Niflheim
SALVO un par de avistamientos más, el barco que los perseguía se mantuvo prácticamente oculto hasta la mañana que entraron en la niebla.
Se encontraban en la zona correcta de búsqueda, entre los 0 y los 10 grados de latitud al suroeste de Sumatra, y en cuanto Charlie vio el extraño amasijo neblinoso que se alzaba al frente y ocupaba una porción del horizonte, hizo que el Friesland virara a estribor para esquivarlo. A lodos los hombres les pareció, por algún motivo, un banco de niebla muy siniestro: no parecía desplazarse más allá de un punto, y fluctuaba como una masa tentaculada que tuviera vida propia.
Por este motivo, por los rostros preocupados de los curtidos marineros y por la misma seguridad del pasaje, Marlow se molestó bastante cuando Sigerson le ordenó cambiar el rumbo y seguir adelante.
—Bien, veo que quiere que nos matemos, ¿verdad? —le dijo Charlie—. No tenemos ni idea de lo que puede haber ahí en medio.
Sigerson parecía especialmente contento esa mañana, e incluso se había quitado la chaqueta y se había puesto un grueso jersey de lana que casi lo habría hecho parecer un marino… de no ser porque hacía un calor horrendo. La mayoría de los hombres iban en manga corta o directamente descamisados.
—Hable por usted, capitán —replicó Sigerson—. O mucho me equivoco, o el objeto de nuestra misión se encuentra en mitad de la niebla.
Marlow no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Me está diciendo que sabía desde el principio que veníamos aquí? ¿A buscar ese barco en un banco de niebla?
—No podría jurarlo, pero los informes del Club Diógenes apuntan en esta dirección.
Charlie soltó una risotada nerviosa y dijo:
—Perfecto, señor. Entonces, ¿Mycroft Holmes también sabe si lloverá en Pekín mañana, o si nevará en París la semana que viene?
—Los poderes de Mycroft son grandes, se lo concedo, pero no creo que tengan ese alcance. Al menos de momento.
Marlow no sabía si el último comentario era una broma, pero no quiso preguntarlo.
—¿Y cómo sabe entonces de la existencia de esta neblina?
—En realidad es sencillo, capitán: se trata de una niebla perpetua. La han documentado muchos hombres a lo largo de los siglos. Entre ellos, claro, algunos ingleses.
—Una niebla perpetua —repitió Charlie, incrédulo—. De acuerdo, supongamos que es posible semejante dislate: ¿Por qué habría de estar ahí el Matilda Briggs?
—Porque esta zona del océano índico ejerce una atracción irresistible para cierto tipo de individuos.
—Pues a mí y a mis hombres no nos parece precisamente un fenómeno atractivo.
—Eso se debe —dijo Sigerson— a que usted y su tripulación no pertenecen a esa categoría de personas.
—¿Y qué categoría es esa? —preguntó Marlow, ofendido.
Sigerson, que estaba fumando su pipa, la vació por la borda y respondió con naturalidad, como si aquello fuera una cosa obvia:
—La categoría de los científicos, por supuesto.
Charlie se rindió. Ese individuo le estaba tocando las narices desde que había subido a su barco, pero el veterano capitán Marlow sabía que toda aquella complicada maniobra del Club Diógenes, la presencia del altanero Sigerson y el misterio que rodeaba la misión debían tener algún sentido oculto y grave que, por el momento, no le habían dado a conocer. De modo que tomó dos decisiones: obedecer la orden de entrar en la niebla, y averiguar, por las buenas o por las malas, qué diablos pasaba con el Matilda Briggs.
Hizo que O’Rourke diera las órdenes pertinentes a la tripulación y a pesar de las quejas, las maldiciones y un montón de protestas que acabaron en nada cuando el enorme yanqui le enseñó los puños a un tipo que terminó arrestado en la sentina, la campana del Friesland comenzó a sonar de forma intermitente pero continua —ding… ding… ding…—, y el vapor del capitán Charlie Marlow se adentró en las desconocidas tinieblas.
La velocidad del barco descendió considerablemente cuando las brumas lo rodearon por completo y los marinos que andaban atribulados en la cubierta apenas podían ver, de babor a estribor, a los hombres que estaban tirando sondas al agua para comprobar la profundidad. La chimenea del Friesland se había perdido entre los densos jirones de neblina que la nave iba desgarrando a su paso, y el potente foco situado sobre la cabina le estaba sirviendo de muy poco al piloto, que manejaba el timón completamente a ciegas.
—Al menos, los tipos del otro barco dejarán de seguirnos —le dijo Orc O’Rourke a Marlow—. Con suerte, tendrán algo de sentido común. No como nosotros.
Charlie ya había pensado en ello, pero la verdad es que no confiaba en que la situación hubiese mejorado, ni en ese ni en ningún otro aspecto.
—Eso díselo a Sigerson —respondió el capitán—. Esto es una locura… ¿Puedes creer que ese tipo piensa que estamos metidos en una especie de “niebla eterna”?
O’Rourke no se echó a reír a carcajada limpia (esa era la reacción que esperaba Charlie), sino que se quedó mirando muy serio a la oscuridad blanca entre la que se estaban abriendo paso. Pareció meditar durante unos segundos, y finalmente se atrevió a decir:
He oído hablar de otros lugares como este, capitán.
—¿Nieblas perpetuas?
El segundo de abordo asintió.
—La isla de Caprona, por ejemplo —dijo O’Rourke.
Charlie había oído hablar de una gran isla a miles de millas al sur de Nueva Zelanda, ya casi en el Polo Sur. Contaban que un italiano (Caproni, obviamente) la había descubierto doscientos años atrás. Pero era un cuento de viejas del que ya se había reído el capitán Cook en sus tiempos.
—Es una leyenda, hombre… —le dijo Marlow.
—Conocí a un alemán que aseguraba haber estado en Caprona —respondió O'Rourke—. Decía que estaba rodeada de niebla y que sólo podía encontrarse por casualidad… o sabiendo perfectamente dónde estaba situada. Además, las brújulas no funcionan en las proximidades de Caprona, o eso dicen. Toda una pesadilla para la gente de nuestra profesión, ¿verdad?
En efecto, aquella posibilidad no le hacía mucha gracia a Charlie, que ya conocía de primera mano los efectos de los polos magnéticos en los instrumentos de navegación.
—Ese hombre, el alemán, también había encontrado no muy lejos de Caprona otra isla semejante, más pequeña, con un enorme volcán cónico en el centro —continuó O’Rourke—. La llamaba Die Regen Insel. Y también en tierra firme se oyen historias… En México me hablaron de un valle escondido en el desierto, el valle de Gwan-Gi, sea eso lo que sea. Y hay muchos más: Trapper Lake en Canadá, y una meseta perdida en el Amazonas… En esos cuentos se habla siempre de lugares horribles y rodeados de nieblas que jamás desaparecen. Como ésta.
—Tonterías —dijo Marlow, que en realidad no estaba tan convencido de su postura al respecto. Él mismo había visto muchas cosas extrañas que no podría olvidar fácilmente… y que tardaría mucho tiempo en relatar a otro ser humano—. Seguro que en esas historias también hay tesoros escondidos y minas de oro y plata que esperan a los valientes.
—Claro que sí, capitán —dijo el gigante americano con una forzada sonrisa en sus labios.
—Pero los valientes no van a esos rincones del mundo, Ore, y tú lo sabes. Los valientes cruzan los océanos una y mil veces, y traen y llevan de aquí para allá sus cargamentos de té y especias, de tejidos y marfil, de armas, de hombres y mujeres… y al final cobran un sueldo de sus patrones, y luego lo gastan en la taberna de un puerto de mala muerte hasta que terminan borrachos. Y entonces, Ore, un ladrón chino, o malayo, o de Nueva Gales, les corta la garganta y les roba el último penique que les queda en el bolsillo. Y esa es la vida de los valientes. No andan en busca de tesoros.
O’Rourke asintió.
—Con suerte —prosiguió Marlow—, daremos con lo que hemos venido a buscar. Y después volveremos a casa.
Charlie estaba saliendo de la cabina cuando Orc O’Rourke le dijo:
—Capitán, ¿sabe lo que le sucedió al último chino que intentó robarme cuando estaba borracho?
Marlow volvió la cabeza y lo miró.
—No, Orc, no lo sé. Pero me lo imagino.
A Charlie no le apetecía escuchar un relato de grandes palizas, cuchilladas a traición y descuartizamientos. En esos momentos, lo que quería era hablar muy seriamente con Sigerson.
Lo encontró, como de costumbre, sentado a la mesa del camarote de Marlow, con un par de mapas abiertos y tomando notas en un cuaderno de piel. Sigerson ni siquiera se había molestado en esconderlo, y Charlie, que ya había tenido ocasión de echarle un discreto vistazo, sabía que aquella sucesión de números y letras era un galimatías indescifrable compuesto en clave.
—En breve saldremos de la niebla y entraremos en el corazón de Niflheim —dijo Sigerson sin levantar la cabeza de sus papeles.
—¿Perdón?
—Niflheim —repitió Sigerson—. El hogar de la niebla, el reino de la oscuridad y las tinieblas de la mitología nórdica.
—Ya veo —dijo Marlow, que a lo largo de los años ya había tenido suficientes experiencias en cuanto a tinieblas—. Debe estar usted muy familiarizado con esos términos y con las leyendas de su país —comentó con sorna.
—En realidad no, Marlow Pero cuando tenga ocasión le dedicaré algún tiempo al tema. He estudiado en profundidad otras mitologías más outré, que no se encuentran al alcance del investigador europeo medio. Durante mi estancia en Tíbet, he comprobado en persona que algunos de esos relatos, tan antiguos que se pierden en la noche de los tiempos, tienen una base real. Por si le interesaran esas líneas de investigación, le recomiendo que lea a Yon Junzt, quien por cierto, menciona este particular Niflheim en el que nos hemos metido. Aunque con otro nombre, claro.
Entre las historietas supersticiosas de su segundo de a bordo y la pesada erudición de Sigerson, Charlie empezaba a estar harto de tantas vaguedades, tantas leyendas, y tanta verborrea barata.
—¿Esos mapas indican que la niebla termina en alguna parte? —dijo Charlie señalando lo que había en su mesa.
—No, no, capitán. No estoy trabajando ahora en nuestra ruta actual, sino en los pasos que habré de dar en los próximos meses, cuando terminemos con este molesto asunto… Le aseguro que usted y yo nos encontramos aquí de una forma bastante casual; sencillamente, porque éramos los más próximos a la zona. Y porque el Club Diógenes confía en nosotros.
En efecto, los mapas de Sigerson no representaban los archipiélagos de las Indias Orientales, sino que se trataba de un detallado mapa de Arabia con una ruta señalada para llegar a La Meca —cosa que sorprendió a Charlie, aunque no hizo comentarios al respecto—; un mapa general de África garrapateado con tinta, que a nuestro capitán le trajo malos recuerdos; y el plano de una ciudad sudanesa, Jartum, enclavada entre el Nilo Azul y el Nilo Blanco.
—En cualquier caso, dentro de un par de horas habremos salido de esta niebla. Esté atento a las sondas que están lanzando sus hombres y i avíseme cuando estemos a tres brazas del fondo… Para entonces, tenga preparada una chalupa, pues abordaremos el Matilda Briggs. Aunque antes quizá tengamos que sortear los arrecifes.
—Arrecifes —repitió Charlie.
—Vaya usted a sus tareas, capitán, y le prometo que dentro de un ratito sabrá casi tanto como yo sobre este asunto que nos ha traído aquí.
En efecto, Marlow comprobó en cubierta que la niebla parecía estar despejándose, pues el foco de luz del Friesland se iba abriendo paso. Incluso constató que si uno se quedaba mirando fijamente a la blancura frente al barco, se podía intuir algún tipo de contorno allá, a lo lejos…
—¡Fondo! —gritó uno de los marinos que estaba comprobando las sondas—. ¡Fondo a veinte brazas!
Charlie indicó al viejo Vogt —el tipo que, según Sigerson, había tenido una juventud interesante— que cogiera a tres hombres y prepara una chalupa.
—¿Piensa ir a alguna parte, capitán? —le preguntó Vogt con una omisa maliciosa. Pero no esperaba respuesta alguna, claro. Charlie no era de los que dan explicaciones, sino de los que las piden.
—¡Quince brazas! —se escuchó por estribor.
Marlow fue a la cabina de mando en busca de O’Rourke y lo encontró junto al piloto.
Parece que la niebla se está despejando —dijo el segundo de abordo—.Y estamos tocando fondo, capitán.
—Ven, quiero hablar contigo.
Marlow lo sacó de la cabina y oyó una voz que gritaba a todo pulmón “¡Siete, capitán!”, aunque Charlie no podía determinar si venía de mío u otro lado de la cubierta. Tanto daba.
Es muy posible que tenga que dejarte al mando, Orc.
El americano enarcó una ceja y, con el dorso de la mano, se acarició una vieja cicatriz que lucía en su barbilla sin afeitar.
—¿Va a dejar el barco? —preguntó.
Marlow no pudo responder, pues en ese momento se escuchó un grito procedente de popa, seguido de un coro de voces que lo llamaban. Los dos hombres salieron a cubierta a toda velocidad. “Hemos encallado, maldita sea”, se dijo Charlie. Pero no era el caso.
A babor, casi toda la tripulación se había arremolinado alrededor de Vogt y otros tres hombres que, al parecer, habían dejado caer descuidadamente la chalupa en cubierta sobre los cabrestantes que iban a utilizar para bajarla al agua. Todos miraban hacia arriba, hacia algún lugar oculto entre la niebla, y uno de ellos incluso enarbolaba una pistola con la que estaba apuntando a todas partes.
—A ver, ¿qué diablos sucede? —preguntó Charlie—. Y tú, guarda esa arma ahora mismo si no quieres volarle a alguien la cabeza, ¿estamos?
—Eso es, capitán —dijo uno de los marinos—, diablos y no otra cosa.
Era tal el jaleo que se había montado que Marlow fue incapaz de entender nada… al menos hasta que vio la camisa rota de Vogt y cómo el viejo sangraba por la espalda.
Al mismo tiempo, O’Rourke se había unido a los que gritaban, sin duda con intención de que guardaran silencio y se explicaran de una vez. Como no tuvo mucho éxito, el americano repartió un par de mamporros —una forma tan efectiva como cualquier otra para que cundiera el ejemplo— y se hizo con la pistola del marinero, que salió corriendo y se escondió Dios sabe dónde para evitar que también le zurraran a él.
—¿Estás bien, Vogt? —preguntó Charlie mientras le echaba un vistazo a la herida, que resultó ser un feo arañazo que le surcaba la espalda—. ¿Qué es eso de los diablos?
—Yo no lo he visto, señor —respondió el viejo—. Pero fuera lo que fuera, me agarró por la espalda cuando estábamos preparando los aparejos para la chalupa… Y si no llega a ser porque estos buenos, buenísimos muchachos, me han agarrado por las piernas, me habría llevado volando por los aires, ¡vaya si no!
—¿Volando? —Marlow miró a los otros hombres, incrédulo—. ¿Pero de qué estáis hablando?
—¡Arriba, capitán, mire! —gritó O’Rourke.
Charlie vio una sombra que se acercaba al Friesland por estribor, por encima de la chimenea: era algo mucho más grande que cualquier pájaro corriente, pues tenía una envergadura de unos quince pies, según calcularon los testigos, de punta a punta de las alas… Aunque como he dicho, en ese momento era sólo una sombra.
Entonces sonó una andanada de disparos procedentes del barco y el extraño pájaro dio media vuelta y la bruma lo engulló.
Sobre el techo de la cabina de mando, junto a la chimenea, estaba en pie el señor Sigerson, que empuñaba un revólver humeante. Le dirigió una mirada a Charlie y le gritó:
—¡Compruebe las sondas, hombre!
Con todo ese lío, Marlow se había olvidado por completo de que podían encallar en cualquier momento.
—¡Que alguien vaya con Vogt al botiquín! —ordenó Charlie—. ¡Y vosotros, comprobad las sondas, maldita sea!
En respuesta, alguien dijo “¡Tres brazas!”, lo que casi ocasionó una estampida general. O’Rourke corrió al cuarto de máquinas pidiendo a voz en grito que redujeran la marcha, por lo que más quisieran, malditos holandeses, marinos de pacotilla, y un montón de bonitos epítetos más.
Aquello no le estaba gustando nada de nada a Charlie. Además, se percató de que Sigerson ya no estaba en lo alto del Friesland y fue a buscarlo al camarote. Pero Sigerson lo encontró antes a él.
—Ahora debemos tener un poco de paciencia, capitán —dijo—. Vamos por buen camino.
—¿Por buen camino, Sigerson? ¡Esa cosa casi mata a Vogt! —le chilló Marlow en la cara—. Y además, ¿se puede saber qué era?
—Es, capitán, la prueba de que estamos realmente cerca de nuestro objetivo.
Charlie soltó a modo de respuesta un improperio que no repetiré aquí, pero el tal Sigerson simplemente se echó a reír.
—¿No se ha dado cuenta usted de lo que significa la presencia de esa criatura? —le preguntó a Charlie.
—¡No! ¡No me he dado cuenta! ¡Ni me importa, señor Como-Se-Llame-En-Realidad! ¡Ni usted, ni Mycroft Holmes y su club, ni el Matilda Briggs, ni nada!
Sólo entonces, cuando dio rienda suelta a su ira, Charlie Marlow cayó en la cuenta de lo que sucedía:
—Entonces… al otro lado de la bruma…
Sigerson seguía sonriendo.
—Claro que sí, mi querido Marlow. ¿Qué otra cosa, si no?
En ese preciso instante, y como si alguien levantara una blanca cortina que hubiese cubierto el barco, el horizonte se despejó y Charlie vio dos cosas que lo dejaron boquiabierto: la niebla había quedado atrás, a la proa del Friesland, como una inmensa muralla de humo. Y al frente, más allá de la popa, bajo el sol que hasta hacía un segundo había estado oculto, había tierra a la vista.