SIETE
Cárcel. Timbrazos. Conmoción en el corredor. Despierto de mi sueño, me levanto de la fuga y emerjo a la superficie.
—Me ha pegado. Me ha lacerado la piel. El puto enfermo me ha arrancado un cacho del brazo.
El guarda está llorando.
El equipo de Tácticas Especiales ha arrinconado a Appfelbaum, el abortista que tenía por costumbre merendarse los fetos que raspaba, y le ha encerrado de nuevo en su celda.
—Me ha lacerado la piel. Puto enfermo, ¿tiene la rabia? ¿El tétanos? ¿Algo peor? ¿Tengo que hacerme un análisis? ¿Tienen que ponerme inyecciones? Odio este sitio, este puto zoo.
La puerta de Appfelbaum se cierra de un portazo; el chasquido del cerrojo al cerrarse resuena en el corredor.
—No voy a mentir —dice Frazier—. No tiene sentido. Las cosas son como son. No hay sorpresas.
¿Cómo ha hervido la olla vigilada? ¿Cómo la han dejado echar vapor, hervir, espumear sin darse cuenta? Si rezuma y se desborda, la apagarán aprisa y con violencia. Lo sé. Me han encadenado a este catre y me han dejado retorcerme y dar vueltas durante días y noches, y los grilletes se me clavaron en la carne hasta el punto de que tuvieron que ponerme puntos. Me han dejado solo y retorciéndome en un catre oscuro, un hedor mojado y repugnante. Me han envuelto y comprimido en una camisa de fuerza tan prieta que se me rompieron las costillas y la respiración se me escapaba en un silbido tenue y agudo. Atrapado y atado y abandonado durante días, paralizado involuntariamente. Ahora soy demasiado viejo para eso; no demasiado viejo para que lo hagan, no conocen límites, sino demasiado viejo para hacérmelo hacer. Ya no tengo el vigor. En mi sangre, en mis músculos y venas, todavía acecha el impulso, el arranque, el flujo envenenado de la rabia. Pero en mi esfuerzo por contenerla, por ahorrarme la humillación de que estalle —figuraos cuánto más potente el estallido si se produce en un lugar cerrado, cuánto más peligroso—, vuelvo ese veneno contra mí mismo. Me mutilo para no salirme de la fila, para pasar inadvertido. Me castigo tan profunda, tan minuciosamente, que cuando he terminado no tengo ni la capacidad ni el interés de castigar a otros; eso cabría pensar, al menos. Pero si eres lista, tienes que saber que cuando me lastimo —y creo que lo estoy haciendo por ti—, cuando cojo el fardo y te zurro de lo lindo, tanto más te detesto. Es demasiado para guardarlo dentro. Si pudiera desahogarme, simplemente echarlo fuera como la orina, formaría una espesa línea de tinta negra que sisea y espumea. El cuerpo no es el recipiente adecuado para semejante ponzoña. Y mi desprecio por lo que me hacen hacerme aumenta hasta el punto de que, cuando no estás mirando, y cuando estoy seguro de que en un momento dado vas a pestañear, de que tu mente va a seguir divagando, deslizaré esta cuchilla que llevo furtiva y sigilosamente en tu corazón.
Mi veneno es mi vigilancia.
Suenan los timbres. El orden se restaura. Todo vuelve a estar como estaba.
¿Qué hora es?, me pregunto, pero no hay nadie a quien preguntar. Frazier no usa reloj.
Clayton está en el corredor.
—El filo de la noche —dice—. El filo de la noche, ¿puedo?
Asiento. Enciende el televisor y se instala en el catre contiguo al mío. El episodio ha empezado hace rato. Quiero abalanzarme sobre alguien, derrumbarme sobre ella o él y que las paredes de mi piel, el recipiente de mi nave, se disuelva de tal modo que ese abrazo se transforme en mí, me envuelva y me trague. Ella es lo bastante fuerte para encajarlo. Lo sé. Tiene la resistencia, el músculo de la juventud. Miro a Clayton, el chico guapo, y me pregunto qué verá en mí —la figura paterna, me temo—, qué clase de relación es realmente la nuestra. Que alguien se suba encima y voluntariamente se oville tan cerca me embarga de una sensación de triunfo e incredulidad, de repulsión y de amor. Y que en el caso de Clayton no haya hecho nada para merecer esta fortuna, que no le haya seducido, que no me haya insinuado a lo grande, constituye mi don y mi castigo.
Corro fuera de mi celda, aunque está prohibido correr dentro de la cárcel. Recorro de arriba abajo el pasillo, parando a medio camino, parando antes del final. No puedo chocar contra el muro de metal, la puerta inmóvil. Tocarlo, rozarlo aun por accidente me impulsaría a precipitarme contra él, a asestarle fuertes cabezazos una y otra vez, hasta que mi cráneo se resquebraje y sangre, hasta que pierda el sentido y ya no sepa dónde estoy, hasta que ya no vea, no hable ni me tenga de pie, hasta que ya no sepa dónde está esa pared y me encuentre totalmente impotente, hasta que mi corazón se pare.
Pienso en ti, en tus vallas, arriates de flores, arbustos de acebo, en tu vida medida por el tic del despertador, la rotación de los turnos del transporte compartido. Afirmas que eres un preso, pero eres libre hasta que sufres la inquietud causada por la inutilidad de las decisiones, del deseo. Como he mencionado antes, aquí no hace falta apenas controlarse, si se exceptúa que es degradante no hacerlo; si no lo haces tú, lo harán por ti, hasta ahí está comprobado, y no será agradable, lo cual también es seguro, garantizado. Anhelas largarte pero te consuelas con la estructura contra la que te rebelas. Rodeas los bienes que estás acaparando, todo lo que es tuyo, esas malditas definiciones tipo seto divisorio de lo que es tuyo y lo que es mío; tus casas, coches, esposas, niños. Por eso tú estás ahí y yo aquí. Dicen que tengo un problema con las fronteras. ¿Hasta dónde puedo acercarme? ¿Hasta dónde puedo ir? Tengo una veta populista que dice que todos para uno y uno para todos. No soy un hombre tacaño, pero la suma total de mis pertenencias cabría perfectamente en dos cajas de cartón. ¿Quién posee más? Se podría argumentar, y con éxito, que no teniendo nada, ningún verdadero objeto, lo tengo todo. Lo que poseo no me define ni me limita. A decir verdad, estoy celoso de ti, ávido de tocar, palpar, sostener cada adminículo que contienen tus cajones: cuchillos de carne y peladores de patatas, veinticinco pares de calcetines ovillados en orden contra los sujetadores de tu esposa. Tus gemelos de oro y sus buenas alhajas sepultados debajo de tus calzoncillos, las joyas de la familia.
¿Soy acaso muy presuntuoso al afirmar que sé quién eres, cuando de la misma forma podrías ser algún otro, un gandul, o alguien que se parece asombrosamente a mí?
Clayton esponja la almohada y se la encaja debajo de la cabeza. Están emitiendo «Mientras gira el mundo» y Evan descubre que James nunca se ha hecho una vasectomía, lo que significa que Edwina ha mentido. ¡Qué espanto! Yo me prohíbo mirar a este tubo radiante durante las horas diurnas: es la droga más barata, la escapatoria del holgazán. Y cuando veo la televisión, sigo unas reglas: evito firmemente las cadenas nacionales, y nunca jamás pongo los canales locales durante la hora de los noticiarios. Nada es más tortuoso que la elocución artificiosa de un semidescerebrado, semicocido y feo patán que procura transmitirme lo que sucede fuera de estas —admitiendo que lo sean— humildes puertas.
Imperdonable.
No puedo permitirme pensar que las azucenas están floreciendo a menos de quinientos metros de mi jaula. En este mismo momento, o en el siguiente, la gente está decidiendo lo que va a cenar, si preparar o no un segundo cóctel o abrir otra lata de almendras tostadas; quizá está decidiendo saltarse la cena y llevarse a la mujer arriba y follársela hasta que diga basta, joderla al compás del rebote de la pelota con la que Johnny juega en el camino de entrada, chingarla mientras resuena el zumbido seco del aspirador de juguete con que juega Sally en el piso de abajo.
No quiero que Wendel, el hombre del tiempo, me diga a qué hora el sol saldrá y se pondrá en esas colinas cercanas porque aquí, en este lado del muro, el clima es diferente, es otro frente completamente distinto, el tiempo pasa según su propio horario. El reloj está roto, sólo tiene una manecilla, y una hora puede ser un año, un minuto o un mes, y el cuadradito de la luz del día que atraviesa el patio, encima del suelo, puede venir e irse en un segundo.
No es el mundo en que vivo, no es el mío.
Colecciono los titulares, los guardo en mis ficheros variados. Me asusta lo que uno podría encontrar en esta ciudad diminuta, en esta ciudad próxima. El entorno indómito, las subdivisiones de los barrios residenciales, los peligros de la eliminación de basuras, los compresores y el alcance del radar son mucho más virulentos y más peligrosos de lo que uno se figura que ocurre en estas salas sagradas. La cúpula de vuestro congreso y las moles burocráticas, las campañas del gobierno en pro de las reformas, junto con los truculentos breves de a quién asesinaron, a quién mutilaron y qué chico de doce años fue acribillado cuando volvía a casa de la escuela, me dejan aturdido, atónito. Yo estoy aquí. El elemento criminal está confinado —retenido bajo siete llaves— y sin embargo todavía sucede. Pensar en que pueda proseguir sin mi (nuestro) concurso, ¿es un pensamiento demasiado narcisista? A lo que voy es que, habiendo tantos de nosotros entre rejas, cabría pensar que esto cesaría. Que continúe significa que eres tú y no yo. Háblame de tu jornada, de tu rutina, y de lo que has hecho en el drugstore cuando esa tonta te ha cobrado cinco centavos en lugar de cinco dólares. ¿Has levantado la voz? ¿Eres de verdad tan puro como un lirio? Cuanto más arduo resulta estar a salvo y seguro, confiar, hallar amor y comprensión, tanto más facultado, autorizado, hasta incitado te sientes a engañar, mentir, robar y, más adelante, incluso matar. Que empieces a notarlo ahora significa solamente que has tenido suerte demasiado tiempo.
Y por más que pudieses pensar que yo considero alentador que estos accidentes les sucedan a otros, que en todo este sinsentido fortuito estamos todos atrapados en una especie de delincuencia forzosa, te equivocas. Estás incumpliendo tu promesa, las condiciones mismas de nuestro acuerdo, el que me retiene aquí a mí y a ti te permite estar ahí fuera: si yo cometo los delitos por ti, tú tienes que ser bueno conmigo. Tú y yo estamos en esto juntos, más vale no olvidarlo.
Clayton está encima del catre, se ha quitado los zapatos. El perfume de sus partes, la mermelada de sus dedos del pie, impregnan la celda. Respiro hondo, el maldito calcetín y las zapatillas de deporte sudorosas tienen el resabio, la vaga reminiscencia, de palomitas de maíz untadas de mantequilla. «Mientras gira el mundo» se ha convertido en «Luz de guía»; Bridget da a luz un niño. David, que la asiste, accede a guardar silencio sobre todo el asunto. Clayton podría quedarse ahí tumbado todo el día. Le aborrezco por su capacidad de no hacer nada, de permanecer ocioso. Apago la tele y me planto delante de él, contoneando las caderas delante de sus narices, deslizando mis dedos por entre las trabillas de mi cinturón, subiéndome los pantalones para abultar el paquete.
Podría tolerar que me chupen la polla, pero Clayton no cree que sea tarea suya; por lo que a él respecta, se trata de un favor, un raro obsequio reservado para cumpleaños y ocasiones especiales de ese tipo. Hace caso omiso de mi entrepierna y mira por detrás de mí hacia la ventana. «Ha salido el sol», dice. Yo asiento.
Salimos de mi celda, bajamos por la angosta escalera de detrás, el pozo oscuro que lleva al túnel, rebasamos la lavandería, el cuarto de calderas y la morgue, y entramos en la rampa. Sólo hay algunos caminos viables. Dentro de jaulas de acero instaladas en el techo hay cámaras (alrededor de 1978) con tapas de protección del objetivo a prueba de balas. Están vigilando, filmando cada movimiento. Si hiciésemos algo raro, algo inesperado, caerían sobre nosotros, saldrían de la nada y nos recordarían que no estamos solos.
—Chartres. Estoy pensando en Chartres —dice Clayton—. He estado fingiendo que estoy allí. —Hace una pausa. Siempre es un problema tener un amigo de la Ivy League[4]: en verdad nadie quiere tratos con él, nadie sabe de qué demonios habla, le toman por loco—. La túnica de la Virgen María está enterrada debajo del ábside.
Yo no digo nada.
Me pregunto si Clayton no debería tomar antidepresivos, una receta médica en lugar de fumar y esnifar los mejunjes de Henry. Me precede en la marcha, abre la puerta del patio. Abrirla, la entrada de luz, abandonarse uno mismo, es un gran alivio.
Exterior. La puerta mosquitera da un portazo. Flores, rojas, anaranjadas, púrpura, rodean la casa. «Chico», llama mi abuela. «Chico». Corro hacia la luz. Me escondo detrás de las sábanas que cuelgan del tendedero. «Chico», vuelve a llamar. Una abeja, una mariposa, un pájaro a lo lejos. El aire es cálido y denso. Me siento en la hierba y corto hojas. Más brillante que brillante. Cielo azul, sin nubes. Me tiendo de espaldas y me quedo dormido debajo de la colada que se infla: sábanas, camisas y las prendas interiores y vestidos de mi abuela.
—Idiota —dice mi abuela cuando me encuentra, picado de abejas, quemado por el sol, sonriente—. Tú y tu madre. Los dos igualitos.
Añoro a mamá y me pone contento escuchar su nombre.
—¿Cuándo vuelve mamá a casa?
—Ya te lo he dicho, antes de volver tiene que recuperar la chaveta.
—Bien —digo yo, pensando que no tardará mucho tiempo.
—Voy a volver —dice Clayton—. Voy a ir a Chartres y me voy a colgar de lo alto del chapitel norte.
Tampoco esta vez respondo. No hay nada que decir.
Clayton camina ajustándose y reajustándose la entrepierna. Pienso en el olor a palomitas de sus pies y me imagino el aroma de pis, embriagador, perfumado, en la delantera de sus calzoncillos. Me lo imagino con ellos puestos y me recuerda el grueso algodón de bragas infantiles, tejido ultra-absorbente que retiene las fragancias, los goteos, que poco a poco expulsa los vapores completos hasta que cobran una madurez casi tóxica, casi letal.
El patio de la cárcel es una perrera cuadrada y vallada, un paseo perruno para humanos, un corral para criminales cercado por muros de piedra e hileras de alambre. Alrededor del perímetro interior hay un sendero requetepisado, una especie de anillo alrededor del cuello de hombres que dan vueltas y vueltas como si al final, en un momento sorprendente, el círculo fuese a abrirse y a desplegarse una larga línea lisa, un camino libre, y ellos fueran a marchar por él lejos de aquí.
Hay días en que uno debería evitar salir al patio, en que no sienta bien, en que sólo sirve para empeorar las cosas. En tales ocasiones, uno tendría que sentirse libre —tal vez la palabra esté mal elegida— para esconderse encima o debajo del camastro hasta que esa aprensión pasara, hasta que las cosas recobraran su posible buen cariz, hasta que pudiera sacarse algo de provecho de estar tumbado en el suelo, mirando al cielo, sabiendo que las nubes, por lo menos, son libres, sin trabas, y que tú puedes estar en ellas, si quieres.
El aire está extrañamente cargado, lo he notado al instante, pero al principio he pensado que era yo. O nosotros, Clayton y yo. Clayton atendiendo finalmente mi petición, mi interés en que me chupen la polla, y yo reaccionando ante la imagen subsiguiente de ella que me chupa la polla mientras Clayton mira, de ella que mira mientras Clayton me folla. No, no quiero que ella lo vea, no quiero que nadie sepa que Clayton me folla. Demasiado vergonzoso. Temo que me tendrían en menos si supieran lo que le dejo hacer a Clayton. He ido demasiado lejos, he traspasado el límite. Doy marcha atrás.
En el patio todo el mundo se mueve con una urgencia típicamente abstraída. Los hombres que recorren el sendero caminan como si corriesen, mueven los brazos en el aire de atrás adelante, cada vez más rápido. Los fumadores fuman, exhalan e inhalan, expulsando al aire nubes de nicotina que se hinchan. Más aprisa. Más rápido. El tiempo gira descontrolado, llamando la atención sobre él. Un guarda sale a la pasarela, la terraza que circunda la torre, se lleva los prismáticos a su cara de excremento y rastrea el patio. Todavía no.
Soy el primero en percatarme. Jerusalem en el muro.
Lo toca, apoya las manos contra las piedras como si pudiera leerlas con los dedos, con los ojos cerrados, por el sistema Braille. La historia de un hombre. Un pie se eleva y se asienta sobre una piedra del muro, el peso se desplaza y el segundo pie abandona el suelo. Los dedos se aferran a los bordes de las piedras, excavan en el mortero. Está a un metro y medio de altura. En la torre excrementicia un guarda tira de la cuerda y el pedorreo de una sirena comienza a balar. Una advertencia. Los hombres que caminan, los viandantes, se quedan helados y luego se disparan de un lado para otro, incapaces de proseguir su ronda, de cruzarse debajo de Jerusalem que trepa. Avanzan y retroceden, en cambio —como si esto fuese el plan preconcebido de emergencia—, suben y bajan por toda la longitud del sendero. Jerusalem no lleva camisa, blanco como la miga de pan. La carne de su barriga y de su espalda se retuerce. Se esfuerza en encontrar un asidero, un asiento para el pie. Está a seis metros de altura. Fusil en ristre, un guarda sale de la torre y se apuesta en la pasarela, susurrando algo en un walkie-talkie.
Clayton se vuelve hacia mí y me dice al oído:
—Día de boda.
—¿Qué?
—El día de la boda de su hija Debbie. No quiere llegar tarde a la iglesia.
Recuerdo que Jerusalem me enseñó la invitación: «Se requiere el honor de su asistencia. Deborah, querida hija de Emma y Jerusalem, con Keith Quick. Día 18 de junio. En la Christ Church, de Poughkeepsie. Seguirá ágape».
Y ahora Jerusalem está en el muro. Las terrazas de la torre están llenas de guardas con sus armas en alto. Tirad a matar. Poseen esa potestad. La sirena emite su pedorreo cada treinta segundos. Atroz. Postergan el fuego, permitiendo que concibamos la ilusión de que alguien puede salir bien librado y evadirse. Nos humillan a nosotros y a Jerusalem dejando que acariciemos esa fantasía. Su negativa a disparar constituye su desgana en participar, en dignificar siquiera nuestro deseo. La presión es excesiva, nos están escrutando e ignorando a la vez. Empezamos a derrumbarnos despacio. Los hombres, reaccionando a la intensidad del foco, a la inundación súbita que de sustancias químicas sufren sus delicados organismos, contraen espasmos, tics involuntarios: la enfermedad trepadora de Jerusalem. Está en el muro, desplegando sus brazos y piernas como un insecto, desesperado, atrapado. Hay un rugido, un gruñido creciente, a medida que la energía, el impulso abruman y los reclusos se desatan. Aúllan y ululan a los guardas, se arañan y se rasgan a sí mismos y entre ellos.
Clayton mira a los guardas en las torres, mira los rifles, abre los brazos y los sostiene encima de su cabeza. «Listo», grita. Yo me aparto. «Ya estoy listo», vocifera. Gira y se muestra a los hombres armados. «Ahora estaría bien». Se quita la camisa y se golpea con ella el pecho, el corazón. «Aquí. Aquí estaría bien». Ellos no le hacen caso. «Vamos», les grita. «Vamos, hacedlo». Y sigue sin pasar nada. «Por favor», suplica. «Por favor, no puedo más». Y como los guardas siguen sin prestar atención a los hombres del patio, Clayton se precipita en el aire, proyecta su cuerpo como un puñetazo y va a aterrizar en el charco de barro de la tormenta de ayer. Golpea la mugre con una resonancia como de palmetazo. Su actuación me incomoda. Me alejo un poco más, hacia la puerta que lleva al interior. Hay hombres cabizbajos ahí. La puerta está cerrada con llave. Nos retienen en el patio, este estadio antiguo. Jerusalem está a tres metros de la cima; su respiración, su corazón galopante, rebota contra las piedras, resuena en todo el patio. Se mueve con cuidado. Posa la mano en la cumbre, por encima del borde. Comienza a elevarse. Pedalea con las piernas sobre el muro, haciendo pie. Se inclina hacia delante sin pensarlo. Le veo hacer eso. Sé que en cuanto lo haga habrá problemas. El hombro se le engancha en la alambrada; se vuelve, se tuerce y alza las piernas. Tiene el hombro en la alambrada, se hunde en ella, tira de su carne conforme él se mueve. Se aplasta, como si al encogerse pudiera soltarse. Tiene la cara hacia abajo. Cuanto más forcejea más se enreda. Enganchado, atrapado, sepultado. Se mueve ahora como si nadase. Los guardias bajan sus armas. Estamos a quince metros de distancia, mirando. Pasan cinco, diez minutos, y el conjunto de guardas parece disolverse mientras cada uno se va a sus asuntos, les tiene sin cuidado el hecho de que un hombre cuelgue como una prenda tendida.
—Pirámide. —La palabra barre el patio—. Siete, luego seis, cinco, cuatro, tres y dos.
Clayton se incorpora del charco y se coloca abajo. Los hombres se amontonan sobre los hombros del vecino, seis arriba. Los guardas vuelven, ladeando los rifles. Se ponen en formación. Mágicamente aparecen refuerzos, funcionarios con trajes oscuros sacan sus pistolas del 38 y apuntan con ellas al punto blando entre nuestros ojos. Los dos reclusos que se hallan en lo más alto de la pirámide enrollan manos y brazos en jirones de camisetas y alcanzan la alambrada. Separan a Jerusalem del acero, le arrancan de allí, dejando pedacitos como muestras, pequeñas tiras de piel puestas a curar. Tiene los miembros encogidos mientras le bajan. Le transportan por el patio: la espalda es el único lugar donde no tiene cortes. Su sangre mana sobre la cabeza y los ojos de sus porteadores, fluye hasta sus mentones y salpica el suelo. Le tienden; Frazier comienza, con una fuerte patada en las costillas. «Inútil», le grita. «¿En qué estabas pensando?». Después Wilson le releva y le pega en la tripa. «Idiota». Avergonzado, humillado por la acción de Jerusalem, Kleinman balancea la pierna y golpea a Jerry debajo de la mandíbula. Y llega Frazier de nuevo, esta vez en la ingle. «McNuggets». Clayton le asesta un duro puntapié en la espalda. Yo estoy horrorizado. Jerusalem se hace un ovillo para protegerse y alguien más le patea, y luego otra vez es el turno de Frazier y hay una nueva ronda. Los guardas se paran a mirar, y no tardamos en quedarnos sin fuerzas, hartos. Jerusalem no se mueve. Al ver que hemos terminado, los guardas abren la puerta. Clayton y yo somos los últimos que quedan en el patio; levantamos a Jerusalem entre los dos y lo arrastramos a su celda.
Llega Henry y le palpa con el dedo, buscando huesos rotos. «Superficial», dice, aplicando el oído contra su pecho y aguzándolo para captar crujidos, reventones, resuellos. Le pone una inyección, una «dosis leve de mi nuevo analgésico», y se marcha.
Yo me inclino y hundo la lengua en la sangre que cubre el pecho de Jerusalem. Clayton me mira.
—Tienes rojo en la nariz —dice—. Una gota de rosa en la mejilla.
Sonríe, se ríe y me lame la sangre de la cara.
—El sabor de la vida —digo.
Nos agachamos para lamer las heridas de Jerusalem, arrancando los trocitos de carne con los dientes y la lengua. Y mientras le chupamos, limpiándole y sorbiendo como gatos locos, empieza a gemir. Llora por el picor de nuestra saliva, por el contacto de nuestras lenguas.
—Jerusalem —decimos.
—Es una equivocación —dice—. Llamadme Jerry.
Finalmente la sirena calla. Suena el timbre. Cena. Un segundo timbrazo. Confinados en las celdas. Servicio a domicilio. Damos las buenas noches a Jerusalem y volvemos a nuestras celdas. No comemos. Nos hemos dado un banquete y de momento estamos saciados.