CUATRO

A SANGRE FRÍA

Siempre ha sido evidente que en ciertas circunstancias la emoción altera el razonamiento. Abundantes pruebas fundamentan los criteriosos conceptos según los cuales se nos ha educado. ¡Mantener la cabeza fría, mantener a raya las emociones! No permitir que las pasiones interfieran con tus juicios… Como resultado, tendemos a considerar que la emoción es una facultad mental sobrante, que acompaña naturalmente a nuestro pensar racional sin que la hayamos invitado. Si es placentera, la gozamos como un lujo; si es penosa, la sufrimos como intrusión molesta. En cualquiera de los dos casos, el sabio nos recomienda experimentar la emoción y los sentimientos moderadamente. Debemos —dice— ser razonables.

Esta creencia, ampliamente difundida, es muy sensata, y en ningún caso voy a negar que la emoción descontrolada o mal dirigida puede ser una fuente importante de conductas irracionales. Tampoco negaré que la razón en apariencia normal pueda ser perturbada sutilmente por sesgos afirmados en la emoción. Por ejemplo, un paciente aceptará más fácilmente una cura si se le dice que el noventa por ciento de los tratados está vivo al cabo de cinco años, y no tanto si se le dice que el diez por ciento ha muerto.[1] A pesar de que el resultado final es el mismo, la impresión que provoca la mención de la muerte hace que la opción, aceptable en el primer marco de referencia, sea rechazada en el segundo; en resumen: una inferencia incoherente e irracional. El que incluso los médicos tengan la misma reacción que los pacientes comunes descarta la ignorancia como causal de la irracionalidad. Sin embargo, la crónica tradicional olvida una noción que surge del estudio de pacientes como Elliot y de observaciones adicionales que detallo más abajo: la disminución de la capacidad emocional puede constituir una fuente igualmente importante de conducta irracional. La paradójica conexión entre emoción ausente y conducta torcida puede mostrarnos parte de la maquinaria biológica de la razón.

Empecé a investigar esta noción mediante el enfoque de la neuropsicología experimental.[2] En líneas generales, el método considera las siguientes etapas: encontrar correlaciones sistemáticas entre lesiones de localizaciones específicas del cerebro y perturbaciones conductuales y cognitivas; convalidar los descubrimientos, estableciendo claramente lo que se conoce como disociaciones dobles, en las cuales el daño en la zona A provoca la perturbación X pero no la perturbación Y, en tanto que la lesión del área B causa la perturbación Y pero no la perturbación X; formular hipótesis generales y particulares según las cuales un sistema neural normal —compuesto de diferentes partes (i. e., zonas corticales y núcleos subcorticales)— desempeña una función cognitiva/conductual mediante componentes discretos de grano fino; poner a prueba, por último, la validez de dichas hipótesis por medio del estudio de nuevos casos en que la lesión en un sitio específico sirva para indagar y verificar si el daño produjo los efectos previstos.

Así, la finalidad del cometido neuropsicológico es explicar en qué forma ciertas operaciones cognitivas y sus componentes se relacionan con los sistemas neurales y sus diferentes partes constitutivas. La neuropsicología no se ocupa, o no debería ocuparse, de la «localización» cerebral de un «síntoma» o «síndrome».

Mi primera preocupación fue investigar si nuestras observaciones de Elliot se confirmaban en otros pacientes. Resultó ser el caso. Hasta la fecha hemos estudiado doce pacientes con lesiones prefrontales del tipo que hay en Elliot; en todos ellos he encontrado que la toma defectuosa de decisiones se combina con la chatura emocional y afectiva. Los poderes de la razón y la experiencia de emociones decaen al unísono y su deterioro se manifiesta en un perfil neuropsicológico donde atención, memoria, inteligencia y lenguaje siguen tan intactos que no se puede recurrir a ellos para explicar los errores dejuicio del paciente.

Pero el deterioro de razón y sentimiento no sólo surge como dato sobresaliente y concurrente después de un daño prefrontal. En el presente capítulo muestro que esta combinación de menoscabos puede darse por lesiones en otras zonas específicas del cerebro, y cómo esta correlación sugiere que existe una interacción de los sistemas que subyacen en los procesos normales de emoción, sentimiento, racionalidad y toma de decisiones.

INDICIOS QUE SURGEN DE OTROS CASOS DE DAÑO PREFRONTAL

En primer lugar, quiero comentar los casos de lesiones prefrontales desde una perspectiva histórica. El incidente de Phineas Gage no es la única fuente importante de información en el intento de comprender la base neural de la racionalidad y de la toma de decisiones: puedo ofrecer otras cuatro fuentes que nos ayudan a definir el perfil básico.

El primer caso, estudiado en 1932 por Brickner, neurólogo de la Universidad de Columbia, que identificaremos como «paciente A», era un corredor de Bolsa neoyorquino, exitoso personal y profesionalmente, que desarrolló un tumor cerebral parecido al de Elliot: un meningioma.[3] El absceso creció desde arriba y presionó los lóbulos frontales hacia abajo. El resultado fue similar al que hemos visto en Elliot. Walter Dandy, cirujano pionero, pudo quitar el peligroso postema pero no antes que la masa dañara extensamente las capas corticales del cerebro en ambos lóbulos frontales, a izquierda y derecha. Las zonas afectadas eran todas las que perdieron Elliot y Gage, y algo más: a siniestra, fueron eliminados todas las capas corticales situadas frente al área del lenguaje; a diestra, la escisión fue más amplia y excluyó toda la corteza frente a las áreas que controlan los movimientos. También fueron suprimidas las capas corticales de las superficies ventral (orbital) y de la parte inferior interna (medial) de ambos lados de los lóbulos frontales. La corteza cingular no fue tocada. (Toda la descripción quirúrgica fue confirmada en la autopsia, veinte años después).

Figura 4-1. Las zonas sombreadas representan los sectores ventral y medial del lóbulo frontal, que están siempre comprometidos en los pacientes con «matriz de Gage». Adviértase que el sector dorsal lateral de los lóbulos frontales no está afectado.

A: Hemisferio cerebral derecho, vista externa (lateral).

B: Hemisferio cerebral derecho, vista interna (medial).

C: El cerebro visto desde abajo (vista ventral u orbital).

D: Hemisferio izquierdo, vista externa.

E: Hemisferio izquierdo, vista interna.

El paciente A tenía una percepción normal. Su sentido de orientación personal, posicional y temporal era normal, así como su memoria convencional reciente y remota. Ni sus habilidades motoras ni su lenguaje estaban dañados; su inteligencia parecía intacta conforme a las pruebas existentes en esa época. Se hizo notar especialmente su capacidad aritmética y su habilidad para jugar a las damas. Sin embargo, a pesar de su estupenda condición física y sus excelentes condiciones mentales, nunca volvió a trabajar. Se quedó en casa, imaginando proyectos para su retorno profesional, pero nunca implemento ni el más simple de sus planes. Tenemos aquí otra vida que se complicó.

La personalidad de A sufrió un cambio profundo. Desapareció su anterior modestia. Se le conocía como bien educado y muy considerado con los demás, pero ahora podía resultar vergonzosamente inoportuno. Sus comentarios respecto a los otros, incluyendo a su mujer, eran descuidados y frecuentemente crueles. Se jactaba de sus proezas profesionales, físicas y sexuales, a pesar de que no trabajaba, no practicaba deportes y había dejado de tener relaciones sexuales con su mujer o con cualquiera. Su conversación giraba en torno a hazañas míticas condimentadas con observaciones chistosas generalmente a expensas de los demás. De vez en cuando, y como reacción ante la frustración, podía ser abusivo verbalmente, aunque nunca violento físicamente.

La vida afectiva de A parecía más pobre. Ocasionalmente experimentaba un breve brote emocional, pero por lo general estaba ausente ese tipo de demostraciones. No mostraba signos que manifestaran su sentir por los demás, ninguna señal de vergüenza, tristeza o angustia frente al trágico vuelco de los acontecimientos. Su afectividad general puede ser bien descrita como «superficial». A se había convertido en una persona pasiva y dependiente; pasó el resto de sus días al cuidado de sus familiares. Le enseñaron a manejar una máquina de imprimir en la que hacía tarjetas de visita, lo que finalmente fue su única actividad productiva.

A mostraba las características cognitivas y conductuales que intento establecer para lo que podríamos llamar la matriz Phineas Gage; después de dañarse las capas corticales frontales, perdió la capacidad de escoger las opciones más ventajosas, aunque conservaba intactas sus capacidades intelectuales; sus afectos y sentimientos quedaron comprometidos. Es obvio que alrededor de esa matriz los perfiles personales varían según se comparan casos distintos, pero una matriz es inherente a la naturaleza de los síndromes y éstos comparten síntomas básicos comunes que presentan variaciones en las fronteras del marco de referencia esencial. Como he indicado al discutir las diferencias superficiales entre Gage y Elliot, es prematuro determinar la causa de esas divergencias. A estas alturas sólo quiero destacar la esencia común de esta condición.

La segunda fuente histórica data de 1940.[4] Donald Hebb y Wilder Penfield, de la Universidad McGill de Canadá, describieron a un paciente que había sufrido un accidente grave a los dieciséis años y destacaron un rasgo importante: tanto Phineas Gage como A —y sus contrapartidas modernas— fueron adultos normales, de personalidad madura, antes de sufrir daño en los lóbulos frontales y presentar anomalías conductuales. ¿Qué sucedía si la lesión ocurría durante el desarrollo, en la infancia o la adolescencia? Podíamos predecir que los niños y jóvenes afectados no desarrollarían jamás una personalidad normal, que su sentido social no maduraría nunca; eso es, precisamente, lo que se descubrió. El paciente Hebb-Penfield sufrió una fractura compuesta de los huesos frontales, que comprimió y destruyó las capas corticales en ambos lados. Después del accidente se interrumpió su desarrollo social de niño y adolescente, y su conducta social se deterioró; y antes del trauma había sido un muchacho normal.

Quizá el tercer caso —descrito por S. S. Ackerly y A. L. Benton en 1948— sea aún más significativo.[5] El paciente sufrió daño lóbulofrontal poco después de su nacimiento y creció privado de varios de los sistemas cerebrales que considero necesarios para que surja una personalidad humana normal. Consecuentemente, su conducta fue siempre anormal. No era un niño estúpido y los instrumentos básicos de su mente parecían intactos, pero no adquirió jamás una conducta social normal. Una cirugía exploratoria, practicada cuando tenía diecinueve años, reveló que el lóbulo frontal izquierdo era poco más que una cavidad hueca y que todo el derecho, atrofiado, faltaba. El severo daño que sufrió en sus primeros días le había lesionado irrevocablemente la mayor parte de las capas corticales frontales.

Este paciente nunca pudo conservar un trabajo. Después de algunos días de obediencia perdía interés en la actividad e incluso terminaba robando y actuando desordenadamente. Cualquier desviación de su rutina lo frustraba fácilmente, causando explosiones de mal genio, a pesar que en general propendía a ser generoso y amable. (Se le describió como poseedor de la cortesía de un «valet inglés»). Sus intereses sexuales eran débiles y nunca estableció una relación de pareja. De conducta estereotipada, carente de iniciativa e imaginación, no desarrolló pasatiempos ni habilidades profesionales. No le influían premios ni castigos. Su memoria era caprichosa: fallaba en casos en que se habría esperado que aprendiera y a veces tenía éxito en actividades periféricas, como obtener conocimiento detallado de las distintas marcas de automóviles. No estaba triste ni alegre y tanto sus placeres como sus penurias eran de corta duración.

Los pacientes Hebb-Penfield y Ackerly-Benton comparten varios rasgos de carácter. Rígidos y perseverantes para enfocar la vida, ambos eran incapaces de organizar su actividad futura y conservar empleos productivos; carecían de originalidad y creatividad; tendían a fanfarronear y presentar una imagen favorable de sí mismos; mostraban modales generalmente correctos pero estereotípicos; presentaban mengua de su capacidad para experimentar placer o dolor; sus impulsos exploratorios y sexuales eran débiles; no tenían defectos motores, sensoriales ni verbales y conservaban una inteligencia normal en el marco de sus antecedentes socioculturales. Contrapartidas modernas de estos casos siguen apareciendo y, en los que he podido observar, las consecuencias son similares. Todos se parecen por historial médico y conducta social. Un modo de describirlos es decir que jamás logran formular una teoría apropiada acerca de sí mismos o de su rol social pasado y futuro. Y lo que no pueden construir para sí tampoco lo generan para los demás. Están privados de una teoría sobre su mente y sobre el psiquismo de aquellos con quienes interactúan.[6]

La cuarta fuente de evidencia histórica proviene de una zona inesperada: la literatura relativa a la leucotomía prefrontal. Este procedimiento quirúrgico, desarrollado en 1936 por el neurólogo portugués Egas Moniz, pretendía tratar la ansiedad y agitación que acompañan condiciones psiquiátricas como la esquizofrenia y la obsesión compulsiva.[7] Tal como fue originalmente diseñada por Moniz y aplicada por su colaborador, el neurocirujano Almeida Lima, la cirugía producía pequeñas lesiones en la materia blanca profunda de ambos lóbulos frontales. (El nombre del procedimiento es bastante sencillo: en griego, leukos es «blanco» y tomein «sección»; «prefrontal» designa la zona en que se realiza la operación). Como expuse en el capítulo 2, la materia blanca bajo la corteza cerebral está hecha de haces de axones —o fibras nerviosas—, cada uno de los cuales es la prolongación de una neurona. Estas se tocan por intermedio del axón. Los haces de axones se entrecruzan en la materia blanca de la sustancia cerebral, conectando diferentes regiones de la corteza. Algunas conexiones son locales, entre zonas corticales separadas por algunos milímetros, en tanto que otras vinculan áreas más distantes, como por ejemplo las zonas corticales de un hemisferio con las regiones corticales del otro. También hay conexiones —en una u otra dirección— entre capas corticales y núcleos subcorticales (agregaciones de neuronas bajo la corteza cerebral). Un haz de axones —provenientes de una región conocida— que apunta a una zona determinada se suele llamar «proyección», porque los axones se proyectan hasta una colección específica de neuronas. Se define como «trayectos» una secuencia de proyecciones entre distintas zonas.

La novedosa idea de Moniz era que en los pacientes que sufrían de ansiedad y agitación patológicas, las proyecciones y trayectos de materia blanca en la región frontal había establecido circuitos hiperactivos y repetitivos. No había indicios que sustentaran dicha hipótesis; pero estudios recientes de la actividad en la zona orbital de pacientes obsesivos y deprimidos sugieren que Moniz puede haber acertado en parte, aun cuando los detalles fueran erróneos. La idea de Moniz era audaz y se anticipó a las pruebas existentes en su época, pero palidecía en comparación con el tratamiento que propuso. Predijo —a partir del estudio del caso del paciente A y de los resultados en animales que expondré más adelante— que la escisión quirúrgica de esas conexiones aniquilaría la ansiedad y la agitación, dejando intactas las capacidades intelectuales. Suponía que la operación aliviaría el sufrimiento de los afectados y les permitiría llevar una vida mental normal. Motivado por lo que le parecían casos desesperados de tantos pacientes no tratados, Moniz desarrolló e intentó la intervención.

Los resultados iniciales confirmaron en alguna medida las predicciones de Moniz. Terminaron la ansiedad y la agitación del paciente, en tanto que funciones como el lenguaje y la memoria convencional quedaron intactas. Sin embargo, no sería correcto pensar que la cirugía dejó incólumes a los pacientes. Su conducta, que nunca había sido normal, ahora era anormal de otra manera. A una excesiva ansiedad se substituyó una calma extrema. Las emociones se achataron. No parecían sufrir. Se aquietó el intelecto hiperactivo que había producido abundantes delirios u obsesiones incesantes. Se amortiguó el impulso para actuar y reaccionar.

La evidencia que arrojan estos primeros procedimientos dista de ser ideal. Fue recogida mucho tiempo atrás, con el limitado conocimiento neuropsicológico e instrumentos de la época, y no está tan libre de prejuicios —positivos o negativos— como sería deseable. El tratamiento generó abrumadoras controversias. Sin embargo, los estudios existentes prueban algunos hechos: primero, el daño en la materia blanca bajo las regiones mediales y orbitales del lóbulo frontal reducía drásticamente la emoción y los sentimientos; segundo, los instrumentos básicos de la percepción, memoria, lenguaje y movimiento quedaban intactos, y, tercero, parecía —en la medida en que es posible separar los nuevos signos conductuales de los anteriores a la intervención— que los pacientes leucotomizados quedaban menos creativos y con menor capacidad de decisión.

Para ser justos con Moniz y las primeras leucotomías prefrontales, hay que reconocer que los pacientes sin duda se beneficiaron, en cierta medida, con la cirugía. Un grado adicional de dificultad en la toma de decisiones, comparado con los antecedentes de su enfermedad psiquiátrica, parece una pequeña carga en comparación con una ansiedad descontrolada. Si bien la mutilación quirúrgica del cerebro es inaceptable, debemos recordar que, en los años treinta, los tratamientos habituales para este tipo de enfermos incluían la reclusión en manicomios y/o la administración de dosis masivas de sedantes, que sólo los aturdían y no lograban un alivio efectivo. Las escasas alternativas a la leucotomía consistían en la camisa de fuerza y en los tratamientos de electroshock. Las drogas psicotrópicas, como la Torazina, sólo aparecieron a fines de la década del cincuenta. Debemos recordar, asimismo, que aún no tenemos manera de saber si en el largo plazo los efectos de esos medicamentos no dañan el cerebro más que una cirugía selectiva. Así, debemos suspender el juicio.

Sin embargo, no hay que suspender el juicio contra la intervención, mucho más destructiva, conocida como lobotomía frontal. Si la operación que concibió Moniz causaba daños menores en el cerebro, la lobotomía frontal fue a menudo una verdadera carnicería que causó lesiones extensas. En todo el mundo se la calificó de infame por el modo cuestionable como se la prescribía y por la innecesaria mutilación que producía.[8]

Por lo tanto, sobre la base de la documentación histórica, y de las pruebas recogidas en nuestro laboratorio, llegamos a las siguientes conclusiones provisorias:

  1. Cuando la lesión compromete el sector ventromedial, el daño bilateral en las capas corticales prefrontales se asocia siempre con deterioros de razonamiento/toma de decisiones, y de emoción/sentimiento.
  2. Cuando los deterioros de razonamiento/toma de decisiones, y de emoción/sentimiento se destacan en un perfil neuropsicológico por otra parte intacto, la lesión es más extensa en el sector ventromedial; el dominio personal/ social es el más afectado.
  3. En los casos en que el daño prefrontal incluye una lesión tanto o más extensa en los sectores dorsales y laterales que en la región ventromedial, el deterioro racional/decisorio no se limita al terreno personal/social. En general ese menoscabo, así como la mengua de emoción/sentimiento, se acompaña de defectos en la atención y en la memoria operativa, como se ha comprobado mediante exámenes con objetos, palabras o números.

Lo que necesitábamos saber ahora era si esos extraños compañeros —deterioros racional/decisorio y emoción/sentimiento— se podían presentar aisladamente en otras circunstancias neuropsicológicas, como resultado de lesiones en otras zonas del cerebro.

La respuesta es afirmativa. Se pueden observar como efecto de lesiones en otras zonas del cerebro. Una de estas es un sector del hemisferio cerebral derecho (pero no del izquierdo) que contiene las diferentes capas corticales que procesan los estímulos provenientes del cuerpo. Otra, incluye estructuras del sistema límbico, como la amígdala.

INDICIOS ACUMULADOS POR LESIONES MÁS ALLÁ DE LAS CAPAS CORTICALES PREFRONTALES

Existe otra condición neurológica que comparte la matriz Pirineas Gage, a pesar de que, superficialmente, los pacientes afectados no se parezcan a Gage. Conocida como Anosognosia, es una de las presentaciones neuropsicológicas más excéntricas que podemos encontrar. El nombre —que deriva del griego nosos, «enfermedad» y gnosis, «conocimiento»— designa la incapacidad de reconocer una enfermedad en uno mismo. Imagina una víctima de un grave derrame cerebral, cuyo lado izquierdo esté totalmente paralizado, incapaz de mover la mano o el brazo, la pierna o el pie, con la mitad de la cara inmóvil, incapacitado para ponerse de pie o caminar. Ahora, imagina que, no teniendo ninguna conciencia del problema, esa misma persona afirme que no sucede nada cuando se le pregunta cómo se siente, y que responda «estupendamente», con absoluta sinceridad. (Si bien el apelativo anosognosia se ha usado también para designar la incapacidad de reconocer la ceguera o la afasia, en mi exposición sólo me refiero a la forma prototípica de la condición, tal como la he descrito más arriba, y como fuera descrita por Babinski)[9].

Alguien que no esté familiarizado con la anosognosia puede pensar que la «negación» de la enfermedad tiene motivos «psicológicos», es decir, que es una adaptación reactiva frente a la dolencia original. Puedo afirmar con confianza que ése no es el caso. Si consideramos la misma tragedia invertida —en lugar del izquierdo, el lado derecho del cuerpo está paralizado—, los afectados no tienen anosognosia; a pesar de que experimentan con frecuencia grave deterioro lingüístico y sufren eventualmente de afasia, están perfectamente conscientes de su condición. Es más, algunos pacientes, que sufren una parálisis devastadora en el costado izquierdo, causada por un daño cerebral distinto del que produce parálisis y anosognosia, pueden seguir con siquismo y conducta normales y percatarse de sus carencias. En resumen: la parálisis del lado izquierdo, causada por un patrón específico de daño cerebral, se acompaña de anosognosia; la parálisis del lado derecho, causada por un modelo especular de lesión encefálica, no se acompaña de anosognosia; la parálisis izquierda motivada por un patrón distinto del que asociamos con la anosognosia, no se acompaña de falta de conciencia. Así pues, la anosognosia se presenta sistemáticamente con daño en una zona específica del cerebro, y sólo allí, en pacientes que pueden parecer —a quienes no están familiarizados con los misterios neurológicos— más afortunados que aquellos que, además de la inmovilidad parcial presentan dificultades de expresión verbal. La «negación» de la enfermedad resulta de la pérdida de una función cognitiva especial. Esa pérdida resulta del daño en un sistema cerebral específico, causado por un derrame o por diversas enfermedades neurológicas.

Los anosognóticos típicos deben ser confrontados con su obvio defecto para que adviertan que algo les sucede. Siempre que preguntaba a mi paciente DJ sobre su parálisis izquierda —que era total—, empezaba contestándome que sus movimientos eran perfectamente normales, si bien en el pasado había tenido problemas; pero que ahora todo estaba bien. Cuando le pedía que moviera el brazo izquierdo, lo buscaba y, después de mirar el miembro inerte, me preguntaba si quería que «se» moviera «solo». Al contestarle afirmativamente, advertía visualmente la falta de movilidad del brazo, y me decía: «No parece que pueda hacer gran cosa por sí mismo». Como señal de cooperación, ofrecía mover el brazo izquierdo con el derecho: «Puedo moverlo con la mano derecha».

Esta incapacidad para sentir automática, rápida e internamente el defecto mediante los sistemas sensoriales del cuerpo, nunca desaparece en los casos severos de anosognosia, aunque, en casos suaves, se puede disimular. Por ejemplo, un paciente puede recordar visualmente el miembro inerte, e inferir que algo sucede con esa parte de su cuerpo; puede recordar las múltiples afirmaciones, de sus familiares y del equipo médico, en el sentido de que no todo está bien. Sobre la base de esa información ajena, uno de nuestros anosognóticos más inteligentes dice a menudo «solía tener ese problema», o, «no solía notarlo». Por supuesto, todavía lo tiene. La inconsciencia sobre el verdadero estado actual del cuerpo es asombrosa. (Lamentablemente, es frecuente que en las discusiones sobre la anosognosia se evite o minimice la diferencia sutil que hay entre la toma directa, o indirecta, de conciencia de la enfermedad. Una rara excepción es el estudio de A. Marcel)[10].

No menos dramático que el olvido en que los pacientes anosognóticos tienen a sus miembros enfermos, es la falta de preocupación que los caracteriza por su situación general, la falta de emoción que manifiestan y la falta de sentimiento que informan cuando se les pregunta por todo ello. Jamás demuestran angustia, tristeza, lágrimas o furia, pánico o desesperación; reciben siempre con ecuanimidad, y a veces incluso con humor negro, anuncios de un posible ataque grave, por ejemplo —que conlleva el riesgo de ulteriores problemas mentales o cardíacos— o la noticia de que posiblemente un cáncer se les haya producido en el cerebro, todo lo cual significa que en realidad la vida ya no será la misma. Es importante destacar que los afectados por un daño similar en el hemisferio izquierdo del cerebro reaccionan normalmente ante malas noticias equivalentes. Sentimientos y emociones están ausentes en los anosognóticos, y quizás sea ese el único aspecto feliz de su trágica condición. Es posible que ya no sorprenda que en ellos la planificación del futuro y la capacidad de decisión personal y social esté profundamente deteriorada. Es posible que la parálisis sea el menor de sus problemas.

El neuropsicólogo Steven Anderson, en un estudio sistemático de pacientes afectados por este mal, ha confirmado la amplitud de los defectos, y demostrado que los enfermos son tan negligentes sobre su situación y consecuencias como sobre su parálisis.[11] La mayoría parece incapaz de prever la posibilidad de consecuencias funestas; si llegan a suponerlas, parecen incapaces de sufrir por ello. Ciertamente, no pueden elaborar una teoría adecuada acerca de lo que les sucede o puede sucederles en el futuro, y tampoco sobre lo que los demás piensan de ellos. Igualmente importante es que no tienen conciencia de lo inadecuado de sus teorizaciones. Cuando la propia autoimagen se ve tan comprometida, puede no ser posible advertir que los pensamientos y acciones de ese self ya no son normales.

Las personas que sufren el tipo de anosognosia descrito tienen dañado el hemisferio derecho del cerebro. Aunque la caracterización precisa y total de los correlatos neuroanatómicos de la anosognosia es un proyecto todavía en marcha, los datos aparentes son éstos: hay daño en un grupo específico de capas corticales del lado derecho, conocidas como somatosensoriales (de la raíz griega soma, por cuerpo; el sistema somatosensorial controla los sentidos externos del tacto, temperatura y dolor y los internos de estados viscerales, posiciones articulares y dolor), que incluyen las capas corticales de la ínsula; las áreas citoarquitectónicas 3, 1, 2 (en la región parietal); el área S2 (también parietal, en la sima de la cisura de Silvio). (Tómese nota de que siempre que uso el término somático o somatosensorial me refiero, en sentido general, al soma —o cuerpo— y a sus sensaciones, incluyendo las viscerales). El daño también afecta la materia blanca del hemisferio derecho, alterando la interconexión entre las regiones recién mencionadas, que reciben señales desde todo el cuerpo (músculos, articulaciones, órganos internos), y su interconexión con el tálamo, los ganglios basales, y las capas corticales frontales y motoras. Un daño parcial en el sistema descrito aquí no causa el tipo de anosognosia que estoy describiendo.

Figura 4-2. Diagrama de un cerebro humano, mostrando los dos hemisferios vistos desde afuera. Las áreas sombreadas son las capas corticales somatosensoriales primarias. Otras áreas somatosensoriales, respectivamente la segunda zona sensorial (S2) y la ínsula, están sumergidas en la cisura de Silvio, inmediatamente anterior y posterior al piso de la corteza somatosensorial primaria. Por ende, no son visibles en un diagrama de superficie. Su posición aproximada en la profundidad está identificada con flechas.

Durante mucho tiempo, mi supuesto de trabajo ha sido que las áreas cerebrales que se interconectan en la región global del hemisferio derecho dañadas en la anosognosia quizás sean las que, mediante una interacción cooperativa, generan en el cerebro el mapa más coherente e integrado del estado del cuerpo.

El lector podrá preguntarse por qué razón el mapa está sesgado hacia el hemisferio derecho, en lugar de ser bilateral; después de todo, el cuerpo tiene dos mitades casi simétricas. La respuesta es que en la especie humana (y también en las no humanas) las funciones parecen estar distribuidas asimétricamente en los hemisferios cerebrales, por razones que quizá se relacionen con la necesidad de contar con un solo controlador final, y no dos, cuando hay que optar por un curso de acción o por un pensamiento. Si ambas mitades tuvieran igual fuerza electoral para decidir un movimiento podría resultar un conflicto: quizás la mano derecha interferiría con la izquierda y sería difícil producir patrones coordinados de movimiento cuando se requiere más de un miembro. Para diversas funciones, las estructuras en un hemisferio deben tener una ventaja; esas estructuras se llaman dominantes.

El lenguaje es el ejemplo más conocido de dominancia. En más del noventa y cinco por ciento de las personas, incluyendo los zurdos, depende principalmente de las estructuras del hemisferio izquierdo. Otro ejemplo, que favorece al hemisferio derecho, se refiere a la conciencia del cuerpo como organismo integrado, a través de la cual la representación de los estados viscerales por una parte, y la de miembros, tronco y componentes craneanos del aparato musculoesquelético por otra, configuran un mapa dinámico coordinado. Hay que notar que no se trata de un mapa único, contiguo, sino más bien de una interacción y concertación de señales en mapas separados. Conforme a este arreglo, las señales relativas a los lados derecho e izquierdo del cuerpo hallan su terreno más amplio de encuentro en las tres capas corticales somatosensoriales del hemisferio derecho ya descritas. Curiosamente, la representación del espacio extrapersonal, así como los procesos emocionales, suponen una dominancia del hemisferio derecho.[12] Esto no significa que las estructuras equivalentes del hemisferio izquierdo no representen el cuerpo (o el espacio). Sólo indica que las representaciones son diferentes: las del hemisferio izquierdo tal vez sean parciales y no integradas.

Los anosognóticos se parecen en algunos aspectos a los pacientes que sufren daños prefrontales. Ambos son incapaces de tomar decisiones apropiadas en asuntos personales y sociales. Por su parte, los que tienen un daño prefrontal con disminución decisoria, presentan la misma indiferencia que los anosognóticos respecto de su salud, aparte de resistir de modo inusual al dolor.

Algunos lectores, sorprendidos, preguntarán por qué razón no han oído más acerca de la dificultad decisoria de los anosognóticos. ¿Por qué el poco interés que ha suscitado la limitación del razonamiento como consecuencia de una lesión cerebral se ha concentrado en los pacientes que han sufrido daño prefrontal? Una manera de explicarlo es considerar que los pacientes con daño prefrontal aparentan ser neurológicamente normales (sus movimientos, sensaciones y lenguaje están intactos; la perturbación se refiere a sus menguados razonamientos y emociones) y entonces pueden participar en diversas interacciones sociales que delatan fácilmente su razonamiento defectuoso. A los pacientes anosognóticos, por su parte, se los suele considerar enfermos, debido a las evidentes dificultades motoras y sensoriales que limitan el rango de interacciones sociales en que pueden involucrarse. En otras palabras, tienen mucho menos ocasiones de estar en peligro. Aun así, los defectos en la toma de decisiones siguen presentes, listos para manifestarse en cualquier momento y derrotar cualquier programa de rehabilitación ideado por terapeutas y familiares. Incapaces de tomar conciencia de la gravedad de sus limitaciones, estos pacientes no muestran la menor inclinación a cooperar con el médico, la menor motivación para mejorarse. ¿Y por qué deberían mostrarlas si ignoran por completo lo mal que están? La aparente indiferencia o alegría es engañosa porque involuntaria; no se basa en una apreciación realista de la situación. Sin embargo, se suele mal interpretar esa apariencia como una forma de adaptación, lo que influye en quienes los cuidan, que suponen a esos amables pacientes una prognosis mejor que la que les corresponde.

Un ejemplo pertinente es el caso del Ministro de la Corte Suprema William O. Douglas, que en 1975 tuvo un derrame en el hemisferio derecho.[13] La falta de impedimentos verbales le auguraba un pronto retorno al tribunal, o por lo menos así lo pensaron quienes no querían que se perdiera tan prematuramente un miembro tan brillante de la Corte. Sin embargo, los tristes acontecimientos posteriores configuraron una historia distinta y mostraron lo problemáticas que pueden ser las consecuencias de permitir que pacientes con esos impedimentos mantengan amplias interacciones sociales.

Los primeros indicadores se presentaron muy pronto, cuando Douglas se marchó del hospital contrariando las indicaciones médicas (repetiría esto en varias oportunidades, haciéndose llevar a la Corte, o aventurándose en agobiantes salidas de compras y festines). Esto, así como el talante jocoso con que atribuía su hospitalización a una «caída», descartando su parálisis como un mito, fue considerado parte de su proverbial firmeza de carácter y buen humor. Cuando se veía forzado a aceptar —en alguna conferencia de prensa— que no podía caminar ni levantarse de la silla de ruedas, desdeñaba todo el asunto, diciendo: «caminar no es importante en el trabajo de la Corte». Con todo, proponía a los periodistas que lo acompañaran el mes siguiente en alguna caminata. Más tarde, después que fracasaron diversos esfuerzos para rehabilitarlo, Douglas dijo a una visita que le preguntó por su pierna izquierda: «con esa pierna he estado haciendo goles desde cuarenta metros en el gimnasio». Y agregó que estaba listo para firmar un contrato con los Washington Redskins. Cuando el visitante, estupefacto, le decía cortésmente que su edad avanzada podía ser un impedimento, el juez se reía y contestaba: «sí, pero debería ver como los estoy reventando». Sin embargo, eso no fue lo peor. En repetidas oportunidades, Douglas descuidó las convenciones sociales con otros jueces y con el personal. A pesar de que no era capaz de seguir con su investidura, se negó tenazmente a renunciar, e incluso después que se lo forzó a hacerlo, siguió comportándose como si eso no hubiera sucedido.

Figura 4-3. Vista de la superficie interna de los dos hemisferios. Las zonas sombreadas cubren la corteza cingular anterior. El disco negro marca la proyección de la amígdala en la superficie interna de los lóbulos temporales.

Así pues, los anosognóticos como el que describo tienen bastante más problemas que el no ser conscientes de una parálisis en el lado izquierdo. Tienen razonamiento, emociones, sentimientos y capacidad de tomar decisiones muy defectuosos.

Ahora, una palabra acerca de indicios que arroja el daño en la amígdala, uno de los componentes más importantes del sistema límbico. Son extremadamente raros los casos de pacientes con perjuicios bilaterales confinados a la amígdala. Mis colegas Daniel Tranel, Hanna Damasio, Frederic Nahm y Bradley Hyman han tenido la suerte de estudiar uno de ellos, una mujer con un largo historial de desadaptación personal y social[14]. Es indudable que tanto el alcance como la conveniencia de sus emociones han sido afectados y que no le importan en absoluto las situaciones problemáticas en que se enreda. Su conducta «disparatada» no deja de parecerse a la que encontramos en Phineas Gage o en casos de anosognosia; la incapacidad no se puede atribuir a una mala educación, o a una limitación intelectual (terminó la enseñanza media y su coeficiente de inteligencia está dentro del rango normal). Por otra parte, Ralph Adolphs, mediante una serie de ingeniosos experimentos, ha determinado que la apreciación que esta paciente tiene de sutiles aspectos de la emotividad es profundamente anormal. Aunque estos descubrimientos deben ser verificados con otros casos comparables antes de que se les asigne demasiado peso, debo agregar que lesiones similares en monos causan defectos en el procesamiento emocional, como fue mostrado por primera vez por Harry Weiskrantz, y confirmado después por Aggleton y Passingham[15]. Es más, Joseph LeDoux, trabajando con ratas, mostró que la amígdala juega, sin duda, un papel en la emotividad. (Más, acerca de estos descubrimientos, en el capítulo 7)[15].

UNA REFLEXIÓN SOBRE ANATOMÍA Y FUNCIÓN

El examen anterior de las condiciones neurológicas, en que se destaca el deterioro del par razonamiento/capacidad de tomar decisiones, y del par sentimiento/emoción, revela lo siguiente:

Uno: hay una región del cerebro humano —las capas corticales prefrontal-ventromediales— cuyo daño compromete constantemente, en la forma más pura imaginable, tanto lo racional/decisorio como lo emocional/sentimental, de modo especial en los dominios personal y social. Podríamos decir, metafóricamente, que la razón y la emoción se «cruzan» en las capas corticales prefrontal-ventromediales y que también se intersectan en la amígdala.

Dos: hay una región del cerebro humano —el conjunto de capas corticales somatosensoriales del hemisferio derecho— cuyo daño también involucra lo racional-decisorio y lo emocional-sentimental, además de interrumpir los procesos básicos de señales corporales.

Tres: hay regiones —en las capas corticales prefrontales más allá del sector ventromedial— cuyo daño también compromete el razonamiento y la toma de decisiones, pero conforme a un patrón diferente: o bien el defecto es mucho más profundo, involucrando la operatividad intelectual en todos los dominios, o es selectivo, afectando de preferencia las operaciones con números, objetos o espacio, y no tan agudamente las operaciones personales o sociales. Un mapa de las grandes líneas de estas intersecciones críticas se puede apreciar en la figura 4-4.

En suma: parece haber una colección de sistemas en el cerebro humano que están dedicados específicamente al proceso de pensamiento orientado hacia metas definidas que llamamos razonamiento, y a la respuesta selectiva que denominamos toma de decisiones, con énfasis especial en los dominios personal y social. Ese mismo conjunto de sistemas también está involucrado en la emoción y el sentimiento, y parcialmente en el procesamiento de las señales corporales.

UNA FUENTE DE ENERGÍA

Antes de abandonar el tema de las lesiones cerebrales quisiera postular que hay una región específica del cerebro humano en la cual los sistemas relativos a lo emocional/sentimental, la atención y la memoria operativa interactúan tan íntimamente que constituyen la fuente de la energía tanto para las acciones externas (movimiento) como para las internas (pensamiento, razonamiento). Esta región fontanal es la corteza cingular anterior, otra pieza del acertijo límbico.

Figura 4-4. Diagrama que representa el conjunto de regiones cuyo daño compromete conjuntamente aspectos del razonamiento y del procesamiento de la emoción.

Mi idea acerca de esa región proviene de observar un grupo de pacientes con daños en esa zona y en su entorno inmediato. El mejor modo de describir su condición es llamarla animación en suspenso, externa y mental, variedad extrema de un deterioro racional y de expresión emocional. Las regiones clave, afectadas por la lesión, incluyen la corteza cingular anterior (a la que me referiré simplemente como «cingulada»), el área motora suplementaria (conocida como SMA o M2), y la tercera área motora (M3).[16] En algunos casos, la lesión compromete también áreas prefrontales adyacentes, como la corteza motora en la superficie interna del hemisferio. El conjunto de zonas comprendidas en este sector del lóbulo frontal se ha asociado con el movimiento, la emoción y la atención. (Su compromiso en la función motora está bien establecido; pruebas de su compromiso en las emociones y la atención se pueden encontrar en Damasio y Van Hoesen, 1983, y Petersen y Posner, 1990, respectivamente)[17]. El daño de este sector no sólo produce mengua de movimiento, emoción y atención; también suspende en la práctica la animación de acción y los procesos de pensamiento, de manera que la razón ya no es viable. La historia de una de mis pacientes nos da una idea aproximada del perjuicio que resulta.

La paciente, a quien llamaré Sra. T, sufrió un derrame que causó lesiones extensas en las regiones dorsales y mediales del lóbulo frontal, en ambos hemisferios. Súbitamente inmóvil y muda, se quedaba en cama con los ojos abiertos y ninguna expresión facial. (Frecuentemente he usado el término «neutral» para describir esa ecuanimidad —o ausencia— de expresión).

Su cuerpo permanecía tan inmóvil como su cara. De vez en cuando hacía algún movimiento normal con un brazo, como tirar las mantas de la cama, pero por lo general sus miembros estaban en reposo. Habitualmente, cuando se le preguntaba por su situación, callaba, aunque después de mucha insistencia a veces decía su nombre, o los de su marido e hijos, o el del pueblo donde vivía. Pero no decía nada de su historia médica —pasada o presente— y no podía describir los acontecimientos que provocaron su hospitalización. No había manera, pues, de saber si no recordaba los hechos, o tenía memoria pero rehusaba hablar. Nunca se irritó conmigo por mis insistentes preguntas, jamás mostró la menor preocupación por su situación o por cualquier cosa. Meses después, a medida que salía de la mudez y akinesia (falta de movimiento), empezó a contestar, y aclaró el misterio de su condición mental. Contrariamente a lo que se podría pensar, su mente no había estado aprisionada en la cárcel de la inmovilidad. Parecía más bien que no hubiera tenido mente en absoluto, ningún pensamiento o raciocinio. La impavidez de su cara y cuerpo reflejaba adecuadamente su falta de animación mental. Afirmaba que la incomunicación no le había producido angustia alguna. Nada la forzaba a callar; más bien —según recordaba— «no tenía nada que decir».

Figura 4-5. Diagrama del hemisferio cerebral izquierdo visto desde fuera (imagen de la izquierda) y desde el interior (imagen de la derecha). Muestra la posición de las tres principales regiones motoras corticales: M1, M2, y M3. La zona motora primaria M 1 incluye la llamada «franja motora» que se puede ver en todos los dibujos del cerebro. En su superficie suele dibujarse una fea figura humana (el homúnculo de Penfield). El área motora suplementaria (M2), menos conocida, en la parte interna del área 6. Aún menos se sabe de M 3, hundida en las profundidades de la sima cingular.

A mi modo de ver, la Sra. T no había experimentado emociones. Por otra parte, parecía no haber tenido sentimientos. En mi opinión no había prestado atención a los estímulos externos que se le presentaban ni a sus representaciones internas ni a la representación de evocaciones correlacionadas. Diría que su voluntad había quedado en suspenso; y esa parece haber sido también su conclusión. (Francis Crick, inspirado en mi sugerencia de que la voluntad de los afectados por este tipo de lesiones queda en suspenso, ha postulado un substrato neural en el libre arbitrio)[18]. En suma, había un deterioro generalizado del impulso generador de movimientos y representaciones mentales, y de los medios para potenciarlos. La carencia de impulso se reflejaba externamente en la mudez, la impasibilidad facial y la akinesia. Al parecer la Sra. T careció entonces de razonamiento y pensamiento diferenciados y, por supuesto, no pudo tomar decisiones ni, menos aún, implementarlas.

INDICIOS A PARTIR DEL ESTUDIO DE ANIMALES

Los estudios realizados en animales aportan más antecedentes al argumento que estoy desarrollando. La primera investigación que expongo data de los años treinta. Aparentemente, el proyecto de leucotomías de Moniz fue estimulado por una observación efectuada en chimpancés, que dio al neurólogo el aliento que le faltaba para proseguir con su idea. J. F. Fulton y D. F. Jacobsen, de la Universidad de Yale, mientras estudiaban la memoria y el aprendizaje consciente en Becky y Lucy —dos agresivos chimpancés— observaron que la frustración los volvía especialmente malignos[19]. En el curso de la investigación, Fulton y Jacobsen quisieron averiguar de qué manera una lesión en la corteza prefrontal podía alterar el aprendizaje de una tarea específica. En una primera etapa, los investigadores dañaron un lóbulo frontal, sin que se alterara significativamente la personalidad de los animales. En una segunda fase, lesionaron el otro lóbulo frontal y sucedió algo notable: circunstancias que antes frustraban a Becky y Lucy los dejaban ahora indiferentes; en lugar de tornarse malévolos, seguían tranquilos. En 1935, Jacobsen describió vívidamente esa transformación ante un auditorio de colegas durante el Congreso Neurológico de Londres.[20] Se supone que Moniz preguntó entonces si lesiones similares en el cerebro podrían resolver algunos problemas de pacientes psicóticos. Fulton, estupefacto, no supo contestar.

El daño prefrontal bilateral descrito imposibilita el despliegue normal de las emociones y —no menos importante— altera la conducta social. En una serie de reveladores estudios, Ronald Myers ha mostrado que monos con ablaciones prefrontales bilaterales (en los sectores ventromediales y dorsolaterales, excluyendo la región cingulada) dejan de mantener relaciones sociales normales con los demás monos, a pesar que su aspecto físico no ha cambiado en nada.[21] Los afectados pierden interés en el acicalamiento (propio y de los demás); menguan sus interacciones afectivas con machos, hembras o infantes; su vocalización y expresión facial disminuye, así como su conducta maternal; son sexualmente indiferentes. Si bien pueden moverse con normalidad, no pueden relacionarse de manera adecuada con otros animales del grupo a que pertenecían antes de la operación, y los demás tampoco pueden relacionarse con ellos. Sin embargo, los otros animales se relacionan sin problemas con monos que padecen defectos físicos contundentes, como parálisis, pero que no tienen daños prefrontales. Los monos paralíticos parecen más impedidos que los operados, pero buscan y reciben atención del grupo.

Podemos suponer que los monos con daño prefrontal quedan incapacitados para obedecer las complejas convenciones sociales del grupo (relaciones jerárquicas entre los distintos individuos, dominio de ciertas hembras y machos sobre el resto, etc.).[22] Es probable que les falle la «cognición social» y la «conducta social»; los demás parecen reaccionar en consecuencia. Es notable que monos con daños en la corteza motora, pero no en la corteza prefrontal, no tengan esas dificultades.

Los monos que han sufrido la ablación bilateral del sector anterior del lóbulo temporal (sin daño en la amígdala) muestran cierto deterioro conductual, pero en grado mucho menor que los que tienen daño prefrontal. A pesar de las marcadas diferencias neurobiológicas entre el mono y el chimpancé, y entre éste y el ser humano, comparten esencialmente el defecto causado por un daño prefrontal: la conducta social y personal queda severamente comprometida.[23]

Los trabajos de Fulton y Jacobsen aportan otros indicios importantes. Ya mencioné que el objetivo de sus estudios era entender el aprendizaje y la memoria; desde ese punto de vista su investigación es un hito. El propósito de una de las tareas propuestas a los chimpancés fue el aprendizaje de una asociación entre un estímulo gratificante y su ubicación en el espacio. El experimento clásico se desarrollaba de la siguiente manera: un animal tenía enfrente, al alcance de la mano, dos pozos. En uno de ellos se colocaba un trozo apetecible de alimento, a la vista del animal; en seguida tapaban los pozos, de manera que la comida ya se veía. Al cabo de algunos segundos, el chimpancé debía destapar el pozo que contenía el alimento, y desdeñar el otro. El animal normal conservaba la memoria espacial durante toda la duración del intervalo, y acertaba con el pozo adecuado. Pero después de la lesión prefrontal ya no eran capaces de cumplir la tarea. No bien el estímulo desaparecía de la vista, también se esfumaba de la mente. Estos descubrimientos fueron la piedra angular de las posteriores exploraciones neurofisiológicas del córtex prefrontal de Patricia Goldman-Rakic y Joaquín Fuster.[24]

Un descubrimiento reciente, y de gran importancia para lo que sostengo, se refiere a la concentración de uno de los receptores químicos de la serotonina en el sector ventromedial de la corteza prefrontal y en la amígdala. La serotonina es uno de los principales neurotransmisores, sustancias cuya acción contribuye prácticamente a todos los aspectos de la cognición y la conducta. (Otros neurotransmisores clave son la dopamina, la norepinefrina y la acetilcolina; todos son liberados por neuronas situadas en pequeños núcleos del tronco del encéfalo o prosencéfalo basal, cuyos axones terminan en la neocorteza, en los componentes corticales y subcorticales del sistema límbico, los ganglios basales y el tálamo). En los primates, uno de los roles de la serotonina es la inhibición de la conducta agresiva (curiosamente, desempeña otras funciones en otras especies). El bloqueo de las neuronas que liberan serotonina hace que animales de laboratorio se conduzcan de modo impulsivo y agresivo. Por lo general, si se potencia la función de la serotonina, se reduce la agresividad y se favorece la conducta social.

Conviene advertir, en este contexto —como muestran los trabajos de Michael Raleigh—,[25] que los monos que manifiestan una conducta social adecuada (calibrada según las demostraciones de cooperación, acicalamiento y proximidad con los demás), poseen abundantes receptores de serotonina-2 en el lóbulo frontal ventromedial, la amígdala y las capas corticales temporales cercanas, pero no en otras zonas del cerebro; sucede lo contrario en monos cuyo comportamiento no es cooperativo y sí antagónico. Este hallazgo acentúa la conexión sistemática entre las capas corticales prefrontales ventromediales y la amígdala que he sugerido apoyado en resultados neurosicológicos y que relaciona esas zonas con la conducta social, el dominio más afectado en los pacientes cuya toma de decisiones es defectuosa. (En este estudio, los receptores de serotonina se califican de «serotonina-2», porque hay muchos tipos distintos de receptores de serotonina; de hecho, no menos de catorce).

UNA DIGRESIÓN DE EXPLICACIONES NEUROQUIMICAS

No basta mencionar la neuroquímica cuando hay que explicar la mente y la conducta. Es necesario situarla en el sistema que supuestamente genera un comportamiento determinado. Si no sabemos en qué regiones corticales o nucleicas actúa el agente químico dentro del sistema, no hay manera de comprender cómo modifica el desempeño del sistema. (Y no olvidemos que esa comprensión sólo es el primer paso para una posible elucidación del modo como operan circuitos más sofisticados y precisos). Por otra parte, la explicación neural sólo empieza a ser útil cuando se refiere a los resultados de la actividad de un sistema determinado en otro sistema. No debe minimizarse el importante hallazgo que acabo de describir con afirmaciones superficiales del tipo de «la serotonina “causa”, por sí misma, una conducta social adaptativa», o que su carencia «causa» agresión. Está claro que la presencia o ausencia de serotonina en un sistema cerebral específico provisto de específicos receptores de serotonina altera su funcionamiento; este cambio, a su vez, modifica la operación de otros sistemas, todo lo cual se expresa, por último, en términos conductuales y cognitivos.

Estos comentarios acerca de la serotonina son muy pertinentes en vista de la reciente popularidad de este neurotransmisor. Se ha escrito mucho, incluso en la prensa de divulgación, sobre el antidepresivo Prozac, que bloquea la readmisión de serotonina y aumenta posiblemente su disponibilidad; la idea de que bajos niveles de serotonina se correlacionan con una propensión a la violencia se ha presentado en diversos reportajes periodísticos. Pero la ausencia o el bajo nivel de serotonina, per se, no «causa» una manifestación determinada. La serotonina forma parte de un mecanismo extraordinariamente complicado, que actúa en el nivel de las moléculas, sinapsis, circuitos locales y sistemas, mecanismo en que también intervienen con fuerza los factores socioculturales pasados y presentes. Una explicación satisfactoria sólo puede surgir de un estudio más completo de todo el proceso, en el cual se analicen detalladamente las variables significativas de un problema específico, como la depresión o la adaptabilidad social.

Desde un punto de vista práctico: la solución del problema de la violencia social no vendrá por atender exclusivamente a los factores sociales sin considerar sus correlatos neuroquímicos; tampoco por culpar únicamente a éstos. Se debe prestar adecuada atención a ambos, a los factores sociales y neuroquímicos.

CONCLUSIÓN

Los indicios humanos que hemos descrito en esta sección sugieren que existe un lazo estrecho entre una colección de regiones cerebrales y los procesos de razonamiento y toma de decisiones. Los estudios sobre animales han revelado que lazos similares comprometen algunas de las mismas zonas cerebrales. Combinando los indicios de investigaciones en animales y en humanos, podemos detallar ahora algunos hechos acerca de los roles de los sistemas neurales que hemos identificado.

Primero, esos sistemas están evidentemente comprometidos en los procesos de razonamiento en sentido lato. Específicamente, están involucrados en la planificación y la decisión.

Segundo, un subconjunto de esos sistemas se vincula con la conducta previsora y decisoria que podemos catalogar bajo la rúbrica «personal y social». Se insinúa una relación de estos sistemas con el aspecto de la razón que solemos llamar racionalidad.

Tercero, los sistemas identificados desempeñan un rol importante en el procesamiento de las emociones.

Cuarto, estos sistemas son necesarios para conservar en la mente —durante un lapso prolongado— la imagen de un objeto relevante pero ausente.

¿Por qué tan distintas funciones se aglomeran en una zona circunscrita del cerebro? ¿Qué pueden compartir la planificación y la toma de decisiones personales y sociales, el procesamiento de emociones y la permanencia de una imagen mental en ausencia del objeto que representa?