NUEVE

PONIENDO A PRUEBA LA HIPÓTESIS DEL MARCADOR SOMÁTICO

SABER SIN SENTIR

Mi primer enfoque para investigar la hipótesis del marcador somático implicó el uso de respuestas del sistema nervioso autónomo, en una serie de estudios que realicé con Daniel Tranel, psicofisiólogo y neuropsicólogo experimental. El sistema nervioso autónomo está constituido por centros de control autónomo situados tanto en el sistema límbico como en el tallo cerebral (su mejor exponente es la amígdala), y por proyecciones neuronales que nacen de esos centros y se dirigen a las vísceras por todo el organismo. Los vasos sanguíneos de todas partes, incluso los situados en el espesor de la piel, el más extenso órgano del cuerpo, están inervados por terminales del sistema nervioso autónomo y lo mismo sucede con el corazón, los pulmones, intestinos, vejiga y órganos reproductivos. Hasta el bazo, cuya función principal concierne a la inmunidad, está inervado por el sistema autónomo.

Las ramas nerviosas autónomas se organizan en dos grandes divisiones, simpática y parasimpática, y emanan del tallo cerebral y la médula espinal. Se dirigen solitariamente a los órganos que inervan o acompañando a ramas nerviosas que no pertenecen al sistema autónomo (los mediadores de la acción simpática y parasimpática son diversos neurotransmisores, sobre todo antagónicos, es decir: cuando uno estimula la contracción de la musculatura lisa el otro incita la dilatación). Las mismas vías son empleadas por las ramas nerviosas autónomas retrodirigidas, que traen al sistema nervioso central señales relativas al estado de las vísceras.

Desde una óptica evolutiva, parece que el sistema nervioso autónomo fue el medio neural que permitió que el cerebro de organismos mucho menos sofisticados que nosotros interviniera en la regulación de su economía interna. Cuando la vida se limitaba a asegurar el funcionamiento equilibrado de algunos órganos, y había un número y tipo limitado de transacciones con el entorno, los sistemas inmune y endocrino gobernaban la mayor parte de lo gobernable. El cerebro sólo requería alguna señal relativa al estado de diversos órganos, junto con un medio para modificarlo según determinadas circunstancias externas. El sistema nervioso autónomo suministraba precisamente eso: una red de entrada para señalar al cerebro los cambios viscerales, y una red de salida para transmitir órdenes motoras a esas vísceras. Posteriormente evolucionaron formas más complejas de respuesta motora, como las que por fin controlaron las manos y el aparato vocal. Esas respuestas necesitaron una diferenciación cada vez más compleja del sistema motor periférico para poder controlar las precisas operaciones de articulaciones y músculos, y también la señal táctil, la temperatura, el dolor, la posición de las articulaciones y el grado de contracción muscular.

Recuerda que la idea del marcador somático conlleva un cambio integral de estado corporal, que incluye modificaciones en las vísceras y el sistema musculoesquelético inducidas por señales químicas y neurales (si bien el componente visceral parece ser algo más decisivo que el musculoesquelético en la construcción de los estados de fondo y emocionales). Para empezar a explorar experimentalmente la hipótesis del marcador somático, teníamos que elegir algún aspecto de ese amplio panorama de cambios, y pareció bastante sensato empezar estudiando las respuestas del sistema nervioso autónomo. Después de todo, cuando generamos el estado somático característico de una emoción determinada, el sistema nervioso autónomo parece la clave para lograr una modificación adecuada de los parámetros corporales, a pesar de las importantes rutas químicas que se activan simultáneamente.

Entre las respuestas nerviosas autónomas que se pueden investigar en el laboratorio, la respuesta de conductibilidad dérmica es quizá la más útil. Es fácil de provocar, confiable, y psicofisiólogos la han estudiado a fondo en individuos normales de distintas edades y culturas. (También se han estudiado otras respuestas, como el ritmo cardíaco y la temperatura de la piel). La respuesta de conductibilidad de la piel se puede registrar, sin molestia alguna para el sujeto, por medio de un par de electrodos conectados a la piel y un polígrafo. El principio tras la respuesta es el siguiente: a medida que nuestro cuerpo empieza a cambiar después de un pensamiento o percepción, y mientras se empieza a producir el correspondiente estado somático (por ejemplo, el de una emoción dada), el sistema autónomo incrementa sutilmente la secreción de las glándulas sudoríparas en la piel. Aunque el incremento de fluido suele ser tan pequeño que no se advierte a simple vista —e incluso pasa desapercibido a los sensores neurales en la propia piel— basta para reducir la resistencia al paso de una corriente eléctrica. Entonces, para medir la respuesta, el experimentador hace pasar por la piel, entre dos electrodos detectores, una corriente de bajo voltaje. La respuesta de conductibilidad dérmica consiste en un cambio en la cantidad de corriente conducida. Se registra como una onda que tarda en subir y después cae. La amplitud de onda se puede medir (en microSiemens), y también su perfil en el tiempo; asimismo puede medirse la frecuencia de respuestas a un estímulo en un lapso determinado.

Las respuestas de conductividad dérmica han sido una materia prima de la investigación psicofisiológica y tienen un rol práctico y con frecuencia polémico en los llamados tests detectores de mentiras, cuyo propósito obviamente difiere del nuestro. Esas pruebas intentan determinar si los individuos mienten cuando se les induce a negar que conocen un objeto o persona determinada, lo que hace que involuntariamente se produzca una respuesta de conductividad en la piel.

En nuestro estudio queríamos determinar ante todo si pacientes como Elliot aún podían generar respuestas de conductividad dérmica. ¿Seguía siendo capaz su cerebro de gatillar algún cambio en su estado somático? Para contestar esta pregunta, comparamos pacientes con daño del lóbulo frontal a otros normales y a otros que presentaban daños en otras zonas del cerebro; lo hicimos en condiciones experimentales que infaliblemente producen respuestas de conductividad dérmica y así permiten calibrar la normalidad de la maquinaria neural generadora de la respuesta. Una de estas condiciones se conoce como «asustar», y consiste en sorprender al sujeto con un sonido inesperado, por ejemplo con un aplauso fuerte o con el súbito encandilamiento con una lámpara estroboscópica. Otro indicador confiable de normalidad en la maquinaria neural dermoconductiva es un sencillo acto fisiológico, la aspiración de una gran bocanada de aire.

No tardamos mucho tiempo en verificar que todos nuestros sujetos con daño en el lóbulo frontal podían manifestar respuestas dermoconductivas en las condiciones experimentales y con la misma eficiencia que los normales y que pacientes sin lesiones del lóbulo frontal. En otras palabras, en los pacientes con daño frontal nada esencial parecía haberse perturbado en la maquinaria neural que genera respuestas dermoconductivas.

Nos preguntamos si pacientes con daño en el lóbulo frontal generarían respuestas dermoconductivas ante estímulos que requiriesen de una evaluación de su contenido emocional. ¿Por qué había que preguntárselo? Porque a los pacientes como Elliot se les deteriora la experiencia de la emoción, y porque sabíamos, por estudios anteriores en individuos normales, que cuando se nos expone a estímulos de alto contenido emocional se suelen producir fuertes respuestas dermoconductivas. Generamos esas respuestas cuando contemplamos escenas de horror o de dolor físico, o sus fotografías, o cuando vemos imágenes sexuales explícitas. Puedes imaginar la dermoconductividad como la parte sutil e imperceptible de un estado corporal que, si se desarrolla completamente, te provocará una sensación detectable de estimulación y excitación —piel de gallina en algunas personas, por ejemplo—. Pero importa comprender que estos cambios no garantizan que vayas a percibir algún cambio notable de estado corporal, ya que la dermoconductividad es sólo una parte de la respuesta corporal. Esto, sin embargo, parece claro: si no tienes una respuesta de conductividad dérmica, es improbable que alguna vez tengas el estado corporal consciente que es característico de una emoción.

Planteamos el experimento de manera de poder complicar pacientes con lesión frontal, individuos normales y pacientes con daños en otras áreas, asegurándonos de que tuvieran una edad y nivel educacional parecidos. Los sujetos, cómodamente instalados en una silla y debidamente conectados a un polígrafo, debían contemplar, inmóviles y en silencio, una sucesión de transparencias. Muchas eran banales, dibujos abstractos o paisajes anodinos, pero de vez en cuando —al azar— aparecía una imagen inquietante. El experimento prosiguió hasta que se terminaron las transparencias (y había cientos). Se dijo a los sujetos que debían estar atentos ya que, después, se les pediría que nos contaran lo que vieron, lo que sentían al verlo e incluso en qué momento vieron determinadas imágenes.

Los resultados fueron inequívocos.[1] Los sujetos sin daño frontal —tanto los normales como los que tenían lesiones en otras áreas del cerebro— generaron abundantes respuestas dermoconductivas ante las imágenes inquietantes pero no ante las banales. Por su parte, los pacientes con daños lóbulofrontales no produjeron ninguna reacción dermoconductiva. Sus registros eran planos. (Ver figura 9-1).

Figura 9-1.Perfil de respuestas de conductividad dérmica en sujetos normales sin daño frontal (A) y en pacientes con lesiones lóbulofrontales (B) mientras veían una serie de transparencias, algunas con alto contenido emocional (identificadas con una T. por «target» (blanco) bajo el número del estímulo, p ej., S18T), y otras anodinas. Los sujetos normales generan amplias respuestas ante las escenas «emocionales» y ninguna en las anodinas. Los pacientes frontales no respondieron a ninguna.

Antes de sacar conclusiones apresuradas, decidimos repetir el experimento con otros candidatos y otras transparencias, y luego, nuevamente con los primeros. Estas manipulaciones no alteraron los resultados. Una y otra vez —en las condiciones pasivas descritas— los pacientes con lesiones frontales fueron incapaces de generar reacciones dermoconductivas ante las imágenes perturbadoras, aunque pudieron comentar detalladamente el contenido de las transparencias e incluso recordar su tiempo relativo de aparición en la serie. Describieron verbalmente el miedo, desagrado o pena que determinadas fotografías les habían inspirado y precisaron el momento relativo de su mostración. Indudablemente, prestaban atención a la proyección, entendían el contenido de las imágenes y los conceptos en ellas representados en distintos niveles cualitativos; sabían lo que describían —por ejemplo, que había habido un homicidio— y también percibían que la fotografía tenía ciertos detalles espeluznantes o que uno debía sentir lástima por la víctima y lamentar que sucedieran esas cosas. En otras palabras, un estímulo dado evocaba, en la mente de los sujetos frontales que participaron del experimento, abundante conocimiento de la situación representada. Sin embargo, a diferencia de los sujetos de control, los pacientes con daño frontal no generaron respuestas dermoconductivas. El análisis de las diferencias resultó altamente significativo.

Durante una de las primeras entrevistas, un paciente en especial nos confirmó, espontánea y agudamente, que faltaba algo más que la mera respuesta dérmica. Después de ver las transparencias, y a pesar de comprender que su contenido debía ser inquietante, advirtió que no se sentía perturbado. Consideremos la importancia de esta revelación. Aquí había un ser humano consciente del significado manifiesto y del alto contenido emocional de las fotografías, y que al mismo tiempo advirtió que no «sentía» como solía hacerlo antes y como, quizás, «se suponía» que debía sentir en relación a tal significado implícito. El paciente nos decía, claramente, que su carne no respondía como antes a esas incitaciones; que de alguna manera saber no significa necesariamente sentir, aun cuando comprendas que lo que sabes debería hacerte sentir de una manera determinada.

La consistente falta de respuestas dermoconductivas, junto con el testimonio de los pacientes dañados frontalmente acerca de la ausencia de sentimiento, nos convenció, por sobre cualquier otro resultado, de que la hipótesis del marcador somático merecía ser investigada. Parecía, de hecho, que esos pacientes tenían disponible el rango completo de conocimientos, excepto el conocimiento disposicional que confronta un hecho particular con el mecanismo para activar una respuesta emocional. Carentes de ese nexo automático, los pacientes podían evocar internamente conocimiento fáctico pero no podían producir el estado somático pertinente ni, por lo menos, un estado somático cualquiera del que tuvieran consciencia. Disponían de abundante conocimiento fáctico, pero eran incapaces de experimentar un sentimiento, es decir, el «conocimiento» de cómo sus cuerpos debían conducirse ante el conocimiento fáctico evocado. Como esos individuos alguna vez habían sido normales, podían advertir que algo no funcionaba como antes ni como debería en su estado mental global.

En conjunto, los experimentos de respuesta dermoconductiva nos suministraron la contrapartida, fisiológicamente medible, de la patente reducción de resonancia emocional que habíamos observado en esos pacientes, y de su propia percepción de la reducción de sentimiento.

RIESGOS: LOS EXPERIMENTOS EN VIVO

Para seguir poniendo a prueba nuestra hipótesis del marcador somático desde otro ángulo, usamos una tarea diseñada por Antoine Bechara, uno de mis alumnos de postgrado. Frustrado —como todos los investigadores— por la naturaleza artificial de gran parte de las pruebas neuropsicológicas experimentales, quería desarrollar un medio lo más parecido posible a la realidad para medir el desempeño en la toma de decisiones. La ingeniosa serie de tareas que imaginó, refinada después en el laboratorio por Hanna Damasio y Steven Anderson, llegó a conocerse en nuestro laboratorio, lo que era previsible, como «apuestas experimentales».[2] A diferencia de las aburridas manipulaciones de costumbre, el escenario para estos experimentos es pintoresco; tanto los individuos normales como los pacientes se entretienen, y la naturaleza de la investigación suele proporcionar episodios divertidos. Recuerdo a un consternado visitante que vino a mi despacho después de pasar por el laboratorio mientras se realizaba uno de esos experimentos. «¡Aquí se apuesta dinero!», me dijo en voz baja.

En el experimento básico, el sujeto, llamado «Jugador», se sienta frente a cuatro barajas de cartas etiquetadas A, B, C y D. Se le otorga un préstamo de dos mil dólares (dinero ficticio, pero igual al verdadero) y se le dice que el objetivo del juego es no perder el crédito y tratar de ganar lo más posible. Se dan vuelta las cartas, una por una, de cualquiera de los naipes, hasta que el experimentador interrumpe los movimientos. Así, el Jugador ignora cuántas cartas debe voltear para finalizar el juego. Se le dice también que con cada carta que voltea gana dinero, pero que de vez en cuando algunas lo forzarán a pagar cierta suma al experimentador. No se revela al principio ni la ganancia ni la pérdida que genera cada carta, ni su conexión con ningún naipe específico, ni el orden de aparición de cada carta. La suma por ganar o pagar con una carta cualquiera se aclara sólo después que esta ha sido volteada. No hay más instrucciones. No se revela la contabilidad de lo ganado o lo perdido y no se permite que el sujeto tome notas.

Cualquier carta de las barajas A y B paga cien dólares, en tanto que las barajas C y D sólo pagan cincuenta. Las cartas se voltean desde cualquier baraja, pero súbitamente ciertas cartas de los naipes A y B (las que pagan US$ 100) obligan a que el Jugador pague una gran suma, que a veces llega a mil doscientos cincuenta dólares. Asimismo, algunas cartas de los naipes C y D (que pagan US$ 50) también requieren que el Jugador pague, pero la suma es mucho menor, un promedio de menos de cien dólares. Esas reglas —no reveladas— se mantienen inmutables. El partido concluye después de cien jugadas, pero eso lo ignora el Jugador. Este no tiene forma de predecir, al principio, lo que va a suceder, ni tampoco puede llevar una contabilidad mental de las ganancias y pérdidas a medida que se desarrolla el juego. Tal como en la vida real —en que gran parte del conocimiento con que vivimos nos es dado fraccionadamente, a medida que crece la experiencia—, reina la incertidumbre. Nuestro conocimiento —y el del Jugador— se configura según el mundo con que interactuamos y según los sesgos propios de nuestro organismo: por ejemplo nuestra preferencia por el beneficio sobre las pérdidas, por el premio sobre el castigo, por el riesgo menor sobre el mayor.

Es interesante lo que hace la gente común en el experimento. Empieza por hacer un muestreo en los cuatro naipes, buscando pautas y pistas. Después, casi siempre —quizá atraída por la posibilidad de mayor recompensa en los naipes A y B—, prefiere las barajas más premiadas. Gradualmente, sin embargo, al cabo de unas treinta movidas, cambia su preferencia y se dedica a las barajas C y D. Se suele atener a esa estrategia hasta el final, aunque los jugadores más arriesgados en ocasiones pueden hacer nuevos muestreos en las barajas A y B sólo para volver al curso de acción que parece más prudente.

Los jugadores no tienen manera de calcular con precisión sus ganancias y pérdidas. Desarrollan más bien, poco a poco, una corazonada: intuyen que unas barajas, la A y la B, son más «peligrosas» que las otras. Uno podría pensar que intuyen que las menores penalidades de los naipes C y D les harán ganar en el largo plazo, a pesar del menor beneficio inicial. Sospecho que antes, y bajo la corazonada consciente, hay un proceso no consciente que formula gradualmente una predicción para cada movida, diciéndole al jugador, primero bajo pero después más alto, que castigo o gratificación están a punto de suceder si cierta carta es volteada. En resumen, dudo que se trate de un proceso única y totalmente consciente, o de uno única y por completo no-consciente. Al parecer el cerebro sólo puede operar temperadamente en la toma de decisiones con la cooperación de ambos procesos.

La conducta de los pacientes con daños frontales ventromediales fue muy esclarecedora en este experimento. En el juego de cartas hicieron algo parecido a lo que suelen hacer en la vida real desde que tienen la lesión, y muy diferente a lo que hacían antes del daño. Su conducta es diametralmente opuesta a la de los individuos normales.

Después de un muestreo general al comienzo, los pacientes con daño frontal voltearon sistemáticamente más cartas de los naipes A y B, y cada vez menos en las barajas C y D. A pesar de las mayores ganancias que percibían, las penalidades que tenían que pagar eran tan onerosas que a mitad del partido estaban quebrados y tenían que solicitar nuevos préstamos al experimentador. El caso de Elliot es especialmente interesante, porque aún se considera conservador y amante del menor riesgo y porque los sujetos normales que se consideraban jugadores arriesgados se desempeñaron de manera tan distinta y prudente. Además, al finalizar el juego, Elliot sabía cuáles barajas eran buenas y cuáles no. Cuando repetimos la experiencia algunos meses después, con barajas distintas etiquetadas de otra forma, Elliot siguió comportándose como en la vida real, persistiendo en sus errores.

Esta es la primera vez que se mide en laboratorio una contrapartida de las difíciles opciones de Phineas Gage en la vida real. Los pacientes con daño en el lóbulo frontal, cuya conducta y lesiones son comparables con las de Elliot, han mostrado un patrón similar en esta tarea.

¿Por qué razón esta tarea tiene éxito allí donde otras fracasan? Probablemente porque se parece tanto a la vida. La tarea se desarrolla en tiempo real y es igual a los juegos de cartas habituales. Propone recompensas y castigos e incluye abiertamente valores monetarios. Incita al sujeto a buscar ventajas, plantea riesgos y ofrece opciones, pero no dice cómo, cuándo o qué elegir. Está llena de incertidumbre y la única manera de minimizar esta incertidumbre es generar corazonadas, de cualquier manera, ya que es imposible una aritmética precisa.

Los mecanismos neuropsicológicos tras esta conducta son fascinantes, sobre todo en los pacientes con daño frontal. Era claro que Elliot se entregaba al juego, se mantenía atento, cooperador e interesado en los resultados. De hecho, quería ganar. ¿Qué lo hizo optar tan desastrosamente? Tal como en sus otras conductas, no podemos invocar falta de conocimiento ni de entendimiento de la situación. A medida que el juego progresaba, las premisas para optar iban estando disponibles. Se dio cuenta cuando perdió US$ l.000, ya que tuvo que pagar al examinador la multa correspondiente. Sin embargo, insistió en elegir las barajas de US$ 100, que le acarreaban gruesas pérdidas cada vez que lo penalizaban. No podemos siquiera sugerir que la continuación del juego requiriera de un exceso de memoria, porque los resultados —positivos o negativos— eran explícitos y frecuentes. A medida que se acumulaban las pérdidas, tanto Elliot como los otros pacientes frontales, tuvieron que recurrir a nuevos préstamos que indicaban claramente el curso negativo de sus jugadas. Y sin embargo todos insistieron en las opciones menos ventajosas durante más tiempo que cualquier otro grupo de sujetos observados en la tarea, más, incluso, que algunos pacientes con daños cerebrales en otras regiones.

Figura 9-2. Un gráfico de barras con resultados de las apuestas relativas a cada baraja. Los sujetos normales suelen preferir las barajas C y D. mientras que los pacientes con daños frontales hacen lo opuesto. Las diferencias son significativas.

Los pacientes con amplias lesiones en cualquier otra parte del cerebro —por ejemplo, fuera de los sectores prefrontales— pueden jugar y apostar igual que los normales con tal que vean y entiendan claramente las instrucciones; lo mismo sucede, incluso, con aquellos que tienen dificultades de lenguaje. Una paciente con una severa dificultad para asignar nombres, causada por una disfunción en la corteza temporal izquierda, jugó todo el partido argumentando —en voz alta, con su idioma quebrado, afásico— que no entendía de qué se trataba el asunto, y sin embargo el perfil de su desempeño no tuvo faltas. Eligió siempre sin vacilar la opción que le indicaba su racionalidad intacta.

¿Qué estaba sucediendo en el cerebro de los pacientes con daño frontal? A continuación, una lista de los mecanismos alternativos posibles:

  1. Ya no son sensibles al castigo como los sujetos normales, y sólo se los puede controlar con recompensas.
  2. Han desarrollado tal apetito de gratificación, que la pura presencia de un premio les hace desdeñar el castigo.
  3. Siguen siendo sensibles a premio y castigo, pero, puesto que ninguna de las dos alternativas contribuye a la marcación automática o al despliegue continuado de predicciones de resultados futuros, prefieren las opciones de gratificación inmediata.

Para deslindar entre esas posibilidades, Antoine Bechara desarrolló otra tarea, consistente en trastrocar el programa de recompensas y castigos. Ahora venía primero el castigo: pagos grandes o medianos con cada carta volteada, en tanto que los premios aparecían inesperadamente con algunas cartas. Igual que en el juego anterior, dos barajas generaban ganancias y las otras, pérdidas. En esta nueva tarea, Elliot y sus colegas con daño frontal se desempeñaron más o menos igual que los normales. En otras palabras, la idea de que fueran insensibles al castigo no podía ser correcta.

Otro fragmento de evidencia que pudimos aducir contra la teoría de la insensibilidad al castigo, provino de un análisis cualitativo del desempeño de los pacientes en la primera tarea. Los perfiles mostraron que inmediatamente después de verse obligados a pagar, los pacientes evitaban la baraja del caso, igual que los normales; pero después, al revés de los normales, retornaban a ella. Esto sugería que los pacientes seguían siendo sensibles al castigo, cuyos efectos, sin embargo, no parecían durar mucho, acaso porque el castigo no se conectaba con la formulación de predicciones adecuadas en relación con perspectivas futuras.

MIOPÍA ANTE EL FUTURO

Para un observador externo, los mecanismos descritos en la tercera hipótesis traducirían en estos pacientes una mayor preocupación por el presente que por el porvenir. Desprovistos de la marcación somática o de la mantención consciente de predicciones del futuro, estos pacientes son controlados sobre todo por perspectivas inmediatas y, de hecho, parecen insensibles al porvenir. Esto sugiere que las personas con daño frontal sufren de una exageración de lo que puede ser una tendencia normal básica: querer ahora y no apostar al futuro. Pero, mientras esa tendencia logra ser controlada por individuos normales y socialmente adaptados —especialmente en situaciones que importan en lo personal—, en pacientes con lesiones frontales llega a tener tal magnitud que sucumben fácilmente a la tentación inmediata. Podemos describir la condición como una «miopía ante el futuro», concepto que se ha propuesto para explicar la conducta de personas influidas por el alcohol y otras drogas. La ebriedad restringe, en efecto, el panorama de las perspectivas futuras, al punto que sólo el presente es procesado con claridad.[3]

Concluyendo, podemos decir que, a resultas de la lesión, en estos pacientes se descarta lo que sus cerebros han adquirido mediante la socialización y la educación. Uno de los rasgos humanos más distintivos es la capacidad de guiarse por prospectos futuros, más que por resultados inmediatos, algo que aprendemos durante la niñez. En los pacientes con lesiones frontales, el daño cerebral no sólo compromete el depósito del conocimiento de la pauta pertinente acumulada hasta entonces, sino que además disminuye la capacidad de adquirir nuevos conocimientos del mismo tipo. El único aspecto redentor de esas tragedias es la ventana que abren a la ciencia, como suele ser el caso en los daños cerebrales. Nos permite lograr alguna percepción de la naturaleza de los procesos perdidos.

Sabemos dónde están las lesiones que causan el problema. Sabemos algo sobre los sistemas neurales que están en las áreas dañadas. ¿Pero por qué la destrucción deroga súbitamente la consideración de las consecuencias futuras en el proceso de toma de decisiones? Algunas posibilidades surgen del análisis de los componentes del proceso.

Es concebible que las imágenes relativas a escenarios futuros sean débiles e inestables. Las imágenes se activarían, pero no se mantendrían en la consciencia el tiempo suficiente para desempeñar un papel en las estrategias adecuadas de razonamiento. En términos neuropsicológicos, esto equivale a decir que la memoria operativa y/o los mecanismos de atención ya no funcionan bien para imágenes relativas al futuro. Esta descripción funciona sin que importe si las imágenes se refieren al campo de los estados corporales o al de los hechos externos al cuerpo.

Otra descripción recurre a la idea de los marcadores somáticos. Aun si las imágenes de las consecuencias futuras fueran estables, la lesión de las capas corticales prefrontales ventromediales ocluiría la evocación de las pertinentes señales de estado somático (mediante un rizo corporal o un rizo «como si»), por lo que los escenarios futuros relevantes no serían marcados. Su significado no sería aparente, y su impacto en el proceso de toma de decisión se anularía o se vería fácilmente sobrepasado por el significado de perspectivas inmediatas. Puedo detallar esta descripción diciendo que posiblemente se pierde un mecanismo para generar automáticamente predicciones sobre la significación de un resultado futuro. En los sujetos normales que participaron en el experimento antes descrito, la significación se habría adquirido mediante repetidas exposiciones a distintas tasas de castigo y recompensa relativas a una baraja dada. En otras palabras, el cerebro asociaría cierto grado de bondad o maldad con cada naipe, A, B, C o D. El proceso básico sería no-consciente y consistiría en sopesar la frecuencia y magnitud de los estados negativos. La expresión neural de estos medios encubiertos y no-conscientes de razonamiento sería el estado somático sesgante. Tal proceso no parece darse en los pacientes con daño frontal.

Mi concepción actual combina las dos posibilidades. El factor decisivo es la activación de estados somáticos pertinentes. Pero también sospecho que el mecanismo estado-somático actúa como vigorizador para mantener y optimizar la memoria operativa y la atención sobre escenarios futuros. En pocas palabras, no puedes formular ni usar «teorías» adecuadas sobre tu mente o la de los demás si te falla algo como el marcador somático.

PREDICCIÓN DEL FUTURO: CORRELATOS FISIOLÓGICOS

Hanna Damasio sugirió una forma natural de completar estos experimentos. Su idea era monitorear la dermoconductividad de sujetos normales y de pacientes afectados por daños frontales durante los juegos. ¿De qué manera diferirían los comportamientos de ambos?

Antoine Bechara y Daniel Tranel empezaron a investigar el asunto haciendo jugar a pacientes y sujetos normales mientras estaban conectados al polígrafo. Así se reunieron dos series de datos: las continuas elecciones que los sujetos hacían a medida que progresaba el juego y el perfil de respuestas de conductividad dérmica que se generaba en el proceso.

El primer grupo de resultados entregó un perfil asombroso. Con cada castigo o recompensa condicionados por el volteo de la carta, tanto los sujetos normales como los afectados generaron respuestas dermoconductivas. En otras palabras, tanto los normales como los afectados mostraron respuestas dermoconductivas a los pocos segundos de recibir el premio o la penalidad. Esto es importante porque muestra, nuevamente, que los pacientes pueden generar respuestas de conductividad dérmica en ciertas condiciones, pero no en otras. Es patente que responden a estímulos que suceden ahora —una luz, un sonido, ganancia, pérdida—, pero que no responden si el gatillo es una representación mental de algo relacionado con el estímulo pero no disponible para la percepción directa. La primera impresión es que su predicamento es «fuera de la vista, fuera de la mente», como, adecuadamente, dice Patricia Goldman-Rakic al describir el defecto mnémicooperativo que resulta de una disfunción dorsolateral frontal. Sabemos, sin embargo, que en esos pacientes «fuera de la vista» puede ser «aún en la mente», sólo que no importa. Quizá una descripción más precisa sería «fuera de la vista y en la mente, pero no importa».

Durante el juego, después de una cantidad de movidas, los sujetos normales generaron una reacción muy interesante. Justo antes de elegir una baraja desventajosa —es decir, cuando los sujetos deliberaban sobre un naipe que el experimentador sabía negativo— produjeron una respuesta dermoconductiva cuya magnitud fue creciendo según el juego progresaba. En otras palabras, el cerebro de los sujetos normales gradualmente aprendía a predecir un mal resultado y señalaba la desventaja relativa de la baraja específica antes de la jugada.[4]

El que los sujetos normales no mostraran esa reacción al comienzo del juego, el que las respuestas fueran adquiridas de la experiencia, en el curso del tiempo, y el que su magnitud se acrecentara gradualmente a medida que aumentaba la cantidad de movidas positivas o negativas, indicaba claramente que el cerebro de los sujetos normales aprendía algo importante acerca de la situación e intentaba señalar anticipadamente lo que podía ser desventajoso en el porvenir

Si la presencia de esas respuestas en los sujetos normales resultaba fascinante, mucho más lo fue ver los registros de los pacientes con daño frontal: los pacientes no mostraron absolutamente ninguna respuesta anticipatoria, ningún signo de que su cerebro desarrollara una percepción previa de un resultado futuro positivo o negativo.

Quizás más que ningún otro resultado, éste demuestra tanto la condición en sí como una parte significativa de la neuropatología subyacente en estos pacientes. Los sistemas neurales que les habrían permitido aprender qué evitar o preferir funcionan mal y son incapaces de desarrollar respuestas adecuadas ante una situación nueva.

Todavía no sabemos cómo se desarrolla la predicción de resultados negativos en nuestro experimento. Uno se pregunta si acaso los sujetos hacen una estimación cognitiva de bondad versus maldad para cada baraja, y conectan automáticamente esa corazonada con un estado somático de significación maligna, el que, a su vez, empieza a operar como señal de alarma. Conforme a esta fórmula, el razonamiento, una estimación cognitiva, precede a la señal somática; pero la señal somática sigue siendo el componente crucial de la implementación, porque sabemos que los pacientes no pueden operar «normalmente» aunque sepan qué barajas son malas y cuáles son buenas.

Hay, sin embargo, otra posibilidad. Postula que una estimación encubierta, no consciente, precede a cualquier proceso cognitivo sobre el tópico. Las redes prefrontales apuntarían directamente a la razón positiva vs. negativa de cada baraja, sobre la base de la frecuencia de buenos y malos estados somáticos experimentados después del castigo y la recompensa. El sujeto, asistido por esta selección automática, sería «ayudado a pensar» en las ventajas y desventajas de cada naipe, esto es, se vería guiado hacia una teoría del juego. Los sistemas regulatorios corporales básicos prepararían el terreno para los procesos conscientes y cognitivos. Sin esa preparación, la comprensión de lo que es bueno o malo o no llegaría nunca o llegaría tarde y sería muy escasa.