DIEZ

Cárcel. Noche. Me arde el intestino en el fondo de la tripa. Me abrasa, muy adentro, empezando por la derecha y extendiéndose a la izquierda. Llevo enterrado un fuego humeante. Me remuevo. Giro. Es peor de bruces, peor aún de costado. Recojo las rodillas contra el pecho.

«Chico», me llama mi abuela, y corro. Pastel de manzana. Mamá ha vuelto. Sale por la puerta y se queda en el patio, blanca y dorada, porcelana y cristal lechoso. Todo está bien y es bueno. Ella sonríe. Se ríe. Tan frágil, tan resquebrajada. Es la antigua reina del tomate. Reina por un día en Morgan County, en la minúscula ciudad de Bath, de Berkeley Springs, sepultada en Virginia Occidental, el estado de montañas.

—Tú y yo —dice, unos días después de su regreso; paramos todavía en casa de mi abuela—. Haremos un viajecito. Vamos a ir a ver el sitio donde me crié.

Encorvada sobre las naranjas, empujando con el codo, mi abuela mueve la cabeza.

—Eso ni se discute —dice mi madre.

Alrededor del Cuatro de Julio, la reina del tomate regresa a su ciudad natal. Conduce despacio, se detiene en las afueras para peinarse, retocarse los labios, aspirar la larga y profunda bocanada que recompondrá todas sus piezas. Hace su entrada despacio en su Chevrolet, y se yergue como si esperase que las calles de la ciudad estén flanqueadas de gente que le da la bienvenida agitando la mano, de una orquesta de trombones y tubas a la espera de tocar con cierta pompa y solemnidad, como si ella fuese todavía la reina del tomate y el de hoy fuera todavía su día.

—Un baño —dice a la encargada de los antiguos baños romanos—. Un buen, un gran baño.

La mujer nos conduce por el pasillo hasta un cuarto con una sólida puerta de madera. «Tienen una hora», dice, abriendo el grifo de la bañera. Mamá me mete en el cuarto estrecho. Corre el agua.

—¿Cuánta cabe? —pregunto.

—Cuatro mil litros —dice mamá.

Tan ancha como la bañera y sólo un poco más larga, la habitación tiene un pequeño espacio para los escalones que llevan al agua. Hay una silla estrecha y un catre delgado, recubierto con una sábana blanca limpia, y eso es todo.

—Algunas veces resulta dificilísimo, simplemente excesivo —dice, sentada en la silla estrecha, mientras se quita los zapatos, introduce la mano por debajo del vestido y desenrolla las medias.

Yo observo, sentado en el catre.

Ella sonríe.

Estoy observando a mamá, más que observando, mirándola.

—Estoy tan contenta de estar otra vez en casa. Te echaba de menos —dice, soltando la cremallera del vestido, del que se despoja por los hombros—. Pensaba en ti tres veces al día.

Se quita la ropa interior y yo miro a otro lado. He estado mirando con enorme intensidad, mirando en lugar de observando, mirando en lugar de no fijarme.

Su cuerpo se desvela continuamente, un monumento voluminoso y voluptuoso, que gira y se retuerce, a las posibilidades de la forma, las formas que puede adoptar la carne. Un cuerpo. Un cuerpo de verdad.

—¿Te da vergüenza? —pregunta—. ¿Te haces demasiado mayor para tu mamá?

Mi cara se queda en blanco, todos los sentimientos se despegan de ella. Mamá extiende la mano y empieza a desabrochar mi camisa de verano, la que ha almidonado mi abuela y planchado tan rígida que pincha, hay sitios en que hace daño. Levanto la mano y asumo el acto de desabrocharme. Me desvisto con los reparos de un desconocido, me pregunto si es así como son las cosas, si simplemente se hacen de este modo, si mi turbación es una peculiaridad mía. No tengo manera de saberlo.

Mamá cierra el grifo de la bañera.

Al amanecer llamo al guarda. Estoy doblado en dos, hecho un ovillo. «El médico, el médico», digo.

Atado con grilletes. Así lo hacen ellos, así nos trasladan de un lugar a otro. Guardas y fusiles, escolta delante, detrás y a los lados. Brazos y piernas con aros de acero.

Se diría que yo asesinaba con un hacha.

Me llevan a través de estancias, pasillos sinuosos, puertas que hay que cerrar con llave una vez que las he franqueado y antes de abrir la siguiente que hay delante. Me retienen varios minutos en lo que parece ser una burbuja de vapor, en lo que podría ser una cámara de gas. Aguzo el oído para percibir el siseo de perdigones, seguro que estarían dispuestos a sacrificar también a los guardas, si pensaran que podrían hacerlo sin que hubiera quejas.

—Mira hacia delante —dice el guarda a mi espalda, pinchándome con una cachiporra.

Debido a trabajos de renovación, han vuelto a instalar provisionalmente la enfermería en el edificio principal, la zona de la administración, donde los corredores son anchos y por donde transitan personas en libertad, empleados del estado, secretarias y funcionarios. Miran fijamente. Yo gruño. Es la voz que me han dejado. La fría vara de la cachiporra me palmea el hombro y luego me roza la oreja. Muevo la cabeza. «No la empujes», dice el guarda.

Dolorido. El intestino.

Alguien grita en la sala de consulta. Mis escoltas tiran de mis cadenas. El médico, salpicado de sangre, sale al pasillo, seguido por un recluso. Tiene la nuca afeitada. Me fijo en la larga y gruesa hilera de puntos que le recorren la parte posterior del cráneo.

—Se ha resbalado en la ducha —dice el médico, riendo entre dientes. Todo el mundo se ríe.

Escoltan al preso por delante de mí, temblando, empapado en sangre que se seca.

Mi estómago, mi débil estómago, mis sensibles intestinos, sufren un retortijón más fuerte. Me llevan dentro. Un enfermero me pregunta qué me pasa, y me desabrochan la camisa con las cadenas puestas, me bajan los pantalones, que junto con los calzoncillos forman un bulto alrededor del acero en mis tobillos.

Entra el médico. Es un hombre bajo, con cara de cerdo, rosácea, no roja, demasiado rosácea, como la del más feble de una camada, que todavía luchase por su vida. ¿Qué impulsa a un hombre a ser médico de una cárcel? ¿Una condena suya, el pago de cierta deuda? ¿Un crédito impagable? Un buen médico no trabaja entre rejas, no renuncia a los culos bonitos y a las lindas tetitas de las clases altas por el privilegio de atender a los pobres, los desgraciados, los pervertidos.

Me giran sobre un costado.

—Dobla las rodillas —sisea en mi oído el enfermero, y su aliento me cosquillea los pelos cortos.

Hago lo que me dice. Resuena el metal en torno a mis tobillos.

—¿Nunca te han hecho un examen rectal? —pregunta el médico, hundiendo un dedo pringado de gelatina en mi orificio ciego, mi boca sin dientes, por debajo de mi lengua enredada y hacia arriba.

Sufro la indignidad de un hombre encadenado, con los pantalones bajados, las pudendas sondeadas por un medicucho, mientras el enfermero, un marica redomado, observa con gran aprobación.

—¿Alguna vez has ejercido actividad homosexual?

Mamá estira hacia atrás su cabello rubio, lo apila en lo alto de la cabeza y lo sujeta con alfileres allí donde no va a mojarse. Regueros de agua descienden por su cuello. Lo tiene húmedo, la transpiración se mezcla con perfume, una fruta dulce, un licor fuerte, el lugar en el que quieres sepultarte y beber. Beso su cuello y, con mis labios todavía apretados contra su piel, inhalo. Su cuello rezuma sudor. Lágrimas temerosas de caer de sus ojos se escabullen por su espalda, se deslizan a lo largo de la columna sólo para topar con el culo y ser de nuevo absorbidas.

Lentamente, baja los peldaños hasta el agua. Su cuerpo, redondo, una pera perfecta, una ciruela y luego varias. La mujer más hermosa, por delante y por detrás. La reina del tomate aún.

Suspira, abre los brazos de par en par y salpica. «El cielo», dice.

Me desprendo de mi ropa interior, la dejo doblada encima de la silla y me quedo sentado un minuto en el catre; desnudo, totalmente desnudo, tan desnudo.

Mamá sonríe.

—Fue en esta ciudad donde conocí a tu padre, ¿sabes? Ahí mismo, en el parque, en una fiesta del festival de la fresa. Era alto como un árbol.

Ella ha vuelto. Iremos a nuestra casa y el verano volverá a empezar. En mi recuerdo es siempre verano. Nada de esto habrá ocurrido nunca. El baño nos lavará, nos limpiará, lo borrará todo, y empezaremos de nuevo.

Me zambullo y nado hasta donde mi madre.

—A tu padre le encantaba esto. Era la única bañera en la que cabía. Desde que tenía diez o doce años fue siempre demasiado grande. Le encantaban los baños. Estar en remojo.

Sale de la bañera, saca una botella de su bolso y se sirve un vaso.

—Ginebra de bañera —dice, transportando consigo el vaso al agua.

En el agua ella se vuelve rosa, se pone colorada. Tumbada y agarrada a la barra que circunda toda la bañera, hace sus ejercicios como una bailarina, abre y cierra las piernas. Me hace rabiar, provocando olas.

—¿Te he enseñado alguna vez las consecuencias de tu nacimiento?

Niego con la cabeza.

Me enseña los pechos.

—Los tengo como bolsas —dice, abarcándolos, levantándolos, apuntando con ellos hacia mí como misiles—. Se me abombaron —dice—. Los diste de sí.

—Lo siento —digo, horrorizado.

—No tienes por qué disculparte. La maldita culpa es mía.

Coge la botella que ha depositado junto a la bañera, vuelve a llenar el vaso y bebe rápidamente.

—¿Alguna vez has ejercido actividad homosexual? —pregunta el médico.

—Sí —digo, pensando ingenuamente que algo en la manera en que cuelga el agujero del ano se lo dirá de todos modos, pensando que aunque yo no lo diga él lo sabrá.

—¿Tienes un compañero estable o más de un compañero?

No respondo.

—¿Quién es tu compañero? —pregunta, retorciendo el dedo muy arriba en el intestino.

Tampoco contesto y él no vuelve a preguntarlo. Saca la mano, se quita el guante y lo tira a través de la habitación al cubo de la basura. Aterriza en el suelo. ¿Quién va a recogerlo? El médico no, sin duda, y tampoco el enfermero, y tampoco yo. ¿Quién, entonces?

—¿Sangre en las heces?

—No.

—¿Dolor al orinar?

—No.

—¿Quemazón? ¿Frecuencia?

—No.

—¿Impotencia?

—Estoy asustada —dice ella de pronto. Su cara ha perdido el color, se pone blanca, mortalmente blanca—. Abrázame.

Voy hacia ella. Nado hasta allí. Me estrecha contra ella. Tengo contra su pecho la mejilla, la boca. Me aplasta contra él y ve que mi vergüenza se empina debajo del agua.

—¿Impotencia?

Muevo la cabeza:

—No.

Mamá sonríe y me abraza fuerte, mirando mi erección a través del agua.

—Adelante —dice, sosteniendo mi cabeza entre sus manos, y girándola de forma que mi boca toca su pezón—. Si a alguien pertenece, es a ti.

Mueve mi cabeza de atrás hacia delante sobre él. La piel más suave, no piel sino un tejido extraño, una seda rara. Tengo los labios pegados.

Ella frota con un dedo mi boca.

—Abre —dice—. Ábrela —dice—. Abre. Soy yo, tu mamá. Prueba, sólo prueba.

Como mantequilla, pero no se derrite. Un platillo tierno que se eriza debajo de mi lengua, crestas y carne de gallina.

Ella extiende su mano hacia la mía. Intento apartarla.

—No.

—Sí —dice ella, tirando más fuerte de mi brazo, llevándolo hacia la confluencia entre las piernas.

—No —digo, más desesperado.

Mi mano atraviesa una cortina oscura, separando pliegues de terciopelo. Mis dedos se deslizan entre los labios de una boca secreta. Mi madre emite un sonido, un ahhh gutural. Trato de retirar mi mano, pero ella me la empuja hacia donde estaba. La empuja y la saca, empuja y saca, adentro y afuera, dentro, fuera.

—Es tu casa —dice, con una mano en mi nuca, sujetando todavía mi cabeza contra ella, y con la otra sobre la mía, para mantenerme ahí, y con una de sus piernas enroscada en mi pierna.

—Es tu casa —repite—. Tú viviste aquí antes de vivir en otro sitio. No tienes miedo de volver a casa, ¿no?

Lo noto resbaladizo, viscoso de algo más mojado que el agua. Mi mano está dentro de mi madre, en un lugar que nunca supe que tenía. Más hondo. Ella me toma tres dedos y los inserta dentro. Perfume y jugos, la caverna crece. Ella mueve la mano hacia dentro y hacia fuera. Se traga mis dedos.

Me agarra del brazo por la muñeca.

—Puño —dice—. Haz un puño, cierra la zarpa. —Al principio no entra. Demasiado grande—. Empuja —dice. Y lo hago—. Más fuerte.

Mis nudillos rozan el borde del hueso y penetran. Mi puño está dentro de ella. Mi puño, como si estuviese enfadado. Lo giro alrededor, destornillador, taladro. Noto las paredes, la carne que las compone, oscura y gruesa. Tengo el puño dentro y casi fuera y otra vez dentro. Los dedos de mi madre se clavan en mis bíceps, me controla. «Sigue», dice, con voz profunda, ansiosa. «Sigue. Más». Empuja y retira. Yo me balanceo, lucho. Hundido en mi madre, estoy boxeando. Boxeando con ella, a puñetazos, con miedo de que mi mano se despegue, de que las contracciones del útero me la amputen a la altura de la muñeca. Tengo el hombro estirado, casi se me desgaja, y no puedo parar. Eso está claro. Haga lo que haga, no puedo parar. Ella desborda de furor y frustración y no hay manera de decir que no.

Ella mantiene mi boca en su pecho.

—Chupa —dice—. Muerde. Es tuyo.

Cada vez más fuerte. Nunca es suficiente.

Y entonces, sin aviso, los dientes de esa segunda boca extraña me muerden la mano. Su cabeza retrocede y mamá chilla como si la hubiese matado, y yo también grito, porque me está haciendo daño y no sé lo que ocurre. Estoy asustado y quiero que me devuelvan mi mano y que me devuelvan a mi madre y marcharme de este sitio.

El examen anal ha terminado. Me tumban de espaldas, con las piernas extendidas, rectas. Informo al médico de los detalles morbosos de mis idas y venidas. Con vacilación, me oprime la barriga: detestan tocarnos, como si la mente criminal pudiese rezumar a través de los poros y emponzoñarlos. El médico palpa alrededor. Lo que antaño fue tenso se ha vuelto fofo.

Silencio. Me corroe la falsa solemnidad del acto. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablé con un hombre libre, un hombre sin un arma.

—¿Cómo está eso? —pregunto.

No responde. Trato de entablar conversación. Hablo como si hubiese olvidado que son reacios a tratar nuestra melancolía. Si estamos tristes y sufrimos, ellos se alegran; legal, si no moralmente, están obligados por sus madres y esposas, hijos e hijas, a refregárnoslo por las narices. Han hecho su trabajo, el castigo se aplica.

Menciono mi inquietud por Clayton, su bajo estado de ánimo.

—No hago terapia de parejas —dice el médico, cortante.

Coge mi gráfico y garrapatea al tiempo que habla.

—Gases —dice, escribiéndolo—. Tienes gases.

El pan blanco envasado. El maldito pan blanco envasado, no han oído hablar nunca del trigo o del centeno.

—A tu edad —dice, y a continuación, sin terminar su pensamiento, se da media vuelta, hurga en el fondo de un armario de acero y saca un bote grande de Metamucil con sabor a naranja. Me lo entrega como si me estuviera haciendo un regalo voluminoso y caro.

—Gracias —digo—. Muchas gracias. Gracias desde el fondo de mi corazón, que precisamente está situado encima de mis intestinos.

El enfermero me ayuda a bajar de la camilla, muy experimentado en esta gama de movimientos, las entradas y salidas de hombres maniatados. Se agacha y me sube los calzoncillos, los pantalones. Me dejan subirme yo solo la cremallera de la bragueta.

Cuando arrastro los pies hacia la puerta, bajo una nutrida escolta, el médico da un golpecito en el bote de Metamucil.

—Dos cucharillas de té en un vaso de agua todas las mañanas —dice—. Y te pondrás como nuevo.

Se ha acabado. Tan súbitamente como empezó, mamá levanta una mano.

—Para —dice—. Para —me susurra en el oído—. Ya es bastante.

Posa la mano en mi hombro y trata de apartarme, pero mi puño sigue dentro de ella. De pronto soy un intruso, un ladrón. Estoy haciendo algo malo. Tardo un minuto, más de un minuto. Me he vuelto sordo, no capto a la primera, sigo tirando y empujando, boxeando con las interioridades de mamá, librando mis asaltos, haciendo lo que puedo. Cumplo mi cometido, lo mejor que puedo.

—Para —repite ella, en voz alta; el eco en los azulejos hace que resuene como un tiro.

Paro.

Se mete la mano entre las piernas, apresa la mía y la deja caer como un desecho. He fallado. Me vuelvo de lleno hacia ella y comienzo a frotarla, a pincharla con mi colita flacucha. Ella se ríe y me aparta.

—Ahora estás tú excitado. Todo empalmado.

Se ríe como si fuera muy gracioso. Me da un beso y sale de la bañera, envolviéndose en una toalla. Se recuesta en el catre, con la mano encima de los ojos, y suspira, respira pesada, profundamente.

Yo la miro fijamente, me pregunto qué he hecho mal.

—No me mires —dice ella, sin mirarme siquiera—. Nada un poco, mójate las aletas.

Soy todavía un niño tan pequeño que para mí esta bañera es una piscina. Despego, nado en círculos, chapoteo, doy vueltas de campana. Me relajo, libero el gato de nueve colas que se interpone entre nosotros.

Nudillos en la puerta. «Ha pasado la hora».

Salgo del agua, arrugado. Mi madre me envuelve en una toalla y me deja sentarme en el borde del catre, descansar mientras ella se viste. Yo absorbo agua de la toalla y procuro no mirar mientras ella se embute de nuevo en su traje.

—No te preocupes —dice—. No hay por qué preocuparse. No eres tú. No es nuevo.

Mamá está en casa.

—No —digo.

Mamá insiste.