ONCE

PASIÓN DE RAZONAR

Al principio de este libro sugerí que los sentimientos ejercen una poderosa influencia en la razón, que los sistemas cerebrales de los primeros están enredados en los que necesita la segunda, y que dichos sistemas específicos están entretejidos con los que regulan el cuerpo.

A pesar de estar generalmente respaldadas por los hechos presentados, estas hipótesis siguen siéndolo, y las ofrezco —sujetas a revisión ante nuevos datos— a la espera de que conciten nuevas investigaciones. Los sentimientos parecen depender de un sistema especializado de multicomponentes no disociable de la regulación biológica. Por su parte, la razón parece depender de sistemas cerebrales específicos, algunos de los cuales procesan sentimientos. Así, en términos anatómicos y funcionales, es posible que exista un hilo conductor que conecte razón con sentimientos y cuerpo. Es como si estuviéramos poseídos por una pasión de razonar, como si nos llevara al razonamiento un impulso originado en las profundidades del cerebro y que, impregnando otros niveles del sistema nervioso, emergiera bajo forma de sentimientos o sesgos no conscientes para guiar la toma de decisiones. Razón práctica y teórica parecen construirse sobre este impulso intrínseco, en un proceso similar a la adquisición de maestría en un oficio. Si careces del impulso nunca alcanzarás la destreza. Lo que no quiere decir que seas automáticamente un maestro si posees el impulso.

¿Tienen respaldo estas hipótesis? ¿Existen implicaciones socioculturales en la noción de que la razón en ninguna parte es pura? Creo que sí y, en general, son positivas.

La relevancia de los sentimientos para la razón no sugiere que esta sea menos importante que los sentimientos, que deba situarse tras éstos o ser menos cultivada. Por el contrario, tomar consciencia del rol preponderante de los sentimientos nos da la oportunidad de realzar sus efectos positivos y disminuir al mismo tiempo su potencialidad lesiva. Más exactamente, sin intentar disminuir la valía orientadora de los sentimientos normales, se podría pensar en proteger la razón de la debilidad que los sentimientos anormales (o algunas indeseables influencias sobre los sentimientos normales) pudieran introducir en el proceso de planificación y decisión.

No creo que un mayor conocimiento de los sentimientos disminuya nuestro interés en la verificación empírica. Lo único que puede pasar es que un mayor entendimiento de la fisiología de las emociones y sentimientos nos haga más conscientes de las dificultades de la observación científica. La formulación que he presentado no debería disminuir nuestra decisión de controlar las circunstancias externas en beneficio de los individuos y de la sociedad, o nuestra voluntad de desarrollar, inventar, o perfeccionar los instrumentos culturales con los que podemos mejorar el mundo: ética, leyes, artes, ciencias y tecnología. En otras palabras, mi planteo no es una incitación a dejar las cosas como están. Destaco este punto, porque mencionar los sentimientos suele conjurar una imagen de preocupación autorreferente, de desinterés por el mundo circundante y de tolerancia a pautas relajadas de desempeño intelectual; eso sería absolutamente contrario a mi punto de vista. Una inquietud menos para los que, como el biólogo molecular Gunther Stent, se preocupan, con justicia, al pensar que la sobrevaluación de los sentimientos puede atenuar nuestra decisión de mantener el pacto fáustico que ha traído progreso a la humanidad.[1]

Lo que sí me inquieta es que se acepte la importancia de los sentimientos sin hacer ningún esfuerzo por entender su compleja maquinaria biológica y sociocultural. El mejor ejemplo de esa actitud se puede encontrar en el intento de explicar, los sentimientos dolorosos, o la conducta irracional, apelando a causas sociales superficiales o a la acción de neurotransmisores, dos explicaciones que invaden el discurso social que presentan en los medios periodísticos visuales e impresos; y en el intento de corregir problemas sociales con drogas, médicas y no médicas. Precisamente esa incomprensión de la naturaleza de sentimientos y razón (una de las características de la «cultura de la queja») es motivo de alarma.[2]

Sin embargo, la idea de organismo humano esbozada en este libro, y la relación entre sentimientos y razón que surge de los descubrimientos discutidos aquí, sugieren que el reforzamiento de la racionalidad probablemente necesita de una consideración más atenta de la vulnerabilidad del mundo interno.

Desde un punto de vista práctico, el rol de los sentimientos en la construcción de la racionalidad, tal como ha sido esbozado, tiene implicaciones que conciernen a algunos asuntos concretos que hoy enfrenta nuestra sociedad, entre ellos, la violencia y la educación. Este no es el lugar para tratar debidamente este tema, pero me permito decir que los sistemas educacionales podrían beneficiarse si destacaran la inequívoca conexión entre sentimientos actuales y consecuencias futuras previsibles, y que la sobreexposición de los niños a la violencia en la vida real, las noticias o las ficciones audiovisuales degrada la valía de emociones y sentimientos en la adquisición y despliegue de conductas sociales adaptativas. El que tanta violencia vicaria se presente fuera de un marco moral sólo acentúa su acción insensibilizadora.

EL ERROR DE DESCARTES

No habría sido posible presentar mi parte en esta conversación sin invocar a Descartes, como símbolo de un conjunto de ideas sobre el cuerpo, el cerebro y la mente que de una manera u otra siguen influyendo las ciencias y humanidades occidentales. Mi preocupación, como ustedes han podido comprobar, es tanto por la noción dualista con que Descartes escinde el cerebro del cuerpo (en su versión más extrema tiene menos influencia), como por las versiones modernas de esa idea: conforme a una de éstas, por ejemplo, mente y cerebro están relacionados, pero sólo en el sentido de que la mente es el programa computacional (software) ejecutado en un computador (hardware) llamado cerebro; otra nos dice que cerebro y cuerpo están relacionados, pero sólo porque el primero no puede sobrevivir sin el soporte vital del segundo.

¿Cuál fue entonces el error de Descartes? O mejor aun: ¿Cuál de los errores de Descartes pretendo aislar, rigurosa e ingratamente? Uno podría empezar con una queja, y reprocharle haber convencido a los biólogos de adoptar, hasta el día de hoy, un modelo mecánico de relojería para los procesos vitales. Quizá eso no sea demasiado justo. Veamos entonces: «Pienso, luego existo». El aserto, acaso el más importante en la historia de la filosofía, aparece por primera vez en la cuarta parte de El discurso del método (1637), en francés (Je pense donc je suis), y después en la primera parte de los Principios de filosofía (1644), en latín (Cogito ergo sum)[3]. Considerada en su acepción literal, la afirmación ilustra precisamente lo contrario de lo que creo la verdad acerca de los orígenes de la mente y su relación con el cuerpo: sugiere que pensar, y la consciencia de pensar, son los substratos reales de ser. Y como sabemos que Descartes suponía que pensar era una actividad ajena al cuerpo, su fórmula afirmaba la separación de la mente, «la cosa pensante» (res cogitans), del cuerpo no-pensante, eso que tiene extensión y partes mecánicas (res extensa).

Sin embargo, mucho antes del amanecer de la humanidad, los seres eran seres. En algún momento de la evolución afloró una consciencia elemental, acompañada de un funcionamiento mental sencillo. La progresiva complejidad de la consciencia desembocó en la posibilidad de pensar y, después, en la de usar el lenguaje para organizar y comunicar mejor los pensamientos. Para nosotros, entonces, en el principio estaba el organismo, y después el pensamiento; lo mismo nos vale hoy como individuos: cuando llegamos al mundo y nos desarrollamos, empezamos siendo, y sólo después pensamos. Somos, y después pensamos, y pensamos sólo en la medida que somos, porque las estructuras y operaciones del ser causan el pensamiento.

Cuando resituamos la afirmación de Descartes en la época que le corresponde, nos preguntamos por un momento si acaso pudo significar algo distinto de lo que ha llegado a significar ahora. ¿Podríamos ver en ella el reconocimiento de la superioridad del sentir y razonar conscientes, sin comprometer en absoluto una opinión respecto de su origen, substancia o permanencia? ¿Acaso el aserto sirvió al astuto propósito de evitar presiones religiosas, de las que Descartes tenía plena consciencia? Esto último es posible, pero no tenemos manera de averiguarlo con seguridad. (En su lápida, Descartes hizo estampar una cita que parece haber usado con frecuencia: «Bene qui latuit, bene vixit» del Tristia de Ovidio 3.4.25. Traducción: «Quien bien se escondió, bien vivió». ¿Acaso una negación críptica del dualismo?). En cuanto a lo primero, sospecho que Descartes quiso también decir precisamente lo que dijo. Cuando aparecen por primera vez esas famosas palabras. Descartes se regocija por el descubrimiento de una proposición tan rotundamente verídica que no podrá ser sacudida por ningún escepticismo:

… y viendo que esta verdad, «Pienso, luego existo», era tan cierta y segura, que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no podrían hacerla tambalear, llegué a la conclusión de que la aceptaría sin escrúpulos como el principio primero de la filosofía que estaba buscando.[4]

Descartes buscaba un fundamento lógico para su filosofía, y la afirmación es parecida a la de Agustín «Fallor ergo sum». (Me engaño, luego soy).[5] Pero, algunas líneas más abajo, Descartes la aclara en forma inequívoca:

Porque me sabía una sustancia, cuya esencia y naturaleza es pensar, para cuya existencia no es necesario ningún lugar, ni depende de nada material, de manera que este «yo», es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es totalmente distinto del cuerpo y más fácil de conocer que este último; y aun si el cuerpo no fuera, no cesaría el alma de ser lo que es.[6]

Este es el error de Descartes: la separación abismal entre cuerpo y mente, entre la sustancia medible, dimensionada, mecánicamente operada e infinitamente divisible del cuerpo, por una parte, y la sustancia sin dimensiones, no mecánica e indivisible de la mente; la sugerencia de que razonamiento, juicio moral y sufrimiento derivado de dolor físico o de alteración emocional pueden existir separados del cuerpo. Específicamente: la separación de las operaciones más refinadas de la mente de la estructura y operación de un organismo biológico.

Ahora, algunos pueden preguntarse, ¿para qué objetar a Descartes y no a Platón, cuyos puntos de vista sobre cuerpo y mente eran mucho más exasperantes, como se puede ver en el Fedón? ¿Por qué molestarse con este error específico de Descartes? Después de todo, otros de sus errores parecen bastante más espectaculares. Creía que la sangre circulaba gracias al calor y que pequeñísimas partículas sanguíneas se destilaban en «espíritus animales» que podían entonces mover los músculos. ¿Por qué no ponerlo en el rincón a causa de cualquiera de esas nociones? La razón es sencilla: hace mucho que sabemos que estaba equivocado en esos puntos específicos y la cuestión de la circulación sanguínea ha sido resuelta satisfactoriamente para todos. No es ése el caso cuando consideramos la problemática de la mente, el cerebro y el cuerpo, porque en este campo las opiniones cartesianas siguen siendo influyentes: para algunos, incluso, el punto de vista de Descartes es obvio, y no requiere ulterior examen.

La idea cartesiana de una mente incorpórea puede haber sido muy bien la fuente —a mediados del siglo veinte— de la metáfora de la mente como software. De hecho, si la mente pudiera separarse del cuerpo, podría ser entendida sin recurrir a la neurobiología y sería innecesario verse influido por conocimientos de neuroanatomía, neurofisiología y neuroquímica. Es interesante, y paradójico, que muchos científicos de la cognición —que creen poder investigar la mente y no necesitar la neurobiología— no se consideren dualistas.

También puede haber algo de descorporificación cartesiana tras el pensamiento de aquellos neurocientistas que insisten en decir que la mente puede explicarse únicamente en términos de sucesos cerebrales, descartando el resto del organismo y el entorno físico y social e ignorando que parte del medio social es producto de acciones previas del organismo. Me resisto a aceptar esa limitación —no porque la mente deje de estar directamente relacionada con la actividad cerebral, ya que obviamente lo está— sino más bien porque esa formulación restrictiva es gratuitamente incompleta, e insatisfactoria desde un punto de vista humano. Es indiscutible que la mente viene del cerebro, pero prefiero dar más precisión a la afirmación, y estudiar las razones por las que las neuronas cerebrales se comportan de un modo tan consecuente. Hasta donde alcanzo a ver, creo que esta última es la cuestión decisiva.

La idea de una mente incorpórea también parece haber dado forma a la manera muy peculiar que tiene la medicina occidental de encarar el estudio y tratamiento de las enfermedades (ver Post scriptum): investigación y práctica sufren la escisión cartesiana. Y el resultado es que se desdeña y considera de segundo orden a las consecuencias psicológicas de los males del cuerpo propiamente tal —las llamadas enfermedades reales—. E incluso se desdeña todavía más el efecto inverso, el de los conflictos psicológicos sobre el cuerpo propiamente tal. Resulta paradójico pensar que Descartes, si bien contribuyó a modificar el curso de la medicina, ayudara a desviarla de la visión orgánica, de mente-en-el-cuerpo, que prevaleció desde Hipócrates hasta el Renacimiento. Aristóteles habría estado muy molesto con Descartes.

Las versiones del error de Descartes oscurecen las raíces de la mente humana, sita en un organismo finito, biológicamente complejo pero frágil y único; niegan la tragedia implícita en el conocimiento de esa fragilidad, finitud y unicidad. Al ignorar la tragedia inherente a la existencia consciente, los humanos se sienten menos llamados a hacer algo para minimizarla y pueden respetar menos el valor de la vida.

Los hechos relativos a sentimientos y razón que he presentado, junto con otros que he expuesto sobre la interconexión entre cerebro y cuerpo propiamente tal, respaldan la idea más general con la que introduje el libro: que el entendimiento exhaustivo de la mente humana requiere una perspectiva organísmica; que la mente debe ser trasladada desde un cogitum no físico al campo del tejido biológico, conservando su relación con un organismo global que posee un cuerpo propiamente tal integrado y un cerebro, plenamente interactivos con un entorno físico y social.

Sin embargo, la mente verdaderamente corpórea que imagino no resigna sus niveles operativos más refinados, los que constituyen su alma y su espíritu. Desde mi perspectiva, alma y espíritu —con su plena dignidad y escala humanas— son ahora estados complejos y únicos de un organismo. Quizá lo más indispensable que podamos hacer como seres humanos sea tomar consciencia —y hacer que otros la tomen— de nuestra complejidad, fragilidad, finitud y unicidad. Sacar al espíritu de un pedestal sin sitio y llevarlo a algún sitio concreto, preservando al mismo tiempo su importancia y dignidad; reconocer su origen modesto, y su vulnerabilidad pero pedir su guía. Se trata, por cierto, de una tarea indispensable y difícil, pero sin la cual estaríamos mucho mejor dejando tal cual el error de Descartes.