UNO

DISGUSTO EN VERMONT

PHINEAS P. GAGE

Es el verano de 1848 en Nueva Inglaterra. Phineas P. Gage, veinticinco años, capataz de construcción, está a punto de desmoronarse y caer de la abundancia a la miseria. Un siglo y medio después su caída sigue teniendo abundantes significados.

Gage trabaja para los Ferrocarriles Rutland y Burlington y está a cargo de un grupo numeroso de hombres, una «cuadrilla» como se llama, cuya tarea es colocar rieles, para extender el servicio de trenes hasta Vermont. En las últimas dos semanas, los hombres, avanzando lentamente hacia el poblado de Cavendish, han llegado a la ribera de Black River. El trabajo es pesado: el terreno es desigual en todas direcciones, cubierto de durísimas rocas estratificadas; en vez de sortearlas continuamente con desvíos, las vuelan con dinamita para estirar una línea más recta y nivelada. Gage supervisa la faena con eficiencia. Es un tipo atlético, de un metro setenta de estatura, y sus movimientos son rápidos y precisos; caricatura de yanqui, es una especie de joven James Cagney que zapatea con donaire y fuerza, encima de rieles y durmientes.

Sin embargo, los jefes de Gage lo consideran algo más que un obrero físicamente dotado. Afirman que es «el más eficiente y capaz» de sus empleados.[1] Gran virtud, ya que la labor exige habilidad e intensa concentración, especialmente cuando llega el momento de preparar las detonaciones. Hay que seguir puntualmente varios pasos, en el orden correcto. Primero, se hace un agujero en la roca; se embute una espoleta y después la pólvora, y se tapa con arena que se aprieta con cuidadosos golpes, dados con una barra de fierro. Finalmente, hay que encender la mecha. Si todo marcha bien, la pólvora explota hacia la piedra; la arena es esencial, porque sin su protección el estallido reventaría hacia afuera de la roca. La forma de la barra, y su manejo, también son importantes. Gage, que se ha hecho fabricar una herramienta especial, es un virtuoso del asunto.

Ahora viene el incidente que nos interesa. Son las cuatro y media de una tarde tórrida; Gage acaba de poner la pólvora y la espoleta en un agujero en la piedra; un subalterno le ayuda a cubrirlas con arena. Atrás, alguien grita, Gage se vuelve para mirar por encima de su hombro derecho; se distrae por un instante brevísimo y, antes que su ayudante ponga la arena, empieza a apisonar la pólvora con la barra. De pronto salta una chispa en la piedra y la carga de dinamita le revienta[2] en la cara.

La explosión es tan brutal que la cuadrilla entera se queda paralizada. Necesitan algunos segundos para entender lo que pasa: la roca sigue intacta a pesar del colosal reventón. Un sonido sibilante atraviesa el aire, como si volara un cohete, pero no es un fuego de artificio: la barra perfora la mejilla izquierda de Gage, le traspasa la base del cráneo, atraviesa la zona frontal del cerebro y sigue disparada, destrozándole la parte superior de la cabeza. Cubierta de sangre y fragmentos de cerebro, la barra cae a treinta metros de distancia. Phineas Gage está en el suelo. Aturdido, en la tarde asoleada, calla, pero está despierto. Igual que nosotros, impotentes espectadores.

El 20 de septiembre, una semana después, los titulares del Daily Courier y el Daily Journal de Boston dirán, predeciblemente: «Horrible Accidente». El 22, el Vermont Mercury estampará, curiosamente, «Maravilloso Accidente». Con mayor exactitud, la primera plana del Boston Medical and Surgical Journal rezará: «Barra de hierro atraviesa cabeza». Leyendo los flemáticos reportajes, uno tiende a pensar que los periodistas estaban familiarizados con los relatos horripilantes y extraños de Edgar Allan Poe. Acaso era así, aunque es poco probable: los cuentos terroríficos de Poe eran populares entonces; el escritor, desconocido, morirá un año después, en la inopia. Quizá lo espantoso esté en el aire.

El reportaje clínico de Boston destaca la sorpresa del cuerpo médico por la supervivencia de Gage, que debería haber muerto instantáneamente; dice: «inmediatamente después del estallido Gage cayó de espaldas»; algo más tarde tuvo «movimientos convulsivos en las extremidades, pudiendo hablar a los pocos minutos»; los obreros (que le tenían mucho afecto) lo llevaron en brazos hasta la ruta, distante una veintena de metros, y lo subieron a una carreta que lo transportó un kilómetro, hasta el hotel de Joseph Adams; Gage estuvo sentado, muy erguido, todo el trayecto y después «se bajó de la carreta por sí mismo, ayudado por algunos de sus hombres».

Adams es dueño del hotel y la taberna, además de juez de paz del poblado de Cavendish. Más alto que Gage, le dobla en peso y es tan solícito como sugiere su aspecto falstafiano. Se acerca al herido y de inmediato ordena llamar al doctor John Harlow, uno de los médicos del pueblo. Mientras espera, supongo que dice, «pero señor Gage, ¿qué está pasando?» y, quizá «Ay, ay, ay, ¡cuánto tenemos que sufrir!». Incrédulo, mueve la cabeza y conduce a Gage hasta el rincón sombreado de la galería del hotel, que es descrito como una «piazza», lo que sugiere erróneamente un espacio amplio y abierto; en verdad es sólo un portal, y quizá allí Adams ofrece a Phineas Gage una limonada o un vaso de sidra.

Ha pasado una hora desde la explosión. El sol cae en el horizonte y el calor es más tolerable. Llega el doctor Edward Williams, colega más joven de Harlow. Años después describirá la escena como sigue: «Cuando llegué, Gage estaba sentado en una silla, en la galería del hotel de Adams, en Cavendish; me dijo “Doctor, aquí hay trabajo para usted”. Había visto la herida antes de bajar del coche, ya que las pulsaciones del cerebro eran patentes, pero sólo pude detallar su aspecto después del examen. La parte superior de la cabeza parecía un embudo invertido; en los bordes de la lesión, había pedazos de hueso; la apertura a través del cráneo e integumentos tenía unos tres centímetros de diámetro, y la herida parecía producida por un objeto en forma de cuña, que hubiera perforado de abajo hacia arriba. Mientras le examinaba la cabeza, Gage contaba a los mirones cómo había sucedido el accidente; se expresaba con tanto juicio que le hice directamente las preguntas del caso, en lugar de plantearlas a los testigos que lo acompañaban. Me relató, como haría muchas veces en años posteriores, algunos detalles del percance. Estoy en condiciones de afirmar que en ningún momento, entonces o después, advertí en él algún síntoma de irracionalidad, excepto en una ocasión, a dos semanas del accidente, en que insistía en decirme John Kirwin, a pesar de lo cual me contestaba correctamente todas las preguntas».[3]

La supervivencia es más increíble todavía si se considera la forma y peso de la barra. Henry Bigelow, profesor de cirugía de Harvard, la describe así: «El fierro que atravesó el cráneo pesa seis kilogramos. Mide un metro con diez centímetros, y tres centímetros de diámetro. El extremo que penetró primero es aguzado, y la punta tiene un largo de veinte centímetros y un diámetro de cinco milímetros, lo que posiblemente salvó la vida del paciente. La estaca no se parece a ninguna otra y fue hecha especialmente para su dueño por un herrero del vecindario».[4] Gage trabaja con seriedad y cuida la calidad de sus herramientas.

Todo el episodio es sorprendente: sobrevivir a una explosión como ésa, y poder, a pesar de una enorme herida en el cráneo, hablar, caminar y ser coherente de inmediato, resulta caso increíble. Más asombroso aún es que Gage haya resistido la inevitable infección que se presentó en la herida, cuyos peligros Harlow conoce muy bien. Aunque en esos tiempos no hay antibióticos, el médico, con los productos químicos a su alcance, limpiará vigorosa y regularmente la llaga, y mantendrá al paciente en una posición inclinada para drenarla mejor. Gage tendrá un absceso —que Harlow quitará prestamente con su escalpelo— y fiebre alta, pero su contextura robusta y juvenil superará todos los inconvenientes. Como dirá Harlow: «Yo lo curé; Dios lo sanó».

El paciente será dado de alta en menos de dos meses. Sin embargo, ese increíble desenlace pierde relieve si se lo compara con el vuelco extraordinario que se producirá en la personalidad de Gage. Sus sueños, ambiciones, apetencias y desapetencias, están por cambiar. El cuerpo de Gage está vivo y bien, pero un nuevo espíritu lo anima.

GAGE YA NO ERA GAGE

Podemos saber aproximadamente lo que pasó revisando el informe clínico que Harlow preparó veinte años después del accidente.[5] Es un texto confiable, abundante en hechos y escaso en interpretaciones, escrito con buen criterio humano y neurológico, que permite dibujar un perfil aproximado de Gage y de su médico. John Harlow era profesor de escuela antes de ingresar a la facultad de medicina Jefferson, en Filadelfia, y hacía pocos años que ejercía la profesión cuando le tocó el caso que se habría de convertir en la obsesión de toda su vida; sospecho que lo hizo investigar y transformarse en erudito, lo que seguramente no estaba en sus planes cuando empezó a practicar medicina en Vermont. Es posible que sanar a Gage y transmitir el resultado de sus investigaciones a sus colegas de Boston fueran los momentos culminantes de su carrera, aunque oscurecidos por la nube que amenazaba de manera irrevocable a su paciente.

La narración de Harlow describe la sorprendente recuperación física de Gage, que podía ver, oír y palpar, sin sufrir parálisis en ninguno de sus miembros ni en la lengua. Había perdido acuidad en la visión del ojo izquierdo, pero el derecho estaba intacto. Caminaba con firmeza, movía las manos con habilidad y no presentaba dificultades lingüísticas ni idiomáticas. Sin embargo, nos dice Harlow, se destruyó «el equilibrio entre sus facultades intelectuales y sus inclinaciones animales». Los cambios se hicieron patentes apenas terminó la fase aguda de su lesión cerebral. Ahora era «impredecible, irreverente, dado a las expresiones más groseras (lo que antes no había sido su costumbre), manifestaba poca o ninguna deferencia hacia su prójimo; incapaz de contenerse o de aceptar un consejo si se oponía a sus deseos inmediatos, mostraba, junto a úna porfiada obstinación, una conducta caprichosa y vacilante; fantaseaba con un futuro improbable, armando castillos en el aire que abandonaba apenas esbozados. Niño en sus manifestaciones y capacidades intelectuales, tenía las pasiones animales de un adulto fuerte». Se recomendaba a las damas no acercarse para evitar ser insultadas por su lenguaje vulgar. Las enérgicas admoniciones de Harlow no tuvieron ningún efecto.

Los nuevos rasgos de Gage contrastaban agudamente con los «hábitos temperados» y «considerable fuerza de voluntad» que lo habían destacado en el pasado. Solía tener una «mente bien equilibrada», y se lo consideraba «un personaje inteligente y hábil, muy persistente y enérgico en la consecución de sus objetivos». No hay duda de que, en el contexto de su época y ocupación, era exitoso. Su personalidad cambió tan brutalmente que parientes y amigos apenas lo reconocían. Con tristeza, veían que «Gage ya no era Gage». Tanto así, que sus empleadores lo despidieron poco después que retornó al trabajo, porque consideraron que «el cambio en su actitud era tan marcado que no era posible emplearlo nuevamente en su puesto». El problema no estaba en sus aptitudes físicas ni en su destreza, sino en su nuevo carácter.

La desintegración prosiguió sin pausa. Incapacitado para ejercer de capataz, Gage empezó a trabajar en un harás. No duraba mucho en ninguna parte, ya que se largaba a la primera de cambio, cuando no lo echaban a la calle por indisciplina. Como dice Harlow, «era muy bueno para encontrar trabajos que no le convenían». Entonces empezó su carrera como atracción circense; fue presentado como fenómeno en el circo Barnum de Nueva York, en un espectáculo en que mostraba sus heridas y la barra de marras. (Según Harlow, no se desprendía jamás de la herramienta porque —rasgo novedoso y algo fuera de lo común— se había apegado intensamente a cosas y animales. He notado con frecuencia esa característica, que podríamos llamar «conducta de coleccionista», en las personas que han sufrido lesiones cerebrales parecidas, o en individuos autistas).

Los circos de entonces —mucho más que hoy en día— capitalizaban las crueldades de la naturaleza: las diversidades endocrinas incluían enanos, la mujer más gorda del mundo, el hombre más alto, el que tenía la mandíbula más grande; las variaciones neurológicas se componían de muchachos con piel de elefante (neurofibromatosis), y por último, Gage (podemos imaginarlo), trocando su miseria por oro, en esa compañía fellinesca.

Otro golpe teatral se produce a los cuatro años del accidente: Gage parte a Sudamérica; cuida caballos y guía diligencias entre Santiago y Valparaíso. Poco más se sabe de su vida de expatriado, excepto que en 1859 su salud empieza a deteriorarse.

Retornó a los Estados Unidos en 1860, y vivió con su madre y hermana, que entretanto se habían mudado a San Francisco. Consiguió empleo en una granja, en Santa Clara, pero no duró mucho tiempo. Se desplazaba continuamente, trabajando de manera esporádica en la zona de la bahía. Privado de independencia, era incapaz de conservar un trabajo seguro y remunerativo. El fin de la caída se acercaba.

Imagino que el San Francisco de 1860 era un lugar bullicioso, lleno de emprendedores aventureros que se afanaban en la minería, la agricultura y la navegación mercante. En torno a esas actividades encontramos a la madre y a la hermana de Gage —esta última casada con un próspero comerciante de la ciudad (D. D. Shattuck, abogado)—; quizás estaba bien que con ellas estuviese el viejo Phineas Gage. Pero no lo hallaremos allí si viajamos en el tiempo. Seguramente no estará relacionado con los jefes de la industria, sino bebiendo y alborotando en algún distrito de pésima reputación, asustado como cualquier otro cuando se mueve la placa subterránea y la tierra tiembla, amenazante. Ha resbalado hasta el montón de los derrotados que vienen, según dijera Nathanael West, más al sur, algunas décadas después, «a California a morir».[6]

La escasa documentación disponible sugiere que Gage desarrolló ataques epilépticos. El fin llegó el 21 de mayo de 1861 después de una enfermedad que duró poco más de un día. Una primera convulsión lo dejó inconsciente; siguió una serie de espasmos, casi sin solución de continuidad. No recuperó nunca la lucidez. Creo que fue víctima de un status epilepticus, condición en que los ataques se suceden casi continuamente y desembocan en la muerte. Tenía entonces treinta y ocho años y su desaparición pasó inadvertida.

¿POR QUÉ PHINEAS GAGE?

¿Por qué razón esta lamentable historia es digna de ser contada? ¿Cuál puede ser su significado? La respuesta es sencilla. Mientras otros casos de lesión cerebral, ocurridos en esa época, revelaron a los investigadores que el cerebro era fundamento del lenguaje, de la percepción y de las funciones motoras, entregando con frecuencia detalles más concluyentes, en el caso de Gage se discernía un hecho sorprendente: de alguna manera, había en el cerebro sistemas especializados en el razonamiento, específicamente en sus dimensiones personales y sociales. Un daño cerebral podía producir malos modales e incumplimiento de ciertas normas éticas necesarias para la convivencia civilizada, aún cuando se mantuvieran intactas las funciones intelectuales y verbales. Sorpresivamente, el ejemplo de Gage indicaba que alguna parte del cerebro controla ciertas características típicamente humanas, entre ellas la capacidad de hacer proyectos adecuados en un medio social complejo, el sentido de responsabilidad hacia uno mismo y los demás y la habilidad para planificar la propia supervivencia con pleno ejercicio del libre arbitrio.

Lo más sorprendente de esta desagradable historia es la discrepancia en la estructura de personalidad de Gage antes y después del accidente. Su normalidad se vio interrumpida por rasgos funestos que no desaparecieron jamás. Había sabido todo lo necesario para optar adecuadamente y ascender en la vida; tenía un marcado sentido de responsabilidad personal y social que se reflejaba en la forma como había logrado avanzar en su carrera profesional; era puntilloso en el trabajo y despertaba admiración en colegas y empleadores. Perfectamente adaptado a la sociedad, al parecer actuaba de manera escrupulosa y ética. Después del accidente se convirtió en un individuo irrespetuoso y amoral, cuyas decisiones no cuidaban sus intereses más elementales; se dio a inventar cuentos que «sólo nacían de su fantasía», según dice Harlow. El futuro no le interesaba y era absolutamente incapaz de preverlo.

Las alteraciones de su personalidad no fueron sutiles. Elegía siempre mal y —a diferencia de las personas disminuidas que toman decisiones timoratas y superficiales— optaba por alternativas claramente catastróficas. Gage se aplicó a destruirse. Quizá su escala de valores había cambiado, o sus preferencias anteriores ya no podían influir en sus decisiones. No hay indicios suficientes que permitan discernir la verdad, pero mis investigaciones con pacientes que han sufrido el mismo tipo de lesión me han convencido de que ninguna de las dos explicaciones describe lo que realmente sucede; una zona determinada del sistema de valores, que puede ser usada en términos abstractos, parece intacta, pero está desconectada de las situaciones reales. Cuando los Phineas Gage de este mundo se mueven en la realidad concreta, los conocimientos anteriores apenas influyen en su proceso de toma de decisiones.

Otro aspecto importante de la historia de Gage es la discrepancia entre la personalidad degenerada y la integridad de varias herramientas de la mente, atención, percepción, memoria, lenguaje, inteligencia. En este tipo de desacuerdo, conocido en neuropsicología como disociación, una o más actividades se oponen al resto. Quienes tienen lesiones en otras zonas del cerebro pueden ver disminuida solamente su capacidad verbal, mientras su personalidad y otros aspectos cognitivos siguen intactos. En esos casos decimos que el lenguaje es la habilidad disociada. En el caso de Gage, la disociación afectaba el carácter, manteniéndose incólumes la cognición y la conducta. Estudios posteriores verifican la constante reedición de esa característica en pacientes con lesiones similares.

Si bien hacia 1868 Harlow se vio forzado a aceptar que los cambios de personalidad de su paciente eran irreversibles, luchó durante años contra esa convicción. Le debió resultar difícil admitir que las alteraciones no se pudieran corregir y es comprensible que así fuera: lo más inaudito del episodio era que Gage sobreviviera sin una sintomatología manifiesta, parálisis, por ejemplo, o pérdida de visión y memoria. De algún modo, esas limitaciones del paciente parecían insultar a la Providencia y la medicina.

En la incipiente comunidad científico-neurológica de aquellos tiempos nacían dos tendencias antagónicas: afirmaba la primera que ciertas funciones psíquicas —como la memoria o el lenguaje— no podían ser asignadas a zonas específicas del cerebro; si era imprescindible aceptar, con recelo, que éste generaba la «mente», había que aclarar que lo hacía como un todo y no como un ensamblaje de partes. A la inversa, la segunda postulaba que el cerebro poseía zonas especializadas que daban lugar a funciones mentales discretas. La brecha entre los dos campos no sólo muestra lo incipiente de la investigación neurológica; las discusiones duraron un siglo y, hasta cierto punto, siguen hoy entre nosotros. Esa desavenencia explica que, si bien se tomó debida nota de la recuperación de Gage —con la reticencia necesaria en toda manifestación teratológica—, el significado profundo de sus alteraciones pasara básicamente inadvertido.

Los debates científicos motivados por el caso Gage, si los hubo, se concentraron en buscar la localización de los centros cerebrales responsables de la motricidad y el lenguaje. La discusión jamás conectó la indocilidad del sujeto con la lesión en el lóbulo frontal; lo cual me recuerda un dicho de Warren McCulloch: «Cuando señalo, no me miren el dedo sino el objeto a que apunto». (McCulloch, neurofisiólogo legendario, pionero del campo que luego sería la ciencia neurocomputacional, era también augur y poeta. El dicho solía formar parte de una profecía). Volviendo al caso: nadie miró nunca hacia dónde apuntaba inconscientemente Gage. En aquella época se podía aceptar que las zonas del cerebro responsables de las actividades cardíacas y respiratorias no habían sido dañadas por la barra; que las que controlan la vigilia estaban intactas y que la herida no sumergiera a Gage en la inconsciencia por un lapso prolongado (el episodio anticipaba lo que hoy sabemos por el estudio de las contusiones craneanas: el tipo de lesión es una variable crítica. Un golpe violento en la cabeza puede producir una perturbación grave y prolongada de la vigilia, aunque la caja craneana no sufra fracturas; la fuerza del impacto desorganiza profundamente las funciones cerebrales. Una herida punzante, cuya fuerza no sea expansiva pero se concentre en un punto —que no comprima el cerebro contra el cráneo— puede provocar una disfunción sólo en el lugar dañado, sin afectar el funcionamiento del cerebro en otras localizaciones). Pero nadie tenía entonces los conocimientos ni el coraje necesarios para mirar en la dirección adecuada. Entender el cambio conductual de Gage suponía creer que la conducta social normal requiere de la cooperación de una zona particular del cerebro, concepto impensable en la época, mucho más que su equivalente para la motricidad, los sentidos o el lenguaje.

De hecho, el caso de Gage fue utilizado por los que no aceptaban que ciertas actividades mentales podían estar relacionadas con zonas específicas del cerebro. Postulaban —basados en una comprensión superficial de los indicios médicos— que, si una contusión de ese tipo no producía parálisis o impedimentos verbales, era obvio que ni el control del lenguaje ni el de la locomoción se relacionaban con los centros relativamente pequeños de la motricidad y el habla identificados ya por los neurólogos. Argumentaban —crasamente equivocados, como veremos— que la lesión de Gage había dañado directamente esos centros.[7]

El fisiólogo británico David Ferrier fue uno de los pocos que se dieron el trabajo de analizar los hallazgos eficaz y sabiamente.[8] Su experiencia en otros casos de lesión cerebral con cambios conductuales, así como sus experimentos en la estimulación eléctrica de la corteza cerebral de animales, lo situaban en una posición única para medir los descubrimientos de Harlow. Concluyó que la lesión no había dañado los «centros» motores o verbales, sino la zona que él mismo llamó corteza prefrontal, que esto causó finalmente los cambios del comportamiento de Gage, a los que se refería, pintorescamente, como «degradación mental». Es probable que Harlow y Ferrier —cada uno en su pequeño mundo— sólo escucharan palabras de aliento de parte de los seguidores de la frenología.

UNA DIGRESIÓN SOBRE FRENOLOGÍA

Lo que más tarde se conocería como frenología comenzó llamándose organología, y fue iniciado por Franz Joseph Gall a fines del siglo XVIII. Primero en Europa, donde conoció un succès de scandale en los círculos intelectuales de Viena, Weimar y París, y después en América —donde fue introducida por el discípulo y otrora amigo de Gall, Johann Caspar Spurzheim—, la frenología se presentaba como una curiosa mescolanza de nociones elementales de psicología y neurociencia, todo ello junto a conceptos de filosofía práctica. Tuvo notable influencia en las ciencias y humanidades a lo largo del siglo diecinueve, a pesar que ese influjo no fue reconocido y que los influidos se distanciaron cuidadosamente del movimiento.

Algunas de las ideas de Gall son bastante asombrosas para su época. Sin eufemismos, decía que el cerebro era el órgano del espíritu; con no menos seguridad, afirmaba que era una agregación de varios órganos, cada uno dotado de facultades psicológicas específicas. No sólo se distanció del pensamiento dualista en boga —que separaba de modo tajante biología y mente— sino que intuyó correctamente que el cerebro constaba de partes distintas, especializadas en funciones discretas.[9] Intuición formidable, confirmada en nuestro tiempo. Sin embargo —y sin que ello sea motivo de sorpresa— no advirtió que cada zona separada no funciona por sí misma, sino que contribuye al funcionamiento de sistemas más complejos; no se puede culpar a Gall por esa incomprensión. La interpretación «moderna» de la cuestión ha tardado cerca de doscientos años en ser plasmada. Hoy podemos decir con confianza que no hay «centros» únicos de la visión, el lenguaje o la racionalidad y la conducta social. Existen «sistemas,» compuestos de distintas unidades cerebrales interconectadas; anatómicamente (no funcionalmente), esas singularidades cerebrales no son otra cosa que los «centros» que postulaba la teoría frenológica, dedicados por cierto a algunas operaciones que se pueden considerar separadas y que constituyen la base de las funciones cerebrales. También sabemos que estas unidades colaboran con distintos componentes a la operación general del sistema, no siendo por lo tanto intercambiables. Eso es muy importante: lo que determina la contribución de una determinada unidad a la operatividad del sistema al cual pertenece no es sólo su estructura peculiar, sino su lugar en el conjunto.

La localización de la unidad es fundamental; por ese motivo hablaré frecuentemente de neuroanatomía —o anatomía del cerebro— e identificaré las diferentes regiones cerebrales; incluso pediré al lector que soporte la repetición de sus nombres y los de otras zonas con las cuales están interconectadas. Me referiré en múltiples ocasiones a la presunta función de áreas determinadas, pero dichas alusiones se deben considerar en el contexto de los sistemas a que pertenecen esas regiones. No me estoy deslizando en la trampa de la frenología. En términos sencillos: la mente resulta de la actividad discreta de cada uno de los distintos componentes y de la operación concertada de los múltiples conjuntos que conforman.

Si bien debemos premiar a Gall por su concepción de la especialización cerebral —indudablemente una idea notable, dados los escasos conocimientos de su tiempo—, debemos culparlo por haber inspirado en los neurólogos y fisiólogos del siglo diecinueve la falsa noción de «centros cerebrales». También merece crítica por ciertos postulados desaforados de la frenología, como por ejemplo que cada «órgano» separado del cerebro otorga facultades mentales directamente proporcionales a su tamaño, o que todos los órganos y sus facultades correspondientes son innatos. La noción de que el volumen es un indicador de la «potencia» o «energía» de una determinada aptitud mental es cómicamente errónea, a pesar que ciertos neurocientistas contemporáneos no han dejado de usar precisamente este concepto en sus trabajos. Un corolario de ese postulado —o por lo menos lo que muchos piensan cuando les mencionan el término— es que los órganos pueden ser identificados por protuberancias aparentes en el cráneo. En cuanto a la noción de que las facultades y los órganos son innatos, se puede percibir su influencia a lo largo de todo el siglo diecinueve en la literatura y en otras actividades; la magnitud de su error se discutirá en el capítulo 5.

La conexión entre la frenología y el caso de Phineas Gage merece una consideración especial. Durante la búsqueda de evidencias para el caso, el psicólogo M. B. MacMillan[10] descubrió la pista de un tal Nelson Sizer —personaje de los círculos frenologistas de la época, que dictó conferencias en Nueva Inglaterra y visitó Vermont a comienzos de los cuarenta, antes del accidente de Gage— que conoció a Harlow en 1842. En un libro bastante aburrido, Sizer escribe que «Harlow era entonces un médico joven que asistió como miembro del comité a nuestras charlas sobre frenología en 1842». Hubo, en esos tiempos, varios seguidores de la frenología en las escuelas de medicina del este de los Estados Unidos, y Harlow conocía sus ideas. Probablemente oyó hablar del asunto en Filadelfia, una especie de paraíso frenológico, o en Boston y New Haven, lugares en los cuales Spurzheim —llegado en 1832, poco después de la muerte de Gall— se había convertido en una sensación local como caudillo científico. Nueva Inglaterra festejó al desventurado Spurzheim con tal intensidad que lo llevó a la tumba. Su prematura desaparición se produjo en cosa de semanas, si bien le siguió una muestra de gratitud: la misma noche del funeral se fundó la Sociedad Frenológica de Boston.

Es dudoso que Harlow haya escuchado alguna vez a Spurzheim, pero seduce saber que recibió por lo menos una lección de frenología de boca de Sizer, cuando éste pasó por Cavendish (donde se alojó —por supuesto— en el hotel de Adams). Este influjo podría explicar muy bien la audaz conclusión de Harlow de que la transformación de Gage se debió a una lesión cerebral específica y no a una reacción general ante el accidente. Curiosamente, Harlow no sustenta sus interpretaciones en la frenología.

Sizer volvió a Cavendish (y nuevamente se hospedó en el hotel de Adams, y en la habitación donde se mejoró Gage, por supuesto), y es indudable que estaba familiarizado con la historia del amigo Phineas. Lo menciona cuando escribió su libro de frenología, en 1882: «Revisamos la historia del caso (el informe de Harlow) en 1848, con interés intenso y afectuoso, sin olvidar que el desdichado paciente estuvo alojado en el mismo hotel y en la misma habitación».[11] La conclusión de Sizer fue que la estaca había pasado «por el vecindario de la Benevolencia y la parte delantera de la Veneración». ¿Benevolencia y Veneración? Por cierto que no eran monjas de algún convento carmelita. Eran «centros frenológicos», «órganos» del cerebro. Otorgaban a las personas una adecuada conducta social, amabilidad, respeto por los demás. Si se está equipado con este tipo de conocimiento, es posible entender el diagnóstico final de Sizer: «Su órgano de la Veneración parecía estar dañado, de lo que resultaba la vulgaridad de su expresión». ¡Qué sagaz!

UN HITO EN RETROSPECTIVA

Es indudable que la alteración en la personalidad de Gage se debió a una lesión circunscrita a una zona específica del cerebro. Sin embargo esa explicación no sería patente hasta dos décadas después del episodio y se tornó vagamente aceptable sólo en este siglo. Durante mucho tiempo casi todos creyeron —incluso Harlow— que «la porción perforada era, por diferentes motivos, la más capaz, de toda la sustancia cerebral, de resistir una lesión de ese tipo»:[12] en otras palabras, era una zona del cerebro que no hacía gran cosa y por ende descartable. Nada más lejano a la verdad, como el mismo Harlow llegó a entender. Escribió en 1868 que la recuperación mental del paciente «era parcial, ya que sus facultades intelectuales estaban claramente disminuidas, si bien no totalmente perdidas; nada parecido a demencia, pero sus manifestaciones se debilitaron: sus operaciones mentales eran típicamente correctas, pero desajustadas en intensidad o cantidad». La moraleja tácita era que la observancia de la convención social, el comportamiento ético y la capacidad de tomar decisiones conducentes a la supervivencia y el progreso personal no sólo requerían el conocimiento de ciertas normas y estrategias, sino la integridad de sistemas específicos del cerebro. Pero la moraleja tenía la dificultad de carecer de pruebas que la sustentaran definitiva y comprensiblemente, lo que la convirtió en un misterio, que nos ha llegado como el «enigma» de la función del lóbulo frontal. En último término, Gage planteaba más preguntas que respuestas.

Para empezar, sólo sabíamos que la lesión cerebral de Gage estaba probablemente en el lóbulo frontal. Eso es más o menos como decir que Chicago está en los Estados Unidos; verdadero pero no muy específico ni provechoso. Suponiendo que el daño afectara el lóbulo frontal, ¿en qué lugar preciso de la región estaba? ¿En el lóbulo izquierdo? ¿En el derecho o en ambos? ¿En otro lugar, además? Como veremos en el próximo capítulo, las nuevas tecnologías nos han ayudado a desentrañar el acertijo.

Además de lo anterior, estaba la naturaleza del defecto de Gage. ¿Cómo se había desarrollado su anormalidad? La causa inmediata, por supuesto, era un agujero en su cabeza, pero eso sólo indica por qué, no cómo surgió la deficiencia. ¿Tendría las mismas consecuencias un forado en cualquier parte del lóbulo frontal? Cualquiera sea la respuesta, ¿en qué forma puede la rotura de una región cerebral cambiar la personalidad? Si existen zonas específicas en el lóbulo frontal, ¿de qué están hechas y cómo operan en un cerebro intacto? ¿Conforman quizá algún tipo de «centro» de la conducta social? ¿Se trata de módulos seleccionados a lo largo del proceso evolutivo, cargados de algoritmos resolutorios, listos para decirnos cómo razonar y qué decisiones adoptar? ¿De qué manera esos módulos —si los hay— interactúan con el medio ambiente, durante el desarrollo, permitiendo el razonamiento y la adopción normal de decisiones? ¿O no existen dichos módulos?

¿Cuáles eran los mecanismos responsables de la incapacidad de Gage para tomar decisiones apropiadas? Probablemente se había destruido el conocimiento necesario para la resolución razonable de ciertos problemas, o estaba ocluido el acceso a ese conocimiento, lo que lo incapacitaba para pensar adecuadamente. También es posible que dicho conocimiento estuviera intacto y asequible, pero se hubieran dañado las estrategias racionales. Si ése era el caso, ¿qué secuencias racionales faltaban? Más al punto: ¿cuáles son los pasos supuestamente normales? Y si tenemos la suerte de vislumbrar algunos, ¿cuáles son sus apoyos neurales subyacentes?

Todas esas preguntas son interesantes, pero no tienen la importancia de las pertinentes al estatus de Gage como ser humano. ¿Puede decirse que tuviera libre arbitrio? ¿Tenía un concepto claro del bien y del mal o era víctima de su nuevo diseño cerebral, de manera que las decisiones se le imponían de modo inevitable? ¿Era responsable de sus actos? Si nos inclinamos por la negativa, ¿qué nos enseña esto sobre la responsabilidad en términos más amplios? Estamos rodeados de Phineas Gages, de gente cuya caída de la gracia social resulta perturbadoramente parecida. Algunos presentan daño cerebral por crecimientos tumorales, heridas en la cabeza, u otras afecciones neurológicas. Y hay los que no tienen una enfermedad neurológica evidente y sin embargo se comportan como Gage por motivos vinculados con su cerebro o con el tipo de sociedad en que nacieron. Necesitamos entender la naturaleza de esos seres cuyas acciones pueden ser destructivas para ellos mismos o para los demás, si queremos resolver humanamente los problemas que plantean. Ni la cárcel ni la pena capital —entre las respuestas que la sociedad suele proponer a esos individuos— contribuyen a nuestro entendimiento o a la solución del problema. De hecho, deberíamos ampliar la pregunta, indagar nuestra propia responsabilidad cuando nosotros, los «normales», nos deslizamos a la irracionalidad que marcó la gran caída de Phineas Gage.

Gage perdió una característica exclusivamente humana: la habilidad de planificar su futuro como ser social. ¿Tuvo conciencia de su pérdida? ¿Puede describírselo como una persona consciente, en el sentido que tú y yo lo somos? ¿Es justo decir que su espíritu estaba disminuido, o que había perdido su alma? Si así fuera, ¿qué habría pensado Descartes si hubiera conocido el caso y sabido neurobiología como ahora? ¿Habría preguntado por la glándula pineal de Gage?