Capítulo 34
“¿Puedo hacerle una pregunta?” dice el anciano de sonrisa amable mientras nos apartamos de la última exhibición de Fátima. Llevo mis hábitos clericales y me complace que se sienta lo suficientemente cómodo para acercarse. Me recuerda a mi consejero espiritual, el Padre Jack en Brooklyn.
“Qué pena Padre, pero ésta es mi primera peregrinación aquí o… a cualquier lugar. Solamente vine porque mi esposa siempre quiso hacerlo durante su vida. No niego la existencia de Dios o el Cielo, pero simplemente no estoy seguro de que nada de esto exista. Ella dice que soy agnóstico. Me desempeñé como médico toda la vida y me cuesta entender todo esto.”
Sonrío de oreja a oreja y sin control, y siento como si pudiera abrazarlo. Siempre me han encantado los médicos porque nunca parecen preocuparse sobre las pequeñas cosas como lo hago yo, como cuando les salen protuberancias en la piel, o cuando tienen sensaciones extrañas en su cuerpo, o pequeños cortes con cremalleras rotas en el equipaje.
“Está bien. Lo entiendo. La fe es un regalo de Dios. ¿Cómo puedo ayudarle?” le digo, a la vez que me pregunto por enésima vez cómo puedo decirle eso a alguien mientras estoy aquí con mi dedo envuelto con tanta gasa que parece que hubiera tenido una cirugía importante. Lo sé, lo sé, es un asunto mental, no una enfermedad mental. Es simplemente mi extraña forma de pensar y sé que en verdad tengo que encararlo por mi propia cordura. Pero ahora necesito certeza de parte de alguien más. Específicamente de este amable médico.
Ya un poco más relajado, dice: “Pues bien, eh… permítame preguntarle algo, y sé que suena bastante tonto siendo usted un sacerdote, pero…” se mueve de un lado a otro, avergonzado. “¿Cree en todo esto?” hace un movimiento circular con sus manos como queriendo abarcar toda el área de Fátima, imagino. “Ya sabe, ¿todo esto? ¿Completamente?”
Dirige la mirada hacia su esposa quien lo llama apresuradamente con sus manos para no perder su bus, y que luego señala su reloj. Él a su vez levanta su dedo como pidiendo un momento más, y yo intento cristalizar mis pensamientos rápidamente.
“Sí, claro. En verdad. Oh, durante mi vida, en algunas ocasiones me he apartado de Dios. Intenté escapar de Él, por así decirlo, pero Él nunca dejó de perseguirme, ni de bendecirme.”
Le muestro con mi mano las fotografías y le digo, “Creo firmemente en que esas personas presenciaron un milagro frente a sus propios ojos. Y también creo que pudieron ver que el mundo era más grande que ellos, y que lo que sucedía en sus vidas y la forma en la que vivían de verdad significaba algo, ya sea para bien o para mal. La Virgen María les estaba dando una advertencia de amor. Muy afortunados me parece a mí, eso sí, si prestaban atención y cambiaban sus vidas como corresponde.”
Vuelve a mirar hacia su esposa. Continúo antes de que llegue sin querer que él se vaya todavía ya que tengo mi propio favor para pedirle.
“Todos los que no hemos tenido la posibilidad de presenciar un milagro físico vivimos por la fe, y no por la visión, amigo mío, pero podemos venir a los lugares de las apariciones como éste y captar un destello de lo que ellos vieron con sus ojos, o incluso verlos por nuestra propia cuenta a través de fotografías y documentales.”
Sonrío hacia su esposa y ella regresa mi gesto de bienvenida. Él estira su mano y nos despedimos de una manera incómoda mientras escondo torpemente mi mano derecha vendada detrás de mí.
“Que Dios lo bendiga, amigo mío. Lo tendré presente en mis oraciones mientras continúa en su búsqueda. Pero recuerde, Él no es un misterio, al menos no el misterio que usted lo hace ser. Él está aquí, de verdad, y ciertamente lo ama. Quizá deba pensarlo de la manera como lo hizo Blaise Pascal, el matemático, físico, inventor, escritor y filósofo cristiano francés del siglo 17, de quien muy generalmente parafrasearé lo siguiente: Si todo es falso pero usted cambia su vida, ¿qué tiene que perder? ¿Una vida mejor para usted y los que lo rodean? Pero si todo es verdadero, hay mucho por ganar. La felicidad eterna. Esa es una apuesta bastante buena, ¿no cree?”
Sonríe nuevamente, se voltea hacia su esposa y comienzan a caminar. Es ahora o nunca.
“Disculpe,” digo. “¿Puedo pedirle algo? No tomará más de dos minutos, lo prometo.”
Aprieta la mano de su esposa y regresa hacia mí; nos dirigimos a una esquina que tiene bastante luz pero que a su vez es lo suficientemente privada como para poder hacerle mi pregunta.
“Yo, eh, mire, ¿podría revisar mi dedo rápidamente?” le pido avergonzadamente.
¿Debería decirle que temo por mi salud? ¿Que desde que me corté, aunque todos a mi alrededor piensan que estoy perfectamente bien, he estado destrozado por dentro preocupándome por nada más? ¿Que ha empeorado tanto que he sufrido un ataque de ansiedad? ¿Que desearía poder ir por mi vida como él, sin inquietarme por estas preocupaciones estúpidas que ahogan mi mundo? No, no lo haré. Simplemente extenderé mi mano derecha, sintiéndome como un niño, le permitiré revisar mi mano y me quedaré en silencio.
Toma mi mano e inmediatamente me siento increíblemente agradecido y relajado a medida que este ilustrado señor retira la venda.
“Me parece que se ve bien. De hecho, ya ha comenzado a sanar,” me asegura.
Podría hasta llorar en este momento. El alivio que siento es inmediato e inmenso, y la preocupación de 10 toneladas que llevaba encima desaparece instantáneamente.
Casi sin poder emitir palabra, le ofrezco un dócil “Gracias.”
Dios ha respondido a mis oraciones de ayuda. Ésta alma amable, quien sin duda ha visto muchos pacientes como yo, me ofrece unas sabias palabras.
“¿Puedo contarle algo que quizás pueda ayudarle? ¿Le molestaría?”
“Para nada, por favor, agradezco todo lo que pueda decirme.” Me siento entusiasmado.
“En todos los años que llevo tratando pacientes, creo que la gran mayoría de ellos vinieron a mí no debido a las enfermedades como tal, sino debido a lo que pensaban sobre las mismas. Me convencí de que si ellos podían aprender a controlar sus mentes, en gran parte, podían aprender a controlar sus cuerpos. Les decía que debían pensar en sus cuerpos, pero no preocuparse u obsesionarse por ellos. Cuando se enfermaban, los animaba a que se tomaran una o hasta dos semanas para tratarse a sí mismos, utilizando remedios simples como un buen descanso, una buena dieta, analgésicos o lo que creyeran que necesitaran, y le permitieran a su cuerpo sanar. Pero, por supuesto, si empeoraba deberían venir a verme.
“Muchos de ellos si sentían alguna sensación extraña en la mañana salían volando a mi oficina en la tarde, y yo me sentía mal por ellos, de verdad, porque estaban tan preocupados de que alguna enfermedad grave los hubiera atrapado. Tenían tanto miedo de enfermarse, de contagiarse con esa extraña enfermedad de la que leyeron en el periódico esa mañana, o de la que escucharon que alguien más se había contagiado, y eso los hacía poner nerviosos, lo que a su vez hacía mucho peor hasta la sensación más sutil. Siempre les recomendé que aprendieran a calmarse, a relajarse y a no interponerse en el proceso natural de curación de su mente y de su cuerpo. Que no hicieran algo peor de lo que realmente era, y que no inventaran algo que no existía. Nuestras mentes son fuerzas muy poderosas, y pueden ayudarnos a alcanzar grandes alturas, o pueden hacernos caer a las profundidades más espantosas.”
Asiento con mi cabeza. Me acaba de describir perfectamente. Ha terminado, pero me da un último consejo mientras se voltea hacia su esposa.
“Padre, relájese, ¿sí? Especialmente relaje su respiración; entre más mejor. Puede que tenga una tendencia a preocuparse por su salud como lo hacen millones de personas, pero esa costumbre se puede manejar con las herramientas adecuadas. Tal vez sea necesario convivir con aquella particularidad, pero es posible minimizarla si en verdad se esfuerza. Averigüe sobre el Centro para los Trastornos de Ansiedad Midwest. Tienen un programa increíble que algunos de mis pacientes han tomado y me han dado excelentes comentarios. Y existen bastantes libros disponibles y muchos terapeutas muy buenos que lo pueden ayudar, ¿de acuerdo?”
Le doy a este grandioso hombre un cálido abrazo. Estoy demasiado cansado de ser así.
Le doy las gracias y comienzo a seguirlos a él y a su esposa hacia la salida del edificio para respirar un poco de aire fresco, y para agradecerle a Dios abundantemente por Su amabilidad al poner este hombre en mi camino, pero recuerdo otra sección más que se encuentra a uno de los lados – la última historia con respecto a lo que sucedió con los otros dos niños – los beatos Francisco y Jacinta.
Doy un vistazo dentro de la sala y veo al alguacil quien se encuentra inclinado muy de cerca y escribiendo con intensidad en la libreta de notas que ha estado cargando. Con el fin de que no me vea y quizá se aleje, me devuelvo a la sala principal hasta que salga. Apenas unos minutos más tarde, sale a un paso bastante acelerado. Recuerdo el terror en su rostro aquella noche en Lourdes durante la Adoración, y ahora su cara atormentada iguala ese recuerdo. Se dirige a la salida y con su mano derecha frota rápidamente la parte trasera de su cabeza, claramente desconcertado. Por mi parte ingreso a la sala que él acaba de dejar, esperando poder ver que ha causado dicho nivel de sobresalto en el alguacil.
El inicio de esta sección trata de Jacinta Marto; recuerdo cómo ella era un alma dulce pero terca, y peleaba con su hermano con frecuencia como sucede comúnmente entre hermanos. Cuando las cosas no se hacían como ella quería, generalmente se enfurruñaba. Antes de las apariciones ella era caprichosa y vivaz. Sin embargo, luego de las visitas de la Virgen María, se volvió mucho más seria y generosa. Ofreció todo en su vida por la conversión de los pecadores, incluso darle su almuerzo a los animales que cuidaba.
Fue dicho cambio en ella que su familia, y todos aquellos que la conocían bien, reconocieron como la señal más convincente de que lo que dijo que había ocurrido, verdaderamente había ocurrido. Aunque era muy joven, Jacinta poseía una fortaleza interior sólida, la cual fue necesaria cuando la gente comenzó a burlarse de ellos. Las personas del pueblo donde vivían les arrojaban piedras, incluso en algunas ocasiones cuando se dirigían a la Cova da Iria para presenciar las apariciones según el plan.
Su diagnóstico fue “pleuresía purulenta de la cavidad grande izquierda, e inflamación ósea de la séptima y octava costillas del mismo costado.” En otras palabras, la membrana de su pecho estaba inflamada y secretaba pus. Además, sus huesos estaban inflamados y habían causado un absceso, lo cual era muy doloroso y requería de cuidado diario.
La Virgen María le había contado sobre todos los hospitales en los que estaría y que moriría sola. También le dijo que vendría por ella muy pronto y que cuando lo hiciera su dolor la dejaría. Jacinta le comentó todo esto a la madre del orfanato quien documentó todo lo que le dijo, y que posteriormente sucedió justo como lo había dicho – de acuerdo a lo anunciado, ella estuvo en bastantes hospitales, murió exactamente en el momento anunciado por la Virgen María, y efectivamente se encontraba sola y lejos de casa cuando sucedió.
Me dirijo a la última estación de esta sección donde el alguacil estaba cuando lo vi, no hace más de 20 minutos. Es una foto con fecha del 12 de septiembre de 1935, donde se ve a un sacerdote inclinándose sobre el rostro descubierto de Jacinta Marto. Le doy un vistazo rápido a la inscripción en busca de las palabras que de seguro fueron leídas por el alguacil hace unos momentos.
Durante la transferencia de sus restos… preservados perfectamente… Había sido enterrada en una tumba y ataúd común debido a su familia de bajos recursos… calor intenso de Portugal luego de haber estado enterrada por 15 años… ningún olor perceptible… cuerpo en el mismo estado durante una transferencia posterior en 1950. Aunque su cuerpo había sido consumido por la enfermedad antes de su muerte, ninguno de los efectos de la infección fue encontrado cuando exhumaron su cuerpo. Santa Catalina Labouré y la Medalla Milagrosa – Incorrupta; Santa Bernadette Soubirous de Lourdes – Incorrupta; Jacinta Marto de Fátima – Incorrupta – el único caso del cuerpo incorrupto de un niño en la historia de la Iglesia.
La placa encima de la fotografía dice lo siguiente:
En sus últimos días cuando la Santísima Virgen apareció frente a ella y le dijo que dejaría de sufrir, Jacinta le contó (a Lucía) que María se veía muy triste y le contó la causa de su tristeza:
Los pecados que llevan al mayor número de almas a la perdición
son los pecados de la carne.
La vida suntuosa debe ser evitada, las personas deben hacer penitencia y arrepentirse de sus pecados.
Las grandes penitencias son indispensables.