Watson
CHARLIE me confesó que en ese punto, los acontecimientos comenzaron a sucederse a tal velocidad que apenas supo cómo reaccionar. De hecho, sólo logró ordenar en su cabeza lo que había sucedido mucho después.
Era evidente que no había visto venir a Sivane, pues el doctor había aprovechado el despiste del jorobado —que estaba lamentándose, discutiendo, presumiendo y amenazando a Charlie— para deslizarse por el otro lado de su omnimóvil y encaramarse sobre el techo.
La cabeza de Gograh desapareció dentro del vehículo y el viejo chivo calvo, que tenía la ropa hecha jirones, lanzó uno de sus graznidos en tres tiempos —“¡Heh! ¡Heh! ¡Heh!”— y saltó por la escotilla al interior de aquella fortaleza rodante.
“Bien”, pensó Charlie de forma automática, pues aunque no sabía si la situación mejoraba o empeoraba, al menos sí que había cambiado. Marlow se disponía a trepar por una de las planchas laterales del omnimóvil para unirse a la fiesta que sin duda había comenzado en las entrañas del cacharro —se escuchaban los “¡aaaaayeeeee!” del jorobado junto a las siniestras risotadas del doctor Sivane, que de vez en vez exclamaba “¡vaca sagrada!”— cuando escuchó el disparo a sus espaldas.
Volvió la cabeza esperando ver a Hadoque en el suelo, mortalmente herido, pero en su lugar se encontró con una escena sutilmente distinta:
Hadoque, en efecto, estaba tendido. Se había agachado justo a tiempo, antes de que la rata gigante de Sumatra se abalanzara sobre Black Michael, que había disparado el Lee-Enfield contra el monstruo y no contra el joven belga.
Ahora la rata estaba mordiendo al gigante irlandés en el cuello y Hadoque se arrastraba en dirección al fusil que había salido volando y había caído junto a la hoguera. Los marinos enfermos del Matilda Briggs, envueltos en mantas, ni se inmutaron. Charlie pensó que quizá estaban muertos. Y también pensó que ahora tenían un rifle cargado. Quizá pudieran reducir a Sivane y a Gograh o sencillamente acribillarlos a tiros. Quizá pudieran huir en ese mismo instante y dejar la isla de la Niebla para siempre. Quizá…
La rata estaba sobre el cuerpo de Black Michael y se dio media vuelta para mostrarle las fauces abiertas a Hadoque, que se encontraba muy cerca del Lee-Enfield. El belga empezó a decir algún dislate —Charlie creyó oír que llamaba bachibuzuk a la rata— y Charlie corro hacia la hoguera.
Y el omnimóvil empezó a tremolar.
Un motor se había puesto en marcha. El humo que salía de la chimenea del vehículo se tornó negro y muy denso. La torreta del cañón comenzó a girar sobre sí misma, cada vez a mayor velocidad. De unas aberturas laterales del omnimóvil, unos agujeros rectangulares que a Charlie le habían pasado completamente desapercibidos, surgieron enormes llamaradas de gran intensidad.
Sonó un trueno —o algo que parecía un trueno— y Charlie cayó al suelo, y un momento después estaba cubierto de astillas de madera y de pedazos de algo que parecía carne podrida. La secuoya gigante cayó hacia la ladera de la montaña. El simio muerto y sus cadenas se habían volatilizado.
La torreta del cañón recién disparado seguía girando sin control, las lenguas de fuego se alternaban, primero a la izquierda del vehículo, luego a la derecha. Charlie se preguntó si esas cosas que escupían llamas habrían tenido que ver con el agujero de la empalizada. No era imposible que así fuera.
El omnimóvil echó a rodar lentamente. Hacia la montaña, por suerte.
—¡Capitán! —gritó Hadoque—. ¡La rata se lleva a este mostrenco!
Era cierto. El demonio de ojos rojos venido desde Sumatra se las estaba ingeniando para llevarse el pesado cuerpo de Black Michael hacia unos matorrales. Hadoque había logrado hacerse con el rifle y disparó varias veces en dirección al monstruo, que se alejaba del campamento. El gigante irlandés estaba gritando. La rata había clavado sus incisivos en la clavícula de Carey y lo arrastraba a gran velocidad.
Charlie logró ponerse en pie, echó un último vistazo hacia el omnimóvil descontrolado que se alejaba de ellos y corrió hacia Hadoque. Le quitó el Lee-Enfield de las manos justo cuando la rata de Sumatra y Black Michael desaparecían por entre unos árboles.
Marlow disparó y, por encima del sonido de los truenos del cañón, de los árboles que se quebraban al paso del pesado vehículo y de los gritos de Carey, se escuchó el agudo aullido de la rata.
Charlie sabía utilizar bien un fusil. Mucho mejor que aquel jovenzuelo belga. Volvió a acerrojar el arma y apuntó por segunda vez al lugar por el que el monstruo había desaparecido.
—¡No dispare ahora, hombre!
Ese no era Hadoque. Ni tampoco el pajarraco Sivane, ni el jorobado Gograh. Pero Charlie reconoció la voz y era la última que esperaba escuchar en esos momentos. De hecho no esperaba volver a oírla nunca jamás.
Charlie se giró para mirar con sorpresa al falso explorador noruego Sigerson, a quien había visto por última vez desnudo, vestido con flores y hojas y untado de aceites, atado a dos columnas sobre un altar de sacrificio y al que suponía devorado por la diosa Kho. Pero la sorpresa fue doble, pues no se encontró con ese extraordinario (y extraordinariamente cáustico) agente de Diógenes, sino con una mole negra que caminaba sobre dos patas y se había detenido ante Charlie y Hadoque para rugir y golpearse el pecho con sus peludos puños.
Charlie alzó el fusil contra este nuevo ejemplar de MGN V (mono gigante), que debía de ser el primo o el hermano del ejemplar que Gograh había matado y que el omnimóvil había desintegrado, y escuchó de nuevo la voz de Sigerson:
—¡Que no dispare ahora, capitán! ¿Es que no me ha oído la primera vez?
—¡Dispare a ese anacoluto, capitán Marlow! —dijo Hadoque. Charlie pensó que esa palabra, “anacoluto”, no era de las suyas. El belga iba incorporando nuevo vocabulario a su acervo.
—¡No lo haga!
Este monstruo no medía más de nueve pies, de modo que era considerablemente más pequeño que la diosa Kho. Pero aún así, resultaba impresionante. Y más todavía cuando Charlie vio asomar la cabeza del falso noruego por encima del hombro izquierdo de la criatura.
Sigerson susurró algo al oído de la bestia, que se agachó para que el hombre de Diógenes pudiera bajar de sus espaldas.
Charlie y Hadoque retrocedieron un paso. Sigerson se dejó caer con las rodillas flexionadas y volvió a incorporarse con cierta dificultad. Ahora no estaba vestido —por decirlo de algún modo— con flores y hojas, sino con un pellejo de piel parda que le cubría desde los hombros hasta medio muslo. Llevaba el pellejo a modo de capa.
El gorila gigante dejó de rugir y empezó a emitir sonidos guturales y a señalar con el hocico en dirección al lugar por el que había escapado la rata. Sigerson le dio unos amables golpecitos en la pata y le dijo:
—Tranquilo, amigo, tranquilo. —A continuación miró a Charlie y a Hadoque y dijo—. Capitán Marlow y joven Archibald, me alegro mucho de verlos a ustedes dos.
Y el falso noruego se desplomó.
El simio rugió al cielo y se golpeó de nuevo el pecho con los puños.
—¡Mate al monstruo, capitán! —gritó Hadoque, y el enorme mono se encaró con el belga y le dio un empujón que lo mandó al suelo dos yardas más allá.
—Sigerson —dijo Charlie, que se agachó junto al falso noruego. Le dio unos cachetes y Sigerson levantó una mano para que Marlow se detuviera—. ¿Cómo ha sobrevivido usted? ¿Se encuentra bien?
—Me temo que no demasiado —dijo sin levantarse—. De hecho, yo diría que me quedan unas veinte o treinta horas de vida. Así que lo mejor será que las aproveche de la mejor manera posible, ¿no cree, amigo mío?
Y entonces se agarró del brazo de Charlie y empezó a ponerse en pie, muy despacio y con mucha dificultad.
—Está usted herido —dijo Charlie.
—No, mi querido Marlow. Estoy enfermo. Y si no me equivoco, voy a morir de un gravísimo ataque de ironía.
—No comprendo…
—Fiebre Tapanuli, capitán. Hace unos años hube de fingir ante mi más viejo y querido amigo que la sufría para atrapar a un hombre muy peligroso. Los engañé a todos, ¿sabe? Mi amigo creyó que realmente yo podía morir. Y ahora… Pero no tenemos tiempo para eso. Debemos seguir el rastro de la rata y encontrar el nido.
—¿Nido? —preguntó Charlie.
—La ratita no venía sola, capitán —dijo Sigerson—, sino que traía en su vientre a un puñado de crías. Y ha dado a luz en la isla.
—Pero… ¿cómo lo sabe? —dijo Marlow.
—Porque ha diezmado el campamento de Gograh y no creo que esa criatura, por grande que sea, necesite tanta comida como la que se ha procurado —dijo—. Estaba cazando para dar a sus crías carne fresca, que quizá sea para su especie un buen complemento a la dieta de leche materna.
Charlie iba a añadir alguno de sus comentarios, pero Sigerson se volvió hacia Hadoque, que estaba gritándole barbaridades al simio gigante y retándolo a una pelea limpia y en igualdad de condiciones. El monstruo observaba al belga, se rascaba la cabeza y la entrepierna de vez en cuando y soltaba gruñiditos. Podría haber partido en dos al muchacho con sus manos.
—Archibald, haga el favor de dejar en paz a mi peludo amigo y escúcheme con atención —dijo Sigerson—. Tengo que encomendarle una misión muy importante. ¿Será capaz de prestarme toda su atención?
—Por supuesto que sí, señor Sigerson —dijo Hadoque—. Estoy a sus órdenes… si le parece bien a mi capitán.
Charlie asintió. No le resultó difícil volver a convertirse en el segundo de a bordo.
—Perfecto, entonces —dijo Sigerson—. Quiero que suba usted a lomos de este gigante tan simpático y vaya a buscar el omnimóvil.
—¡De ninguna manera! —gritó el belga—. ¿Cómo pretende que me acerque siquiera a este babuino cubierto de pulgas? ¡Ni hablar!
Sigerson se soltó del hombro de Charlie, se renqueó hasta el joven marino y le dijo con solemnidad:
—Estoy hablando muy en serio, Archibald. Le estoy pidiendo que haga algo realmente difícil. Yo mismo lo haría, pero es esencial que el capitán Marlow y yo vayamos tras la rata de Sumatra. Tenemos que destruir a su descendencia, pues se trata de una especie no autóctona de la isla de la Niebla y por lo que sabemos, carece de depredadores naturales que puedan controlar a su especie. Invadirá toda la isla y acabará con todas las criaturas que viven aquí.
—¿Que no tiene depredadores naturales? —dijo Hadoque—. Usted no ha visto a las bestias con las que el capitán y yo nos hemos encontrado, señor Sigerson… Lagartos gigantescos con cuernos, lagartos gigantescos con la boca repleta de colmillos, lagartos gigantescos que vuelan…
—¿Recuerda usted al señor Vogt, Archibald?
—Por supuesto; que en paz descanse…
—Ese hombre murió de fiebre Tapanuli y no se la transmitió la rata de Sumatra, sino una de esas criaturas voladoras… un pterodáctilo, según los paleontólogos. ¿Quién cree usted que contagió al saurio alado?
—La rata… —susurró Hadoque.
—Sí, la rata —dijo Sigerson—. Imagínese en qué puede convertirse esta isla si permitimos que las crías que han nacido aquí (y créame, eso ya ha sucedido) vuelvan a reproducirse…
Charlie estaba escuchando con gran atención y se imaginó una jungla en donde las ratas gigantes campaban a sus anchas. Vio en su mente la imagen de uno de esos dinosaurios carnívoros (el MGN IV) acechando entre las secuoyas a alguna víctima y cómo a continuación las ratas saltaban sobre el monstruo desde los árboles, cientos, miles de demonios de ojos llameantes…
Pero a Charlie le importaba un bledo lo que le sucediera a esa apestosa isla y esa era la verdad.
—Yo iré con Hadoque — dijo Charlie, que levantó el Lee-Enfield casi sin darse cuenta—. Usted puede irse a cazar ratas si quiere, Sigerson. No voy a permitir que el chico vaya solo tras ese artefacto infernal… Además, están esos dos asquerosos individuos a los que pienso dar su merecido.
—Usted vendrá conmigo, capitán —dijo Sigerson. Y estaba hablando muy en serio—. Mi gigantesco amigo primate es joven pero muy inteligente, mucho más que algunas personas a las que conozco. Acabaremos con el nido y después iremos a buscar a Archibald. —Se acercó esta vez a Charlie, apartó a un lado el fusil y le dijo en voz muy baja—: El verdadero peligro está en las ratas. Hágame caso esta vez, por favor.
Charlie le tendió el rifle y dijo:
—Tómelo y encárguese usted de esos roedores.
Por favor, capitán. Amigo mío… estamos perdiendo el tiempo y cada segundo es fundamental.
Charlie desistió. Esta vez le tendió el rifle a Hadoque, pero Sigerson intervino de nuevo:
—No, capitán Marlow. El rifle nos será más útil a nosotros.
Sigerson se acercó al simio y empezó a balbucear sonidos que parecían ronquidos y eructos, y a gesticular bajo la atenta mirada del animal. Tal y como había dicho el falso noruego, los ojos del monstruo expresaban cierta inteligencia. Sigerson le indicó a Hadoque que se acercara, le dijo algo al oído y después volvió con el coloso, que se agachó y apoyó los brazos en el suelo, como los gorilas, con los que guardaba un remoto parecido.
—Aúpese, Archibald—dijo Sigerson, y Hadoque trepó por la espalda del monstruo. El muchacho estaba temblando de miedo—. Agárrese fuerte.
—¿Cómo se maneja esto? —dijo el belga.
—¿Sabe usted montar a caballo?
—¡No!
—Bueno… Seguro que se las apañará bien de todos modos. Y no tendrá problemas para seguir el rastro del artefacto de Sivane, pues va dejando tras de sí un camino de árboles destrozados. ¿De acuerdo?
Hadoque soltó un exabrupto. No, no estaba de acuerdo. Pero iba a hacer lo que le habían pedido.
—Está bien—dijo Sigerson—. ¡Vamos, Watson, no tenemos tiempo que perder! —gritó y le dio un azote al monstruo, que salió corriendo a toda velocidad por la senda de destrucción del omnimóvil. Hadoque iba chillando a lomos de la bestia. Charlie pensó que en cualquier momento saldría despedido y se mataría.
—¿Watson? —preguntó Charlie.
—Así he bautizado a nuestro nuevo amigo —dijo Sigerson—. Me recuerda a alguien muy querido para mí… Es tan diligente, tan obediente y tan listo como él.
—¿Tiene usted un perro que se llama Watson? —dijo Charlie.
—No, qué va —respondió. Una sombra cayó sobre los ojos de Sigerson. Pero desapareció tal como vino—. Vamos a cazar ratas, capitán.
Sigerson comenzó a cojear hacia los matorrales por donde había desaparecido el demonio de Sumatra. Charlie echó un último vistazo a los cuerpos de los marinos del Matilda Briggs, que no se habían percatado del pandemónium que se había desatado a su alrededor.
—¿Y esos hombres, Sigerson? —dijo Charlie—. ¿Los vamos a dejar ahí?
Sigerson volvió la cabeza y dijo:
—Si no están muertos ya, lo estarán dentro de muy poco. Como yo—. Hizo una pausa. Intentó aspirar una bocanada de aire y apenas pudo retenerlo en los pulmones, pues comenzó a toser. Escupió una flema al suelo y añadió—: No se entretenga.
Charlie comprobó el cargador del fusil. Un peine estaba vacío. En el otro quedaban tres balas. Se preguntó si Black Michael llevaría más munición encima.
Echó a andar detrás de Sigerson.