Buenos motivos para gritar
EL pequeño gran Watson estaba jugando con Ernest Gograh. O torturándolo, pues se dedicaba a empujarlo cada vez que intentaba ponerse en pie. Charlie había escuchado los gritos de terror (“¡aaaaaaayyyyyyyeeeee, aaaaaayyyyyeeee!”) desde muy lejos.
Cuando los vio, Charlie llevaba sobre los hombros el cuerpo inconsciente de Sigerson. Lo dejó en el suelo y tomó el fusil.
Hadoque estaba sentado muy cerca del borde del acantilado, mirando hacia el norte y fumando su pipa. La niebla que rodeaba la isla impedía que los rayos del sol naciente penetraran en el mar, pero se percibía algo de luminosidad.
Charlie había regresado hasta el campamento, donde comprobó que los cuatro hombres del Matilda Briggs habían fallecido. La rata de Sumatra no había vuelto por allí. Sólo Dios sabría adónde se había dirigido ese demonio.
Pronto llegarían los carroñeros.
Después de detenerse a descansar unos minutos, había seguido el camino de destrucción creado por el omnimóvil, el mismo que habían seguido Hadoque y Watson. Charlie tuvo que subir por la ladera de la montaña con Sigerson a cuestas hasta llegar a una zona repleta de cantos rodados, junto al precipicio al pie del Monte del Cráneo. Allí encontró al joven simio gigante, al perverso jorobado caníbal y al muchacho belga.
Gograh fue el primero que lo vio llegar.
—¡Ayúdeme, por piedad! —gritó ese hombre deforme que no sabía hablar en voz baja—. ¡Mate a este monstruo! ¡El pobre Gograh hará todo lo que usted quiera, señor capitán! ¡Gograh será bueno y fiel, señor capitán!
—¡Cállate, parásito miserable, pacta-con-todos! —le dijo Hadoque.
El monstruoso Watson giró la cabeza y al ver a Charlie dio un respingo, se echó a Gograh sobre el hombro (“¡aaaaaayyyyyeeeee!”) y salió trotando en dirección a Hadoque.
—¡Capitán! —llamó el belga alertado por la llegada de la bestia, y se puso en pie de un salto—. ¿Se encuentra usted bien?
Charlie se aproximó. Seguía llevando el Lee-Enfield en alto. No sabía muy bien si apuntar al simio o al jorobado.
—Sigerson se está muriendo, tal y como él mismo había dicho.
—Ese hombre siempre tiene razón —dijo Hadoque.
—Pues no creo que en esta ocasión le haga mucha gracia. Veo que tienes a Gograh. ¿Y Sivane? ¿Y el omnimóvil?
—Venga conmigo —dijo el belga y llevó a Charlie hasta el borde del acantilado, donde las aguas rompían contra los arrecifes.
Hadoque señaló al fondo y Charlie echó un vistazo, pero no vio gran cosa. Estaba demasiado oscuro.
—El macaco y yo llegamos justo en el momento en que los dos bebe-sin-sed saltaron del trasto, que por cierto, se despeñó y ahí abajo debe estar, hecho pedacitos contra las rocas. No sé cómo funcionaba ni me importa, pero no creo que pudiera subir y bajar paredes, como nos dijo el gigante en aquel cortado… ¿Está muerto, ese bellaco irlandés? Bien, se lo merecía… —Hadoque sonrió—. El viejo y el jorobado siguieron zurrándose hasta que nos vieron llegar… Parecían dos gatos enzarzados. Sivane salió corriendo en dirección a la jungla y Gograh intentó subir por aquella pared —el belga señaló a la escarpada ladera rocosa, repleta de oquedades—. Ahí lo cazamos y mi amigo peludo se lo ha quedado de mascota.
—¿Y Sivane, Hadoque? —insistió Charlie.
El belga se encogió de hombros y esbozó una sonrisilla culpable.
—Escapó, capitán. Mi compañero, el pulgoso, se echó a ese vendedor de alfombras al hombro como un saco de patatas y juntos rastreamos esta parte de la selva. Pero ese maldito palurdo de los Cárpatos…
—…es muy escurridizo —completó Charlie—. Sí, ya lo sé. Marlow miró cómo el simio gigante dejaba que el jorobado pusiera los pies en tierra, tan sólo para cogerlo por las piernas y zarandearlo a lo bruto. Charlie se alegró de que Gograh por fin tuviera un verdadero motivo por el que gritar. Casi podía plantearse la idea de dejarlo en la isla en lugar de llevarlo de vuelta a Londres…— Veo que has hecho buenas migas con Watson, muchacho.
—Bueno, siempre se me han dado bien los bichos —mintió flagrantemente Hadoque—. En realidad es un monito muy simpático y muy listo, ¿sabe? Un pedazo de pan, si en mi vida he visto uno. Sigerson, como de costumbre, tenía razón… Y por cierto, capitán, ¿de verdad está tan mal, el pobre?
—Ve tú mismo a echarle un vistazo —dijo Charlie—. Prepara unas parihuelas para transportarlo.
—¿Con qué?
—Con dos palos, tu abrigo y tu camisa.
Hadoque quedó pensativo unos instantes. Miró en dirección al cuerpo de Sigerson y después hacia Watson y Gograh. Sonrió.
—Quizá no haga falta, capitán —dijo.
Charlie tardó unos segundos en comprender lo que quería decir Hadoque. Tenían un mulo de carga de la especie MGN V Era una buena idea, pues a fin de cuentas el belga ya se las había arreglado bien él solito. Incluso mejor que Charlie.
—Si crees que puedes dominar al coloso… —le dijo a Hadoque.
—Por supuesto que sí, capitán.
—Me alegro, pues vas a hacer el viaje de regreso tú solito y tendrás que cargar con Sigerson y con Gograh.
—¡Cómo! ¿No viene usted?
—Vinimos a por el pajarraco y no pienso marcharme de aquí sin él.
—Entonces yo también me…
—No. Llama a Watson, ya que te llevas tan bien con él, y ve a por Sigerson. Yo voy a tener unas palabras con ese jorobado devorador de marineros.
—¿Y qué pasó con esa rata gigante? —dijo Hadoque—. ¿Acabaron con ella?
—Aún anda suelta por la isla. Pero debe de estar muy enfadada, pues se ha quedado sin descendencia. Debemos andarnos con mil ojos…
Charlie echó un pie atrás, pues sintió un repentino mareo. Hadoque lo sujetó por ambos brazos y le dijo:
—¿Se encuentra usted bien, capitán Marlow?
—Es sólo cansancio, muchacho. Ocúpate del mono y del moribundo.
—¿Y no será que está usted enfermo?
Charlie no respondió, de modo que ambos se aproximaron a Watson.
Hadoque tardó un buen rato en convencer al simio gigante de que abandonara por un momento a su aterrorizado juguete y en cuanto el belga y el mono se alejaron, Gograh se tiró a los pies de Charlie y rompió en un estridente llanto.
Charlie le golpeó en la espalda con la culata del fusil para que se apartara y Gograh se arrastró hacia atrás. En sus ojos no había una sola lágrima. El jorobado estaba fingiendo, cosa que a Charlie no le sorprendió.
—¿Quieres llegar vivo a Londres, traidor? —dijo Marlow.
—¡Sí! ¡Sí, amo! ¡Haré todo lo que me pida, amo! ¡Todo!
—Bien —dijo Charlie—. El doctor Sivane confiaba en ti, ¿no es así?
—Sí, sí, claro que sí, amo. Y usted también puede confiar en mí, le serviré como un perro fiel, pero por favor, mantenga a ese monstruo alejado…
—El te habló de los reyes, ¿verdad? Y de esta isla.
—¿Los reyes? —dijo Gograh, y su expresión mostraba sincera sorpresa.
—Los monos gigantes —explicó Charlie—. Como ese al que te voy a entregar si no me dices la verdad.
—¡Ah! ¡Los reyes! ¡Claro que sí, amo, señor capitán! El doctor, mal rayo lo parta, los llamaba “los poderosos” —dijo Gograh—. Quería capturar a una pareja para…
—Ya me sé esa parte, sucio gusano traidor. Y tú decidiste robarle el plan a Sivane.
—Yo odio al doctor, amo. Como usted, amo. Lo veo en sus ojos… ¿Verdad que me entiende?
—Vas a pagar por tus crímenes, caníbal deforme —dijo Charlie. Pero lo que quiero saber es cómo supo Sivane de la existencia de “los poderosos” y quién le indicó cómo llegar a esta isla.
Gograh pareció dudar por un segundo.
—Eso… eso no lo sé, amo… Gograh sólo ha sido un criado para el malvado doctor Sivane…
Charlie le golpeó en el rostro y el jorobado empezó a gritar de nuevo.
—Deja de chillar, traidor, o haré que el mono te disloque todas las articulaciones del cuerpo. ¿Quién fue?
—¡Fue… un hombre muy rico y poderoso! ¡Pero no sé su nombre!
Charlie estaba harto de esa criatura repugnante. Esta vez no golpeó a Gograh, sino que acerrojó el Lee-Enfield y le pegó un tiro en la pierna izquierda.
El jorobado aulló.
—¡Dime quién fue! —dijo Charlie.
—¡Maupertuis! ¡El barón Maupertuis! ¡El maldito barón Maupertuis!
A Charlie no le sorprendió la respuesta. Y sabía que a Mycroft Holmes no le iba a gustar nada de nada.
—Y cuéntame, ¿desde cuándo te vendiste tú a Maupertuis? —preguntó—. ¿Desde el principio? ¿Desde que Diógenes te metió en la casa de Sivane?
Gograh se estaba quitando el cinturón de los pantalones para hacerse un torniquete en el muslo. La bala se lo había atravesado limpiamente pero corría peligro de desangrarse. Charlie conocía de primera mano esa clase de heridas y sabía que dolían mucho.
—¿Te pagaba mucho, traidor? —dijo Charlie sin dejar que Gograh respondiera—. Espero que haya merecido la pena… ¿También pensabas entregarle los gorilas a Maupertuis?
—¡No! —gritó el jorobado—. ¡Ese era Sivane! ¡Yo…!
—Tú pensabas lo mismo que el pajarraco, maldita sea la hora en que naciste, despojo humano… ¡Hadoque! ¡Hadoque! ¡Trae aquí a Watson y quita de mi vista a este traidor!
—¡No, por favor, amo! ¡He dicho la verdad! ¡He dicho la verdad, amo! ¡Piedad, piedad…!
Charlie aún le dio otro puntapié antes de dar media vuelta y dirigirse hacia Hadoque, que se encontraba junto a Sigerson. El mono gigante estaba junto a unos árboles, comiendo unos frutos enormes y de color ocre que Charlie no había visto en ninguna otra parte de la isla.
—Si realmente puedes hacer que Watson haga de porteador, convéncelo ya y lárgate de aquí —dijo el capitán Marlow—. Intenta llegar a la empalizada y busca el agujero por el que entramos. Te encontrarás con los salvajes, pero no te entretengas con ellos: No se acercarán a vosotros si vais con Watson. Coge la barca y si no está, roba una de los nativos y lleva a Sigerson y a Gograh a bordo del Friesland.
—Volveremos a por usted —respondió Hadoque.
—Esperadme en la playa —dijo Charlie—. En la playa, Hadoque. Dile a O’Rourke que es una orden. No me esperéis más de veinticuatro horas, porque si no he aparecido entonces es que estaré muerto.
—Como ordene usted, capitán.
—Y ten mucho cuidado con el jorobado. Está herido, pero se es traidor como una serpiente.
—Ya lo sé, capitán Marlow.
—Buen chico, Hadoque. Buen chico.
Charlie se agachó junto al postrado Sigerson, que estaba pálido y empapado en sudor.
—¿Me oye usted? —dijo Charlie. No obtuvo respuesta—. Voy a buscar a Sivane. Lo llevaré a bordo del Friesland o lo mataré. Probablemente haré lo segundo. ¿Me ha comprendido?
Sigerson no dio señales de vida. Apenas respiraba.
—Y si no consigo que me maten aquí y usted no se muere muy pronto, tendremos una charla en mi barco. Sobre mi patrón, Maupertuis. ¿Le queda claro?
Sigerson no respondió.
—Ah, váyase al Infierno, maldito brujo de barraca de feria —dijo Charlie. Echó a caminar para despedirse de Hadoque, pero volvió la cabeza y añadió—: Procuremos no morir ninguno de los dos, ¿de acuerdo, Sigerson?
Esta vez Charlie no esperó a que el falso noruego le respondiera.