Comida y postre
—HAN pasado por aquí —dijo Charlie.
Hadoque se sacó un pañuelo para taparse la nariz. El hedor de las heces desparramadas y la carne en proceso de descomposición era insufrible. El belga no fue capaz de acercarse al cadáver para tocarlo, al contrario de lo que había hecho su comandante, que estaba acuclillado junto al revoltijo de tripas y órganos reventados.
La mitad inferior del monstruo muerto reposaba sobre un gran charco, medio hundido en el barro. Era un macho, pues el correoso miembro viril, del tamaño del antebrazo de Charlie, le colgaba entre las patas. Enhiesto debía haber sido tan grande como el de un caballo.
Charlie observó que el animal había sido un bípedo de color verde grisáceo. La piel era rugosa como la de un cocodrilo y poseía un largo y grueso rabo con dos crestas paralelas de plumas. Tenía las rodillas articuladas igual que los seres humanos; en vida, aquella cosa se había alzado sobre unas poderosas garras con tres dedos cuyas uñas eran del tamaño de cuchillos Bowie.
Lo que quedaba de la parte superior del animal, esto es, un pedazo del torso de la bestia que aún conservaba un bracito proporcionalmente diminuto y una cabeza que medía casi cinco pies, se encontraba cincuenta yardas más al norte. Era mucho más grande que la cabeza que le había enseñado el bigotudo coronel (Charlie le dedicó un pensamiento bastante nefasto a su torturador y se lo imaginó colgando de las fauces de una bestia como aquella, pidiendo auxilio y socorro y perdón por sus pecados), pero sin duda se trataba de la misma especie.
Era un maldito dinosaurio, vaya si no. Y Charlie había decidido bautizarlo con el nombre científico de Monstruo Gigante N° IV cuando el bigotudo le mostró el ejemplar que había cazado. Los otros animales que Charlie se había permitido bautizar en la Clasificación Zoológica Marlow incluían al dragón marino (MGN II), a la diabólica rata de Sumatra (MGN III), a la diosa Kho (MGN V), a las babosas (MGN VI) y a la termita (MGN VII). Charlie había empezado a numerar a la familia Monstruo Gigante —Charlie no entendía de categorías, órdenes, clases o divisiones— con el extraño pájaro que le había contagiado una enfermedad mortal al pobre Vogt. “Ya he perdido a cuatro hombres”, se dijo Charlie. “Cinco, si contamos a Sigerson”.
Alguien, con toda seguridad Sivane y muy probablemente dos o tres individuos más que Charlie sabía, iban a pagar por esas muertes.
—Deberíamos comer algo —dijo Charlie.
—Veré si encuentro algún fruto por ahí, capitán —dijo Hadoque y salió disparado hacia un conjunto de árboles.
—Espera, espera —dijo Charlie—. Me refiero a este bicho. Tengo entendido que no es venenoso. No sabe muy bien, pero es comestible.
—Huele a rayos fritos, capitán —dijo Hadoque—. No pienso tomar un bocado de eso. Además, será peligroso encender una fogata… y ni siquiera tenemos cerillas.
Charlie se metió una mano en el bolsillo y sacó su caja de fósforos. La agitó ante los ojos del muchacho y se la arrojó.
—Pruébalas ahora —dijo Charlie.
Hadoque sacó una y la frotó contra la lija lateral de la cajita. Saltó una chispa y la cerilla prendió.
—Úsala para encender tu pipa —dijo el capitán—, pues tienes razón con respecto a lo de hacer una hoguera. Espero que el tabaco que fumas no sea tan apestoso como el que llevaba Sigerson; si no, podrán seguirnos el rastro hasta el fin del mundo. ¿Tienes un cuchillo, por un casual? No, ese era Kabouter, que en paz descanse… Bien, veamos…
Charlie se limpió el barro de las botas y se dirigió hacia los árboles astillados que marcaban el camino tomado por el artefacto de Sivane. Habían encontrado el rastro al amanecer y aunque en principio Marlow pensó que se trataba de las huellas del paso de la diosa Kho, pronto encontró algunas marcas de rodadas, la mayoría borradas casi totalmente por la lluvia, como las que el desaparecido (y presumiblemente ya difunto) Sigerson le había mostrado en los montoncitos de arena a bordo del Matilda Briggs. La presencia del cadáver de un imponente ejemplar de Monstruo Gigante Número IV seccionado en dos partes (por un cañonazo, presumiblemente) confirmó que iban por buen camino. A fin de cuentas, Sivane había regresado a la isla por algún motivo y Marlow estaba seguro de que lo que ese pajarraco chalado pretendía era recuperar su armatoste. ¿Cómo iba a hacerlo? De eso Charlie no tenía ni idea. Pero esa era la intención del viejo. Después de todo, como Sigerson había explicado, el doctor era un genio.
A espaldas de Charlie, Hadoque había fruncido el ceño y a pesar de lo que había dicho su comandante, se había encaramado a un extraño árbol frutal del que pendían unas bolas rojas tan grandes como piñas tropicales. El belga no paraba de refunfuñar “no pienso comer carne de un lagarto podrido, ¡no, señor!” en voz bajita, pero no tanto como para que Charlie no pudiera escucharlo.
Marlow encontró un par de astillas punzantes y se las llevó hasta el cuerpo del saurio. Con dos palos no podía cortar aquella piel rugosa, pero sí podía clavarlos y desgarrar el pellejo.
Hadoque observó desde el árbol el trasiego de su patrón con el animal muerto mientras mordía una de esas frutas rojas e intentaba tragársela. Acabó por escupirla.
—¡Esto sabe a calcetín, capitán Marlow! —le gritó.
Marlow logró atravesar la coraza escamosa del monstruo a base de pinchazos y después de un rato arrancó un filete repleto de venas coaguladas y ninguna grasa. Charlie se lo llevó a la boca y le dio un mordisco, pero no consiguió cortar más que un pedacito de aquella carne tan fibrosa.
—Está demasiado dura —dijo Charlie. La sangre le chorreaba por la barbilla. Pensó que debía parecer un caníbal—. Es puro músculo de las patas, Hadoque. Quizá más arriba, junto a las vísceras…
El belga seguía mordisqueando cosas que colgaban de los árboles, parecieran o no frutos, y al final dio con una especie de peras grandes que por dentro tenían sabor y textura parecidos al de la uva de vino. Cogió un par para llevárselas al capitán, que se había metido hasta las rodillas en aquel revoltijo de tripas y vísceras con un palo en cada mano.
—Capitán, eso que está haciendo es asqueroso —dijo Hadoque—. Pruebe una de éstas que he encontrado, verá qué ricas están…
—Aguarda, muchacho —dijo Charlie y hundió los dos palos en la parte superior del empeine de la bestia muerta.
Se escuchó un sonido agudo que tenía algo de silbido. Procedía del interior del animal.
—¿Qué infiernos es eso, capitán?
—Creo que son gases…
Lo que quedaba del vientre del saurio empezó a agitarse. El pellejo verdoso se contrajo y se abombó en algunos puntos.
La piel se quebró, finalmente. Aquí. Allí. Un poco más acá. También un poco más allá. Incluso en la pierna que Charlie no había perforado con su improvisado instrumental de carnicero.
Los gusanos asomaron sus cabezas. Rojas como fresas. Pero mucho más grandes.
—Que me parta un rayo —acertó a decir Hadoque.
A Charlie le dio un vuelco el estómago. Sintió arcadas, pero no tenía nada que vomitar. Aún así, soltó bilis teñida de rojo por la boca.
Ya no le quedaba dentro ni un gramo de carne de Monstruo Gigante Número IV Y no le quedaban ganas de comer ni mucho ni poco de este otro ejemplar. Charlie había oído decir a un médico que trabajaba para Diógenes, un tipo muy alto y estirado llamado Thorndyke, que el tamaño de las larvas de insectos que nacían en los cadáveres determinaba la hora y la fecha del deceso. En ese momento, a Charlie le hubiera encantado que el doctor Thorndyke estuviera allí para medir con su instrumental a esos gusanos con mandíbulas como pinzas de cangrejo por boca, peludos y de un color verde casi fosforescente, para ver si podía decir cuánto tiempo llevaba muerto el dinosaurio. Charlie calculó que el más pequeño de esos bichos mediría unas treinta pulgadas.
No, ya no le quedaban ganas de masticar la dura y putrefacta carne del monstruo. Pero el destino siempre ofrecía más opciones a los que sabían aprovecharlas.
—Bueno, capitán, ¿no prefiere tomar una de estas frutas? Son muy dulces —dijo Hadoque.
Charlie se volvió hacia el belga y le dijo:
—Guárdame una para el postre, muchacho.