EL mejor momento del día

MÁS tarde, Charlie llegaría a la conclusión de que la rata había estado agazapada todo el tiempo entre las ramas más bajas de la secuoya, observando a los dos humanos: el indefenso que estaba sufriendo unos dolores horribles y el torturador que se estaba zampando un pedazo de monstruo antediluviano mientras hablaba de las vilezas que había cometido a lo largo de su vida.

Charlie también se percató (fue una deducción al estilo sigersoniano, un término que, según Marlow, él mismo acuñó) de que la rata había aguardado el momento más propicio, esto es, cuando el bigotudo estuvo desarmado, pues durante todo ese tiempo había tenido en la mano un cuchillo de caza. Quizá se tratara de una coincidencia o sencillamente de puro instinto, pero para Charlie Marlow aquello fue una señal inequívoca de que la rata era un animal muy inteligente. Tanto como para reconocer un arma afilada. Lo cual le daba la razón, como de costumbre, al falso noruego.

Eso no era ningún consuelo.

A pesar de que Charlie no sentía demasiada simpatía por Sigerson, no le habría importado ni lo más mínimo tenerlo a su lado en esos momentos. Preferentemente, con la Maxim montada y lista para descargar una lluvia de proyectiles sobre aquellos dos engendros que el Diablo, caprichoso, había reunido en aquel averno envuelto en tinieblas eternas.

A ojos del indefenso capitán Marlow, la rata no era exactamente una bendición venida del cielo. O al menos no parecía nada celestial.

Una sombra de color gris oscuro cayó con sus afiladísimas garras por delante, las clavó en las espaldas del malnacido bigotudo que le había hecho pasar un mal rato a Charlie —y que era el responsable de, al menos, la muerte de un soldado llamado Bloomingster o Bloomandale o algo por el estilo, y también de una pobre prostituta portuaria de Londres— y lo arrojó al suelo.

Charlie vio cómo esa cosa meneaba el rabo y le daba un par de latigazos al veterano de no sé cuántas batallas. Después, la criatura volvió la cabeza durante un segundo en dirección al pobre Marlow, que ni siquiera pudo gritar, y sus miradas se cruzaron. La jungla se estaba sumiendo en penumbras, pero los ojos del monstruo se iluminaron, y eran rojos. Charlie no sólo sintió la inteligencia que penetró en lo más profundo de su ser desde ese cuerpo peludo —los pelos también eran brillantes y limpios como los de un gato—, sino la intrínseca maldad que transmitía el monstruo. “Tú serás el siguiente”, escuchó Charlie que le decía la rata, pues sólo entonces reconoció al animal que había matado a cuatro hombres en el Matilda Briggs, el gigantesco roedor que Sigerson había descrito tan bien (“cinco pies y tres o cuatro pulgadas”, había dicho el falso noruego, y había acertado), una máquina de desgarrar cuellos con sus incisivos inferiores.

La rata mordió al bigotudo en el hombro y el antiguo miembro del 1er Regimiento de Zapadores de Bengalore aulló con toda su alma y maldijo a todos los traidores, cobardes, sodomitas e hijos de muchos padres que hubiera en el universo.

A la rata, los insultos del bigotudo le traían sin cuidado. Ya le había clavado los dientes a su presa y no pensaba soltarla por nada del mundo.

—¡Atraviesa a ese cerdo de parte a parte! —acertó a decir Charlie mientras forcejeaba inútilmente con las esposas. Estaba seguro de que ni la rata ni su torturador lo habían escuchado.

El bigotudo tanteó con su mano derecha en busca del revólver que llevaba colgado del cinto y acertó a coger el Webley de Charlie (de Sigerson en realidad), pero la rata le asestó un zarpazo en la mano. El arma cayó cerca de Marlow. Muy cerca.

Ahora, el bigotudo usó la mano izquierda para tomar el cuchillo que le había regalado un tal Clayton, un tipo muy decente, a juicio de Charlie.

En esta ocasión fue la rata la que recibió una profunda puñalada en un costado, encima de una de las patas traseras. Charlie se maravilló de que el monstruo pudiera aullar sin soltar el bocado con que tenía sujeta a su presa.

—¡Eso es, mataos los dos, endemoniados zuavos de pacotilla! —volvió a gritar Charlie, aunque sólo consiguió emitir un leve susurro.

El Webley de Sigerson estaba tan cerca… Y si Charlie no hubiera estado esposado…

“Confórmate con escuchar los gemidos de dolor de esos dos pitecántropos”, se dijo.

El bigotudo sacó el filo del cuchillo de entre los músculos de la rala y se disponía a asestarle el golpe de gracia cuando sonó el primer disparo. Le acertó a la rata en una de sus esperpénticas orejas, que más se parecían a las de un murciélago que a las de un simpático roedorcillo de despensa. La mitad de la oreja desapareció con el estallido y el rostro de Charlie se cubrió de sangre de rata.

Ahora sí, el monstruo de Sumatra soltó a su presa y los dos depredadores aullaron de dolor casi al unísono. En otras circunstancias, Charlie habría disfrutado mucho de ese sonido.

De hecho, sonrió.

El sonido del siguiente disparo se entremezcló con el estallido de un trueno. El relámpago iluminó la escena por un segundo y Charlie vio que la bala se había incrustado en la tierra húmeda, a pocas pulgadas del bigotudo. La rata ya no estaba allí, sino encima de Charlie, echándole su pútrido aliento.

Otro relámpago iluminó el rostro de la rata. Sus mandíbulas estaban abiertas, su sonrisa de bestia infernal dividida por esos incisivos como puñales curvos, los ojos como dos llamas rojas que pretendían atravesar el alma del capitán Marlow…

El animal emitió un sonido estridente que, Charlie confesó, sólo podía ser una especie de carcajada aguda y malévola. O quizá un llanto de furia contenido. O quizá ambas cosas. Después le mostró sus garras, con sus pequeños deditos y, por supuesto, sendos pulgares prensiles como los de los primates. Ese dichoso Sigerson siempre tenía razón hasta en el más mínimo detalle… Las largas uñas se rozaron unas con otras y la rata, muy despacio, posó uno de sus dedos, una de esas uñas, en la nariz de Charlie. Lo tocó y lo presionó levemente con ella.

“¿Qué es esta cosa?”, se preguntó Charles Marlow cuando, por segunda vez en muy poco tiempo, se dispuso a morir.

Pero el tercer disparo, que acertó a la rata en el lomo, lo libró del zarpazo que le habría arrancado el rostro y de la subsiguiente dentellada que le habría desgarrado la yugular.

La bestia dio media vuelta, saltó por encima del cuerpo del bigotudo, que se estaba retorciendo de dolor, y lo último que vio Charlie fue que la rata se escabullía por entre unos matojos. La persiguió una última bala (la detonación sonó desde un lugar mucho más cercano, justo detrás de Charlie), pero no la alcanzó. De eso Marlow estaba seguro.

El hombre de la voz de cristal roto, el dueño de un Winchester 73 (“Porlock”, recordó Charlie) pasó sus botas de vaquero por encima de Marlow y se agachó junto al bigotudo.

—Coronel —dijo la voz de espejos triturados—. Tienen a Sigerson.

—Saca la petaca de mi bolsillo —dijo el bigotudo, que ahora resultaba ser nada menos que un coronel.

El hombre llamado Porlock obedeció y se la ofreció al bigotudo, que echó un largo trago. Le devolvió la petaca a Porlock y le dijo:

—Aplícamela en las heridas. ¡Ya!

Porlock, de nuevo, obedeció.

El bigotudo miró a Charlie y le dijo con una sonrisa:

—No se preocupe, capitán. Me dolerá a mí más que a usted.

Charlie observó cómo el rostro del coronel se contraía de dolor y escuchó los aullidos. Los mofletes del viejo militar pasaron del rojo intenso a un blanco mórbido en segundos.

Fue la visión más agradable que Charlie había tenido en todo el día.