OCHO
LA HIPÓTESIS DEL MARCADOR SOMÁTICO
RAZONAMIENTO Y TOMA DE DECISIONES
No pensamos casi nunca en el pasado y, cuando lo hacemos, es sólo para ver qué luz nos proyecta en los planes futuros.[1] Son palabras de Pascal, y es fácil apreciar su perspicacia acerca de la inexistencia virtual del presente, consumidos como estamos en el uso del pasado para planear el futuro inmediato o distante. Ese continuo y desgastante proceso de creación da consistencia al razonamiento y la toma de decisiones. En este capítulo examinaremos una fracción de sus posibles sustratos neurobiológicos.
Quizás sea exacto decir que el propósito de razonar es decidir y que la esencia de la decisión es seleccionar una opción de respuesta, esto es, escoger una acción no verbal, una palabra, una frase o una combinación de todo ello entre las muchas posibles en un momento en relación con una situación determinada. Razonar y decidir están tan entretejidos que con frecuencia se los usa indistintamente. Phillip Johnson-Laird sintetizó esa apretada urdimbre en un dicho: «Para decidir, juzga; para juzgar, razona; para razonar, decide (sobre qué razonar)».[2]
Razonar y decidir suponen habitualmente que el que toma una decisión conoce (a) la situación que la exige, (b) las distintas opciones (respuestas) de acción y (c) las consecuencias inmediatas o futuras de cada una de esas opciones. El conocimiento —que está en la memoria bajo forma de representaciones disposicionales— se puede tornar accesible en la consciencia tanto en versión no verbal como verbal y virtualmente al mismo tiempo.
Los términos razonar y decidir también implican que quien decide posea alguna estrategia lógica para generar inferencias válidas en las que basar su selección de opción de respuesta; y que posea, además, los mecanismos necesarios para el proceso de razonamiento. Entre estos últimos, se suele mencionar la atención y la memoria operativa; pero nada se dice de la emoción y el sentimiento, y prácticamente nada sobre los mecanismos que generan un variado repertorio de opciones para ser seleccionadas.
De la exposición del razonar y decidir que acabo de hacer, parece deducirse que no todos los procesos biológicos que culminan en una selección de respuesta pertenecen al ámbito racional-decisorio descrito. Los ejemplos siguientes ilustran el punto.
Como primer ejemplo, considera lo que sucede cuando te baja el nivel de azúcar en la sangre y las neuronas hipotalámicas detectan la disminución. Se presenta una situación que exige acción. Hay un «know-how» fisiológico inscrito en las representaciones disposicionales del hipotálamo; y hay una «estrategia», inscrita en el circuito neural, para seleccionar una respuesta, que consiste en promover un estado de hambre que finalmente te conducirá a alimentarte. El proceso que culmina cuando adviertes que tienes hambre no supone, sin embargo, conocimientos evidentes ni el despliegue explícito de opciones y consecuencias ni un mecanismo consciente de inferencia.
Como segundo ejemplo, considera lo que ocurre cuando te apartas bruscamente de la trayectoria de un objeto que cae. Hay una situación (la caída de un objeto) que requiere acción inmediata; hay opciones (esquivar o no esquivar) con consecuencias distintas. Sin embargo, para seleccionar la respuesta no usamos conocimiento consciente (explícito) ni una estrategia racional consciente. El conocimiento fue antaño consciente, cuando aprendimos por vez primera que los objetos que caen pueden herir y que detenerlos o evitarlos es mejor que ser golpeados. Pero la experiencia vivida en esos escenarios mientras crecimos, hizo que el cerebro vinculara sólidamente el estímulo con la respuesta más ventajosa. La «estrategia» de selección de respuesta ahora consiste en activar el nexo entre estímulo y respuesta, de modo que la implementación de la reacción es rápida y automática, no requiere de esfuerzo ni de deliberación, si bien puede ser voluntariamente detenida.
El tercer ejemplo reúne diversas situaciones, agrupadas en dos grupos. Un grupo incluye elegir una carrera, decidir con quién amigarse o contraer matrimonio, volar en avión cuando amenaza una tormenta, decidir por quién votar o cómo invertir los ahorros, decidir si perdonar a alguien que te ha perjudicado, o, en caso que seas gobernador de un estado, si conmutar una condena a muerte. Para la mayoría de las personas, el segundo grupo incluiría los razonamientos necesarios para diseñar un edificio o construir un nuevo motor o resolver un problema matemático, componer una obra musical o escribir un libro o evaluar si una nueva ley está de acuerdo o en desacuerdo con el espíritu o la letra de una enmienda constitucional.
Todos los casos del tercer ejemplo se apoyan en el proceso (supuestamente claro) de derivar consecuencias lógicas a partir de premisas anteriores, de hacer inferencias confiables, no perturbadas por pasiones, que nos permitan elegir la mejor opción posible que desemboque en el mejor resultado incluso en el peor problema posible. Por eso no es difícil separar el tercer ejemplo de los dos anteriores. En todos los casos del tercer ejemplo, las situaciones estimulantes son más complejas, las respuestas posibles más numerosas, sus respectivas consecuencias poseen más ramificaciones y esas consecuencias suelen ser diferentes tanto de modo inmediato como en el futuro y plantean entonces conflictos entre posibles ventajas y desventajas en diversos marcos temporales. En este caso, la complejidad y la incertidumbre son tan amplias que no facilitan hacer predicciones confiables. Otro punto importante: gran cantidad de esos miles de resultados y opciones deben presentarse en la consciencia para que se pueda escoger y aplicar una estrategia. Para seleccionar una respuesta final, debes aplicar el razonamiento, y ello implica la presencia de múltiples datos en tu mente, la contabilidad de los resultados de acciones hipotéticas y su comparación con los objetivos inmediatos y mediatos; todo ello necesita método, algún tipo de plan de los varios que hayas ensayado incontables veces en el pasado.
Fundado en las notorias diferencias entre el tercer ejemplo y los dos anteriores, no es sorprendente descubrir que generalmente se considera que uno y otros poseen mecanismos mentales y neurales completamente desvinculados, tan separados, de hecho, que Descartes situó uno fuera del cuerpo, como hito del espíritu humano, en tanto que a los otros, característicos de espíritus animales, los dejó en el cuerpo; tan separados que unos representan la claridad de pensamiento, la capacidad deductiva, la algoritmicidad, y los otros connotan confusión y la vida menos disciplinada de las pasiones.
Pero, si bien los casos del tercer ejemplo difieren notoriamente de los otros dos, no todos son del mismo tipo. Todos, por cierto, exigen razón en el sentido más común del término, pero algunos son más atingentes que otros al entorno personal y social del sujeto que decide. Decidir a quién amar o perdonar, elegir una carrera u optar por una inversión pertenecen al terreno personal y social inmediato; resolver el último teorema de Fermat o sentar jurisprudencia sobre la legitimidad de una legislación son más distantes del núcleo personal (aunque podemos imaginar excepciones). Los primeros se asocian fácilmente con la noción de racionalidad y razón práctica; los segundos caen más bien en el sentido general dé la razón, razón teórica e incluso razón pura.
Lo fascinante es que a pesar de las diferencias evidentes entre los ejemplos y su aparente agrupamiento por campo y nivel de complejidad, muy bien puede existir un núcleo neurobiológico compartido, una hebra fundamental común que los urde a todos.
RAZONAMIENTO Y TOMA DE DECISIONES EN UN ÁMBITO PERSONAL Y SOCIAL
Razonar y decidir puede ser tarea ardua, pero lo es especialmente cuando están en juego nuestra vida personal y su contexto social inmediato. Hay buenos motivos para tratar el tema separadamente. En primer lugar, un profundo deterioro en la habilidad para decidir en lo personal no se acompaña, necesariamente, de un déficit análogo en el dominio impersonal, como lo confirman los casos de Phineas Gage, Elliot y otros. En este momento estamos investigando la competencia racional de esos pacientes cuando las premisas no les conciernen directamente, y cuan bien pueden adoptar las decisiones consiguientes. Es posible conjeturar que se desempeñarán mejor mientras más alejados de su vida personal y social estén los problemas. En segundo lugar: una simple observación de la conducta humana muestra una disociación similar de las habilidades racionales en ambas direcciones. Todos conocemos personas extraordinariamente diestras en la navegación social, infalibles para conseguir ventajas para sí mismos o sus amigos y parientes, pero cuya ineptitud es notable cuando se les confía un problema ni social ni personal. La condición inversa es igualmente dramática: todos sabemos de científicos y artistas creativos cuyo sentido social es una verdadera desgracia, y que regularmente se dañan a sí mismos o a terceros con su comportamiento. El profesor distraído es una variedad benigna de este último tipo. En estos diferentes estilos personales funciona la presencia o ausencia de lo que Howard Gardner ha llamado «inteligencia social», la presencia o carencia de una u otra de las múltiples inteligencias que ha discernido, como, por ejemplo, la «inteligencia matemática»[3].
El terreno personal y el social inmediato son los más cercanos a nuestro destino y los que incluyen la mayor incertidumbre y complejidad. En términos generales, decidir bien en este dominio es elegir una respuesta que a la postre sea ventajosa para el organismo en términos de supervivencia, y, directa o indirectamente, de la calidad de esta supervivencia. Decidir bien también es hacerlo en forma expedita, especialmente cuando el tiempo apremia o, por lo menos, decidir en un marco temporal apropiado para el problema del caso.
Estoy consciente de las dificultades que plantea definir lo que es ventajoso y comprendo que algunos resultados pueden ser beneficiosos para algunos individuos y nefastos para otros. Por ejemplo, ser multimillonario no es necesariamente bueno, y lo mismo puede decirse de ganar premios. Mucho depende del marco de referencia y de los objetivos que nos planteamos. Cuando digo que una decisión es ventajosa, me refiero a resultados personales y sociales básicos como la supervivencia individual y familiar, la seguridad de un domicilio, el mantenimiento de la salud física y mental, la solvencia económica y laboral y el prestigio en el grupo social. La nueva mente de Gage o de Elliot les impedía obtener ninguna de esas ventajas.
LA RACIONALIDAD EN FUNCIONES
Para empezar, consideremos una situación que exige una elección. Imagínate dueño de una gran empresa, encarando la posibilidad de hacer o no negocios con un cliente que es, al mismo tiempo, el peor enemigo de tu mejor amigo. El cerebro de un adulto normal, inteligente y educado reacciona ante la situación y rápidamente crea escenarios de opciones probables de respuesta y de sus consecuencias. Los escenarios se presentan en tu consciencia como múltiples escenas imaginarias; no es una película continua, sino más bien instantáneas de imágenes clave en esos tablados, secuencias entrecortadas en rápida yuxtaposición. Los ejemplos de lo que las escenas podrían reflejar incluyen la reunión con el posible cliente; el ser visto con él por tu mejor amigo, lo que pone la amistad en peligro; no encontrarse con el cliente; perder un buen negocio pero salvar la amistad, y así sucesivamente. Quiero destacar que la mente no es un espacio en blanco cuando empieza el proceso de razonamiento. Está llena, más bien, de un variado repertorio de imágenes, generadas para sintonizar con la circunstancia que estás enfrentando, que entran y salen de tu conciencia y configuran un espectáculo que te resulta difícil abarcar totalmente. Incluso en esta caricatura puedes reconocer el tipo de acertijo que solemos enfrentar cada día. ¿Cómo resuelves el problema? ¿Cómo escoges las preguntas implícitas en las imágenes que se presentan en tu conciencia?
Hay dos posibilidades precisas por lo menos: la primera corresponde a una concepción «racional» tradicional de la toma de decisiones; la segunda deriva de la «hipótesis del marcador somático».
El punto de vista «racional tradicional», que no es otro que el sentido común, supone que cuando estamos en pleno dominio de nuestra capacidad decisoria honramos a Platón, Descartes y Kant. La lógica formal, por sí misma, nos ofrece la mejor solución para cualquier problema. Un aspecto importante de la concepción racionalista es que, para obtener los mejores resultados, debemos dejar fuera las emociones. El proceso racional no debe ser obstaculizado por la pasión.
Básicamente, conforme a la versión «racional», la diligencia consiste en separar los escenarios posibles y —para usar la jerga administrativa en boga— analizar la relación costo/beneficio de cada uno. Sin perder de vista la «probable utilidad subjetiva», que es lo que deseas maximizar, infieres lógicamente lo bueno y lo malo. Por ejemplo, consideras las consecuencias de cada opción en distintas etapas de un proyectado futuro posible y sopesas las ganancias y pérdidas consecuentes. Como, a diferencia del ejemplo, la mayoría de los problemas tiene más de dos alternativas, el análisis se te hará más difícil a medida que avances en la deducción. Pero nota que incluso un problema de dos alternativas puede ser harto complicado. Ganar un cliente puede traer beneficios inmediatos y futuras gratificaciones. Como es difícil saber cuántas, tienes que evaluar su magnitud y cadencia temporal, para poder contrastarla con las posibles desventajas, entre las cuales está la de perder un amigo. Y como esta pérdida variará con el tiempo, ¡hasta debes calcular una tasa de «depreciación»! Estás, de hecho, enfrentado a un cálculo difícil, planteado en distintas épocas imaginarias, complicado por la necesidad de comparar resultados de naturaleza distinta que de alguna manera tienen que traducirse a moneda corriente para que tengan algún sentido. Una parte sustancial de este cálculo va a depender de la generación continua de más escenarios imaginarios construidos sobre patrones visuales y auditivos, entre otros, y también de la continua generación de narraciones verbales que los acompañen y que son esenciales para llevar adelante el proceso de inferencia lógica.
Ahora bien, permítaseme decir con claridad que si esta estrategia es la única disponible, la racionalidad, como dije antes, no va a funcionar. En el mejor de los casos, la decisión tomaría largo tiempo, mucho más del aceptable si quieres resolver el asunto en el día. En el peor, es probable que no llegues a ninguna, que te extravíes en una maraña de cálculos. ¿Por qué? Porque no es fácil conservar en la memoria las múltiples planillas de ganancias y pérdidas que necesitas consultar para la comparación. Te perderás en el camino. La representación de los pasos intermedios, que debes tener a mano y en reserva para traducirlos a cualquier terminología simbólica y usarlos para llevar adelante la inferencia lógica, se borrarán de tu pizarra mental. La atención y la memoria operativa tienen una capacidad limitada. Y al final, es probable que te equivoques y vivas para lamentarlo, si de sólito tu mente opera únicamente con cálculo racional. O acaso, frustrado, abandones el intento.
La experiencia con pacientes como Elliot sugiere que la fría estrategia que sostienen Kant y otros se adapta mucho mejor a la manera de razonar y decidir de los pacientes con lesiones lóbulo-frontales que al estilo de razonamiento y decisión normales. Por supuesto, hasta los meros razonadores pueden lograr mejores resultados con algo de ayuda de papel y lápiz: basta anotar todas las opciones, y la miríada de escenarios posibles, sus efectos, y así sucesivamente. (Aparentemente, es lo que Darwin sugería si uno quería decidir bien con quién casarse). Pero primero ármate de toneladas de papel, muchos sacapuntas, y pon un signo de No Molestar en la puerta, para que nadie te interrumpa hasta que hayas terminado.
De paso, importa advertir que los errores de la concepción de «sentido común» no se limitan al problema de capacidad de memoria. Como han mostrado Amos Tversky y Daniel Kahneman, las estrategias razonadoras están llenas de agujeros, incluso cuando anotamos en un papel todos los datos necesarios para ordenar las ideas.[4] Una de las debilidades importantes podría ser nuestra formidable ignorancia y el uso deficiente que los humanos hacemos de la teoría de las probabilidades y de las estadísticas, como ha sugerido Stuart Sutherland[5]. A pesar de todo, nuestros cerebros pueden decidir bien, a veces en segundos, o minutos, según el marco temporal adecuado para el objetivo que queremos conseguir; y si pueden hacer eso, y lograr resultados estupendos, es porque trabajan con algo más que la pura razón. Se necesita una concepción alternativa.
LA HIPÓTESIS DEL MARCADOR SOMÁTICO
Revisemos nuevamente los escenarios que he bosquejado. Sus principales componentes se nos despliegan de manera instantánea en la mente, como esbozos, casi simultáneos, demasiado rápido para definir con claridad sus detalles. Ahora, imagina que pasa algo muy importante antes de hacer un análisis de costo/ beneficio y de razonar hacia la solución al problema: cada vez que se te ocurre la posibilidad de una mala decisión, aunque sea fugazmente, tienes un sentimiento visceral displacentero. Como el sentimiento es sobre el cuerpo, doy al fenómeno el apelativo técnico de estado somático («soma», en griego, es cuerpo); y, como «marca» una imagen, lo he llamado marcador. Adviértase, otra vez, que uso somático en sentido lato (lo que concierne al cuerpo) e incluyo las sensaciones viscerales y no viscerales cuando me refiero a marcadores somáticos.
¿Cuál es la utilidad de un marcador somático? Obliga a enfocar la atención en el resultado negativo de una acción determinada, y funciona como una señal de alarma automática que dice: ¡cuidado con el peligro que acecha si eliges la opción que tiene esas consecuencias! La señal puede hacerte rechazar inmediatamente la vía negativa de acción e impulsarte a buscar otras alternativas. Te protege contra pérdidas futuras, sin más, y te permite así elegir entre menos alternativas. Todavía es posible hacer un análisis de costo/beneficio y deducir adecuadamente su validez, pero sólo después que este paso automático reduce drásticamente el número de opciones. Puede que los marcadores somáticos no basten para la normal toma de decisiones, porque es necesario un subsecuente proceso de razonamiento y una selección final en la mayoría de los casos (aunque no en todos). Los marcadores somáticos probablemente aumentan la precisión y la eficiencia del proceso de toma de decisión. La ausencia de un marcador somático las disminuye. Esta distinción es importante y se la puede pasar fácilmente por alto. La hipótesis no concierne a los pasos de razonamiento que siguen a la acción del marcador. En pocas palabras: los marcadores somáticos son un caso especial de sentimientos generados a partir de emociones secundarias. Estas emociones y sentimientos se han conectado, mediante el aprendizaje, a futuros resultados, previsibles en ciertos escenarios. Cuando un marcador somático negativo se yuxtapone a un resultado futuro posible, la combinación funciona como un campanazo de alarma. A la inversa, cuando la yuxtaposición se refiere a un marcador somático positivo, la señal se transforma en elemento incentivador.
Esa es la esencia de la hipótesis del marcador somático. Pero para comprender todo el alcance de la hipótesis tienes que seguir leyendo, y vas a descubrir que en ocasiones los marcadores pueden operar encubiertamente (sin llegar a la conciencia) y utilizar un rizo de simulación «como si».
Los marcadores somáticos no deliberan por nosotros. Ayudan a la deliberación destacando algunas opciones (peligrosas o favorables) y descartando rápidamente toda consideración ulterior. Te los puedes imaginar como un sistema automático de predicciones que actúa, lo quieras o no, para evaluar la multiplicidad de escenarios futuros posibles. Imagínalos, por ejemplo, como «dispositivos de sesgo». Supongamos que te proponen una inversión extremadamente riesgosa, pero que devengaría un altísimo interés. Imaginemos que tienes que contestar rápidamente la propuesta, en medio de otros asuntos que te distraen. Si la idea de ir adelante con el proyecto es acompañada por un estado somático negativo, éste te ayudará a rechazar la opción y a hacer un análisis más detallado de sus posibles consecuencias. El estado negativo conectado con el futuro contrarresta la tentación de un pingüe beneficio inmediato.
El informe del marcador somático es así compatible con la noción de que una adecuada conducta social y personal requiere que los individuos formen «teorías» correctas sobre su propia mente y las de los demás. Basados en esas teorías podemos predecir las teorías que otros construyen de nuestra propia mente. El detalle y la precisión de esas predicciones es, por supuesto, esencial cuando nos enfrentamos a una decisión crítica en una situación social. Nuevamente, es inmenso el número de escenarios y creo que los marcadores somáticos (o algo similar) ayudan en el proceso de barajar el caudal de detalles; que de hecho reducen la necesidad de barajar porque detectan automáticamente los detalles más relevantes en el conjunto. Ya debería ser evidente la asociación entre los llamados procesos cognitivos y los procesos que se suele llamar «emocionales».
Este sumario general también se aplica a la elección de acciones cuyas consecuencias inmediatas son negativas, pero que generan resultados positivos en el largo plazo; por ejemplo, sacrificarse hoy, para tener beneficios más adelante. Imagina que para revertir la fortuna de tus negocios, tú y tus colaboradores tienen que aceptar sueldos más bajos a partir de ahora, y aumentar significativamente las horas de trabajo. El panorama inmediato no es placentero, pero la idea de una ventaja futura crea un marcador somático positivo y eso supera la tendencia a decidir contra una opción inmediatamente penosa. Este marcador somático positivo, gatillado por la imagen de un buen resultado futuro, debe ser la base que permite resistir el displacer como prefacio potencial a mejores cosas. Si no fuera así, ¿cómo podría uno aceptar la cirugía, trotar, graduarse en el colegio y la escuela de medicina? Por pura fuerza de voluntad, puede decir alguno; de acuerdo, pero ¿cómo explicamos la fuerza de voluntad? Obtiene su energía de la evaluación prospectiva, que ésta no puede existir si la atención no se dirige adecuadamente tanto a las molestias presentes como a los beneficios próximos, tanto al sufrimiento ahora como a la gratificación futura. Si se suprime esta última, se le cortan las alas a la voluntad. Fuerza de voluntad es otro nombre que se da a la idea de escoger según resultados en el largo plazo más que conforme a logros inmediatos.
UN APARTADO SOBRE EL ALTRUISMO
Llegados a este punto, nos podemos preguntar si la exposición anterior se aplica a todas o gran parte de las decisiones que se suelen conocer como altruistas, tales los sacrificios que los padres hacen por sus hijos o los que individuos buenos hacen por otros o lo que los ciudadanos hacen por el rey y el Estado o todo lo que aún hacen los héroes que quedan en nuestro tiempo. La pregunta es válida, pues, junto a todo el bien que los altruistas hacen por los demás, también cosechan buenos frutos para sí mismos, bajo forma de autoestima, reconocimiento social, honores públicos, afecto, prestigio e incluso dinero. La consideración prospectiva de cualquiera de esas gratificaciones puede verse acompañada de exaltación (cuya base neural considero marcador somático positivo) e indudablemente puede generar un éxtasis aun mayor cuando lo previsto se realiza. Además, la conducta altruista beneficia a los que la practican de otra manera, aquí relevante: les evita el dolor y sufrimiento futuros que provendrían de la pérdida y vergüenza por no comportarse con altruismo. No es sólo que la idea de arriesgar la vida por tu hija te haga sentir bien, sino que la idea de no salvar a tu hija, y perderla, te hace sentir mucho peor que el riesgo inminente. En otras palabras, la evaluación se hace entre dolor inmediato y gratificación futura, y entre dolor inmediato y dolor futuro aun peor. (Un ejemplo más o menos parecido es la aceptación del riesgo de combate en una guerra. En el pasado, el marco social en que se libraban guerras «morales» incluía un beneficio para los sobrevivientes y vergüenza pública para los que se negaban a combatir).
¿Quiere decir esto que no existe un verdadero altruismo? ¿Acaso es ésta una concepción demasiado cínica del espíritu humano? No lo creo. En primer lugar, la verdad del altruismo —o de cualquier conducta equivalente— se vincula con la relación entre lo que creemos, sentimos o intentamos internamente, y lo que externamente decimos sentir, creer o intentar. La verdad no concierne a las causas fisiológicas que nos hacen creer, sentir o intentar en alguna forma especial. Por cierto que creencias, sentimientos e intenciones resultan de una cantidad de factores afincados en nuestro organismo y en la cultura en que hemos estado inmersos, incluso si esos factores son remotos y no estamos conscientes de ellos. Si resulta que hay razones educacionales y neurofisiológicas que posibilitan que algunos sean honestos y generosos, sea. Pero de ello no se sigue que su honestidad y generosidad sean menos meritorias. Por otra parte, el entender los mecanismos neurobiológicos que hay tras algunos aspectos de la cognición y el comportamiento no disminuye el valor, belleza o dignidad de ese conocimiento y conducta.
En segundo lugar, aunque biología y cultura determinen a menudo nuestros razonamientos, directa o indirectamente, y parezcan limitar el ejercicio de la libertad individual, debemos reconocer que los humanos sí tenemos algún espacio para esa libertad, para desear y realizar acciones que pueden ir contra la textura aparente de la biología y la cultura. Los logros de ese tipo constituyen la afirmación de un nuevo nivel de «ser» en el cual uno puede inventar artefactos nuevos y forjar una existencia más justa. En ciertas circunstancias, sin embargo, liberarse de las obligaciones biológicas y culturales puede ser el sello de la locura y alimentar las ideas y actos de los dementes.
¿DE DÓNDE VIENEN LOS MARCADORES SOMÁTICOS?
¿Cuál es, en términos neurales, el origen de los marcadores somáticos? ¿Cómo hemos llegado a tener estos dispositivos de auxilio? ¿Nacimos con ellos? Y si no es así, ¿cómo surgieron?
Como vimos en el capítulo anterior, vinimos al mundo con la maquinaria neural requerida para generar estados somáticos en respuesta a cierto tipo de estímulos: se trata de la maquinaria de las emociones primarias. Es un equipamiento intrínsecamente predispuesto a procesar señales concernientes a la conducta social y personal, y al principio incorpora disposiciones para encarar un gran número de situaciones sociales con respuestas somáticas adaptativas. Esta descripción calza con algunos descubrimientos en seres humanos normales, y también con indicios de patrones complejos de cognición social encontrados en otros mamíferos y pájaros.[6] Sin embargo, es probable que la mayoría de los marcadores somáticos que utilizamos en la toma racional de decisiones se haya creado en nuestro cerebro durante el proceso de educación y socialización, mediante la asociación de tipos específicos de estímulo con tipos específicos de estado somático. En otras palabras, se basan en el proceso de emociones secundarias.
La elaboración de marcadores somáticos adaptativos requiere de un cerebro y un entorno cultural normales. Si cualquiera de los dos elementos, cerebro o cultura, es defectuoso en un comienzo, la adaptabilidad de los marcadores es poco probable. En algunos pacientes —afectados por la condición llamada sociopatía o psicopatía del desarrollo— hay un ejemplo de la primera situación.
Los sociópatas o psicópatas hacen noticia todos los días: roban, violan, matan, mienten; suelen ser astutos, y el umbral más allá del cual sus emociones se manifiestan —cuando lo hacen— es muy alto, así que parecen imperturbables. Se describen a sí mismos como insensibles e indiferentes. Son la imagen misma de la sangre fría que nos enseñaron a conservar para hacer lo correcto, precisamente esa sangre fría con que —para desgracia de todos, incluso de ellos mismos— frecuentemente repiten sus crímenes. Son de hecho otro ejemplo de un estado patológico en que un deterioro de la racionalidad se acompaña de mengua o ausencia de sentimiento. Es muy posible que la sociopatía surja de alguna disfunción en el mismo sistema dañado en Gage, en el nivel cortical o subcortical. Pero, más que consecuencia de una lesión grosera y macroscópica durante la vida adulta, el deterioro de los sociópatas se originaría en una circuitería y señalización química anormales que comenzó temprano en el desarrollo. Entender la neurobiología de la sociopatía puede ayudar a su prevención o tratamiento. También puede servir para comprender la medida en que factores sociales interactúan con los biológicos para agravar la condición o incrementar su frecuencia; podría arrojar luz, incluso, sobre condiciones superficialmente similares que sin embargo están determinadas sobre todo por factores socioculturales.
Cuando la maquinaria neural que es el basamento específico de la elaboración y despliegue de los marcadores somáticos se daña durante la vida adulta —como en el caso de Gage—, el dispositivo, aun cuando hasta ese momento haya sido normal, se desajusta y deja de funcionar adecuadamente. Utilizo el término sociopatía «adquirida» para describir parte de las conductas de ese tipo de pacientes, si bien los míos y los sociópatas «habituales» difieren en muchos sentidos, el más importante de los cuales quizás sea que rara vez mis pacientes son violentos.
Los efectos de una «cultura enferma» en un sistema de razonamiento adulto y normal parecen ser menos dramáticos que los de una lesión cerebral focalizada en el mismo adulto. Sin embargo, hay ejemplos que probarían lo contrario. En Alemania y la Unión Soviética durante los años treinta y cuarenta, en China durante la Revolución Cultural y en Camboya durante el régimen de Pol Pot —por mencionar sólo los casos más obvios— predominó una cultura enferma sobre una maquinaria racional presumiblemente normal; las consecuencias fueron desastrosas. Temo que grandes sectores de la sociedad occidental se estén convirtiendo gradualmente en otros ejemplos trágicos.
Los marcadores somáticos se adquieren, entonces, por la experiencia, bajo el control de un sistema interno de preferencias y bajo el influjo de un conjunto de circunstancias externas que no sólo incluyen las entidades y sucesos con que el organismo tiene que lidiar, sino también las convenciones sociales y las normas éticas.
La base neural del sistema interno de preferencias consiste sobre todo en disposiciones reguladoras innatas, situadas para asegurar la supervivencia del organismo. La supervivencia coincide con la reducción de los estados corporales displacenteros y el logro de estados homeostáticos, esto es, de estados biológicos funcionalmente equilibrados. El sistema interno de preferencias está inherentemente predispuesto a evitar el dolor, buscar el placer potencial, y probablemente esté afinado para conseguir esos objetivos en situaciones sociales.
El conjunto externo de circunstancias abarca las entidades, entorno físico y sucesos en relación con los cuales el individuo debe actuar; las opciones posibles de acción; los resultados futuros posibles de las mismas, y el premio o castigo que acompaña a determinada elección —inmediata o ulteriormente— a medida que se despliegan las consecuencias de la opción elegida. Desde temprano en el desarrollo, premio y castigo son aplicados no sólo por las entidades mismas, sino por los padres, otros adultos y pares que habitualmente representan las convenciones sociales y las normas éticas a las cuales pertenece el organismo. La interacción entre un sistema interno preferencial y conjuntos de circunstancias externas amplía el repertorio de estímulos que serán automáticamente marcados.
El repertorio crítico y formativo de estímulos acoplados con estados somáticos se adquiere, sin duda, durante la infancia y la adolescencia. Pero la acumulación progresiva de los estímulos marcados somáticamente sólo cesa cuando termina la vida y por eso podemos describir esa acumulación como un proceso de aprendizaje continuo.
En el nivel neural, los marcadores somáticos dependen del aprendizaje dentro de un sistema que puede conectar ciertas categorías de entidades o sucesos con la puesta en marcha de un estado corporal placentero o desagradable. De paso, es importante no desdeñar el valor del castigo y la recompensa en las interacciones sociales. La falta de premio puede constituir castigo y ser desagradable, tanto como la falta de castigo puede constituir una recompensa y ser muy placentera. El elemento decisivo es el tipo de estado somático y sentimiento producidos en un individuo determinado, en un momento preciso de su historia y en una situación específica.
Cuando a la elección de la opción X, que desemboca en el pésimo resultado Y, sigue castigo y por ende un estado corporal penoso, el sistema de marcadores somáticos incorpora la oculta representación disposicional de esa conexión de experiencia, no heredada y arbitraria. La reiteración de la exposición del organismo a la opción X —o pensamientos sobre el resultado Y- tendrá de ahí en más el poder de reactuar el estado corporal penoso y así servirá de automático recordatorio de las malas consecuencias por venir. Esta es, necesariamente, una simplificación burda, pero describe el proceso básico tal como lo veo. Más adelante volveré sobre el tema para aclarar que los marcadores somáticos pueden actuar de manera encubierta (no necesitan que se los perciba conscientemente) y desempeñar otros roles además de indicar «¡Peligro!» o bien «¡Adelante!».
UNA RED NEURAL PARA MARCADORES SOMÁTICOS
El sistema neural decisivo para adquirir marcadores somáticos se encuentra en las capas corticales prefrontales, donde es —en buena parte— coextensivo con el sistema crucial para las emociones secundarias. Por las razones que indico más adelante, la posición neuroanatómica de las capas corticales prefrontales es ideal para su propósito.
En primer lugar, las capas corticales prefrontales reciben señales desde todas las regiones sensoriales en que se forman las imágenes constitutivas del pensamiento, incluyendo las capas somatosensoriales donde se representan continuamente los estados corporales pretéritos y actuales. Esta recepción de señales no se circunscribe a percepciones del mundo externo; también captan pensamientos acerca del entorno o sucesos del cuerpo propiamente tal. Eso se confirma en todos los sectores, porque los diversos sectores frontales están mutuamente interconectados dentro de la misma región frontal. Las capas corticales prefrontales contienen así algunas de las pocas regiones cerebrales confidentes de señales relativas a prácticamente cualquier actividad mental o corporal que ocurre en el cerebro en un momento dado.[7] (Las capas prefrontales no son los únicos puestos de escucha; la circunvolución del parahipocampo cumple la misma función).
En segundo término, las capas prefrontales reciben señales de distintos sectores biorregulatorios del cerebro humano. Estos incluyen los núcleos de neurotransmisores del tallo cerebral (por ejemplo, los que distribuyen dopamina, norepinefrina y serotonina) y del prosencéfalo basal (que distribuyen acetilcolina), así como la amígdala, la corteza cingular anterior y el hipotálamo. Por hacer una comparación, podemos decir que las capas corticales prefrontales reciben mensajes de todo el personal de la Oficina de Pesos y Medidas. Las preferencias innatas del organismo que conciernen a su supervivencia —su sistema valórico biológico, por decirlo así— son transmitidas por medio de estas señales a las capas corticales prefrontales, y son así parte esencial del aparato de razonamiento y toma de decisiones.
De hecho, los sectores prefrontales ocupan una posición de privilegio entre otros sistemas cerebrales. Sus capas corticales reciben señales, continuamente actualizadas, relativas al conocimiento de los fenómenos que se desarrollan en el mundo externo, a las preferencias regulatorias biológicas innatas, y a los estados del cuerpo presentes y pretéritos, modificados en todo momento por las informaciones provenientes del entorno y por esas preferencias. No es extraño, entonces, que estén tan involucradas en el tópico que encaro en seguida: la categorización de nuestra experiencia vital conforme a múltiples dimensiones contingentes.
En tercer lugar, las mismas capas prefrontales representan categorizaciones de las situaciones en que el organismo se ha visto comprometido, clasificaciones de las contingencias de nuestra experiencia vital concreta. Esto quiere decir que redes prefrontales establecen representaciones disposicionales para determinadas combinaciones de cosas y sucesos de la experiencia individual según su relevancia para la persona. Me explico: quizá alguna vez has conocido a una persona agradable pero autoritaria, a cuyo encuentro quizá siguió una situación en la que te sentiste disminuido o, por el contrario, fortalecido; o se te confió un rol de liderazgo que mostró lo mejor o lo peor de tu persona; o una estadía en el campo te tornó melancólico, en tanto que el mar te transforma en un romántico incurable. Ahora bien, tu vecino puede haber tenido en cada caso la experiencia inversa o por lo menos una distinta. La noción de contingencia se aplica en estos casos: la contingencia es tu cosa propia, relacionada con tu experiencia personal, con sucesos que varían según el individuo. La experiencia que tú, tu vecino y yo hayamos tenido con cerraduras y palos de escoba puede ser menos contingente, ya que en general la estructura y operación de esa categoría de entidades es pareja y predecible.
Así, las zonas de convergencia situadas en las capas prefrontales son el lugar donde se almacenan las representaciones disposicionales para las adecuadamente categorizadas contingencias únicas de la experiencia de la vida de cada uno. Si te pido que pienses en matrimonios, las representaciones disposicionales prefrontales guardan la llave de esa categoría y pueden reconstruir, en tu espacio imaginístico mental, varias escenas de bodas. (Hay que recordar que, hablando neuralmente, las reconstrucciones no ocurren en las capas prefrontales, sino más bien en diversas capas corticales sensoriales primarias en las que se pueden formar representaciones topográficamente organizadas). Si te pregunto acerca de bodas judías o católicas, serás capaz de reconstituir los conjuntos apropiados de imágenes categorizadas y de conceptualizar un tipo u otro de boda. Es más, me puedes decir qué tipo de boda te gusta, cuál te gusta más, y así sucesivamente.
Toda la región prefrontal parece estar dedicada a categorizar contingencias en la perspectiva de su importancia personal. Esto fue establecido por primera vez en los trabajos de Brenda Milner, Michael Petrides y Joaquín Fuster en lo que se refiere al sector dorso lateral.[8] Las investigaciones en mi laboratorio no sólo respaldan esa observación, sino que sugieren que otras estructuras frontales, en el polo anterior y los sectores ventromediales, no son menos decisivas para el proceso de categorización.
Las contingencias categorizadas son la base para la producción de ricos escenarios de resultados futuros necesarios para predicciones y planificaciones. Nuestro razonamiento computa objetivos y cronogramas para lograr estos objetivos, y necesitamos un caudal importante de conocimiento personalizado si queremos prever el despliegue y resultado de escenarios pertinentes a metas específicas en un marco de tiempo adecuado.
Es probable que distintos campos de conocimiento estén categorizados en sectores prefrontales diferentes. Así, el campo biorregulatorio y social parece ser afín con los sistemas del sector ventromedial, en tanto que sistemas en la región dorsolateral parecen preferir los campos que incluyen conocimientos acerca del entorno (entidades como objetos y personas, sus acciones y movimientos en el espacio-tiempo; el lenguaje; las matemáticas, la música).
Una cuarta razón por la que las capas corticales prefrontales se ajustan idealmente para participar en el razonamiento y toma de decisiones es que están directamente conectadas con todas las avenidas de respuesta motriz y química disponibles para el cerebro. Los sectores dorsolateral y medial superior pueden activar las capas corticales premotoras y, desde allí, poner en línea la llamada corteza motora primaria (M1), el área motriz suplementaria (M2) y la tercera área motora (M3).[9] Las capas corticales prefrontales también tienen acceso a la maquinaria motora subcortical de los ganglios basales. Por último, y no menos importante, como lo demostró el neuroanatomista Walle Nauta, las capas corticales prefrontales ventromediales envían señales a efectores del sistema nervioso autónomo y pueden promover respuestas químicas relacionadas con la emoción en el hipotálamo o en el tallo cerebral. La demostración de Nauta no fue una coincidencia; este investigador es el único neurocientista que ha dado gran importancia a la información visceral en el proceso cognitivo. En conclusión: las capas corticales prefrontales, especialmente su sector ventromedial, se ajustan de manera ideal al establecimiento de un nexo tripartito entre señales relativas a cierto tipo preciso de situaciones; los diferentes tipos y magnitudes de estado corporal que se han asociado con ciertas situaciones propias de la experiencia única del individuo, y los efectores de esos estados corporales. Altos y bajos se combinan armoniosamente en las capas corticales prefrontales ventromediales.
MARCADORES SOMÁTICOS: ¿TEATRO EN EL CUERPO O TEATRO EN EL CEREBRO?
A la vista de mi exposición anterior sobre la fisiología de las emociones, deberías esperar que los mecanismos de los marcadores somáticos fueran dos y no uno solo. Gracias al mecanismo básico, las capas corticales prefrontales y la amígdala comprometen al cuerpo a asumir un preciso perfil de estado, cuyo resultado se señala posteriormente a la corteza somatosensorial, ingresa en el campo de la atención y se torna consciente. En el mecanismo alternativo, se elude al cuerpo y las capas corticales prefrontales y la amígdala solo sugieren a la corteza somatosensorial que se organice conforme al patrón explícito de actividad que habría asumido si el cuerpo hubiera sido puesto en el estado deseado y enviado señales en consecuencia. La corteza somatosensorial se comporta tal como si estuviera recibiendo señales sobre un determinado estado corporal, y aun puede influir la toma de decisiones, aunque el patrón de actividad «como si» no sea exactamente igual al patrón de actividad generado por un verdadero estado corporal.
Los mecanismos «como si» son un resultado del desarrollo. Es probable que mientras se nos «sintonizaba» socialmente en la infancia y niñez los estados somáticos vinculados a recompensa y castigo hayan configurado la mayor parte de nuestra capacidad decisoria. Pero, a medida que maduramos y categorizamos las situaciones que se repiten, decrece la necesidad de apoyarnos en estados somáticos en cada caso y se desarrolla otro nivel de automatización. Las estrategias decisorias empiezan dependiendo parcialmente de «símbolos» de estados somáticos. Aclarar en qué medida dependemos de esos símbolos «como si» y no tanto de la cosa real es una importante cuestión empírica. Creo que esa dependencia es muy variable de persona a persona y de tópico a tópico. El procesamiento simbólico puede ser ventajoso o pernicioso según el tópico y las circunstancias.
MARCADORES SOMÁTICOS MANIFIESTOS Y ENCUBIERTOS
El marcador somático mismo dispone de más de una avenida para la acción: una a través de la consciencia y otra fuera de ella. El patrón neural correspondiente a estados corporales —reales o vicarios («como si»)— puede ser consciente y constituir un sentimiento. Sin embargo, aunque muchas elecciones importantes involucran sentimientos, un buen número de nuestras decisiones cotidianas ocurre aparentemente al margen de los sentimientos. Eso no quiere decir que no se haya producido la evaluación que normalmente conduce a un estado corporal; o que éste —o su correspondiente vicario— no se haya comprometido; o que la maquinaria regulatoria disposicional subyacente al proceso no se haya activado. Sucede, sencillamente, que se puede haber activado una señal de estado corporal, o su reemplazante, sin convertirse en foco de atención. Sin atención, ninguna de ellas será parte de la consciencia, aunque cada una puede ser parte de una acción encubierta en los mecanismos que gobiernan —al margen de todo control voluntario— nuestras actitudes apetitivas (de acercamiento) o aversivas (de alejamiento) hacia el mundo. No llegamos a saber conscientemente que la maquinaria escondida ha sido activada. Por otra parte, el gatillamiento de actividad proveniente de núcleos neurotransmisores —que he descrito como una parte de la respuesta emocional— puede inclinar de manera en cubierta el proceso cognitivo y así influir el modo de razonamiento y toma de decisiones.
Con el debido respeto por los humanos, y con toda la prudencia que debe adoptarse en las comparaciones entre especies distintas, es evidente que en los organismos cuyo cerebro no provee razonamiento y consciencia, los mecanismos encubiertos son el núcleo del aparato decisorio. Son el medio para elaborar «predicciones» de resultados e inclinan los dispositivos de acción del organismo hacia un comportamiento determinado —lo que puede parecer una elección a un observador externo—. De este modo, probablemente, las abejas obreras «deciden» qué flores tienen el mejor néctar para llevar a la colmena. No estoy diciendo que muy dentro de nosotros haya un cerebro de abeja obrera que decide en lugar nuestro. La evolución no es una Gran Cadena del Ser, y obviamente ha tomado distintos caminos, uno de los cuales condujo hasta nosotros. Pero se puede ganar mucho si estudiamos cómo organismos más simples desempeñan tareas aparentemente complicadas con medios neurales modestos. Algunos mecanismos de ese tipo también pueden operar en nosotros. Eso es todo.
MADRESELVAS EN FLOR
«Eres dulce, Dios lo sabe, flor de madreselva», dicen las traviesas palabras de la canción de Fats Waller, y tal es el destino de la laboriosa abeja. El éxito reproductivo y en último término la supervivencia de la colmena depende de la eficiencia recolectora de las obreras. Si no son lo bastante laboriosas no habrá miel y, a medida que los recursos energéticos disminuyen, la colonia va a desaparecer.
Las abejas obreras están equipadas con un aparato visual que les permite distinguir los colores de las flores; también tienen un equipo locomotor gracias al cual vuelan y se posan. Como demuestran investigaciones recientes, después de algunas visitas a flores de distintos colores, las obreras aprenden a distinguir las que con mayor probabilidad contienen el néctar que deben obtener. Aparentemente, cuando están en el campo, no se posan en todas las flores posibles para investigar si hay o no néctar disponible en cada una; se comportan como si fueran capaces de predecir cuáles tienen más abundancia y se dedican a ellas con mayor frecuencia. Como dice Leslie Real, que se ha dedicado a investigar experimentalmente la conducta de las abejas obreras (Bombus pennsylvanicus), «las obreras parecen establecer probabilidades sobre la base de encuentros de diversos tipos de estados gratificantes, y comienzan sin una estimación previa de las posibilidades».[10] ¿Cómo, con su modestísimo sistema neural, pueden las abejas producir una conducta tan sugestiva de racionalidad, aparentemente tan indicativa del uso de conocimientos, teoría de las probabilidades y una estrategia de razonamiento por objetivos?
La respuesta es que logran esos resultados mediante un sistema sencillo pero poderoso, capaz de lo siguiente: primero, detectar estímulos innatamente implantados como valiosos y que por lo tanto constituyen una recompensa, y segundo, responder a la presencia de una recompensa (o a su ausencia) con un sesgo que puede influir el sistema motor hacia una conducta determinada (por ejemplo, posarse o no), cuando la situación que entrega (o no) la recompensa (por ejemplo, una flor de un color específico) aparece en el campo visual. Recientemente, Montague, Dayan y Sejnowski han propuesto un modelo para un sistema de ese tipo, utilizando datos neurobiológicos y conductuales.[11]
La abeja tiene un sistema de neurotransmisores inespecíficos, que probablemente utiliza octopamina, parecido al de dopamina de los mamíferos. Cuando se detecta la recompensa (néctar), ese sistema inespecífico puede señalar a los sistemas visual y motor y alterar así su comportamiento básico. En consecuencia, la próxima vez que aparece en el campo visual el color asociado con la gratificación (digamos, el amarillo), el sistema motor propende a posar en la flor de ese color y la abeja tiene más probabilidades de encontrar néctar. La abeja efectúa así una elección no consciente, no deliberada, sino más bien inducida por un dispositivo automático que incorpora valores naturales específicos, una preferencia. Según Real, deben estar presentes dos aspectos fundamentales de la preferencia: «La mayor expectativa de ganancia se prefiere a la menor, y el riesgo menor se prefiere al mayor». Dicho sea de paso, en la pequeña capacidad mnémica de la abeja (tiene memoria de corto alcance y no muy amplia), el muestreo sobre cuya base opera el sistema de preferencias debe ser muy reducido. Basta, al parecer, con tres visitas. Otra vez: no insinúo que todas nuestras decisiones provienen de un oculto cerebro de abeja, pero creo que importa saber que un dispositivo tan sencillo como el descrito puede realizar tareas tan complejas como las que he anotado.
INTUICIÓN
Los estados somáticos (o sus simulacros «como si»), al actuar a nivel consciente, marcarían resultados de respuestas como positivas o negativas y conducirían así a la búsqueda o elusión de una determinada opción de respuesta. Pero también pueden operar encubiertamente, es decir, fuera de la consciencia. Se generaría la imaginería explícita vinculada a un resultado negativo, pero, en vez de producir un cambio perceptible de estado corporal, inhibiría los circuitos neurales regulatorios situados en las profundidades del cerebro que median las conductas apetitivas o de acercamiento. Con la inhibición de la tendencia a actuar, o la potenciación de la de retirarse, se reducen las posibilidades de adoptar una decisión potencialmente negativa. Por lo menos se ganaría tiempo durante el cual la deliberación consciente podría incrementar las posibilidades de tomar una decisión apropiada (si no la más apropiada). Por otra parte, se podría evitar totalmente una opción negativa, o quizá resultara una muy positiva por la potenciación del impulso a actuar. Este mecanismo encubierto sería la fuente de lo que llamamos intuición, dispositivo misterioso que nos permite resolver un problema sin razonarlo.
El papel que juega la intuición en el proceso general de toma de decisiones queda muy claro en un pasaje del matemático Henri Poincaré, cuya manera de pensar concuerda con el cuadro que tengo en mente:
¿Qué es, de hecho, una creación matemática? No consiste en combinar novedosamente entidades matemáticas conocidas. Cualquiera puede hacer eso, pero las combinaciones así logradas serían infinitas y la mayoría sin ningún interés. Crear consiste precisamente en no hacer combinaciones inútiles, sino aquellas que son útiles y que constituyen una pequeña minoría. Inventar es discernir, elegir.
Ya he explicado más arriba cómo hacer esa elección; los hechos matemáticos dignos de ser estudiados son los que, por su analogía con otros, son capaces de conducirnos al conocimiento de una ley matemática, tal como los hechos experimentales nos llevan a la inteligencia de una ley física. Son aquellos que nos revelan insospechadas afinidades entre otros hechos, bien conocidos, pero a los que, equivocadamente se consideraba extraños entre sí.
Entre las combinaciones elegidas, las más fructíferas suelen estar formadas por elementos tomados de dominios distantes. Esto no significa que baste juntar los elementos más disparatados para desembocar en un invento; la mayoría de esas combinaciones serían estériles. Pero algunas, poco habituales, son las más fértiles.
Como he dicho, inventar es elegir; pero acaso el término no sea bastante exacto. Pensemos en un comprador ante el cual se expone gran cantidad de muestras a las que examina una tras otra para hacer una elección. En este caso las muestras son tan numerosas que no bastaría una vida entera para revisarlas todas. Ese no es el estado de las cosas. Las combinaciones estériles ni siquiera se presentan a la mente del inventor. Nunca aparecen en su campo consciente combinaciones que no sean verdaderamente útiles, excepto algunas que rechaza pero que tienen determinadas características de las combinaciones útiles. Todo ocurre como si el inventor fuera un examinador de postgrado que sólo tuviera que interrogar a candidatos que ya han sido previamente examinados.[12]
La concepción que propongo es semejante a la de Poincaré. Es innecesario aplicar el razonamiento a todo el campo de opciones posibles. Se efectúa una preselección para nosotros, a veces encubiertamente, a veces no. Un mecanismo biológico hace la preselección, examina candidatos, y sólo permite que algunos se presenten al examen final. Hay que notar que esta propuesta se dirige prudentemente al terreno social y personal en el cual tengo pruebas que la respaldan, aunque el insight de Poincaré sugiere que se la puede aplicar a otros campos.
Leo Szilard, físico y biólogo, marcó un punto similar: «El científico creativo comparte muchos rasgos del artista y el poeta. En el trabajo creativo no bastan el pensamiento lógico y la habilidad analítica, aunque sean atributos necesarios. Las observaciones científicas que han producido los mayores adelantos no se dedujeron lógicamente del conocimiento preexistente: los procesos creativos que sirven de cimiento al progreso científico operan en el nivel subconsciente».[13] Jonas Salk ha defendido enfáticamente la misma percepción y ha propuesto que la creatividad se apoya en «la acción combinada de intuición y razón»[14]. Por lo tanto, conviene que digamos algo sobre el proceso de razonamiento fuera del campo social y personal.
EL RAZONAMIENTO FUERA DEL CAMPO PERSONAL Y SOCIAL
La ardilla que trepa a un árbol en el patio trasero de mi casa para protegerse del aventurero gato negro de mi vecino, no ha razonado mucho para decidir su acción. No pensó en las distintas opciones ni calculó los costos y beneficios de cada una. Vio al gato, fue sacudida por un estado corporal, y corrió. La estoy viendo ahora, trepada en la fuerte rama del roble, con el corazón latiendo tan fuerte que advierto la agitación de sus costillas y cómo su cola azota la rama con el ritmo nervioso del pánico. Acaba de sufrir una emoción fuerte, y está trastornada.
La evolución es económica y adicta al bricolaje. Ha tenido a su disposición, en el cerebro de muchas especies, mecanismos de decisión basados en el cuerpo y orientados a la supervivencia, que han probado su eficacia en una variedad de nichos ecológicos. A medida que cambiaban las circunstancias ambientales y evolucionaban nuevas estrategias de decisión, tenía sentido económico conservar que las estructuras cerebrales necesarias para sostener las nuevas estrategias mantuvieran un nexo funcional con las de los antepasados. Su propósito es el mismo, la supervivencia, y también los parámetros que controlan su operación: bienestar, ausencia de dolor. Abundan los ejemplos que demuestran que la selección natural tiende a trabajar precisamente de este modo, conservando algo que funciona, seleccionando otros dispositivos que pueden enfrentar una complejidad mayor, desarrollando rara vez mecanismos totalmente nuevos.
Es plausible que a un sistema destinado a producir marcadores y señalizadores para guiar respuestas «personales» y «sociales» se lo haya cooptado para ayudar en «otras» tomas de decisiones. La maquinaria que nos ayuda a decidir de quién ser amigos es la misma que nos ayuda a diseñar una casa cuyo sótano no se inunde. Naturalmente, los marcadores somáticos no tienen por qué ser percibidos como «sentimientos». Pero aún pueden actuar encubiertamente para destacar, bajo forma de mecanismo «de atención», ciertos componentes sobre otros, y para controlar de hecho las señales de «adelante», «detenerse» y «virar», necesarias para algunos aspectos de la decisión y planificación en un campo no personal y no social. Ese parece ser el tipo de dispositivo marcador general que Tim Shallice ha propuesto para la toma de decisiones, si bien no ha especificado un mecanismo neurofisiológico para sus marcadores; en un artículo reciente, Shallice comenta una posible semejanza.[15] La fisiología subyacente puede ser la misma: señalización de base corporal, consciente o no, sobre la base de la cual se puede enfocar la atención.
Desde una perspectiva evolucionista, el dispositivo más antiguo de toma de decisiones concierne a la regulación biológica básica; el siguiente, al campo personal y social, y el más reciente, a una colección de operaciones abstractas y simbólicas según las cuales podemos hallar razonamiento científico y artístico, razonamiento utilitario y técnico, y el desarrollo del lenguaje y las matemáticas. Pero, aunque edades y edades de evolución y dedicados sistemas neurales pueden otorgar alguna independencia a cada uno de esos «módulos» de toma de decisiones y razonamiento, sospecho que todos son interdependientes. Cuando vemos signos de creatividad en los humanos de hoy, probablemente somos testigos de la operación integrada de diversas combinaciones de esos dispositivos.
LA AYUDA DE LA EMOCIÓN, PARA MEJOR O PEOR
Los trabajos de Amos Tversky y Daniel Kahneman demuestran que el razonamiento objetivo que usamos en nuestras decisiones cotidianas es mucho menos eficaz de lo que parece y debería.[16] En términos sencillos, nuestras estrategias racionales son defectuosas, y Stuart Sutherland da en la tecla cuando habla de la irracionalidad como de un «enemigo interior».[17] Pero aunque nuestras estrategias racionales estén perfectamente afinadas, parece que no pueden habérselas bien con la incertidumbre y complejidad de los problemas sociales y personales. Los frágiles instrumentos de la racionalidad necesitan asistencia especial.
El cuadro es sin embargo más complicado de lo que he sugerido hasta ahora. Aunque creo que hace falta un mecanismo corporal que ayude a la «fría» razón, también es cierto que algunas de estas señales de base corporal pueden perjudicar la calidad del razonamiento. Reflexionando en las investigaciones de Kahneman y Tversky, advierto que algunas falencias de la racionalidad no sólo provienen de una debilidad de cálculo primario, sino también del influjo de impulsos biológicos, como la obediencia, el conformismo, el deseo de preservar la autoestima, que se suelen manifestar como emociones y sentimientos. Por ejemplo, la mayoría de la gente tiene más miedo de volar que de manejar automóviles, aunque una estimación racional de los riesgos demuestra que es mucho más probable sobrevivir un vuelo entre dos ciudades que un viaje en coche entre las mismas. La diferencia favorece al viaje en avión por varios órdenes de magnitud. Y aun así, la mayoría se siente más segura en automóvil. El razonamiento defectuoso deriva del llamado «error de disponibilidad» que, según lo veo, consiste en permitir que la imagen de una catástrofe aérea —con todo su contenido dramático— domine el paisaje de nuestro razonamiento y engendre un sesgo negativo contra la opción correcta. Este ejemplo parece desafiar mi argumentó principal, pero no es así. Muestra que las pulsiones biológicas y las emociones pueden influir en la toma de decisiones, y sugiere que el influjo «negativo» de base corporal, si bien distante de las estadísticas concretas, se orienta no obstante a la supervivencia: los aviones se caen de vez en cuando, y menos personas sobreviven los accidentes aéreos que los automovilísticos.
Pero, si bien las pulsiones biológicas y las emociones puedan provocar irracionalidad en algunas circunstancias, son indispensables en otras. Las pulsiones biológicas y el mecanismo de marcadores somáticos que en ellas se apoya son esenciales para algunas conductas racionales, especialmente en el terreno personal y social, aunque pueden ser perniciosas para la toma racional de decisiones en determinadas circunstancias al crear un sesgo casi irresistible contra hechos objetivos o al interferir con mecanismos de apoyo de toma de decisiones como la memoria operativa.
Un ejemplo, tomado de mi propia experiencia, ayudará a aclarar las ideas anteriores. No hace mucho, uno de nuestros pacientes con daño prefrontal ventromedial visitó el laboratorio en un frío día de invierno. Había caído una lluvia helada, los caminos estaban congelados y el viaje en automóvil fue peligroso. Preocupado por el asunto, pregunté al paciente —que había conducido personalmente su coche— sobre su viaje, si había sido difícil. Su respuesta fue pronta y flemática: Todo anduvo bien, no fue distinto a lo habitual, salvo la necesidad de poner atención a los procedimientos adecuados para conducir con hielo. En seguida me describió algunos y me informó que había visto automóviles y camiones salirse de la ruta por no considerar esos procedimientos racionales y convenientes. Recordaba incluso a una mujer que iba delante de él, pasó por una placa de hielo, patinó, intentó sacar el coche del remolino, se asustó, frenó bruscamente y terminó cayendo fuera del camino. Un instante después, aparentemente imperturbable a pesar de esa escena capaz de enervar a cualquiera, mi paciente pasó con calma y seguridad por el hielo. Me contó todo esto con la misma tranquilidad con que sin duda había presenciado el accidente.
Es indudable que en este caso fue muy ventajoso carecer de un mecanismo marcador somático normal. La mayoría de nosotros habría debido recurrir a un esfuerzo verdaderamente extremo para no frenar asustado e impresionado por lo que estaba viendo. Esto es buen ejemplo de cómo, en algunas circunstancias, los marcadores somáticos pueden perjudicar nuestra conducta, al punto que a veces nos iría mejor sin ellos.
Cambio de escena: el día siguiente. Estaba discutiendo con el mismo paciente la fecha de su próxima visita al laboratorio. Propuse dos días posibles del mes siguiente, a cierta distancia uno de otro. El paciente sacó su agenda y consultó el calendario. La notable conducta que siguió fue presenciada por varios investigadores. Durante casi media hora, este hombre detalló motivos en pro y en contra de cada una de las dos fechas: compromisos previos, cercanía con citas anteriores, condiciones meteorológicas probables, es decir, prácticamente todo lo que se puede pensar para cada oportunidad. Con la misma calma con que había manejado en el hielo y narrado el episodio, desgranaba ahora un minucioso análisis de costo-beneficio, una interminable e inútil comparación de opciones y consecuencias posibles. Escucharlo sin dar puñetazos en la mesa demandó una disciplina formidable, pero al fin le dijimos, tranquilamente, que debía venir en la segunda fecha propuesta. Su respuesta fue pronta y tranquila: «Está bien». Guardó su agenda y se despidió.
Este es un buen ejemplo de los límites de la pura razón. También es una buena muestra de las calamitosas consecuencias de no tener mecanismos automáticos de toma de decisiones: tenerlos, habría ayudado al paciente en más de un modo. Para empezar, habrían delimitado el marco general del problema. Ninguno de nosotros habría perdido tiempo en una decisión como ésa, porque un dispositivo automático de marcadores somáticos nos habría mostrado la futilidad del ejercicio. Por lo menos, habríamos advertido la estupidez del esfuerzo. En otro nivel, la potencial pérdida de tiempo nos habría hecho optar mediante el equivalente de tirar una moneda al aire o dejarnos llevar por mero instinto visceral. También podríamos haber dicho que el asunto no importaba y que nos fijaran cualquiera de las dos fechas.
En pocas palabras: habríamos visualizado la pérdida de tiempo y marcádola como negativa; y también visualizado la mente de quienes nos estaban mirando y a eso dado una marca embarazosa. Hay razones que permiten pensar que el paciente formó esos «cuadros» internos en su mente, pero que la carencia de un marcador le impidió fijar la atención en ellos como correspondía.
Si te maravilla la ambivalencia de las pulsiones biológicas y las emociones, que pueden ser a la vez benéficas y perniciosas, permíteme decirte que éste no es el único caso, en biología, en que un mecanismo puede ser negativo o positivo según las circunstancias. Todos sabemos que el óxido nítrico es tóxico; puede contaminar el aire y envenenar la sangre. Pero también funciona como neurotransmisor, enviando señales entre las células nerviosas. Un ejemplo más sutil es el glutamato, otro neurotransmisor. El glutamato es ubicuo en el cerebro, donde una célula nerviosa lo utiliza para excitar a otra. Sin embargo, cuando se dañan las células nerviosas, como en una apoplejía, liberan cantidades excesivas de glutamato, sobreexcitando y eventualmente causando la muerte de las inocentes y saludables células vecinas.
En último término, la interrogante que aquí se plantea tiene que ver con el tipo y abundancia de la marcación somática aplicada a diferentes marcos del problema por solucionar. El piloto encargado de aterrizar un avión en un día de mal tiempo y en un aeropuerto con intenso tráfico no puede dejar que sus sentimientos interfieran con su atención a los detalles de que depende su decisión. Y no obstante debe tener sentimientos para mantener en su lugar los objetivos finales de su conducta en esa situación particular, sentimientos relacionados con su responsabilidad por la vida de los pasajeros y de la tripulación y por su propia vida y la seguridad de su familia. Demasiado sentimiento en las minucias o escaso en el marco global pueden tener consecuencias desastrosas. Los corredores de Bolsa, cuando operan, están en la misma situación.
Para ilustrar aún más el punto, resulta fascinante un estudio acerca de Herbert von Karajan.[18] Los psicólogos austríacos G. y H. Harrer pudieron observar los patrones de respuestas automáticas de Von Karajan en varias circunstancias: cuando aterrizaba su jet privado en el aeropuerto de Salzburgo, cuando dirigía en el estudio de grabación y cuando escuchaba la pieza grabada (la obertura Leonora Nº 3 de Beethoven).
El desempeño musical de Von Karajan se acompañaba de amplios cambios de respuesta. La frecuencia de su pulso aumentaba mucho más en los pasajes de gran impacto emocional que en aquellos que obligaban a mayor ejercicio físico. El perfil de su pulso cuando escuchaba la grabación era el mismo que cuando dirigía. La buena noticia es que aterrizaba su avión como si fuera una pluma, y, cuando se le instruía para despegar de emergencia en un agudo ángulo de ascenso, el pulso se le aceleraba un poco, pero nunca como durante sus ejercicios musicales. Su corazón estaba en la música, como debía ser, y pude comprobarlo una vez en un concierto: justo antes que bajara la batuta para empezar la Sexta Sinfonía de Beethoven, susurré algo a mi mujer. Von Karajan se interrumpió con brusquedad, se volvió, y me fulminó con la mirada. Lástima que nadie midió nuestras respectivas pulsaciones.
ADEMÁS Y MÁS ALLÁ DE LOS MARCADORES SOMÁTICOS
Por muy necesario que sea algo como el mecanismo de marcadores somáticos para construir una neurobiología de la racionalidad, es evidente que necesidad y suficiencia no son sinónimos. Como ya he indicado, la competencia lógica juega más allá de los marcadores somáticos. Por otra parte, para permitir la operación de los marcadores, deben darse distintos procesos previos, paralelos o inmediatamente subsecuentes. ¿Cuáles son y se puede aventurar algo acerca de su sustrato neural?
¿Qué más sucede cuando los marcadores somáticos ejercen abierta o encubiertamente su trabajo de sesgo? ¿Qué sucede en el cerebro para que las imágenes sobre las que razonamos se mantengan un lapso determinado? Para encarar estas preguntas, volvamos a un problema esbozado al comienzo de este capítulo. Cuando enfrentas una decisión, lo que domina el paisaje mental es el abundante y amplio despliegue de conocimiento que se genera sobre la situación. Se activan miríadas de imágenes que corresponden a otras tantas opciones de acción y consecuencias, y se mantienen enfocadas. Sus contrapartidas verbales, palabras y escenas que relatan lo que tu mente ve y escucha, también están allí, compitiendo por llamar la atención. Este proceso se basa en una creación continua de combinaciones de entidades y sucesos, que provoca una rica diversidad de yuxtaposiciones imaginarias que concuerdan con conocimientos categorizados previamente. Jean-Pierre Changeux ha propuesto la expresión «generador de diversidad» para las estructuras prefrontales que presumiblemente realizan esta función y permiten la formación de un amplio repertorio de imágenes en el cerebro. La descripción es muy adecuada, porque conjura su antecedente inmunológico y genera por sí misma un curioso acrónimo.[5*] [19]
Este generador de diversidad exige una vasta acumulación de conocimiento fáctico acerca de las situaciones que podemos enfrentar, de los actores en las mismas, de lo que pueden hacer y de cómo sus acciones generan diversos resultados. El conocimiento fáctico se categoriza (los hechos que lo constituyen se clasifican por tipos conforme a criterios constitutivos), y la categorización contribuye a la toma de decisiones mediante la clasificación de tipos de opciones, tipos de resultados y conexión de opciones con resultados. La categorización también ordena opciones y resultados con criterio valórico. Cuando enfrentamos una situación, la categorización previa nos permite descubrir rápidamente si una opción o resultado son potencialmente ventajosos o de qué manera distintas contingencias pueden alterar su grado de beneficio.
El proceso de despliegue de conocimiento sólo es posible si se cumplen dos requisitos. En primer lugar, tenemos que poder apoyarnos en mecanismos de atención básica que permiten la mantención de una imagen mental en la consciencia con relativa exclusión de otras. Esto probablemente depende —en términos neurales— de la potenciación del patrón de actividad neural que respalda una imagen dada, mientras se deprime otra actividad neural próxima.[20] En segundo término, es necesario un mecanismo de memoria operativa básica que conserva imágenes distintas por períodos relativamente «extensos», de cientos a miles de milisegundos (de décimos de segundo a un número de segundos consecutivos)[21]. Esto quiere decir que el cerebro reitera en el tiempo las representaciones topográficamente organizadas que soportan a esas imágenes distintas. Aquí se plantea, por supuesto, una pregunta importante: ¿qué impulsa la atención básica y la memoria de trabajo? La respuesta sólo puede ser el valor básico, la colección de preferencias fundamentales e inherentes a la regulación biológica.
Sin atención básica ni memoria de trabajo no hay posibilidad de actividad mental coherente ni, por cierto, pueden operar los marcadores somáticos, porque no hay un campo estable donde puedan hacer su trabajo. Sin embargo, atención y memoria de trabajo probablemente siguen siendo necesarias después que actúa el mecanismo de marcadores somáticos. Son necesarias para el proceso de razonar, durante el cual se comparan resultados posibles, se los ordena por rango y se hacen inferencias. En la hipótesis completa del marcador somático, propongo que un estado somático —negativo o positivo— causado por la aparición de una representación dada, no sólo opera como marcador del valor de lo representado, sino también como vigorizador del funcionamiento continuo de la, atención y la memoria de trabajo. Los procedimientos son «energizados» por signos que indican que el proceso está siendo evaluado —positiva o negativamente— conforme a las preferencias y objetivos del individuo. La asignación y mantención de atención y memoria de trabajo no suceden por milagro. Están motivadas ante todo por preferencias inherentes al organismo, y seguidamente por prioridades y metas adquiridas sobre la base de aquellas inherentes.
En relación a las capas corticales prefrontales, estoy sugiriendo que los marcadores somáticos, que operan en los campos biorregulatorio y social alineados con el sector ventromedial, influyen el funcionamiento de atención y memoria de trabajo dentro del sector dorsolateral, sector del cual dependen operaciones en otros campos del conocimiento. Esto deja abierta la posibilidad de que los marcadores somáticos también influyan atención y memoria operativa dentro de los mismos campos biorregulatorio y social. En otras palabras, en individuos normales, los marcadores somáticos que surgen de la activación de una contingencia particular vigorizan la atención y la memoria operativa en todo el sistema cognitivo. En pacientes con daños en la región ventromedial, todas esas acciones estarían afectadas en mayor o menor grado.
SESGOS Y LA CREACIÓN DE ORDEN
Hay, entonces, tres participantes en el proceso de razonar sobre el vasto paisaje de escenarios que genera el conocimiento fáctico: los estados somáticos automatizados, con sus mecanismos de sesgo; la memoria operativa y la atención. Los tres interactúan y parecen ocuparse del decisivo problema de crear orden a partir de despliegues espacialmente paralelos, problema que reconoció por primera vez Karl Lashley y que surge porque el diseño cerebral sólo permite una cantidad limitada de output mental consciente y de output motor en cualquier momento dado.[22] Las imágenes que constituyen nuestro pensamiento deben estructurarse en «frases» que a su vez deben ordenarse en el tiempo conforme a un orden «sentenciar», así como los marcos de movimiento que constituyen nuestras respuestas externas deben «frasearse» de un modo preciso y a su vez estas frases disponerse de un modo particular para que un movimiento tenga el efecto deseado. La selección de los marcos que finalmente componen las «frases» y «sentencias» de nuestra mente y movimiento se hace a partir de un despliegue paralelo de posibilidades. Y como pensamiento y movimiento requieren un procesamiento conjunto, la organización de varias secuencias ordenadas debe realizarse en forma continua.
Consideremos que la razón se basa en una selección automatizada o bien en una deducción lógica mediada por un sistema simbólico o —mejor— en ambas, no podemos ignorar el problema del orden. Propongo la solución siguiente: 1) Si el orden debe crearse entre las posibilidades disponibles, debe entonces estar jerarquizado. 2) Si hay que establecer jerarquías, hacen falta entonces criterios (valores o preferencias son términos equivalentes en este caso). 3) Esos criterios son suministrados por los marcadores somáticos, que expresan, en cualquier momento dado, las preferencias acumulativas que hemos recibido o adquirido.
¿Pero de qué modo funcionan los marcadores somáticos como «criterios»? Una posibilidad: cuando se yuxtaponen diferentes marcadores somáticos a distintas combinaciones de imágenes, modifican la forma como el cerebro las maneja y operan así como un sesgo. Dicho sesgo puede asignar potenciación atencional de manera distinta a cada componente, y la consecuencia es la asignación automática de diversos grados de atención a diversos contenidos, lo que se traduce en un paisaje desigual. El foco del procesamiento consciente puede entonces pasar de componente en componente, por ejemplo, en una progresión según su jerarquía. Para que todo esto suceda, los componentes deben permanecer expuestos por intervalos de cientos a miles de milisegundos, de manera relativamente estable, y eso logra la memoria operativa. (He hallado algún respaldo para esta idea general en recientes estudios sobre la neurofisiología de la decisión perceptual, de William T. Newsome y sus colegas. Un cambio en el equilibrio de las señales, aplicado a una determinada población neuronal que representaba un contenido particular, provocó una «decisión» favorable a dicho contenido mediante la operación aparente de un mecanismo del tipo «el que gana se queda con todo»)[23].
La cognición y movimiento normales requieren la organización de secuencias interactivas y concurrentes. Donde hace falta orden hay necesidad de decisión, y donde se requiere decisión tiene que haber un criterio para adoptarla. Como muchas decisiones impactan el futuro de un organismo, es posible que algunos criterios arraiguen directa o indirectamente en las pulsiones biológicas del organismo (en sus razones, por decirlo así). Estas se pueden expresar abierta o encubiertamente y utilizarse como un sesgo de marca, accionado por la atención en un campo de representaciones que la memoria operativa mantiene en actividad.
El dispositivo automatizado de marcación somática de la mayoría de los que tuvimos la suerte de que nos criaran en una cultura relativamente saludable, se ha acomodado, por la educación, al estándar de racionalidad de esa cultura. A pesar de sus raíces en la regulación biológica, se ha afinado según las prescripciones culturales diseñadas para asegurar la supervivencia en una sociedad determinada. Si suponemos que el cerebro es normal, y saludable la cultura en que se desarrolla, el dispositivo se ha racionalizado según las normas sociales y éticas vigentes.
La acción de las pulsiones biológicas, los estados corporales y las emociones pueden ser el basamento indispensable de la racionalidad. Los niveles más bajos del edificio neural de la razón son los mismos que regulan el procesamiento de emociones y sentimientos junto con las funciones globales del cuerpo propiamente tal, las que permiten la supervivencia del organismo. Esos niveles inferiores mantienen una relación mutua y directa con el cuerpo propiamente tal, y sitúan así al cuerpo dentro de la cadena de operaciones que permite los mayores niveles de razón y creatividad. Es probable que la racionalidad, incluso mientras realiza las distinciones más sublimes y actúa según ellas, esté modulada y moldeada por señales corporales.
Pascal, que dijo que «el corazón tiene razones que la razón desconoce», quizás habría estado de acuerdo con el relato anterior.[24] Si se me permite modificar su aserto: El organismo tiene algunas razones que la razón debe absolutamente utilizar. Es indudable que el proceso va más allá que las razones del corazón. En primer lugar, mediante los instrumentos de la lógica podemos revisar la validez de las selecciones que nuestras preferencias nos ayudarán a hacer. Y podemos sobrepasarlas usando estrategias deductivas e inductivas que están disponibles en proposiciones de lenguaje. (Después de terminar este manuscrito, me topé con varias voces compatibles con la mía. Recientemente, J. St. B. T.
Evans propuso dos tipos de racionalidad, relacionados en gran medida con los dos campos que he esbozado aquí [personal/social y no]; el filósofo Ronald de Sousa arguye que las emociones son inherentemente racionales; y P. N. Johnson-Laird y Keith Oatley sugieren que las emociones básicas ayudan a manejar las acciones de manera racional)[25].