Puré
EL falso noruego era un individuo muy hábil en todos los sentidos. No sólo era un rastreador nato, tan bueno o quizás mejor que algunos indios americanos a los que Charlie había conocido, sino que sabía perfectamente lo que hacía y por qué lo hacía. Mientras se agachaba junto a este matorral u olisqueaba junto a aquel árbol, en lugar de decirle a Charlie qué había visto —si es que veía algo, pues las copas de las secuoyas tapaban la luna casi por completo; Sigerson se estaba alumbrando con las cerillas de Charlie, que se apagaban muy pronto— o qué había olido, le explicó por qué era prioritario acabar con el nido de ratas.
—Quiero que comprenda por qué es tan importante que destruyamos a esos animales —le dijo—. Aunque estemos relativamente cerca de Sumatra, esta isla está en aguas que pertenecen a Inglaterra y no a Holanda. Por lo tanto, pisamos suelo inglés. ¿Lo sabía usted?
—No. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza —dijo Charlie.
—Hay más personas que conocen este lugar. No sólo los antiguos carcosanos pasaron por aquí, sino al menos un alemán, un par de franceses, algún holandés y, por supuesto, varios ingleses. Ya le hablé de algunos libros que mencionan este Niflheim, ¿recuerda?
—Claro —dijo Charlie, aunque de aquello ya hacía una eternidad. O unos pocos días. O menos.
—Entre las personas que se han interesado en los últimos tiempos por la isla de la Niebla se encuentra un caballero al que usted conoce personalmente. Le estoy hablando del barón Maupertuis, su patrón nominal.
—¿En serio? —dijo Charlie—. ¿Maupertuis? Pero Sigerson, el viejo trabaja también para Diógenes…
—Pero no es un voluntario… Al menos, no en el modo en que usted y yo lo somos. Maupertuis investigó la existencia de esta isla hace años y realizó unas complicadas maniobras financieras y políticas para obligar al Gobierno Británico a que le cediera el territorio por un precio simbólico.
—Aguarde, conozco perfectamente la historia del barón, pero… ¿era ésta la isla que quería comprarle a Inglaterra?
—Claro que sí, mi querido capitán. Yo mismo tuve algo que ver (en realidad bastante, por no decir mucho) en el cambio de estrategia de Maupertuis. El barón tenía muchos negocios secretos con demasiados países distintos… países que estaban enfrentados, compañías que se hacían la competencia más rabiosa… Maupertuis jugaban con demasiadas barajas. Fue laborioso, pero no me resultó difícil conseguir los documentos que pusieron de rodillas a ese caballero tan ambicioso e implacable, unos documentos que ahora están en poder Mycroft.
—¿Fue usted? —dijo Charlie.
Sigerson asintió con una sonrisa, pero no pudo evitar un ataque de tos. Ahora se echó al suelo y comenzó a reptar sobre la tierra todavía húmeda, buscando un rastro que para Marlow era invisible. Encendió otro fósforo y, con mucho esfuerzo, se puso de nuevo en pie. Parecía agotado.
—Es sangre humana —dijo Sigerson—. Del hombre al que la rata se ha llevado.
—Black Michael —dijo Charlie—. El capitán del Matilda Briggs. Nos llevó a Hadoque y a mí hasta el campamento de Gograh. A punta de fusil.
—Tanto da su nombre —respondió Sigerson.
—Supongo que sí —dijo Charlie y pensó en el barón Maupertuis. Era un hombre de setenta y tantos años, pero parecía más joven; alto y corpulento y calvo como una bola de billar. Llevaba uno de esos monóculos que se perdía en su cara, ancha como la de un cerdo. Al parecer Maupertuis procedía de familia humilde, o al menos se había criado en la calle, pues tenía los hábitos menos decorosos que se pueda imaginar: escupía en el piso de su mansión, bebía directamente de la botella, se ventoseaba en público y desconocía el más mínimo tratamiento de respeto. Se decía que su nombre no era Maupertuis, que el título lo había comprado… Pero Charlie no sabía nada con certeza al respecto. Sin embargo, ese individuo era el dueño de una flota comercial, vivía rodeado de lujos, se codeaba con los prohombres de todo el continente e incluso había sido capaz de extorsionar al gobierno británico… ¿y todo por conseguir el título de propiedad de aquel infierno con rostro de calavera?— Dígame, ¿qué quería Maupertuis?
—Esta isla.
—Sí, pero ¿por qué?
—¿Aún no lo sabe, capitán Marlow? Pensaba que después de todo lo que ha visto aquí ya se habría formado una idea bastante clara… Maupertuis quería lo mismo que Sivane, quien sin duda le confió a Gograh sus planes… ¿Cree usted que Sivane llegó a esta isla por pura casualidad? ¡Por supuesto que no, hombre! Sivane sabía perfectamente adónde iba y qué era lo que estaba buscando.
—No comprendo —dijo Charlie. Pensó que desde que conocía a Sigerson, y de eso hacía muy poco tiempo, ya había dicho “no comprendo” al menos un centenar de veces. Aunque en realidad eran unas cuantas menos—. Sivane había construido un artefacto militar en secreto para venderlo a las potencias y luego capturó a la rata…
Como de costumbre, Sigerson lo interrumpió:
—Sivane no construyó ese fantástico vehículo acorazado tan sólo para comerciar con él, querido capitán, sino para traerlo a la isla de la Niebla. Es un arma, como bien sabe. El doctor Sivane venía de safari.
—¿Quería cazar monstruos? —dijo Charlie.
—Quería capturar monstruos. Concretamente, quería llevarse a los reyes.
—¿Los reyes?
—La especie a la que pertenece el joven Watson. Los colosos de veinte pies de altura, capitán, capaces no sólo de sobrevivir, sino de reinar en este paraje tan hostil… y tan maravilloso. Sivane quería un par de esas criaturas. Un macho y una hembra, en concreto.
Charlie estaba fascinado ante la explicación de Sigerson. Ya empezaba a entender (por fin) qué era lo que todos esos locos y megalómanos querían, y comprendía por qué el jorobado Gograh pensaba que Gran Bretaña sería suya algún día. Pero Charlie quería escucharlo en boca de otro. Lo que se le estaba pasando por la cabeza era tan… colosal…
—¿Se imagina, amigo mío, lo que cualquier nación del mundo podría hacer con un ejército de bestias de ese tamaño? ¿Un millar de ellos? O mejor, ¿diez millares? ¿Cien? ¿Cree que habría alguien que pudiera oponerse a los designios del mandatario que dispusiera de un arma semejante? El vehículo de Sivane es una máquina de guerra, capitán, pero estas criaturas… estos reyes… pueden arrasar ciudades enteras. Pueden cruzar valles y ríos y montañas y desafiar a los cañones más potentes. Pueden demoler murallas. ¿Qué haría París ante una invasión de monstruos cómo estos? ¿Y Londres, capitán Marlow? Los reyes son un arma definitiva e indiscutible. —Sigerson se interrumpió, tosió, escupió varias flemas y algo sólido, y dijo—: Ya he descansado. Sígame.
—Espere —dijo Charlie—. No vamos a matar a la rata. Y mucho menos a sus crías.
Sigerson no se molestó en darse la vuelta.
—Sé lo que está pensando —dijo el falso noruego mientras proseguía su camino dando traspiés—. Y se equivoca.
—Me importa un bledo que sea usted brujo, que sepa lo que se me pasa por la cabeza o que piense que tiene razón. Vamos a marcharnos de aquí de inmediato y dejaremos que los demonios de Sumatra acaben con esos reyes suyos. Nadie va a montar un criadero de gorilas gigantes para conquistar el mundo. ¿Está claro? Mi querido Marlow, estaría totalmente de acuerdo con su razonamiento en otras circunstancias, pero no dispone de toda la información. Sí, ninguna potencia mundial y tampoco ningún maníaco va a utilizar a los reyes de la isla, porque están muertos. O casi muertos.
—¿Qué quiere decir?
—La rata los infectó —dijo Sigerson—. Ahí arriba, en la cueva, vive la familia de Watson. Sus padres, un anciano y otro adulto algo más joven, una hembra… Cuando llegué a la cueva, el ejemplar más viejo y el otro macho estaban muertos. La hembra joven estaba enferma y la que me tomó del altar de los salvajes empezaba a tener síntomas. Ahora también se está muriendo. —Volvió a escupir un pedazo de sí mismo y sufrió un acceso de tos más fuerte. Sigerson se apoyó en un árbol para vomitar y Charlie tuvo que ayudarlo para que no se desplomara. Cuando recuperó el aliento dijo—: Vamos, capitán.
—¿Y Watson? —dijo Charlie.
Sigerson se rió. Sin demasiadas ganas.
—Es fuerte como una roca —dijo—. Cuando la hembra me llevó a la cueva, ese jovenzuelo tan simpático no se encontraba demasiado bien. No creo que tenga más de tres años. Pero ya lo ha visto… Yo diría que, al igual que Archibald, Watson es inmune. Se convertirá en el rey de la isla de la Niebla. En un rey sin reina, claro está, y sin posibilidad de descendencia. Este lugar es demasiado pequeño para que existan otras colonias… demasiado pequeño para que convivan varias familias reales… Es por aquí, amigo mío.
El lugar al que Sigerson los llevó era mucho más tupido y estaba relativamente lejos de la montaña. La vegetación había formado una maraña difícilmente penetrable, pero el falso noruego encontró el paso adecuado: un túnel de tres pies y unas cuantas pulgadas de diámetro excavado por la rata gigante en la misma maleza.
Olía a almizcle y también a sangre y a putrefacción.
—Es aquí —dijo Sigerson.
—¿Por qué no dejamos que estos monstruos se adueñen de la isla? Me da igual que este infierno sea británico, holandés o alemán.
—Porque la rata también puede ser un arma formidable, capitán. ¿Para qué cree que la quería el doctor Sivane?
Sí, Charlie comprendía que el viejo chivo la quería para estudiarla y quizá para utilizarla como transmisora de enfermedades tan terribles como la fiebre Tapanuli. Y ahora, Charlie estaba seguro de que el doctor Sivane había sabido desde el primer momento que había cazado una rata gigante preñada de pequeñas ratitas gigantes. Ese pajarraco había pensado en todo. Era muy listo, sí, y muy escurridizo, por supuesto… Marlow se preguntó qué habría sucedido en el interior del omnimóvil, cuál de los chalados, Sivane o Gograh, habría salido vencedor, y si Hadoque se habría partido ya el cuello al caerse del simio al que Sigerson llamaba Watson porque le recordaba a no sé quién.
—Yo iré primero —dijo Charlie.
—La rata puede estar dentro.
—Por eso mismo.
Charlie se colgó el Lee-Enfield a la espalda, se arrodilló y comenzó a gatear por el agujero verde. Sigerson lo siguió con dificultad.
Ambos hombres avanzaban en completo silencio. Charlie se detuvo en un recodo para mirar hacia atrás, pero allí adentro no penetraba ni el más débil de los rayos de luna. Sigerson, que se había retrasado un poco, lo alcanzó y le dio un empujón sin decir palabra.
Charlie continuó adelante y volvió a detenerse cuando escuchó los gemidos y los bisbiseos. ¿Se habría equivocado el falso noruego y los habría conducido al nido de algún tipo de serpiente gigante?
—Sigerson —llamó Charlie en voz baja—. Las cerillas.
Charlie esperó un instante hasta que Sigerson le palpó una pierna para que se diera la vuelta. El túnel era bastante estrecho. Marlow prendió un fósforo y vio que el agujero se abría poco más adelante. Y también pudo ver las botas de Black Michael asomando por la abertura.
Los bisbiseos y los gemidos se escuchaban ahora con mucha claridad.
Era un lugar más amplio que el túnel, aunque también cubierto por la vegetación. Seis pies de diámetro y cinco de altura. Charlie se pudo poner en pie, aunque su cabeza rozaba las hojas y las ramas apelmazadas. Ayudó a Sigerson a que se incorporase también. El falso noruego tenía que agacharse más que el capitán Marlow.
La débil luz de la cerilla se apagó y Charlie hubo de encender un segundo fósforo para cerciorarse de que aquella pesadilla era real.
Los dos hombres de Diógenes vieron el nido de la rata gigante de Sumatra. Y a sus crías. Y los restos de sus víctimas, osamentas humanas enteras esparcidas por todas partes. Y a Black Michael, que todavía respiraba, aunque a duras penas.
Era una docena, todas ellas del tamaño de ratas adultas, un par tan grandes como gatos. A algunas todavía no les había crecido todo el pelo y mostraban parcelas de una piel de color rosáceo, como la de los cochinillos.
Estaban arremolinadas sobre el cuerpo de Black Michael y le mordisqueaban las manos, las piernas y el rostro. Una de ellas había perforado el pecho del capitán del Matilda Briggs con sus incisivos. El bisbiseo era el aire de los pulmones de Carey, que se escapaba por el agujero.
La rata madre no estaba. Pero para Charlie eso no era un consuelo.
—No tengo balas para todas —dijo el capitán Marlow.
—Hagámoslo con cuidado —respondió Sigerson—. Son muy jóvenes aún y no podemos permitir que escape ninguna.
Y a pisotones y a culatazos, procedieron a machacar a las jóvenes ratas hasta que las convirtieron en un puré sanguinolento. Los chillidos de los animales y el crujido de los huesos se le metieron a Charlie en la cabeza.
Una docena completa de ratas gigantes de Sumatra. Y fue sencillo porque los animales apenas podían abrir sus ojos o moverse. Estaban ahítas de carne humana y aún así, habían seguido comiendo.
Cuando terminaron la faena, Charlie se agachó junto a Black Michael.
—¿Me oye, capitán Carey? —dijo, pero Carey no respondió ni lo miró. Las ratas le habían comido los ojos, la lengua y los carrillos. El aire seguía saliendo de su pecho y sonaba como un fuelle roto. Tenía la panza agujereada en varios puntos y por un costado se le estaban desparramando los intestinos.
Sin embargo, Black Michael aún vivía.
—Acabe con su sufrimiento, capitán Marlow —dijo Sigerson.
Charlie encontró el Colt de Black Michael entre la pulpa de rata. Estaba descargado.
Bajó el cañón del Lee-Enfield, lo apoyó en la frente de Black Michael y disparó una sola vez.