellea, la chica se sube a ella, brincando arriba y abajo. Shimmy, shimmy, shake. Se acaba tan rápido. Ella le deja tendido en el césped y va hacia el aspersor, se extiende encima, siente debajo de ella los alfileres del agua. Sus dientes diminutos, el cosquilleo de su lengua le rocían el coño, suspira bajo el chorro. Con ambos pechos en la mano, bambolea las caderas, se columpia y se corre no sólo una vez sino en cascada, en una pequeña serie de contracciones cataclísmicas. Es algo que merece la pena ver, mirar, la obra de un artesano. Debajo de su cuerpo, mientras las caderas prosiguen su cimbreo, el surtidor de agua se detiene automáticamente.
Casi ha terminado, se acerca a su hombre, y de pie sobre él se abandona y le asperja con un flujo vaporoso, le mea en los genitales.
Él entreabre la boca. Emite tan sólo el sonido más tenue, una especie de Oh.
—Lo he estado reteniendo —dice ella—. He estado todo el día esperando este momento.
—No me mires así —dice mamá sin mirarme siquiera.
Tiznado de tierra, salpicado de barro, el chico recoge la ropa como si fuera basura y atraviesan el patio. En el extremo de la casa, el niño perro duerme sobre la hierba. La chica se para, desata al niño dormido y le transporta con cuidado adentro. Le tumban en su cama, todavía pringado de pintura de guerra, de pis y de barro. Mientras la chica desata la correa y el collar, el chico le quita la ropa y le pone el pijama. El niño tiene una hendidura en el cuello; no es demasiado profunda ni demasiado roja, habrá desaparecido cuando su madre entre a echarle un vistazo.
Se duchan; gracias a Dios no es un baño. Menos mal que ella no abre el grifo de la bañera, se mete en ella con él y empieza el frota-frota-restriega, a enjabonarle la polla y a metérsela por el trasero. Se duchan; yo me ducho lo más a menudo que puedo. Y envuelta en el albornoz de la madre del chico, le lleva a la cama y le remete bien prietas las sábanas. Por debajo de las mantas, eso se empina de nuevo. Ella le da una palmadita de muy buenas noches.
—Suficiente por hoy. Hasta pronto, amigo mío. Duerme bien.
En el piso de abajo, pone en marcha el lavaplatos y la secadora. El coche de los padres aparca en el camino de entrada y ella corre a vestirse. Su ropa está caliente. Cuando el padre la lleva a casa —en los bolsillos de la chica palpita la paga (resuena la emoción barata de jugar a la prostituta, la puta)—, el alambre forrado del sujetador le produce quemaduras, dos Us risueñas grabadas bajo sus pechos.
Borracho. El coche da bandazos a un lado y otro de la línea amarilla como el zigzag de puntos que traza una máquina de coser. Y pienso que debería haber vuelto andando. Pero es la una de la mañana y quién sabe qué mal acecha por ahí; podrías ser tú o uno de tus amigos. De todos modos, él suelta: «Gracias. Muchas gracias, de veras, por tu ayuda con los chicos, las clases de Matty todo eso».
«Ha sido un placer», digo.
«Bueno», dice él, «sólo quiero que lo sepas, que lo agradezco».
Me aprieta la rodilla.
Qué asco, qué requeteasco, nadie está contento nunca.
«Bueno», dice, repitiéndose. «Sólo quiero que lo sepas».
¡Imposible! No es así como funcionan las cosas. Y no me refiero a la escena del coche, que sinceramente ni siquiera creo, sino a lo que pasó antes; oh, la taquicardia del corazón crítico. ¿No ves que la manera en que ella le aborda, el modo en que trata al chico, es excesivamente simple, demasiado desenfadado adrede, como si él y ella fueran cómplices en este sutil delito, cuando la verdad es que —como habréis adivinado— somos ella y yo quienes formamos en realidad el equipo? Me estoy saltando pulsaciones. ¿Cómo conoce ella estas cosas? ¿De dónde recibe pensamientos tan tórridos? ¿Se cree que esas actividades no han sido exploradas hasta ahora, que las ha descubierto ella sola, que las ha inventado? ¿O es sólo el vertido de aguas residuales, el guiso de alguna imaginación?… y entonces se elude el problema, ¿es de su cosecha o de la mía?
Si al menos tuviera alguien en quien confiar, a quien pedir que hiciera un poco de espionaje. Sin duda ella está mintiendo y lo más probable es que pasaran la velada sentados en el sofá y disputándose la posesión del mando a distancia.
De todas formas, sea realidad o ficción, su calentura ha aterrizado en mí como la respiración de un fuelle, ha despertado mi llama, encendido mi ascua. He retornado a la vida. Me pregunto cuál es exactamente el motivo de su última maniobra, al entregarme el diario de su vida. Al contarme su historia, ¿pretende burlarse y hacerme rabiar o tentarme con una golosina pegajosa?
¿No comprende ella que entre nosotros existe algún tipo de acuerdo y que sus caricias finalis, el follarse al chico, han traicionado mi confianza en ella? Nuestras cartas son nuestro contacto: clara y convenientemente parece haberlo olvidado.
Admitamos que su relato me resulta más bien entretenido; aun así, de haberme invitado a participar, de habérmelo permitido, el desenlace podría haber sido muy distinto. No me refiero a lo peor, pero así y todo…
Si me hubieran invitado a la fiesta, qué distinto habría sido el comienzo. Desde el principio ella habría sido atada, amordazada, desnudada, azotada y afeitada con mi navaja afilada. Comparado con esto, su noche con el chico no es más que un aperitivo, que abre el apetito para el sesgo que tomen las cosas, los juegos a que juega un experto.
El examen, el pequeño mira-y-ve, sería un poco distinto. Le taparía la cabeza con una máscara de cuero, una capucha de halcón, con cremalleras para la boca y los ojos. En tiempos como éstos, en que ya sufro tamaña desventura, verse cara a cara es un acto excesivo. Si fisgáramos, si nos viésemos en el mal momento, temo lo que podría pasar, la sorpresa que se produciría, el daño que se causaría. Agradece que la mantenga a ciegas.
Además, atada y amordazada, ella es libre de tumbarse, relajarse y disfrutarme.
Para que yo disponga de la panorámica adecuada, la zona tiene que estar afeitada: aborrezco el vello púbico, no es nada seductor. Incluso el mío lo mantengo corto, recortado en forma de un cuadrado pulcro, segado como el césped alrededor de un monumento. Y para no perder mi concentración, para hacer mi mejor trabajo, para que no me golpeen miembros que desfallecen, ella tiene que estar sujeta. Pura rutina. Las muñecas atadas detrás de la cabeza: en chicas más mayores esto tira de los pechos hacia atrás y ayuda a que el busto parezca plano. Las piernas extendidas. Los tobillos atados. Tiene que estar inerme y estirada, que no haya manera de que doble las rodillas, de que tenga un veloz reflejo de defensa, de que inflija una herida accidental al operador: es decir, a mí. Lo único que me faltaba es un impacto involuntario de la rodilla contra la ingle. Para dar principio al procedimiento, me siento entre sus piernas, sobre el montículo de pelo rizado.
Un simple comentario al margen: otra de las razones por las que me desagradan las chicas de cierta edad es que, descorchadas, destapadas, apestan a flujo sexual, como algo que ha estado hirviendo a fuego lento y de pronto se libera. Odio el olor del coño dispuesto, a la espera. Lo quiero verde, antes de madurar, antes de que posea un olor fácilmente discernible.
Lo más aprisa que puedo, riego la mata con una espesa capa de crema de afeitar. Antaño las rociaba con un defoliante químico, pero las chicas se retorcían muchísimo, decían que quemaba. (Una vez me cayó un poco encima y me hizo un agujero muy feo en los pantalones, y una llaga en carne viva, supurante, en la pierna). Así que ahora, normalmente, afeito. Tiene su miga el modo en que me observan mientras preparo la navaja y la afilo delante de sus ojos: les induce a preguntarse dónde irá a posarse en última instancia. Antes de afilarla, les paso el extremo romo por las rendijas, las tetas, dentro de la boca, y algunas veces, si me siento sincero, me entusiasmo, les corto un mechón y se lo meto en la boca; a las chicas les gusta chuparse el pelo, lo hacen continuamente.
Las rasuro con cinco cortes rápidos y luego, muy aprisa, hago la segunda ronda. Las inundo de espuma, decoro la rata lasciva con Barbasol o con el blanco lechoso de nata líquida. Una vez más, cinco cortes rápidos, manos a la obra, teniendo cuidado con las esquinas, procurando no cortar los labios. Alrededor del ano y por la abertura hay vellos dispersos a los que no llego con la navaja, y en cuanto termino el afeitado, vuelvo con una vela y quemo el resto con su llama parpadeante; la cera caliente que cae sobre la piel es una emoción extra, un adelanto de lo que se avecina.
Monda y lironda, tú eres mi chica. Te follo con los dedos. Escupo en el sitio y, utilizando el bálsamo de mi saliva, introduzco el índice. El marfil de mi uña, mi diminuto colmillo, rasca tu vestíbulo sagrado. Pozo de placer, pacientemente exploro, llamo con los nudillos a las paredes de tu prisión privada, empujo las fronteras de la carne. Penetro, y cada vez añado un nuevo dátil, a sabiendas de que si trabajo bien, no tardarás en tener mi puño dentro.
Estoy en el centro de ti misma.
Prenso con el pulgar la capucha oculta, el bocado más tierno en su envoltura. Retiro esa piel para que salga el bultito, mi almeja, mi ostrita, lo que las mujeres llaman su pequeña polla. Chupo ese caracol, me como ese escargot. Se te escapa el aliento junto con tu agüilla. Tú fluyes y yo no me detengo, prosigo sabiendo lo que viene después, lo mejor es después de lo último, siempre hay más, siempre algo interesante justo al otro lado del dolor.
Te beso. Como siempre he querido entenderme con estos puntos sagrados, rozo tus labios con los míos, te soplo con mi aliento. Beso tan suavemente que no sabes que estoy ahí. Labio con labio. Beso esta segunda boca, la separo con la lengua, tiburón desdentado, cantidades de capas que se pliegan y se unen, que se transforman en minúsculas lenguas. Te hablo y te digo cosas que no puedo decirte a la cara.
Curvo mi labio, lo tenso hacia fuera y enseño los dientes; te follo con mi cara, raspo el líquido de tu éxtasis, raspo hasta debilitar tu carne, hasta que te rompes y empiezas a sangrar. Y luego chupo esa sangre, te absorbo entera.
Y, guardando lo mejor para el último momento, saco mi juguete predilecto, mi preciosa escopeta de perdigones: un obsequio de mi padre, hace mucho tiempo fallecido, a su único hijo. Viajo con ella guardada en mi bolsa y rara vez la utilizo, pero hoy es un día especial porque estoy aquí contigo. Así que desenfundo mi rifle en ciernes, lo cebo tres veces y lo acerco a ti. Te disparo una vez y te convulsionas un poco; la segunda vez pareces tan sorprendida como si nadie hubiese pensado nunca en una cosa así. Acaricio el cañón y brotan mis recuerdos; el chillido de ardillas, botellas rotas, ventanas de viudas apedreadas. La pintura negra se descascarilla. Pulso el gatillo de nuevo y luego me retiro y te dejo mis proyectiles sepultados en tus paredes. Tienes una expresión perpleja. Mi ostra, ¿no lo entiendes? En tu concha he depositado tres granos de arena. ¡Fabrícame una perla!