Un lugar de honor para los tres monos

EL turno de guardia de los tripulantes cambió. Los dos hombres que subieron a cubierta para tomar el relevo vieron a su capitán y al noruego y se acercaron para presentarse ante ellos.

—Buenas noches, señor Aakster, señor Heeren —los saludó Sigerson con un movimiento de cabeza—. ¿Han descansado ustedes…? Seguro que sí. Entonces no tendrán inconveniente en madrugar hoy para acompañarnos dentro de un ratito al capitán y a mí en una pequeña misión de exploración, ¿verdad?

Aakster y Heeren se miraron el uno al otro y después se volvieron hacia su capitán, que a su vez miró a Sigerson, que asintió. Charlie les dijo a los marinos:

—Lo siento, muchachos, pero esta noche ninguno de los aquí presentes descansaremos como Dios manda.

—No se preocupe, capitán —dijo Aakster. Era un individuo muy alto y desgarbado, de unos treinta años, que solía deambular descamisado por la cubierta. Charlie había visto las cicatrices de latigazos (o más bien de correazos) que lucía en la espalda. Al capitán le caía bien Aakster, que era uno de los pocos marinos que no habían coreado a Kabouter durante el funeral de Vogt. Nunca armaba jaleo y jamás lo había visto probar una gota de alcohol… mientras estaba a bordo del Friesland.

Por su parte Heeren, que era mucho mayor que Aakster pero no tan viejo como el difunto Vogt, se limitó a soltar un gruñido para corroborar lo que había dicho su colega. Heeren lucía un parche en el ojo derecho, nadie había logrado sonsacarle nunca cómo lo había perdido, y nadie se atrevía ya a preguntarle al respecto, pues se había corrido la voz de que el tuerto Heeren le había roto la mandíbula a un marino francés por atreverse a bromear con ese asunto—, y era la personificación de la profesionalidad: Un hombre serio y silencioso que realizaba su trabajo a la perfección, cumplía las órdenes sin rechistar y conocía el oficio como pocos. Heeren sabía escribir, leía las cartas de navegación, utilizaba el sextante, maniobraba con el timón, y estaba claro que podría haber capitaneado cualquier barco. Incluso el Friesland.

Charlie les indicó a sus hombres que mantuvieran la linterna de la torreta encendida y que estuvieran ojo avizor ante cualquier movimiento extraño en las aguas, en la isla o en el Matilda Briggs. Y también les prometió que los relevaría de las dos próximas guardias en compensación por el viaje del día siguiente. “Si es que volvemos”, se dijo Marlow.

—Si no tiene inconveniente, acompañaré a estos dos caballeros un momento, capitán, —dijo Sigerson—. Estaré de vuelta enseguida.

Una vez que los marinos se marcharon a sus puestos de vigía (Sigerson pisándoles los talones), Charlie pensó que el falso noruego podía ser un diabólico listillo metomentodo —y si hubiera sido un marino a su cargo lo habría llamado sin pudor alguno “hidrocarburo”, “catacresis” e “iconoclasta”—, pero lo cierto es que sabía juzgar el espíritu humano. Estaba clarísimo que Kabouter podía convertirse en un problema grave, pero Sigerson había seleccionado a esos dos hombres para el desembarco en la isla y Charlie no podía estar más de acuerdo: Aakster y Heeren sabrían guardarles bien las espaldas. Eran de fiar.

Lo que Charlie aún no podía imaginarse era qué pensaba hacer Sigerson con Kabouter… ¿Quizá tuviera intenciones de empujarlo al agua para que se lo comiera uno de esos monstruos cabezudos? ¿O pensaba entregárselo a los caníbales? Cualquier cosa era posible con ese hombre tan extraño.

Cualquier cosa…

Lo que hasta ahora había escuchado era tan fantástico que Charlie se resistía no sólo a creerlo, sino a pensarlo.

El haz de luz de la torreta del Friesland iluminó el casco y la cubierta desierta del Matilda Briggs, y Charlie no pudo menos que pensar en el nombre de ese barco fantasma. Y se maravilló al darse cuenta de que allá arriba, en algún lugar del cielo estrellado, había un lucero rojo que albergaba a una mujer de poco más de veinte años. La imaginaba bella y semi desnuda en un mundo selvático y virgen poblado por monstruos antediluvianos y prodigios inimaginables: reptiles peludos, insectos del tamaño de calabazas, frutos de sabores intensos y flores fragantes que exhalaban aromas ignotos. Los padres de la chica habrían construido una casa de madera (“madera azul”, pensó Charlie, pues ese fue el capricho de su mente) donde vivían con ella y con sus vecinos, un grupo de valientes marineros americanos, daneses y alemanes que en ese mismo instante, y desde hacía dos décadas, estaban conquistando una estrella del firmamento.

¿Impensable?

“¿Qué pensarías, Sophia Matilda Briggs, si supieras que el hombre que te lanzó a la bóveda celeste y más allá de las nubes ha bautizado un barco en tu honor?”, le preguntó a la chica con la mente. Y casi esperó una respuesta, pues después de haber oído lo que había oído, lodo, todo, todo era posible en este mundo. Incluso la posibilidad de que dos mentes se escucharan a través de miles y miles y miles de millas de distancia…

Ahora fue Charlie el que escuchó los pasos de Sigerson a sus espaldas. Y no eran pasos cansados como los suyos, sino activos y decididos. La energía de Sigerson parecía inagotable.

—Ahora me dirá usted que no cree en la telepatía —dijo Charlie.

—¿Perdón?

—Ah, ¿no va a interrumpir mis pensamientos, Sigerson? ¿No me va a decir que la telepatía no existe, que no puedo enviar mis pensamientos a través de millas y millas de distancia hasta el lejano planeta Venus? ¿No me va a explicar cómo ha sabido que yo estaba pensando en la chica de veinte años que vive en otro planeta y que estaba intentando comunicarme con ella con mi mente?

Sigerson soltó una carcajada. Una muy cortita, pero escandalosa.

—Mi querido capitán, ¿cómo quiere que sepa que está usted teniendo esos pensamientos tan poco apropiados para un caballero de su edad y condición? ¡Qué salaz es usted, capitán…! Me recuerda usted a un buen amigo al que hace mucho tiempo que no veo… Y además, ¡acabo de llegar a su lado, hombre!

—Pero…

—Y con respecto a la telepatía, le diré que sí existe: Se llama “lengua escrita”, y atraviesa no sólo el espacio, sino también el tiempo.

Charlie se quedó pensando un par de segundos y descartó la idea de intentar comprender qué le había dicho Sigerson. Una vez más, Marlow se preguntó si no le estarían tomando el pelo…

Pero no quería dar pie a una conversación filosófica, sino obtener más información sobre el objetivo que habrían de atrapar en unas horas: el doctor Sivane.

—Cuénteme el resto —dijo Charlie—. Sin rodeos, por favor, Sigerson. Quiero dormir un poco antes de que vayamos a por el pajarraco.

De acuerdo, de acuerdo — respondió Sigerson, que metió la mano en un bolsillo y esta vez no sacó una pipa salida de quién sabe dónde, sino una petaca, y no de tabaco precisamente—. ¿Gusta, capitán?

—¿Coñac o whisky?

—Loch Lomond —dijo Sigerson, y le tendió la petaca a Marlow—. El joven Hadoque me lo cedió de su reserva particular… antes de que enfermara, claro.

Charlie miró el recipiente de metal con cierta aprensión y después limpió el gollete con la punta de los dedos y dio un larguísimo trago.

—Bah, de algo tiene que morirse uno —dijo, y le devolvió la petaca a Sigerson, que respondió:

—Por los asesinatos con premeditación bien intencionados. —Hizo una pausa, se miró la punta de las botas y añadió sin levantar la vista—: Por los amigos ausentes. —Y después miró a Charlie a los ojos y dijo—: El juego ha empezado, Marlow.

Y bebió.

Charlie no sabía de qué juego estaba hablando el falso noruego y no quiso saberlo. Se limitó a contemplar cómo Sigerson se limpiaba el morro con la manga del jersey y a escucharlo:

—Aunque Sivane sostiene una versión distinta, tanto Mycroft como yo, y supongo que usted estará de acuerdo con nosotros, pensamos que el experimento salió a pedir de boca. El doctor lo tenía todo planeado:

Envió a la tripulación del Mary Celeste a Venus, y él robó los instrumentos de navegación del barco, las cartas, una cantidad pequeña de provienes y sus inventos, el “distanciador” y el comunicador, y se embarcó en un bote salvavidas rumbo a Portugal… Las corrientes del Atlántico jugaron con la barca del Mary Celeste y la llevaron mucho más al norte de lo que el doctor pensaba: Se fue a pique cerca de la costa de Galicia, y se salvó de milagro… o como él explicó, y en eso creo a Sivane a pies juntillas, gracias a la reducidísima barca de caucho de su invención que llevaba plegada en un bolsillo de su chaleco. En el naufragio se perdió el “distanciador”, que era demasiado grande para la chalupa portátil, y el doctor Sivane llegó a la terrible Costa da Morte quemado por el sol, hambriento y casi inconsciente… pero vivo.

»En este punto, quiso la fortuna que Mycroft, que por entonces era un hombre joven pero no mucho más activo de lo que lo es en estos días, anduviera por tierras gallegas, en concreto en un pueblecito llamado Meixía, por motivos que sólo él conoce, aunque sobre los que yo podría especular si así lo quisiera: Quizá sólo tuviera veinticinco años, pero por entonces nuestro patrón ya era una pieza clave de los entramados de Whitehall (Mycroft siempre fue un chico precoz, querido Marlow), y pienso que nadie se atrevería a sugerir que mi… bien, que el señor Holmes había cruzado el Canal de la Mancha en pos de una mujer española… sin demasiado éxito, por cierto.

Sigerson se rió maliciosamente de su propio comentario, pero Charlie no le vio la gracia por ningún lado.

—Pues bien —continuó el falso noruego—, las autoridades de Meixía le comunicaron a Mycroft que un extranjero que bien podía ser británico había aparecido en sus aguas asegurando que había naufragado, y le pidieron ayuda para identificarlo… Estamos hablando de un procedimiento ya no sólo irregular, sino carente de lógica en absoluto, ¿verdad, capitán?

—Sí, claro… —respondió Charlie.

—Pues ya puede usted hacerse una idea de cómo piensan los españoles —dijo Sigerson, que volvió a beber de la petaca—. Mycroft colaboró, y cuando vio no sólo el cuerpo deshidratado de aquel hombre, sino el extraño aparato que guardaba celosamente entre sus brazos, lo identificó como ciudadano británico y exigió que repatriaran a ese pobre hombre en un plazo de tiempo razonable. Les garantizó que la Corona del Imperio asumiría cualquier gasto derivado del traslado: Estoy seguro, querido Marlow, de que en Meixía aún hay algún funcionario esperando a recibir un sobre con el sello de la Reina Victoria que contenga al menos un talón por el importe reclamado.

»A Mycroft no se le suele escapar detalle alguno, y durante el viaje de vuelta a Inglaterra, que tuvo lugar un mes después (a mediados de diciembre de 1872), le pidió a un medianamente repuesto doctor Sivane que no siguiera ocultándose detrás del nombre de Abel Fosdyk; le dejó muy claro que sabía que ese trasto que los españoles habían encontrado en sus brazos no era ninguna minucia; y le explicó que si no colaboraba con Mycroft en adelante, tendría que explicar ante un tribunal qué había sucedido a bordo de un bergantín americano llamado Mary Celeste, un barco mercante que había aparecido flotando en aguas atlánticas el día 4 de diciembre.

»Sivane se quedó tan asombrado ante las declaraciones del esbelto inglés (por entonces, Mycroft era un joven delgado y elegante, y no el excesivamente fornido caballero que usted ha conocido en Pall Mall) que no tuvo más remedio que confesar sus horribles actos y pedir clemencia. No sin antes ofrecerle a Mycroft una suculenta cantidad de dólares, que por supuesto rechazó.

»Mycroft había deducido que el nombre de Abel Fosdyk era falso gracias a los diversos balbuceos e incongruencias en la declaración de Sivane (el náufrago no llevaba documentación alguna encima, cosa que también resultaba sospechosa). También había reconocido la importancia del aparato que Sivane llevaba encima, aunque no fuera más que por lo insólito de su diseño y las negativas del dueño a explicar qué clase de adminículo era ese. Además, Mycroft había tenido tiempo suficiente (apenas unos minutos, según Mycroft, y yo lo creo) para atar cabos tras conocer la noticia de la desconcertante y un tanto fantasmal aparición del Mary Celeste cerca de las Azores. A fin de cuentas, no había constancia de naufragio alguno en el Atlántico, en contra de lo que había declarado el individuo a su cargo.

»De este modo, el doctor Sivane desveló sus mayores secretos (de un modo un tanto sesgado, como ya le he explicado a usted, mi querido amigo) a un fiel siervo de la Reina Victoria. Y Mycroft, que en aquella época ya empezaba a mover hilos importantes en los entresijos del Gobierno, decidió que los servicios de inteligencia para los que trabajaba necesitaban una articulación más, una nueva extremidad que se ocupara de asuntos para los que nadie, ni la Corona, ni el Gobierno, ni el mundo en general, estaba preparado. Así se lo hizo saber a sus superiores de Whitehall, que obviamente no quisieron escuchar nada acerca de marinos extranjeros transportados mágicamente a Venus, pero sí deseaban salvaguardar la integridad del Imperio Británico y confiaban ciegamente en la inteligencia sin precedentes y en los criterios de ese joven al que llamaban “Holmes el Flaco”. Y le otorgaron permiso y un presupuesto reducido, pero no ridículo, para que obrara en consecuencia.

»Como usted ya habrá deducido, mi querido Marlow, Mycroft adquirió un local en Pall Mall que pagó con dinero de los contribuyentes, buscó unos socios capitalistas entre los misántropos más ricos de Londres, y en febrero de 1873 abrió las puertas el único club de la ciudad concebido para todos aquellos que están dispuestos a guardar silencio, vean lo que vean u oigan lo que oigan.

A continuación, Sigerson se introdujo de nuevo la mano en el bolsillo (sin fondo) de su abrigo y le mostró a Charlie un objeto de lo más curioso: Se trataba de un estatuilla, un pedestal sobre el cual estaban sentados tres monos de facciones siniestras. Los tres estaban realizando gestos que Marlow interpretó, a primera vista, como obscenos. Pero es que nuestro capitán no solía detenerse en los detalles…

—¿Qué le parece? —dijo Sigerson.

—Que es una cosa muy fea —respondió Charlie—. ¿Pero a cuento de qué…?

—Es un regalo para Mycroft—lo interrumpió Sigerson—. O mejor, para el Club Diógenes. Lo… bueno, lo tomé prestado de la colección personal del Gran Lama. Los budistas no sólo no saben fabricar pipas decentes, sino que son muy descuidados con sus objetos más preciados: no saben lo que es un buen cerrojo o un buen candado. Cierto primo mío, un excelente jugador de criquet que vive en el Albany de Piccadilly, habría aprovechado para desvalijar entera la ciudad sagrada de Lhasa por mucho que esos monjes inocentones le hubieran prohibido la entrada… Capitán, está usted ante la representación más antigua que existe de los Tres Monos Sabios; esa estatuilla tiene unos mil quinientos años más que la escultura japonesa en madera que se encuentra en los establos sagrados del santuario de Toshogu. ¿No cree que a Mycroft le va a encantar? ¿No debería colocarla en un lugar de honor (pero muy discreto) de su club? Quizá en la Sala de los Extraños…

Entonces Charlie observó (como le había indicado Sigerson esa misma noche) con mayor atención aquel objeto: uno de los monos se cubría los ojos con ambas manos, otro se tapaba los oídos, y el tercero estaba enmudecido por dos garras oscuras y peludas… sus propias garras.

Y sí, Sigerson tenía razón. El lugar donde debía estar ese ídolo antiguo no era una ciudad sagrada del Tíbet, sino el único cuarto del Club Diógenes en el que estaba permitida la conversación: en la Sala de los Extraños, donde Mycroft Holmes recibía a sus agentes, les entregaba las instrucciones y escuchaba sus informes.

Ahí, los tres monos brillarían con luz propia.