“Jock Hawk’s Adventures In Glasgow”

LA bala no le alcanzó, aunque cuando Charlie vio a Porlock supo que no fue un error del tirador ni del rifle. El hombre de los ojos de hielo y el semblante de piedra no fallaba nunca, por mucho que el coronel bigotudo dijera lo contrario.

Charlie frenó su carrera hacia el sur de la isla —apenas se había detenido a descansar—, hacia la empalizada que ya había divisado desde una elevación natural del terreno, cuando vio el polvillo que se levantó a sus pies. Y después escuchó la detonación.

O esa fue la sensación que tuvo.

Casi tiró a un lado el arma descargada y alzó los brazos, pero no lo hizo.

Porlock apareció por entre un grupo de árboles pequeños con el Winchester humeante en las manos. El galés iba detrás.

—Tira el arma —dijo Porlock, que no dejó de apuntar a Charlie.

—No —respondió el capitán Marlow. ¿Ahora que estaba tan cerca de regresar al Friesland se topaba con esos bastardos? ¿Tan pequeña era esa isla? Sí, claro que sí.

Porlock disparó de nuevo a los pies de Charlie, que soltó el Lee- Enfield. Pensaba conservarlo para amilanar a los salvajes. Pero eso ya no era posible. Quizá ni tan siquiera llegara a la empalizada…

El galés corrió hacia Charlie con un revólver en una mano y su cuerda de estrangulador en la otra. Le puso las manos a la espalda y se las ató utilizando las esposas rotas que Marlow no había logrado quitarse. Porlock se aproximó a ellos a paso tranquilo.

—Vuestro jefe tiene problemas muy graves —dijo Charlie—. Gravísimos, diría yo.

—¿Qué le pasa al coronel? —preguntó el galés, que estaba apretando la cuerda. Charlie sintió cómo el riego sanguíneo se detenía en sus muñecas.

—Está desnudo y atado a una estaca —dijo Marlow—. No muy lejos de aquí, hacia el norte. Un tipo al que conozco… mejor dicho, un tipo muerto al que conocía, pensó que el coronel sería un buen cebo para esa rata que lo atacó, ¿la recordáis? Una cosa con orejotas y unos dientes enormes… La última vez que vi al bigotudo, el monstruo pensaba darse un festín con él. Si os dais prisa, quizá lo encontréis vivo…

—¡Pero qué mentiroso es el capitán! —dijo alegremente el galés.

—Estáis perdiendo un tiempo muy valioso —dijo Charlie.

Porlock no había dejado de mirar a los ojos del capitán.

—No miente —dijo Porlock.

—¿Te lo vas a tragar, Fred? —dijo el galés.

—En qué dirección —dijo Porlock.

Charlie señaló con la barbilla.

—Todo recto.

Porlock se colgó el Winchester al hombro y echó a correr.

—¡Eh, Fred! ¿Y qué hago con el capitán? —gritó el galés, pero Porlock no respondió. Se perdió en la espesura—. Aaaah, qué diablos… Creo que me he ganado un descanso. Y tú tampoco tienes muy buen aspecto que digamos. Pareces enfermo…

Empujó a Charlie a la sombra de una secuoya y después lo sentó en el suelo. El galés hizo lo propio, enfundó el revólver en la cartuchera del cinturón y sacó el arpa judía. Se la puso en los labios y la hizo vibrar varias veces: boinnnng… boinnnng…

—¿Por qué no me ha matado tu amigo? —dijo Charlie—. ¿Y por qué no me has matado tú?

Porque el coronel te quiere vivo, capitán —respondió el galés, aunque Charlie casi no entendió lo que dijo, pues no se sacó el arpa de la boca.

—Sigerson ya no está en la isla —dijo Charlie. No lo sabía, pero tenía esperanzas de que así fuera.

—Eres un mentiroso —dijo el galés—. A mí no me engañas. Cuando Porlock regrese con las manos vacías te pegará un tiro. Y yo habré descansado un ratito.

—Sigerson ha vuelto a mi barco —insistió Charlie, pero la única respuesta que obtuvo fue una virtuosa sesión “boinnng… boinnng…''

El galés continuó así durante un cuarto de hora hasta que se detuvo, sacó una petaca del bolsillo de su chaqueta y echó un trago.

—¿Quieres, capitán?

Charlie lo pensó durante un segundo.

—¿Por qué no? —dijo.

El galés se echó a reír y le acercó la boca de la petaca. Charlie bebió y cuando el líquido empezó a bajar por su garganta empezó a toser y escupió en sus pantalones lo que quedaba.

—¿Pero qué es eso? —dijo Charlie, que sentía náuseas.

—Un Parker Especial —dijo el galés—. Lleva un poco de todo lo que puedas encontrar en cualquier taberna de Glasgow.

—Nunca había oído hablar de ese Parker Especial —dijo Charlie—. ¿Me das un poco más?

El galés volvió a reírse y él mismo volvió a beber.

—Así me gusta, capitán —dijo—. Ya sé que al principio sabe un poco fuerte, pero uno se acostumbra pronto.

Le acercó de nuevo la petaca a la boca y Charlie dio un trago más largo. Mantuvo el licor en la boca, dejó que le quemara las encías heridas y lo escupió en la cara del galés.

—¡Eh! —gritó el arpista y se echó las manos a los ojos, pero Charlie ya se le había tirado encima. Le dio un cabezazo en la nariz, y después otro y a continuación otro más. Y siguió golpeándole el rostro con la frente hasta que el galés dejó de moverse.

Charlie volvió a sentarse. Él mismo se había hecho daño y estaba empezando a ver estrellitas por todas partes. Sintió algo húmedo que le chorreaba por la nariz hasta la boca. Era su propia sangre.

Estaba muy mareado.

—Eres un bastardo desagradecido, capitán —dijo el galés. Se había apoyado sobre un codo y sangraba por una brecha en la frente. Había sacado su revólver—. Ya me importa un bledo que el coronel te quiera vivo, ¿sabes?

Apretó el gatillo justo en el momento en que Charlie se arrojaba hacia su izquierda. La bala le dio en el brazo.

Dolía horrores.

El galés se puso en pie.

—Además, has derramado mi Parker Especial. Es mi propia receta, ¿sabes, capitán?

A Charlie, claro, le daba exactamente igual.

—Ayer no pude hacer un buen trabajo contigo, capitán, pero hoy… hoy va a ser distinto. Porque tenemos tiempo.

El galés se enfundó de nuevo el revólver, metió una mano en el bolsillo y sacó otra cuerda. Una de color rojo.

—Esto es lo mío, ¿sabes? La seda. Me encanta el tacto de la seda.

Le dio una patada a Charlie en el costado y lo obligó a tenderse boca abajo. El galés se sentó a horcajadas sobre él.

—To Glesca toon I went ane nicht to spend my penny fee —empezó a cantar, y pasó la cuerda por el cuello de Charlie. Se interrumpió para toser y apretó con fuerza—… And a bonnie lassie gied consent to bear me company…

Entonces Charlie escuchó el rugido y sintió que la cuerda se aflojaba y caía muerta. De repente, ya nadie estaba subido a sus espaldas.

Marlow rodó sobre sí mismo y vio el negro hocico del imponente Watson sobre él, sus mandíbulas abiertas, la respiración agitada. Olía como una maldita cloaca.

—¿Hadoque? —acertó a decir Charlie, pero nadie le contestó.

El simio gigante miraba con curiosidad a Marlow.

—Veo que vas de vuelta a casa, amigo —le dijo Charlie, pero el simio no reaccionó. Por supuesto, Charlie no esperaba que Watson fuera capaz de responder.

Hizo un esfuerzo para ponerse en pie y lo consiguió, pero cayó al suelo de nuevo. El brazo lo estaba matando. Por no hablar de su nariz, la entrepierna, sus costillas… Y ese temblor que sentía en todo el cuerpo ¿era fiebre? ¿Fiebre Tapanuli?

Estaba a punto de desvanecerse, pero sintió cómo un par de manos colosales lo tomaban en volandas y lo depositaban en un hombro peludo. Y un momento después, comenzó la tortura del traqueteo.

Charlie no podía esperar que el animal tuviera demasiada consideración con él.

Mientras el monstruo corría por la selva con su carga humana a la espalda, Charlie aún pudo ver el cuerpo del galés, que había terminado a veinte yardas de distancia. Deseó que el estrangulador estuviera muerto.

—Turn a hi dum a-do, Turn a hi dum day… —cantó Charlie. El verdor de la jungla se movía a gran velocidad. Pero pudo completar el estribillo de esa canción de borrachos que hablaba de un campesino llamado Jock Hawk—: Turn a hi dum a-do, Turn a hi dum day…

Y después dejó de sentir el traqueteo y las pulgas (muy, muy grandes) que saltaban por entre los pelos de Watson, pues quedó inconsciente.