Señor Supremo

ES una hembra muy joven —dijo Gograh—. Nos la habríamos comido, pero la necesito entera. Ya empieza a oler a putrefacción. Lo notan ustedes dos, ¿no?

Visto de cerca, el jorobado, un hombre joven que aún no habría cumplido los treinta años, resultaba incluso más desagradable. Sí, era tan feo como parecía y un poco más, y Charlie hubo de darle un pisotón a Hadoque antes de que el belga abriera la boca para decirle a Gograh algún improperio sin sentido pero con muy mala intención. Charlie lo sabía muy bien, pues a fin de cuentas, eran los improperios habituales del capitán Marlow.

Ernest Gograh era un maníaco y para darse cuenta de ello no había más que mirar la desolación que lo rodeaba: la pira funeraria de los hombres que lo habían seguido en sus delirios, los supervivientes que estaban agonizando entre mantas, el cadáver encadenado de un simio imposible y el completamente desquiciado (y con toda probabilidad falso) capitán de un barco fantasma.

Y además, Gograh olía como una pocilga. Su hedor era tan intenso como el del animal muerto.

Charlie arrugó la nariz involuntariamente.

—Sé que no soy muy alto —dijo Gograh, que en verdad medía poco más que el doctor Sivane—, pero deben saber ustedes que se encuentran ante el hombre más grande que jamás vayan a conocer. Arrodíllense ante su amo.

—No —dijo Charlie de un modo tan cortante y tajante que Hadoque no pudo contener una sonora risotada. Black Michael se le quedó mirando con los ojos abiertos como platos, sorprendido ante la osadía del “señor capitán”, como le gustaba llamarlo. Quizá en ese momento, el comandante de los amotinados (casi el único amotinado que quedaba con vida, en realidad, pues el resto estaban moribundos) empezó a pensar que Marlow no había mentido y que era un verdadero capitán de barco.

Gograh había bajado por un lateral del omnimóvil hasta situarse encima de una de las cuatro enormes ruedas —tenían unos seis pies de diámetro, calculó Charlie— con cubiertas negras que no eran metálicas como las que se veían en cualquier carro o coche de caballos, sino de caucho. Charlie había oído hablar de esas nuevas cubiertas que no sólo protegían la estructura de la rueda, sino que también amortiguaban los golpes y se agarraban mejor al firme, pero nunca antes las había visto. E imaginó que nadie las fabricaría tan grandes.

El jorobado, que hasta el momento había mostrado una expresión de superioridad en su rostro, aunque se había mostrado relativamente amable (o más bien, condescendiente) con los marinos del Friesland, retorció sus facciones en una mueca de odio indecible. Sus ojos soltaron chispas ante la negativa de Marlow.

Charlie estuvo a punto de taparse las orejas para no escuchar el grito de Gograh, pero en lugar de desgañitarse, el jorobado relajó los músculos faciales y sonrió.

—Comprendo —dijo muy despacio—. Claro, claro… Los comprendo perfectamente… El capitán Carey les ha dicho alguna bobada sin importancia, ¿no es así? Les ha contado una mentirijilla… ¿Verdad que le ha gastado usted una bromita pesada a estos dos caballeros, capitán?

—Por supuesto —dijo Black Michael sin pensarlo, aunque no podía saber de qué estaba hablando su patrón.

—El capitán Carey les ha dicho a ustedes que pensábamos comérnoslos. ¿A que sí?

Ni Charlie ni Hadoque contestaron.

—Y ustedes dos, tontos de capirote, lo han creído a pies juntillas…

Charlie y el belga intercambiaron miradas. No sabían qué pretendía Gograh con ese nuevo discurso.

—No pienso hacerles daño, por supuesto que no prosiguió Gograh—. Admito que estos días, en algún momento, hemos tenido que recurrir a la carne humana como último extremo para alimentarnos… Pero no se trata de un hábito, ¿verdad que no, capitán Carey?

Black Michael negó varias veces con la cabeza, muy nervioso.

—No, claro que no… Además, en el Matilda Briggs hay comida suficiente para todos. Y ustedes vendrán con el capitán y conmigo. Pero antes tendrán que prestarme su colaboración. Es más, tendrán que obedecerme. Y ahora mismo ustedes dos se van a arrodillar ante mí y a jurarme lealtad por encima de todas las cosas. Soy el Supremo Señor de esta isla y dentro de poco, lo seré de todo el mundo.

Charlie se dio cuenta de que estaba ante una versión distorsionada —si esto podía ser—, esperpéntica y en realidad ridícula del señor Kurtz. Si no hubiera sido por los cadáveres quemados y por los marinos enfermos, Charlie se habría echado a reír ante aquella parodia del traficante de marfil del Congo. Porque Gograh casi parecía un villano salido de una opereta cómica, con esos gritos, esos aspavientos, esa grandilocuencia vana… El señor Kurtz habría encadenado a Gograh y habría hecho que lo torturasen durante días, semanas o meses.

Y no obstante los modos y las palabras del jorobado, Ernest Gograh estaba rodeado por un halo de maldad que a Charlie le impedía tomárselo a broma. Ese hombre había logrado hacerse con el control de la tripulación de un barco, había robado un arma militar formidable, era el responsable de una treintena de muertes y ahora quería… ¿Qué era lo que Gograh quería en realidad? ¿Qué tenía pensado?

—De rodillas —dijo Gograh—. ¡Ahora!

—¡Nunca, zapoteca de truenos y rayos! —le gritó Hadoque, pero Charlie le dio un tirón de la manga y dijo:

—Obedece al amo. —Y se arrodilló muy lentamente.

Hadoque alzó la vista para mirar al jorobado a los ojos.

—Yo sólo obedezco a mi capitán —dijo.

—Pues arrodíllate de una vez, cotorra charlatana belga —respondió Charlie.

Y Hadoque, a regañadientes, hincó la rodilla en la tierra mojada.

—Bien —dijo Gograh y esbozó una triunfal sonrisa de autosuficiencia. A continuación miró a Black Michael y dijo—: Vaya a ver cómo están los enfermos, capitán Carey. Y traiga a uno de ellos. Tengo hambre.