Loch Lomond aguado

CHARLIE había sufrido los efectos de una tormenta de nieve en el Estrecho de Bering; había visto cómo un tsunami arrasaba todo un pueblo costero en la isla de Rokovoko; había estado en el ojo de un tornado en una casita de madera en Kansas; y se había arrojado por la borda de un velero que fue completamente destruido por un tifón. Incluso sabía lo que era un terremoto, pues estuvo a punto de morir aplastado por el muro de una casa en un pueblo español llamado Lorca durante un seísmo.

La sensación que tuvo cuando la diosa Kho pasó por encima de él fue incluso peor. Los árboles más pequeños salieron despedidos por los aires y los medianos se quebraron como si fueran decorados de una mala obra de vodevil. La lluvia y la oscuridad no permitieron que Charlie viera a esa criatura que poseía tal poder de destrucción pues no parecía tanto un animal como una deidad auténtica—, pero recordó los burdos grabados en las piedras de la empalizada: los dibujos de un anónimo artista venido hasta aquel rincón del planeta desde una isla en el interior de Africa para inmortalizar a un monstruo de proporciones ciclópeas.

Y ahora, allí estaba. Otro monstruo más. El segundo. Tres, en realidad, si contaba al coronel bigotudo. Cuatro, quizás, pues Charlie había detectado la inhumanidad del hombre llamado Fred Porlock… si es que en verdad era un hombre. Algo le había indicado a Marlow que Porlock no era lo que parecía, en ningún sentido.

De hecho, Porlock fue el único capaz de reaccionar ante la llegada de aquella mole inmensa a la que Marlow sólo pudo intuir recortada contra la débil luz de las antorchas que ardían a duras penas en el templete de la ancestral muralla.

Porlock cayó al suelo de espaldas por el impacto de las pisadas del monstruo, pero ya tenía el Winchester en sus manos y lo disparó hacia el frente y hacia arriba, justo detrás del lugar donde se encontraba Charlie, que también se había desplomado.

La criatura pasó por encima de ellos y partió por la mitad los árboles que habían servido de refugio al músico galés y al coronel. Los dos hombres fueron despedidos por los aires de una brutal —y quizás involuntaria— patada, y Charlie lo supo porque escuchó sus gritos. No sintió lástima por ellos.

Porlock rodó sobre sí mismo, plantó una rodilla en el suelo y disparó ahora en dirección contraria, hacia el claro —donde Sigerson aguardaba su destino—, pues sabía que el monstruo ya había pasado por encima de ellos y ahora se dirigía al altar. Repitió el disparo. Repitió suerte dos veces más y echó un vistazo atrás para ver cómo Charlie lograba ponerse en pie y salía corriendo de aquella zona catastrófica. Charlie volvió la cabeza justo en ese momento y su mirada se cruzó con los ojos grises, pétreos, de Porlock. No pudo escuchar lo que decía ni leyó sus labios; estaba demasiado oscuro (no tanto como para no ver aquellos ojos brillantes que lo taladraron), pero Charlie casi escuchó la voz de cristales rotos que le decía: “Ya te cogeré”.

Lo último que el capitán Marlow vio de aquel hombre fue cómo se levantaba, alzaba el rifle y volvía a disparar sobre la cosa que se dirigía hacia el altar.

Charlie corrió como pudo, el lomo agachado y la cabeza por delante. Se golpeó un par de veces con las ramas y las hojas mojadas, y el agua torrencial le azotó en el rostro. Estaba muy lejos de sentirse libre y esperaba que en cualquier momento la mole oscura que había surgido de las tinieblas lo aplastara; que el demonio de Sumatra apareciera en su camino erguido sobre dos patas y que lo mirase con sus ojos rojos y le mostrara su sonrisa divida por los incisivos inferiores; que una bala (le calibre .22 procedente de un Winchester 73 le atravesara la espalda y le reventara el corazón de una vez por todas…

Tropezó, o mejor, se escurrió con algo grande que se había interpuesto a su paso. Algo del tamaño de un perro grande, pero muy resbaladizo, como una roca blanda cubierta de líquenes, o bien… ¿la rata gigante?

Charlie se golpeó el rostro contra una roca de verdad, de las que no son blandas. Su nariz se acababa de quebrar y entró a participar en el concurso de dolores físicos que estaba sufriendo. Hasta el momento, su entrepierna llevaba ventaja sobre todo lo demás, pero la nariz rota se quiso imponer.

—Deje que lo ayude, capitán —dijo una voz conocida que se abrió paso entre el ruido de la tormenta. Una mano se posó sobre el hombro de Charlie—. Casi se mata por culpa de esa babosa.

Era el joven Hadoque, que estaba tan empapado como Charlie. La barba del muchacho chorreaba como un grifo abierto. Llevaba la pipa recta, obviamente apagada, en la boca.

—Se me ha mojado todo el tabaco —dijo Hadoque mientras ayudaba a que su comandante se levantara—. ¿Le queda a usted, capitán?

—En el bolsillo interior de mi abrigo —respondió Charlie con naturalidad—. Disculpa que no te lo ofrezca yo mismo, pero ya ves dijo, y se dio media vuelta para que Hadoque pudiera ver las manos esposadas.

—Ah —dijo Hadoque—. Han sido esos mamelucos, ¿no? Esos tres que lo llevaban atado del cuello como a una cabra… Son amotinados del Matilda Briggs, ¿verdad?

—No, no; esos venían por su cuenta —dijo Charlie—. ¿Qué has dicho antes de una babosa?

—Mírelas —dijo Hadoque y señaló a su alrededor. A los árboles y a las rocas.

Estaban por todas partes y eran, en efecto, del tamaño de pastores alemanes. La que se había interpuesto en el camino de Charlie, al menos, era así de grande. Había algunas más reptando por los troncos de las secuoyas o deslizándose sobre sus propios fluidos por entre las raíces gigantes que asomaban aquí y allá.

Junto a ellos, pegada lateralmente a una piedra que medía unos ochos pies, había una babosa del tamaño de una vaca, sus enormes antenas gruesas como brazos humanos.

Eran unos bichos repugnantes. Y fascinantes.

—Han salido con la lluvia —explicó Hadoque mientras metía la mano en el interior del bolsillo del abrigo de su capitán—. No he visto ni una sola de las pequeñitas.

—¿Qué ha sucedido en el poblado? —dijo Charlie, aunque se hacía una idea.

—Vayamos a cubierto si le parece bien, capitán. Podremos fumar y echar un trago —dijo Hadoque—. E intentaremos abrir esas esposas, ¿qué le parece?

A Charlie le pareció la mejor idea que había oído nunca.

Se cobijaron en el tronco hueco de uno de esos árboles gigantescos, sobre un montón de serrín que parecía y olía como estiércol húmedo. Pero después de un rato, Charlie logró entrar en calor.

Por la abertura de la entrada podían ver cómo las enormes babosas reptaban lentamente y dejaban tras de sí su rastro de babas pegajosas que se deshacían al contacto con el agua de lluvia. No era la escena más desagradable que Charlie hubiera contemplado en su vida. Casi se sentía acunado por ese curioso sonido que se escuchaba en su improvisada madriguera, un “crich, crich, crich” constante que al capitán Marlow le traía algún recuerdo lejano, pero no sabía exactamente cuál.

Hadoque se guardó su pipa mojada en el bolsillo y lió un par de cigarrillos que no logró encender con sus fósforos, pues también estaban húmedos. Lo intentó con las cerillas del capitán y desistió. Después sacó del bolsillo su petaca y acercó el gollete a la boca de Marlow, que echó un traguito. La mandíbula le dolía horrores y el alcohol hizo su efecto.

—Sabe aguado —dijo Charlie.

—El imbécil de Kabouter quiso gastarme una bromita —respondió Hadoque—. Que en paz descanse ese enano… Pero en fin, esto sigue siendo Loch Lomond…

—Cuéntame cómo sucedió —dijo Charlie.

Hadoque miró a su comandante durante dos o tres segundos y bebió. Cubrió un eructo con el dorso de la mano y dijo:

—Esos endiablados salvajes de la isla no son tan tontos como yo había pensado, ¿sabe, capitán? Yo estaba con mis compañeros cuando llegó la vieja y vi cómo se marchaba usted hacia el oeste por la empalizada. El señor Sigerson estuvo intercambiando gestos con ese pellejo patizambo durante un buen rato, hasta que la mujer empezó a tirarle de la manga para que lo acompañara al poblado. Entonces Sigerson se acercó a nosotros y nos explicó, muy excitado, que esas bestias de piel gris hablaban un idioma que se parecía a otro muy antiguo, uno que Sigerson llamó curicasino —”carcosano”, corrigió mentalmente Charlie—, y que había logrado descifrar bastantes palabras sueltas. Decía que estaba seguro de que el “curicasino” era el padre o el tío de otra lengua… una que al parecer tiene que ver con un caldero de estofado —"caldeo”, tradujo Charlie para sí—, y que es la madre o la prima de lo que hablaban las gentes de Cornualles en no sé qué época muy lejana…

—Abrevia, Hadoque —dijo Charlie—. No me interesa si esa gente habla tagalo o bereber. ¿Qué le dijo esa bruja a Sigerson?

Hadoque echó otro trago de whisky con agua sucia.

—Lo que el señor Sigerson entendió es que esos fulanos con taparrabos estaban muy enfadados, capitán Marlow. Muchísimo. ¿Y sabe por qué?

—Por qué —dijo pacientemente Charlie, que empezó a notar que el ambiente se estaba llenando de polvillo. Se sacudió el abrigo y comprobó que eran diminutos trocitos de madera, como el serrín húmedo sobre el que estaban sentados.

—Porque, fíjese usted, capitán, primero sufrieron el ataque de los amotinados del Matilda Briggs, que aparecieron en la playa subidos en un artefacto infernal, un carro sin caballos que disparaba proyectiles enormes… Los traidores de ese barco iban bien armados y la tomaron con los salvajes; al parecer incluso se llevaron a algunas mujeres… Pero eso no es todo, capitán —Hadoque volvió a beber, y Charlie le quitó la petaca con muy poco tacto y aprovechó para echar él mismo un trago, pues se estaba enfriando de nuevo y le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo la nariz—; lo peor es que unos días después apareció en el poblado una bestia inimaginable, un monstruo que según el señor Sigerson había escapado de la bodega de ese barco fantasma. Y al llegar a la isla, el engendro abominable se dedicó a robar niños nativos… ¿Qué le parece, capitán? Apuesto a que no imagina qué clase de animal era ése…

—Una rata gigante —dijo Charlie sin pensarlo—. De Sumatra, en concreto.

—¿Cómo lo sabe? —dijo un sorprendidísimo Hadoque.

—Soy capitán de un vapor volandero y patrón de un montón de mamarrachos peligrosos, Hadoque. Tengo que ser listo por necesidad, ¿no?

Hadoque se encogió de hombros y volvió a ponerse la pipa mojada en la boca.

—Sigerson nos dio instrucciones de permanecer donde estábamos, pues pensaba acompañar a la vieja hasta las chozas para echar un vistazo. Yo me ofrecí a acompañarlo, pero no quiso que lo hiciera. Si este inglés tozudo no se hubiese negado, quizá ahora las cosas serían de otro modo…

—¿Inglés? —dijo Charlie un tanto divertido.

—Bueno, capitán… En el Friesland, todos saben que no es noruego. Algunos piensan que es un pariente del barón Maupertuis, pero en mi opinión…

Tu opinión no viene al caso, Hadoque —dijo Charlie—. Y no te conviene pensar tanto en cuestiones que no te incumben, ¿queda claro? Cuéntame qué pasó después.

—Bien, capitán… Sigerson dejó que la vieja se lo llevara a tirones de la manga. Como le he dicho, a mí no me gustó ni un pelo que se marchara él solito, pero ya ve… Mientras tanto, Heeren y Aakster siguieron vagueando en esas escaleras de piedra y Kabouter no paraba de dar la lata pues quería que montáramos nosotros mismos la ametralladora de Sigerson… y ojalá le hubiera hecho caso a ese enano cabezota y malicioso, capitán, pues de haber sido así, quizás esos energúmenos sin alma se lo habrían pensado dos veces antes de atacarnos.

—Dios mío —dijo Charlie, aunque ya conocía el final de la historia, pues Porlock había sido bastante claro al respecto.

—Aakster, ese buen hombre tan espigado y tan simpático, se levantó y se fue en dirección a unos matojos cercanos para aliviarse, y un par de minutos después, reapareció tambaleándose en dirección a nosotros… Del costado le salía la punta de una lanza y no pudo llegar a la escalinata, pues otra lanza lo ensartó a la altura del pecho. Un puñado de esos demonios corrió hacia nosotros por derecha e izquierda, empuñando sus hachas de piedra y más lanzas, y por el camino del pueblo llegaban más de esos cabestros criminales. Créame, capitán, cuando le digo que presentamos batalla: Heeren dejó a un par de ellos en el suelo a puñetazo limpio, y un hacha le quebró el cráneo mientras estaba estrangulando con sus propias manos a un nativo enorme… Y el pequeño Kabouter demostró que tenía tanto valor como malas pulgas: sacó un cuchillo que llevaba escondido en la bota y mantuvo a raya a los salvajes durante un rato. Repartió tajos a diestro y siniestro, ese hombrecillo… pero acabaron con él. Yo tuve más suerte, pues cuando vi que estábamos en inferioridad numérica de forma tan aplastante, le aticé bien fuerte a esos… esos…

—Majaderos, sátrapas, miserables —apuntó Charlie.

—Majaderos, sí —repitió Hadoque—. Y tuve la suerte de escapar siguiendo el mismo camino que había tomado usted, por el pie de la muralla hacia el oeste. Lo último que vi de mis compañeros fueron sus cabezas clavadas en picas, como la de ese individuo que estaba en la playa. Los mataron sin piedad, capitán. Son unos cobardes, capitán. Unos auténticos cobardes…

Hadoque se tapó el rostro con ambas manos para ocultar sus lágrimas. Charlie suspiró y pensó en los pobres marinos a los que el destino, Sigerson, Mycroft Holmes, el Club Diógenes, y sobre todo, el capitán Charles Marlow, habían llevado a esa isla perdida para morir.

Le devolvió a Hadoque su petaca de Loch Lomond aguado, y el joven belga apuró el contenido de un solo trago. Lo necesitaba.

Hadoque le habló del agujero en la empalizada, el mismo que Marlow y había cruzado horas antes, y le explicó a su comandante cómo lo había buscado a quinientas yardas a la redonda. También le dijo que antes de que anocheciera, se atrevió a regresar para echar un vistazo al poblado y vio cómo llevaban a Sigerson, desnudo y atado de pies y manos, hacia la misma escalinata donde habían asesinado a los marineros holandeses. Hadoque describió las obscenas—por extrañas manipulaciones que los salvajes realizaron sobre el cuerpo del falso noruego, pues lo untaron de pies a cabeza con aceites y otros ungüentos y le colocaron flores en los rincones más insólitos de su cuerpo. El belga creyó en ese momento que lo estaban aderezando con especias para meterlo directamente en la olla y después zampárselo enterito, y eso le ocasionó otra llantina, pero esta vez no pudo aplacarla con alcohol. Así que Charlie le contó que eso no había sucedido, que nadie se había comido a Sigerson… sino que simplemente, los nativos se lo habían entregado a un horror andante que en esos momentos andaba suelto por aquella selva, un gigante imposible al que los salvajes adoraban como a un dios —o mejor, como a una diosa—, y que salvo que se hubiera producido un milagro, ni él ni Hadoque podrían hacer ya nada por salvar al estirado inglés.

—Parece que ha escampado —dijo Charlie—. Deberías volver al Friesland, muchacho. O al menos intentarlo. Aunque lo más probable es que te mate esa cosa que se ha llevado a Sigerson, o la rata, o cualquier otro de los monstruos que seguro rondan por ahí afuera. Aunque quizás sean los nativos los que ensarten tu cabeza en una lanza, o acaso los tres criminales que me han puesto estas esposas y me han dado una buena paliza te atrapen y te torturen y al final te metan una bala en la cabeza o en el trasero… Son unos tipos muy peligrosos, esos tres. Y muy obstinados. Venían siguiendo a Sigerson desde Calcuta, o como me ha dicho uno de ellos, desde mucho más lejos… Al parecer atracaron en algún lugar al oeste y entraron a esta parte de la isla por unas grutas; quizá puedas intentar escapar por ahí… Sí, creo que podrías ayudarme a reventar esto —se refería a las esposas— y después volver con O’Rourke. Dile de mi parte que en cuanto se cumpla el plazo que le di para venir a buscarnos, puede levar anclas y llevarse el Friesland de vuelta a casa. Sí, díselo si no te matan en el camino.

—¿De qué está hablando? —dijo Hadoque—. ¿No piensa venir conmigo?

—Tengo que cazar a un pajarraco, marinero. Uno muy viejo y muy calvo; un pajarraco que es el principal responsable de que tú y yo estemos aquí. Un pajarraco que ya ha metido en problemas ha demasiados hombres como nosotros —dijo Charlie y pensó en el capitán Briggs y en los marinos del Mary Celeste y por supuesto también en una muchacha llamada Sophia Matilda a la que nunca, nunca, nuca iba a conocer.

Porque ahora, Charlie había tomado una decisión: iba a matar a Severus Magog Sivane. La idea de atraparlo y llevarlo vivo a Londres le parecía absurda en esos momentos. Y estaba seguro de que Sigerson habría estado de acuerdo con él. A fin de cuentas, ambos eran hombres de Diógenes.

—Le ayudaré con las esposas —dijo Hadoque—. Pero no crea ni por un segundo que pienso abandonarlo aquí, capitán Marlow. Bajo ningún concepto, y me importa tres pimientos si cuando regresemos a bordo del Friesland quiere encerrarme en el calabozo y tenerme a pan y agua. ¿Comprendido?

Charlie sonrió al muchacho.

—Bendita sea tu juventud y tu nobleza, Hadoque —dijo Charlie—. Pero estás como una cabra.

Cuando salieron de su refugio, las babosas gigantes habían desaparecido como por ensalmo. Las hojas de los árboles seguían goteando y la jungla se había tornado aún más oscura, pues el cielo seguía nublado.

Hadoque utilizó una piedra para romper la cadena de las esposas y Charlie se sintió mucho más aliviado al poder estirar los brazos, que se le habían quedado entumecidos.

En realidad, sentía que todo le dolía menos, aunque la nariz le palpitaba como si le estuviera creciendo un apéndice nuevo en mitad del rostro. Estaba lejos de encontrarse bien.

Discutieron durante un rato la conveniencia de marcharse de allí en busca de Sivane o pasar la noche en el hueco del árbol, pero la discusión quedó zanjada cuando vieron la enorme termita, tan grande como un conejo de campo, que apareció por el agujero de la secuoya milenaria donde habían estado al resguardo de la lluvia.

Charlie sacó su brújula de bolsillo y comenzaron a caminar hacia el norte de la isla.