El ARPA JUDÍA
CHARLIE dejó de tener curiosidad por averiguar qué aspecto tendría el nuevo invento del doctor Severus Sivane. De hecho, no quena verlo bajo ninguna circunstancia y mucho menos en manos de un grupo de marinos amotinados, de sucios traidores, de criminales, de mercenarios.
El agujero que el cacharro había practicado en la milenaria empalizada (milenaria según Sigerson, claro) medía doce pies de altura y nos veinte de ancho, era más o menos un semicírculo bastante limpio, a juzgar por los bordes que parecían cortados a cuchillo. Pero no… estaban ennegrecidos, como si se hubieran quemado.
En realidad, después de meditarlo, Charlie llegó a la conclusión de que aquello se parecía sospechosamente al agujero producido por una bala. Y estuvo seguro de que Sigerson habría compartido su opinión.
¿Qué infiernos de vehículo había construido el pajarraco? ¿Una máquina del Apocalipsis? ¿Un cañón gigante como el del Gun Club de Baltimore?
Los dibujitos infantiles de los carconosos o cocarsanos o como se quisieran llamar empezaban a traerle sin cuidado. E incluso la idea de entrar en esa jungla que ahora atisbaba al otro lado del agujero para buscar al viejo chalado también se le estaba antojando un tanto peregrina. A Charlie le importaban un pimiento las historias de Sigerson acerca de dioses de los cocoteros, monos gigantes y mares interiores nada menos que en Africa. Incluso la historia del Mary Celeste y los náufragos de Venus empezaba a parecerse demasiado a un cuento de hadas.
Sí, era posible que existiera una rata muy grande y muy lista, y que ahora anduviera suelta por esa selva (seguro que la ratita se las había arreglado muy bien para trepar por la empalizada con sus garras seccionadoras de yugulares). Ese era un buen motivo para no adentrarse mucho. Y si los tripulantes del Matilda Briggs habían robado un trasto capaz de abrir un agujero como aquel… bueno, ese era otro motivo excelente para regresar de inmediato al Friesland. Y al pajarraco Sivane, bien, que lo partiera un rayo.
Charlie se andaba en esas meditaciones, quién sabe si maldiciendo en voz alta a todos los implicados en el asunto (y sobre todo al señor Sigerson), cuando vio cómo las hojas de un arbusto de un color verde intensísimo temblaban más allá del agujero, a una incierta distancia. Echó mano al bolsillo del abrigo y palpó el interior para asegurarse de que el revólver seguía allí, entre migajas de galletas saladas. Pero no lo sacó.
Cruzó al otro lado del muro a través del agujero producido, quizá, por una bala gigante. “Sólo dos o tres pasos”, se dijo el capitán Marlow y comenzó a caminar.
—Si es usted, Sivane, salga antes de que tengamos que ir nosotros a buscarlo —dijo Charlie no con demasiada convicción.
Nadie contestó.
Dos pasos más. Tres. Quizá alguno más…
—¿Doctor Sivane? Sé que es usted. Ambos estamos armados; usted tiene mi Adams y yo tengo el Webley de Sigerson. Y más munición que usted. Sería una tontería que nos matáramos el uno al otro cuando podemos salir de esta apestosa isla pacíficamente y regresar lo antes posible a… bueno, a Londres. ¿No le parece?
Silencio. Las hojas del arbusto dejaron de temblar.
Charlie miró a su espalda, hacia la empalizada que había dejado atrás. Y resultó que no había caminado dos o tres pasos y otros dos o tres pasos, sino bastante más. Mucho más. Unas cuantas yardas. Demasiadas.
El capitán Marlow no era consciente de cómo había sucedido, pero la jungla parecía haberse cerrado tras él. Ya no podía ver el agujero de bordes limpios pero quemados, pero sí la empalizada, que se elevaba por encima de los árboles más altos.
Entonces Charlie empezó a escuchar el sonido. Uno tan familiar como extraño en aquel lugar abandonado de la mano de Dios. Casi podía reconocer ese… ¿rasgueo? No, era una reverberación metálica, como… como un muelle, o como…
—¿Un arpa judía? —dio en voz alta, y entonces sintió la presión en el cuello y la asfixia, y al mismo tiempo recordó que esa misma mañana había creído escuchar a lo lejos, en la isla, el eco de una vieja canción galesa.
El bastardo que pretendía estrangularlo estaba cantando el estribillo:
—Turn a hi dum a-do, Turn a hi dum doy… —decía, y ese animal seguía machacándole la tráquea a Charlie con un cordón.
La primera reacción del capitán fue intentar zafarse echándose a un lado o al otro, pero se estaba ahogando. Con ambas manos palpó la cuerda que lo estrangulaba.
—…Turn a hi dum a-do, Turn a hi dum day…
Charlie no podía hacer nada salvo buscar el revólver en el bolsillo y…
—No lo mates —escuchó que una voz fría, casi como de cristales rotos, decía a sus espaldas. Charlie habría sentido un escalofrío de no haber estado ahogándose.
—No pensaba matarlo —respondió alguien cuyo tono era mucho más suave y, por qué no decirlo, más humano. Era la voz del improvisado cantante, el tipo que estaba asesinando a Marlow. Sí, un humano con todas las de la ley. Bonita voz de borracho galés…
Charlie encontró el frío tacto del cañón corto y logró agarrar el Webley por la culata. “Bien”, se dijo, “estos dos se va a enterar”.
Sacó la mano y el arma, y a continuación vio cómo un bigotudo cuya calva estaba cubierta con un sombrero salacot salía de los matorrales verdes que habían llevado a Charlie a este lado de la muralla.
El bigotudo se estaba abrochando el pantalón con una sola mano, pues en la otra llevaba un bastón plateado. Y aunque parecía un tipo mayorcito (al menos quince años mayor que Charlie), pues su enorme mostacho blanco y las pocas canas que le colgaban en vedijas por debajo del salacot así lo atestiguaban, no se trataba de ningún viejo indefenso. De hecho, el bigotudo fue tan rápido como el mismo Sigerson: golpeó la muñeca de Charlie con su bastón y el Webley cayó a la tierra húmeda de la selva. Una bota negra lo apartó a un lado.
—Sois un par de inútiles —dijo el bigotudo mientras se agachaba para recoger el Webley, y miró a Charlie—. ¿Quiere vivir un poco más, capitán Marlow? ¿O prefiere que se le salten los ojos por la presión de la cuerda?
Charlie no comprendía qué era lo que pretendía ese individuo. ¿Es que pensaba que Marlow estaba en condiciones de responder? Y además, ¿cómo sabía su nombre?
Intentó asentir con la cabeza, pero no pudo. La negrura empezó a caer sobre sus párpados y vio chispas y relámpagos a su alrededor.
—Suéltalo —dijo el bigotudo, y entonces la presión en el cuello de Charlie desapareció.
Cayó de rodillas e intentó toser para recuperar la respiración, pero no pudo. El bigotudo lo miró desde arriba, de pie y apoyado en su bastón, y alguien le dio unos golpecitos en la espalda. Y Charlie logró emitir una serie de tosecillas agudas.
El bigotudo no dejó que Charlie recuperara la respiración y le golpeó el hombro izquierdo con el bastón de metal. Charlie intentó aullar, pero no pudo. El bigotudo le pegó de nuevo, esta vez en el rostro, y Charlie sintió cómo dos de sus muelas se soltaban de su mandíbula.
Las escupió junto con un cuajaron de sangre.
El bigotudo alzó el bastón una vez más y le pegó a Charlie en la espalda. Charlie quedó tumbado, su rostro sobre la tierra. Ahora el bigotudo le propinó un par de patadas en las costillas. Charlie intentó gemir, sin éxito.
—¿Comprende que no tengo el más mínimo inconveniente en matarlo, capitán? —dijo el bigotudo—. ¿Comprende que puedo hacerle mucho más daño y que de hecho se lo haré si no coopera con nosotros? Haga algún ruidito, capitán, si entiende lo que le digo.
Charlie puso todo su empeñó en emitir algún ruidito con la garganta. Algo salió de allí.
El bigotudo le propinó otras dos patadas y un par de bastonazos más en la espalda. Charlie logró emitir algo parecido a un gemido.
—¿Hará todo lo que yo le ordene, capitán Marlow? ¿Cualquier cosa que yo le pida?
Charlie escupió más sangre y gimió de nuevo, muy levemente. Ni siquiera él podía saber si estaba diciendo “sí”.
—Ponedlo en pie —dijo el bigotudo.
Los dos hombres lo agarraron por los brazos y lo levantaron a pulso. Uno de ellos era el cantante galés, que no llevaba la indumentaria apropiada para la jungla sino que iba vestido como un ratero de Whitechapel. La gorra no le serviría para soportar las altas temperaturas del trópico (era mucho más lógico llevar un salacot como el del bigotudo), y la chaqueta remendada, la camisa blanca y sucia y los pantalones viejos parecían salidos de alguna misión de caridad de un grupo de damas cristianas de Londres. Cuando Charlie vio esa sonrisa de dientes rotos y desgastados estuvo seguro de que se trataba del artista del arpa judía. Y el aliento que apestaba a ginebra y a cosas muertas hacía mucho tiempo, lo acreditaba como un borracho galés. O quizá irlandés.
El otro individuo era un hombre muy alto, tanto o más que Sigerson, y era la viva imagen de la pulcritud en versión yanqui: Le habría faltado una estrella brillante en su chaleco de cuero de vaca para ser el sheriff de algún barrio de New York. Charlie lo miró desde el bombín, netamente británico, hasta la punta de sus embarradas botas de vaquero, y aunque tenía un aspecto ridículo, supo que no podría hacérselo saber al dueño de la voz que sonaba a botellas de cerveza rotas. Esa mirada gris y pétrea se lo impediría, y también el rifle que llevaba colgado del hombro; un Winchester 73, si Charlie no se equivocaba.
—Ahora podríamos tener una conversación acerca de su lealtad —dijo el bigotudo—. Si usted fuera imbécil, claro. Yo le diría que necesito una confirmación más y usted me escupiría sangre en la cara porque está muy enojado conmigo. Eso es lo que sucedería si yo también fuese un imbécil, ¿verdad, capitán? —El bigotudo esbozó una sonrisa muy siniestra—. Sin embargo, yo no lo soy y usted tampoco. Y para evitarnos problemas en el futuro, y por si no le ha quedado claro que aquí mando yo y que me va a entregar a cierto cobarde que viajaba con usted —en este punto comenzó a reírse abiertamente—, le voy a dar una última explicación. Y después, capitán Marlow, estoy seguro de que no tendrá más preguntas.
El bigotudo echó un pie atrás y dijo a sus compañeros:
—Bajadle los pantalones.
Charlie intentó oponer resistencia, pero el señor Voz de Cristales Rotos le dio un codazo en la nariz y el galés le dijo en voz muy baja:
—Será mejor que no nos dé problemas, amigo.
El capitán Marlow quedó así en una postura en verdad comprometida, con los pantalones hasta los tobillos, los calzoncillos pulgueros a la vista de esos desconocidos.
—Tapadle la boca —dijo el bigotudo, y los hombres se la taparon con las manos. Charlie apenas podía respirar, de nuevo—. Si yo fuera usted, capitán, empezaría a tomarme las cosas en serio.
El bigotudo empuñó su bastón metálico, lo alzó, describió una parábola de atrás adelante y de arriba abajo, como si sostuviera un mazo de criquet, y golpeó la entrepierna de Charlie.
Algo se rompió en el interior del capitán. Quizás fuera su lealtad al Club Diógenes y a Mycroft Holmes. Aunque no podía estar seguro.
Dejaron que Charlie cayera al suelo y llorara como un niño mientras se agarraba sus partes y sollozaba con voz ahogada.
Mientras Charlie sentía el dolor de la tortura, ese relámpago que le había quebrantado el espíritu desde sus genitales hasta la garganta, el arpa de boca del galés empezó a sonar. Pero Charlie la escuchó como si llegara desde muy lejos, quizá desde el otro extremo de la isla, o quizá desde Venus. O desde más lejos.