SEIS

REGULACIÓN BIOLÓGICA Y SUPERVIVENCIA

DISPOSICIONES PARA LA SUPERVIVENCIA

La supervivencia de un organismo depende de un conjunto de procesos biológicos que mantienen la integridad de las células y tejidos en toda su estructura. Me explico, aunque simplificando: entre muchos otros requisitos, los procesos biológicos deben contar con un suministro adecuado de oxígeno y nutrientes, que se basa en la respiración y la alimentación. Con ese objeto, el cerebro posee circuitos neurales innatos, cuyos patrones de actividad, asistidos por procesos bioquímicos corporales, controlan de manera confiable reflejos, pulsiones e instintos y de este modo aseguran que se implementen adecuadamente la respiración y la alimentación. Repitiendo lo argumentado en el capítulo anterior, los circuitos neurales innatos contienen representaciones disposicionales, cuya activación pone en movimiento una complicada serie de respuestas.

En otro frente, existen circuitos neurales para pulsiones e instintos cuya misión es evitar la destrucción de parte de depredadores o de condiciones ambientales adversas; causan, por ejemplo, las conductas de lucha o de huida. Otros circuitos, para garantizar la continuación de los genes del individuo (mediante la conducta sexual y la protección de las crías), controlan las pulsiones e instintos pertinentes. Podríamos mencionar muchos otros circuitos y pulsiones especializados, tales como los relativos a la búsqueda de una cantidad ideal de luz y oscuridad, calor o frío, según la hora del día o la temperatura ambiente.

En general, pulsiones e instintos operan generando directamente un proceder determinado, o induciendo estados fisiológicos que llevan a los individuos hacia un comportamiento particular, conscientemente o no. En la práctica todas las conductas que derivan de pulsiones e instintos contribuyen a la supervivencia, ya de modo directo, cumpliendo una acción preservadora de la existencia, o indirecto, propiciando condiciones ventajosas para la vida o reduciendo el influjo de situaciones potencialmente nocivas. Sentimientos y emociones, cruciales en la visión de racionalidad que propongo, son una poderosa manifestación —y parte del funcionamiento— de pulsiones e instintos.

Sería perjudicial permitir que se alteraran significativamente las disposiciones que controlan los procesos biológicos básicos. Un cambio importante conllevaría el riesgo de una disfunción mayor en variados sistemas de órganos y la posibilidad de enfermedad e incluso de muerte. Esto no niega que podamos influir voluntariamente en las conductas que esos patrones neurales innatos suelen dirigir. Podemos contener la respiración por un momento, mientras nadamos bajo el agua; nos es posible ayunar por períodos prolongados; tenemos la capacidad de alterar nuestro ritmo cardíaco con relativa facilidad, e incluso la de modificar —no con tanta facilidad— nuestra presión sanguínea sistémica. Pero en ninguna de esas instancias hay evidencia de cambio en las disposiciones. Ocurre que, de diferentes maneras —ya sea mediante la fuerza muscular (conteniendo la respiración al contraer la caja torácica y bloquear las vías aéreas superiores), o gracias a mera fuerza de voluntad—, logramos inhibir uno u otro componente del consiguiente patrón conductual. Tampoco se pretende negar aquí que se pueda modular (tornar más o menos proclive a la descarga) la descarga de los patrones innatos de actividad neural mediante señales neurales provenientes de otras zonas del cerebro, o mediante señales químicas, como las hormonas o los neuropéptidos, que llegan a ellas en el torrente sanguíneo o por vía de axones. De hecho, numerosas neuronas, en todo el cerebro, tienen receptores para hormonas, tales los de las glándulas reproductivas, suprarrenales y tiroideas. Las señales mencionadas influyen en esos circuitos durante su desarrollo temprano y en su funcionamiento regular.

Algunos de los mecanismos reguladores básicos operan en un nivel encubierto y el individuo dentro del cual funcionan nunca los puede conocer. Desconoces el estado de las distintas hormonas que circulan en tu organismo, o el número de glóbulos rojos que tienes, a menos que te sometas a un examen. Pero mecanismos regulatorios algo más complejos que involucran conductas evidentes te hacen saber de su existencia, indirectamente, cuando te impulsan a actuar (o no) de un modo específico. Se los llama instintos.

La regulación instintiva se puede explicar en forma sencilla con el ejemplo siguiente: varias horas después de una comida, disminuye tu nivel de azúcar en la sangre, y neuronas del hipotálamo detectan el cambio; se activan los patrones innatos pertinentes y hacen que el cerebro altere el estado del cuerpo para incrementar las probabilidades de corregir la carencia: sientes hambre e inicias acciones destinadas a calmar el apetito; comes, y la ingesta de alimento corrige el nivel de azúcar en la sangre; finalmente, el hipotálamo descubre un nuevo cambio, esta vez un aumento relativo del azúcar, y las neuronas apropiadas ponen el cuerpo en el estado cuya experiencia constituye la sensación de saciedad.

El objetivo de todo el trabajo fue salvar tu cuerpo. La señal que inicia el proceso proviene del cuerpo; las que te llegan a la consciencia —para obligarte a salvarlo— también vienen del cuerpo. Al concluir el ciclo, las señales que te informaron que tu integridad corporal ya no estaba en peligro, vinieron asimismo del cuerpo. Podría decirse que esto es gobierno del cuerpo y para el cuerpo, aunque calibrado y administrado por el cerebro.

Este tipo de mecanismos regulatorios asegura la supervivencia, empujando una disposición para que excite algún patrón de cambios corporales (una pulsión), que puede ser un estado corporal con significado específico (hambre, náusea), una emoción reconocible (miedo, ira) o una combinación de ambos. La excitación puede ser gatillada desde el medio interno «visceral» (bajo nivel de azúcar), desde el exterior (un estímulo amenazante) o desde el espacio interno «mental» (percepción de una catástrofe inminente). Cada una de estas incitaciones puede provocar una respuesta biorregulatoria, un patrón de conducta instintivo o un nuevo plan de acción; o todo junto. Los circuitos neurales básicos que operan el ciclo completo son equipamiento estándar de tu organismo, igual que los frenos lo son de un automóvil. No tuviste que hacerlos instalar especialmente. Constituyen un «mecanismo preorganizado» (noción que retomaré en el próximo capítulo). Sólo tuviste que adaptar su funcionamiento a tu entorno.

Los mecanismos preorganizados no sólo son importantes para la regulación biológica básica. También ayudan a que el organismo clasifique las cosas o acontecimientos como «buenos» o «malos», según su posible impacto en la supervivencia. En otras palabras, el organismo tiene un modelo básico de preferencias, criterios, propensiones o valores. Bajo su influjo y la acción de la experiencia, aumenta rápidamente el catálogo de cosas categorizadas como buenas o malas, y exponencialmente la capacidad de detectar nuevas cosas, buenas o malas.

Si una determinada entidad del mundo externo forma parte de un escenario en el cual otra entidad era «buena» o «mala» —es decir, excitaba una disposición innata—, el cerebro puede clasificar la entidad para la que no había un valor innatamente preestablecido como también valiosa, lo sea ella o no lo sea. El cerebro presta atención especial a esa entidad sencillamente porque es cercana a otra que es sin duda importante. Puedes llamar a esto bondad reflejada en el caso que la nueva entidad esté próxima a algo bueno; y culpa, por asociación, si está cerca de algo malo. La luz que ilumina algún ítem importante —bueno o malo— brillará también sobre su vecino. Para lograr ese estilo operativo, el cerebro debe venir al mundo con un caudal considerable de «conocimientos innatos», relativos a su propia regulación y a la del resto del cuerpo. A medida que el cerebro incorpora representaciones disposicionales, fruto de interacciones con entidades y escenas relevantes para la regulación innata, aumentan las posibilidades de que incluya algunas cuya importancia directa para la supervivencia no sea muy obvia. Conforme esto sucede, nuestra creciente percepción de lo que pueda ser el mundo externo es aprehendida como una modificación en el espacio neural en que interactúan cuerpo y cerebro. No sólo es mítica la separación entre cerebro y mente: también parece serlo la disociación entre cuerpo y mente. La mente está imbricada en el cuerpo —en el sentido pleno de la expresión— no sólo en el cerebro.

MÁS SOBRE REGULACIÓN BÁSICA

Aparentemente, los patrones neurales innatos más decisivos para la supervivencia están alojados en los circuitos del tallo cerebral y del hipotálamo. Este último es clave en la regulación de las glándulas endocrinas productoras de hormonas —entre ellas la pituitaria, la tiroides, las suprarrenales y los órganos reproductivos— y en el funcionamiento del sistema inmune. La regulación endocrina, que depende de sustancias químicas liberadas en el torrente sanguíneo más que de impulsos neurales, es indispensable para mantener la función metabólica y manejar la defensa de los tejidos biológicos contra microdepredadores como los virus, bacterias y parásitos.[1]

La regulación biológica controlada por el tallo cerebral y el hipotálamo se complementa con controles en el sistema límbico. Este no es lugar adecuado para exponer la intrincada anatomía y detallada función de ese amplio sector cerebral, pero habría que advertir que el sistema límbico también participa en la activación de las pulsiones e instintos y tiene un papel particularmente destacado en las emociones y sentimientos. Sospecho que, a diferencia del tallo cerebral y del hipotálamo (cuyos circuitos son sobre todo innatos y estables), el sistema límbico contiene tanto circuitos innatos como circuitos que se modifican con la experiencia del organismo en constante desarrollo.

Con la ayuda de estructuras vecinas en el sistema límbico y en el tallo cerebral, el hipotálamo regula el milieu interne (término y concepto que he empleado antes, heredado de Claude Bernard, pionero de la biología), al que podemos visualizar como el conjunto de procesos bioquímicos que ocurren en un organismo en un momento determinado. La vida depende del mantenimiento de esas secuencias bioquímicas en un rango adecuado, ya que desviaciones excesivas en puntos claves del perfil global pueden causar enfermedades o la muerte. Por su parte, el hipotálamo y las estructuras interrelacionadas no sólo son regulados por señales químicas y neurales de otras zonas del cerebro, sino también por señales químicas provenientes de diversos sistemas corporales.

Esta regulación química es especialmente compleja, como se verá a continuación. La producción de hormonas liberadas por las glándulas tiroides y suprarrenales, sin la cual no podríamos vivir, es controlada en parte por emisiones químicas de la glándula pituitaria. Esta, a su vez, es controlada en parte por las señales químicas liberadas en el torrente sanguíneo por el vecino hipotálamo, el que es manejado en parte por señales neurales provenientes del sistema límbico e —indirectamente— de la neocorteza. (Considera el significado de la siguiente observación: cuando se producen convulsiones, la actividad eléctrica anormal de ciertos circuitos del sistema límbico no sólo causa un estado mental anormal, sino también profundas aberraciones hormonales, que pueden resultar en una multitud de enfermedades físicas, como los quistes ováricos). Por su parte, cada hormona liberada en el torrente sanguíneo actúa sobre la glándula que la secretó, así como sobre la pituitaria, el hipotálamo y otros sectores cerebrales. En otras palabras, las señales neurales condicionan señales químicas, que incitan otras señales químicas que pueden alterar el funcionamiento de muchas células y tejidos (incluyendo los del cerebro) y modificar los circuitos reguladores que iniciaron el ciclo mismo. Estos múltiples mecanismos regulatorios, anidados en distintos sitios, manejan las condiciones corporales local y globalmente, para que los diferentes elementos constitutivos del organismo —desde moléculas hasta órganos— operen dentro de los parámetros que requiere la supervivencia.

Los estratos de regulación son interdependientes en muchas dimensiones. Un mecanismo dado, por ejemplo, puede depender de otro más simple, y ser influido a la vez por uno de igual o mayor complejidad. La actividad en el hipotálamo puede influir la acción de la neocorteza, directamente o por medio del sistema límbico, o viceversa.

Por consiguiente, como era de esperar, la interacción cuerpo-cerebro está documentada, y quizá podamos vislumbrar interacciones más sutiles entre cuerpo y mente. Veamos el ejemplo siguiente: El estrés mental crónico —estado relacionado con el procesamiento, en numerosos sistemas cerebrales en el nivel de la neocorteza, sistema límbico e hipotálamo— parece inducir la superproducción de un producto químico, el péptido derivado del gene de la calcitonina, o CGRP, en los terminales nerviosos de la piel.[2] A resultas de ello, el CGRP recubre excesivamente la superficie de las células de Langerhans, que son células inmunorelacionadas cuya tarea es capturar agentes infecciosos y entregarlos a los linfocitos para que el sistema inmune pueda contrarrestar su presencia. Las células de Langerhans, completamente revestidas de CGRP, quedan incapacitadas para desempeñar su función defensiva. Debido a la menor vigilancia en una vía importante de acceso, el cuerpo es más vulnerable a las infecciones. Hay más ejemplos de interacción cuerpo-mente: la tristeza y la ansiedad pueden alterar significativamente el ajuste de las hormonas sexuales, y provocar no sólo cambios en la pulsión sexual sino también variaciones en el ciclo menstrual. El duelo, otro estado dependiente de un amplio procesamiento cerebral, deprime el sistema inmune; los afectados son más proclives a contraer infecciones y —sea o no consecuencia directa— a desarrollar ciertos tipos de cáncer[3]. Uno puede morir por una pena profunda.

A la inversa, por supuesto, también ha sido observada la influencia de una sustancia química corporal sobre el cerebro. No es sorprendente que el tabaco, el alcohol y las drogas (medicinales o no) penetren en el cerebro y modifiquen su función y así alteren la mente. Algunas acciones de los productos químicos corporales influyen directamente en las neuronas o en sus sistemas de apoyo; otras lo hacen indirectamente, por mediación de neurotransmisores situados en el tallo cerebral y el prosencéfalo basal, como ya explicamos anteriormente. Al ser activadas, esas pequeñas colecciones de neuronas pueden liberar una dosis de dopamina, norepinefrina, serotonina o acetilcolina a vastas regiones del cerebro, incluso a la corteza y a los ganglios basales. El arreglo puede ser imaginado como un conjunto de rociadores perfectamente sincronizados, cada uno de los cuales libera su substancia química a sistemas específicos y, dentro de éstos, a determinados circuitos equipados con neurotransmisores característicos en cantidades adecuadas.[4] Los cambios de cantidad o de distribución en la liberación de uno de esos transmisores —e incluso la alteración del equilibrio de sus niveles relativos en un sitio particular— pueden influir veloz y profundamente en la actividad cortical y causar estados de depresión o euforia, incluso de manía. (Ver capítulo 7). Los procesos de pensamiento se pueden aletargar o acelerar; la profusión de imágenes evocables puede disminuir o aumentar; la creación de novedosas combinaciones de imágenes se intensifica o apaga. La capacidad de concentrar la mente en un contenido determinado fluctúa en consecuencia.

TRISTÁN, ISOLDA Y EL ELIXIR DE AMOR

¿Recuerdas la historia de Tristán e Isolda? El argumento gira en torno a una transformación de las relaciones de los dos protagonistas. Isolda pide a su doncella, Brangäne, que prepare una poción mortífera pero la criada la substituye por un «elixir de amor», que beben Isolda y Tristán, ignorando sus posibles consecuencias. La misteriosa pócima desata en ellos las pasiones más hondas y se sienten atraídos con una fuerza que nada puede quebrar —ni siquiera el que ambos traicionen así al benévolo rey Marcus—. En su ópera Tristan und Isolde, Wagner captura la intensidad del vínculo amoroso en el que quizá sea el pasaje más exaltado y desesperado de la historia de la música. Uno puede preguntarse qué lo atrajo en esta historia, y por qué millones de personas, por más de un siglo, han comulgado con su versión musical.

La respuesta a la primera pregunta es que la composición celebra una pasión muy real y parecida en la vida del propio Wagner. Wagner y Matilde Wesendonk se habían enamorado, en abierta oposición con su buen juicio, cuando uno considera que ella era la mujer del generoso benefactor del músico y que éste era un hombre casado. Wagner conocía muy bien las fuerzas ocultas e imparables que pueden sobreponerse a nuestra voluntad y que —a falta de mejor explicación— se han atribuido a la magia o al destino.

La respuesta a la segunda pregunta es más seductora: ciertamente hay, en nuestros cuerpos y cerebros, «elixires» capaces de inducir comportamientos que no siempre pueden ser suprimidos con una resolución firme. Un ejemplo clave es la substancia química llamada oxitocina.[5] Es manufacturada —en el caso de los mamíferos, incluso en los humanos— tanto en el cerebro (en los núcleos parvoventrales y supraópticos del hipotálamo), como en el cuerpo (ovarios o testículos). Puede ser liberada por el cerebro para participar, por ejemplo, directamente o mediante interpósitas hormonas, en la regulación metabólica; o puede ser secretada por el cuerpo en el alumbramiento, la estimulación sexual de pezones y genitales o el orgasmo, actuando entonces no sólo en el cuerpo propiamente tal (por ejemplo, relajando la musculatura durante el parto), sino en el cerebro. Logra lo mismo que los legendarios elixires, nada menos. En general, su influjo abarca un vasto rango de conductas preparatorias, locomotrices, sexuales y maternales. Aún más importante para mi historia: favorece las interacciones sociales e induce el apego en una pareja. Un buen ejemplo se encuentra en los estudios de Thomas Insel: observando los hábitos del ratón de las praderas, un roedor de bellísimo pelaje, durante el cortejo, advirtió que, después de un galanteo relámpago y un primer día de intensa y repetida copulación, macho y hembra se apegan el uno al otro inseparablemente y hasta que la muerte los separe. De hecho, el macho se torna manifiestamente desagradable con toda criatura distinta a su amada, y suele colaborar mucho en la madriguera. Esta vinculación no sólo constituye una adaptación encantadora sino ventajosa: en diversas especies, mantiene unidos a quienes deben criar a los vástagos, ayudando además en otros aspectos de la organización social. Por cierto, los humanos usan todo el tiempo muchos efectos de la oxitocina, aunque han aprendido a evitar, en determinadas circunstancias, los que en última instancia pueden no ser benéficos. Recordemos que la poción de amor resultó pésima para Isolda y Tristán en la obra de Wagner: sin contar los entreactos, mueren desolados a las tres horas.

A la neurobiología de la sexualidad, acerca de la cual se conoce bastante, podemos agregar ahora el principio de una neurobiología del apego y, equipado con ambas, proyectar algo más de luz sobre ese complicado conjunto conductual y mental que llamamos amor.

Lo que aquí está en juego, en los macizos ordenamientos de circuitos recurrentes que he esbozado, es una colección de bucles de regulación pro y retroalimentadores, en que algunos de los bucles son puramente químicos. Quizá lo más significativo de este ordenamiento es que las estructuras cerebrales, involucradas en la regulación biológica básica, también son parte de la armonización conductual, e indispensables para la adquisición y el funcionamiento normal de los procesos cognitivos. El hipotálamo, el tallo cerebral y el sistema límbico intervienen en la regulación corporal y también en todos los procesos neurales que fundamentan fenómenos mentales como la percepción, aprendizaje, evocación, emoción y sentimiento. Además, como propondré más adelante, intervienen en los procesos de razonamiento y en la creatividad. Mente, regulación corporal y supervivencia se entretejen íntimamente. Su articulación ocurre en los tejidos biológicos, y recurre a señalizaciones eléctricas y químicas, todo ello dentro de la res extensa cartesiana (el terreno físico en que Descartes incluye cuerpo y entorno, excluyendo el alma inmaterial, que pertenece en la res cogitans). Curiosamente, todo sucede con la mayor intensidad no lejos de la glándula pineal, dentro de la cual Descartes una vez intentó aprisionar el alma espiritual.

MÁS ALLÁ DE PULSIONES E INSTINTOS

Es conjeturable que de la complejidad del organismo y del ambiente dependa la eficacia de las pulsiones e instintos para asegurar la supervivencia del organismo. Hay inequívocos ejemplos, en animales e insectos, de adaptación exitosa a formas ambientales precisas a partir de estrategias innatas, y es indudable que esas estrategias suelen incluir aspectos complejos de conocimiento y conducta social. Nunca dejo de maravillarme ante la intrincada ordenación comunitaria de nuestros simiescos primos lejanos, o ante los elaborados rituales sociales de tantos pájaros. Sin embargo, cuando consideramos nuestra propia especie, y los vastos y generalmente impredecibles entornos en los cuales hemos prosperado, es evidente que debemos apoyarnos simultáneamente en mecanismos biológicos de base genética altamente evolucionados, y también en estrategias de supervivencia suprainstintivas que se han desarrollado en sociedad, transmitido culturalmente y requerido —para implementarse— de la consciencia, la deliberación racional y la fuerza de voluntad. Por eso, el hambre, el deseo y la furia explosiva de los humanos no aumentan sin control hasta un frenesí de glotonería, asalto sexual y asesinato (no siempre por lo menos); esto, si suponemos que se ha desarrollado un organismo saludable en una sociedad en que las estrategias suprainstintivas de supervivencia se transfieren y respetan activamente.

Los pensadores occidentales y orientales, religiosos o no, han sido conscientes de esto durante milenios; más cerca de nosotros en el tiempo, y para nombrar sólo a dos, Descartes y Freud se ocuparon del tema. Conforme al primero, en su obra Las pasiones del alma, nos humaniza el control de las inclinaciones animales gracias al pensamiento, la razón y la voluntad.[6] Concuerdo con su postulado, excepto que allí donde especifica un control logrado por un agente inmaterial visualizo yo un operativo biológico estructurado dentro del organismo y en nada menos complejo, admirable o sublime. La formulación freudiana, en El malestar en la cultura, que atribuye a un superyó la tarea de acomodar los instintos a los preceptos sociales, si bien despojada del dualismo cartesiano, en ninguna parte es explícita en términos neurales[7]. Una tarea que hoy se impone a los neurocientistas es la consideración de la neurobiología que sostiene las suprarregulaciones adaptativas, con lo cual me refiero al estudio y entendimiento de las estructuras cerebrales, imprescindible para conocer esas regulaciones. No intento reducir los fenómenos sociales a fenómenos biológicos, sino más bien exponer su vigorosa interconexión. Debería estar claro que si bien cultura y civilización surgen del comportamiento de individuos biológicos, las conductas fueron engendradas por un colectivo de individuos en interacción al interior de entornos específicos. Ni cultura ni civilización pudieron nacer de sujetos aislados, y por ello es imposible reducirlas a mecanismos biológicos y aún menos a un subconjunto de especificaciones genéticas. Su intelección requiere no sólo biología y neurobiología generales, sino también la aplicación de las metodologías de las ciencias sociales.

En las sociedades humanas hay convenciones sociales y normas éticas que trascienden las pautas que suministra la biología. Esos estratos adicionales de control moldean la conducta instintiva para que pueda adaptarse plásticamente a un entorno que cambia a gran velocidad, y garantizar así la supervivencia del individuo y de los demás (especialmente si pertenecen a la misma especie) en unas circunstancias donde una réplica preestablecida del repertorio natural resultaría, de modo inmediato o mediato, contraproducente. Los peligros que evitan esas normas y convenciones pueden ser cercanos y directos (daño físico o mental) o remotos e indirectos (pérdidas futuras, perplejidad). Aunque la educación y la socialización parecen bastar para transmitir esas normas y convenciones de generación en generación, sospecho que las representaciones neurales de la sabiduría que corporizan y de los medios para implementar esa sabiduría, están inextricablemente ligados a la representación neural de procesos regulatorios biológicos innatos. Veo un «sendero» que conecta el cerebro que representa a una con el cerebro que representa a la otra. Naturalmente, ese sendero está hecho de conexiones entre neuronas.

Creo que uno puede imaginar —en casi toda norma ética y convención social, independientemente de la importancia de sus objetivos— un lazo significativo con metas más simples y con pulsiones e instintos. ¿Por qué? Porque las consecuencias de alcanzar o no un objetivo social preciso contribuyen (o se perciben como contribuyentes), si bien de manera indirecta, a la supervivencia, y a la calidad de esa supervivencia.

¿Quiere esto decir que amor, generosidad, amabilidad, compasión, honestidad y otras características humanas encomiables son sólo consecuencias de una regulación neurobiológica, consciente pero egoísta, orientada exclusivamente a la supervivencia? ¿Niega esto la posibilidad del altruismo y del libre albedrío? ¿Quiere decir que no existen amor verdadero, amistad sincera o genuina compasión? Definitivamente, esto no es así. El amor es verdadero, la amistad sincera y la compasión germina si no miento acerca de mis sentimientos, si realmente siento amor, amistad y compasión. Quizá fuera más digno de elogio si llegara a esos sentimientos mediante pura fuerza de voluntad y esfuerzo intelectual, ¿pero qué ocurre si no necesito esas capacidades, si mi naturaleza me ayuda a lograr esas cualidades más rápido, a ser agradable y honesto sin siquiera intentarlo? La autenticidad del sentimiento (que concierne a cómo lo que digo y hago se ajusta a lo que tengo en mente), su magnitud y su belleza no están amenazadas porque yo advierta que la supervivencia, el cerebro y una educación adecuada tienen mucho que ver con las razones por las cuales experimento ese sentimiento. Lo mismo vale en gran medida para el altruismo y el libre albedrío. Tener consciencia de que existen mecanismos biológicos tras los comportamientos más sublimes no implica una reducción simplista a los engranajes de la biología. En cualquier caso, la explicación parcial de la complejidad mediante algo menos complejo no implica envilecimiento.

El cuadro que estoy pintando de los humanos es el de un organismo que llega a la vida diseñado con mecanismos automáticos de supervivencia, a los que la educación y la aculturación agregan un conjunto de estrategias decisorias deseables y socialmente aceptables, las que a su vez potencian la supervivencia, mejoran notablemente su calidad y sirven de base para la construcción de una persona. El cerebro humano, al nacer, viene equipado para el desarrollo con pulsiones e instintos que no sólo incluyen un instrumental fisiológico para regular el metabolismo sino, además, dispositivos básicos para obtener conocimiento y comportamiento sociales. Durante el desarrollo infantil se va completando con capas adicionales de estrategia supervivencial. La base neurofisiológica de esas estrategias agregadas se entreteje con la del repertorio de instintos, modificando su uso y ampliando su alcance. Los mecanismos neurales que sostienen el catálogo suprainstintual pueden tener un diseño formal general semejante a aquellas pulsiones biológicas y pueden ser constreñidos por ellas. Requieren, sin embargo, de la intervención de la sociedad para devenir lo que lleguen a ser, y así se relacionan tanto con una cultura determinada cuanto con la neurobiología general. Por otra parte, a partir de ese doble constreñimiento, las estrategias suprainstintuales de supervivencia generan algo que acaso sea único en los humanos: una óptica moral que, puesta en juego, puede trascender los intereses del grupo inmediato e incluso de la especie.