Capítulo 31

 

Durante la cena, uno de los miembros de nuestro grupo me informa que al parecer ocurrió un milagro aquí durante el día. Dolores Saltzinger, uno de los miembros de una parroquia al norte del estado de Nueva York, quien había nacido con una deformidad en su mano izquierda, se lavó con las aguas curativas. Luego de unos momentos, como lo explicó a las personas a su alrededor, su mano se puso muy caliente, y luego de más o menos 20 minutos pudo moverla normalmente. Cuatro miembros del grupo presenciaron lo sucedido, y la llevaron de inmediato a la Oficina Médica para que los doctores llevaran a cabo las evaluaciones iniciales del caso.

Pago mi cuenta y me dirijo al bus donde les pido a los miembros del grupo que nos reunamos con el fin de experimentar juntos la procesión de antorchas vespertina. Todos los peregrinos caminan juntos, rezan el Rosario y cantan himnos Marianos y otras canciones religiosas. El alguacil está aquí y escucha atentamente a las dos mujeres que me cuentan emocionadas los detalles de lo que presenciaron. Veo confusión más que enfado en su rostro; muy diferente a cuando lo vi en las fuentes ésta mañana.

Comparto una sonrisa con las señoras y al igual que ellas me lleno de gozo debido a este regalo de Dios, si lo que ocurrió fue verdadero. Se lo dejo a la Iglesia para que den su decisión luego de realizar los estudios pertinentes, pero dado que no dudo que los milagros han y continúan sucediendo en todo momento, me alegro aún más.

Un sacerdote católico africano comienza con la celebración de la misa sobre una plataforma elevada, y utiliza un sistema de sonido que enorgullecería a cualquier representante de bandas de rock. Es un gasto necesario – la multitud está compuesta por miles. Un crucifijo grande cuelga detrás del altar apoyado sobre cables negros gruesos que a su vez cuelgan de un enorme aparato negro que cubre la plataforma; y todo es invisible a los ojos de las masas que tienen sus ojos puestos en las luces que iluminan específicamente el altar, el crucifijo y los rostros de los miembros del coro que cantan con voces angelicales al lado derecho. Su introducción es poderosa, y parece tener bastante significado para los presentes, ya que expresa a la perfección los mensajes de la Virgen María de penitencia, oración y sacrificio por el amor a Dios y, por consiguiente, el amor a nuestros semejantes.

El alguacil se ha ubicado hacia mi izquierda, al lado de unos devotos que no pertenecen a nuestro grupo. Me alegra, por su propio bien, que haya decidido estar presente.

Antes de la celebración de la misa, pasamos un momento frente al Santísimo Sacramento que está expuesto sobre el altar en una custodia. Todas las luces han sido apagadas con excepción del foco que brilla sobre Nuestro Señor. El maravilloso aroma del incienso llena el aire y los acordes del Tantum Ergo aún suenan suavemente en mi mente mientras nos arrodillamos en oración.

Luego de algunos minutos de tranquilidad y oración, detecto el aroma cautivante del perfume. Una morena americana bellísima camina por entre los dos fieles que nos separan al alguacil y a mí. Voltea su mirada directamente hacia él y las esquinas de su boca se elevan ligeramente en forma de una sonrisa seductora solo para él, estoy seguro. Lleva puesto un atractivo vestido sin mangas color rosa. Se detiene apenas a unos metros al frente de él junto con los otros cuatro miembros de su grupo. Miro hacia el alguacil y me doy cuenta de que no puede quitarle los ojos de encima. Su mirada boquiabierta se hace descaradamente aparente por el movimiento de toda su cabeza a medida que intenta devorarla por completo visualmente – desde su largo cabello negro, pasando por sus piernas torneadas, afeitadas y bronceadas, hasta las sandalias cleopatrinas que adornan sus dedos rosados bien cuidados. Ciertamente, y en defensa del alguacil, es difícil para todos no verla, incluyéndome a mí. Es despampanante. Hago un esfuerzo coordinado por reenfocarme en Nuestro Señor y rezo por la gracia para continuar haciéndolo.

De manera decepcionante, mientras todo el grupo se encuentra en oración y arrodillados al unísono por respeto a la presencia verdadera de Nuestro Señor, ella y sus amigas continúan de pie. Parece que no comprende ni le importa que la adoración es para Nuestro Señor; tal vez crea que es para ella. Muchas cabezas comienzan a sacudirse y una de las mujeres en nuestro grupo les susurra con firmeza que se arrodillen ante Nuestro Señor. Sus directivas son ignoradas y la joven le dice que cierre la boca, que ella ha decidido no arrodillarse frente a nadie, especialmente frente a Él. Entonces sabe quién es Él. Mis oraciones ante Nuestro Señor se enfocan ahora en ella y sus acompañantes porque simplemente no lo entiende. Recuerdo el número de personas durante el pasar de los años – especialmente a católicos “practicantes” – a las que he visto ingresar a una iglesia católica donde está presente Nuestro Señor y actuar irrespetuosamente también – hablando en sus celulares, o hablando en voz alta con quienquiera que esté con ellos y demás – como si estuvieran comprando comestibles en una tienda y no en presencia del Señor de Señores.

Luego de un momento, el sacerdote, quien lleva en sus hombros un humeral, toma la custodia en su mano y con ella hace el símbolo de la cruz en silencio sobre la vasta concurrencia.

Sin embargo, en vez de regresar a Nuestro Señor al sagrario, el sacerdote decide llevarlo a la congregación y baja de la plataforma, dirigiéndose lenta pero metódicamente, directo hacia nosotros.

Algo que he visto suceder solamente una vez anteriormente está a punto de ocurrir nuevamente. No estoy preparado para ello. Es tan aterrador ahora como lo fue la primera vez que lo vi hace una década en una noche bastante parecida a esta, en Fátima, al cierre de la Bendición.

A cada lado del sacerdote africano hay otros dos que suavemente menean de lado a lado turíbulos llenos de incienso. Estos sacerdotes concelebrarán la misa luego de éste “salut”, éste “segen”, ésta bendición sobre la multitud.

El sacerdote camina por entre la congregación y sostiene la custodia alto por encima de su cabeza, de atrás para delante de manera calmada y metódica, proclamando fuertemente “¡Este ES Nuestro Señor Jesucristo!” Ahora está apenas a tres metros de distancia y puedo ver el blanco de sus ojos penetrantes. Escucho al coro cantar con energías incrementadas, el crescendo acrecentándose y su ritmo en aceleración.

Los ruidos comienzan. Voces preternaturales, gemidos de tormento, gritos temerosos, y lo que parecen ser aullidos de dolor estallan frente a mí al acercarse la custodia. Al igual que la primera vez en Fátima, vienen a mi mente los coyotes que he escuchado en las excursiones y los campamentos a lo largo del Sendero de los Apalaches, excepto que éste coro de gritos y alaridos son mucho más duros y desesperados; emanan con voces histéricas y enfurecidas. Por un corto tiempo creo que es la retroalimentación acústica en el sistema de sonido, la combinación de los múltiples parlantes luchando contra la música empírea que resuena del coro. Agacho mi cabeza nuevamente y redoblo mis esfuerzos por concentrarme en mi oración, cuando finalmente la detestable conmoción se hace notar. Mi cabeza sube inmediatamente y puedo captar la escena que se desarrolla frente a mí.

El sacerdote se encuentra frente a la morena, moviendo la custodia de un lado para otro. Sus compañeras intentan moverse pero están atrapadas entre los creyentes arrodillados, pero ella continúa de pie de manera desafiante y orgullosa, mientras que el fuerte aullido que rezuma de su cuerpo continúa. Comienza a dar giros de un lado para otro primero hacia Nuestro Señor en la custodia elevada, y luego en dirección contraria.

“¡Jesús, hijo de puta! ¡¡¡Maldito, maldito, maldito!!!” salen alaridos de su boca en diferentes idiomas. El latín parece ser el idioma predominante utilizado en esta diatriba difamatoria. Muchas cabezas giran con horror, y la conmoción es tan intensa que efectivamente contrarresta las voces que provienen del coro. Parece que todos están alarmados y ofendidos por esta muestra abierta de irrespeto y vulgaridad, excepto el sacerdote. Él defiende su posición desafiantemente frente a ella y sostiene la custodia sobre su cabeza mientras espuma comienza a salir de su boca que gruñe sin parar.

Provenientes de esta diosa narcisista y autoproclamada, quien solamente unos minutos atrás estaba segura de su propia belleza y vanidad, salen múltiples chillidos y gemidos guturales bajos, infernales y masculinos. Tose violentamente y continua retorciéndose y doblándose; su espalda se arquea como sufriendo una serie de ataques. Lo que presenciamos es real y no algún tipo de efectos especiales generados para una película de Hollywood. Tampoco se utiliza alguna magia generada por computadora para hacer que su cuerpo se retuerza de manera tan antinatural. He visto gran número de ataques a lo largo de los años en hospitales e incluso en las bancas de las iglesias, y esto definitivamente no pertenece a nada en esa categoría.

El sacerdote continúa sosteniendo la custodia en lo alto sobre ella, y permanece impertérrito frente a sus acciones y su blasfemia.

Cae con fuerza al suelo; su espalda golpea el concreto y su cabeza rebota en un golpe seco que causa un sonido espantoso. Instintivamente, los que están alrededor se apartan, y algunos intentan ponerse de pie y escapar – la mayoría se tropieza con los demás. Sin previo aviso, su torso medio se levanta hacia el cielo nocturno, y su cuerpo se balancea sobre sus talones y su cabeza. Su boca continúa produciendo espuma mientras lanza ataques obscenos de ira hacia la custodia. Ésta escena irreal, iluminada por antorchas cercanas a nosotros, enfatizan de manera escalofriante el momento en que sus ojos ruedan dentro de sus párpados. Finalmente, con un último jadeo horrendo y tortuoso, colapsa.

Me uno a aquellos que la rodean, incluyendo a sus compañeras quienes se ven más alarmadas que el resto del grupo, a medida que el sacerdote se aleja. El Alguacil Luder se encuentra a mi lado, sus instintos de solidaridad, al menos por el momento, superan su reticencia a estar en éste viaje.

El olor nos llega de repente. Mi banco de memoria no me ha permitido olvidar fácilmente aquel hedor de la primera vez que estuve en una situación similar. Justo en este momento, me siento agobiado nuevamente. Al igual que todas las personas alrededor, lanzo mi cabeza hacia atrás de manera instintiva cuando llegamos a su lado mientras el olor rancio, pútrido y putrefacto escapa del cuerpo de ésta mujer que ahora está bastante desorientada.

Le ayudamos a ponerse de pie y se la entregamos a sus amigas. Ellas a su vez llevan a la mujer exhausta por entre la multitud y hacia una banca. Siento ganas de vomitar. No me cabe duda de que Satanás y sus demonios trabajan esparciendo la maldad por todo el mundo. Tengo toda la fe en que Nuestro Señor me protegerá mientras no me arriesgue a viajar por caminos que claramente sé que no debería atravesar. Estoy harto de todo esto. No pueda evitar desesperarme una vez más por el número de almas que simplemente no lo entienden, que voluntariamente aceptan la maldad que Satán promueve, y que ignoran o rechazan Su amor, y Su deseo constante de ayudarnos en ésta vida – Su Iglesia, los Sacramentos, la Virgen María, los Santos, los Ángeles, y diferentes Sacramentales, entre muchos otros regalos.

El alguacil tiene su mirada clavada en mí, estupefacto. Puedo ver que su mundo se encuentra en metamorfosis una vez más. La tumba alrededor de su corazón que se había agrietado y abierto ligeramente con su experiencia cercana a la muerte, ahora se abre por completo con lo que acaba de presenciar. Pero me pregunto si permanecerá de esa manera. ¿Qué tan duro es su corazón? ¿Qué tan cerrada es su forma de pensar? Mientras reflexiono sobre estos pensamientos, él parte inmediatamente hacia el hotel.

Lo observo alejarse y, helo ahí, veo que hace el símbolo de la cruz. Las conversiones suceden de muchas formas. Muchas se dan debido a curaciones físicas o mentales, pero considero que las mejores son las conversiones del corazón. Porque después de todo, cuando nuestra vida aquí en la tierra termine, creo firmemente que la última será la que más le importe a Nuestro Señor. ¿Hicimos un esfuerzo por cambiar? ¿Volvimos humildemente a Él? ¿Nos arrepentimos? ¿Seguimos lo que Nuestra Señora nos ha dicho y los que nos continúa diciendo en éstos lugares de advocaciones? ¿O seguimos anclados firmemente en nuestra creencia de que somos nuestro propio Dios, y Él no?

Mis sentidos están en alerta máxima, y han pasado meses desde que estuve tan feliz y lleno de optimismo.

“Gracias, Dios,” digo en voz alta.

 

Sexo sagrado, lagrimas del cielo
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