CAPÍTULO II
Delante iba Sinbad el Marino, y cogido a una punta de su capadril, que fuera el tapado que le pareciera más de piloto, iba Abdalá llevando del ronzal la burra de leche. Sinbad iba de anteojo de larga vista y mondadientes, y la chilaba recogida por las rodillas, para que se le vieran las vendas de cuero de Ubrique en las piernas. Del cinto le caía un puñal damasquinado, que en la punta de la vaina tenía una aguja de marear, en una cajita de cristal. Caminaban por el medio y medio de la calle, y si alguien los miraba, aunque fuese un desharrapado, Sinbad lo saludaba inclinando la cabeza o moviendo el anteojo. Dieron la vuelta por la salida del bazar y bajaron al muelle de las atarazanas del malik, donde los paró un guardia de lanza que hacía su té al abrigo de un castillo de madera de roble.
—Si quieres decirme a quién buscas, ilustre forastero, puedo darte las señas, y si no me lo dices no puedo dejarte pasar. Yo no lo dispuse, que soy criado mandado.
—Yo, señor lancero real, soy el que fue piloto mayor del califa de Bagdad, conocido por Sinbad el Marino, y tú eres muy joven y de tierra adentro para que mi nombre famoso te diga algo. Busco un astillero donde por encargo de un rico señor del Farfistán, mi armador ahora, estarán haciendo dos naves y una que llamo Venadita la voy a llevar al mar.
—¿Dónde estarán haciendo dos naves —se preguntaba el lancero, que era alto, bigotudo, abierto de piernas y algo tartamudo.
—¿No lo sabes, señor soldado?
—Señor piloto, no lo sé. Y no sabiéndolo, no puedo dejarte pasar.
—¿Y qué puede hacer un hombre en este caso?
—Si quieres —le dijo el soldado a Sinbad—, subes a ese castillo de tablas y, pam, pam, me vas diciendo lo que ves y yo te digo cómo se llama, y si aciertas con el astillero, vemos tus papeles, y el próximo viernes te dejo ir al cabo de guardia.
¡Hasta el viernes faltaban cuatro días! Sinbad se quitó la capadril, y posó en las manos de Abdalá el anteojo y el mondadientes, y se dispuso a subir al castillo de tablas, que no era fácil, que estaban igualadas al trinquete. Le estorbaba a Sinbad la barriga, pero calzando allí e impulsándose allá, sin más daño que un chichón en la frente y un rasgado en la blusa, llegó a la cumbre, y cuando estuvo allí se dio cuenta de que dejara el anteojo abajo, y tuvo que desenfajarse para que el soldado lo atase en la punta de la faja roja y así izarlo. Alcanzando el anteojo, Sinbad se enfajó, que le caían bragas y zaragüelles, y soplados los cristales se puso a mirar. Y en un nada estuvo que llorase, que delante de él, y por encima de los muelles, iba una muralla, torreada cada veinte pasos, y sólo por la banda del Sur se veía un trozo de ribera y el mar, y en la ribera carpinteaban en unas lanchas, y de navíos solamente se veían palos más allá de la cerca de las atarazanas. ¡Dios sabe dónde estarían las naves que mandara labrar el señor del Farfistán!
Bajó Sinbad más entristecido que irritado, y pensando si tendría en Basora algún conocido, o en ir al caid, que quizá tuviese memoria leída u oída de él.
—Señor Sinbad —le dijo el soldado—, sabrás que ahora vinieron pilotos nuevos a Basora que están poniendo el timón por rueda, y el gobernador del califa manda que nadie entre en los astilleros.
El soldado abría su mano derecha ante Sinbad y con la izquierda rascaba la nariz. Sinbad entendió la seña y buscó en la bolsa, sin que hiciesen mucho ruido los diecisiete soberanos que le quedarían del préstamo de Monsaide, que no hay que alarmar con dineros en país extranjero, y mientras encontraba una media pieza de plata, se decía a sí mismo cuantas leguas no hay de distancia entre él, que viene soñando, y aquel lanza de bigotes, que más que cuartos, ¡Alá es el guardador de los pobres!, le roba la alegría, la alegre facilidad de llegar con Abdalá y con la burra de leche a los astilleros, y subir a la nave, y andarla toda, y escupir desde popa a sotavento como si ya estuviese en el mar Mayor. Aunque no hubiese sotavento. Dio la media pieza Sinbad, la chinchó el soldado, y después de guardarla dentro de la polaina, se sentó y pidió a los otros que se sentaran con él y tomaron un poco de té, y que en el suyo le dejaran ordeñar algo de leche de burra. Se sentaron Sinbad y Abdalá en unos grandes troncos de nogal, y el guarda les preguntó si traían colador para la leche, que no fueran a ir pelos. Sinbad le dijo que él no colaba, que le gustaba la espuma, y al otro la espuma le daba asco. Sinbad apretaba las rodillas con las trémulas manos, y tenía una bola seca en la garganta que no le dejaba hablar ni tragar saliva. El soldado ordeñó la burra en su taza de té, sopló la espuma, probó, encontró la mixtura dulce, echó más té y bebió goloso.
—¡Una leche muy sumisa! —comentó, y le pasó la taza a Sinbad, quien dijo que a aquella hora no le apetecía nada.
El soldado cogió la lanza y arrimándose a la garita le dijo a Sinbad que la media pieza no la diera en balde, que lo mejor era que estuviesen escondidos un poco más abajo, donde había más pilas de madera, y que reposaran hasta el anochecer, que al cañón vendría una mujer suya a traerle la merienda, y él dejaría a la mujer de puesto y los pasaba a donde estaban los astilleros que no eran del califa, y había allí un guardallaves que era turco, y sin embargo muy imparcial, y ese, con una pieza entera de propina, les dejaría entrar; si había tal nave Venadita también podían subir, y probado que Sinbad era el piloto esperado, salir al mar callandito, y los marineros que precisase, esos los había media legua afuera, en las almadrabas.
Abdalá durmió, pero el señor Sinbad no pudo. Aquella tarde no se acababa nunca, y parecía que el sol fuera cogido en una calma chicha. No tenía el piloto hambre ni sed, y por dentro del magín estaba vacío de todo, sin nombres, sin fábulas, sin vientos, sin recuerdos. No podía sacar ni dos palabras juntas del porrón suyo, otrora tan fácil vertedor. ¡Ay, mi Sinbad, qué bajo caíste! Lloró callado y sorbió las lágrimas amargas. Y menos mal si había nao, que Abdalá no diría nada de aquel sofoco, de aquella siesta triste de Basora. Si había nao daría todo por bien sufrido, y se pondría a la sombra de la popa suya en el astillero y no se movería de allí hasta que llegase Sari con la patente del rico señor del Farfistán, en pergamino perfumado; carta de ese farfistaní de cuyo nombre ya no hacía ahora memoria, de ese señor que ya no sabía si era o no del Farfistán. Debía tener fiebre, y sentía cómo le engordaba la sangre en las venas, y le faltaba aire, aunque por entre las pilas de madera pasaba alegre el nordeste silbador. ¡Quién encontrara este viento en el mar, pies ligeros! Se mareaba a bordo de aquel sopor que le entrara, y comprendía que de un momento a otro le podía estallar la cabeza, que le subían a ella grumos calientes que le privaban de la vista, y quiso gritar por Abdalá, que dormitaba a su lado, y no pudo, y entonces sonó el cañón... ¡El cañón! Y salió Sinbad a la vida. Le entró una gran risa a nuestro señor, se levantó de un brinco, se puso la capadril, miró el Norte en la aguja que llevaba en el puñal. También se levantó Abdalá. La burra de leche seguía paciendo arenarias, y ni alzó las orejas a la seña vespertina. Sinbad velaba por entre las pilas de madera la llegada del lanza. Pasó casi un cuarto de hora antes de que llegase.
—¡Vamos pronto, señor piloto, que hasta la mujer mía no puede estar hoy más de media hora en mi puesto, que una cabra que tenemos está pariendo!
Sinbad tomó de la mano a su vigía Abdalá y siguieron al lanza por una calle ancha entre murallas, muy bien calzada de chapacuña, y lo que más le extrañaba a Sinbad era que no encontraban a nadie en ella, y la calle era larga, larga, larga... Torció el soldado a la izquierda, por un atrio cubierto, y dieron con un portillo, en el que golpeó con la seña acordada, primero tres golpes y después dos.
Tardaban en contestar.
—¡Ese turco siempre está regando el cebollín!
Y estaría, porque aún tardó otro rato en asomarse; abriendo la puerta, apareció con una regadera en la mano.
—¡Un piloto bien gordo! —comentó al ver a Sinbad—.¿Traes la seña?
Sinbad ya traía el soberano en la mano y se lo tiró sin respeto ninguno dentro de la regadera. Cantó alegre en el latón.
—¿Por qué naves preguntas?
El turco era un jorobeta barbudo, los ojos rojos, limpio de cejas, los brazos largos, y algo tenía torcido, fuera de sitio, en el rostro suyo afilado, que al pronto no se sabía lo que era, y después se veía que tenía la nariz calcada hacia la izquierda.
—Por unas —dijo Sinbad muy solemne— que traigo en esta carta pintadas. Las mandó labrar un rico señor del Farfistán.
El turco miraba y remiraba las figuras de las naves que venían pintadas en una esquina de la carta. Les midió la escala¡ con el pulgar derecho.
—¿Y qué hace este en la popa?
—Es un tocador de rabel —respondió Sinbad.
—Esperad, que voy a ver si hay estas palomas.
—¡Date prisa, mi turco, que me está pariendo una cabra! —lo animó el lanza.
Sinbad pasó un brazo por los hombros de Abdalá. Temblaba como una vara verde. ¿Qué dice el Libro, señor Alá, profeta Mahoma, de los sueños que se escurren cada día del corazón del hombre? ¿Entraremos en el Paraíso con nuestros sueños? ¿Para qué se nos dan si no son vida? ¿No podremos siquiera dormir en el Paraíso, vacíos, la alforja vacía, la boca vacía? Aquellos grumos calientes volvían a la cabeza de Sinbad, y golpeaban en ella por dentro, como si alguien estuviese jugando al cuarenta y tres con dados y tirado presto.
Volvía el turco, que no soltaba la regadera, y traía en la mano izquierda unos hilos de alambre trenzado, amarillos.
—Esa nave del tocador de rabel la hubo. ¡Aún estaban estos trozos de segunda cantante entre las virutas! Por cierto que al cogerlas me manché en una cagada de ratón. ¡Ya me podías dar algo más para jabón crudo!
El turco le metía a Abdalá en las manos los trozos de cuerda segunda.
—¿Dónde va Venadita, mi nave? —preguntaba llorando Sinbad.
—¡Y yo qué sé! ¡La hubo!
—¿Quién la llevó! ¿Por qué no me esperó? —gritaba Sinbad, loco.
—¡Quién lo sabe! ¡Eres bien terco, coño!
Dijo el turco, y cerró la puerta en las narices de nuestro señor Sinbad, piloto mayor que fuera del príncipe califa de Bagdad.
Y Sinbad cayó. Cayó al suelo. Ahora sí que le estallara de verdad la cabeza. Le estallara por la parte más débil: por los ojos, por las rendijas que año tras año le fueran abriendo en los ojos los resplandores del mar.
—¡Vaya compromiso! —dijo el lancero—. ¡Haz lo que puedas, buen ciego! Yo te echaría una mano, pero tiene que irse la mujer mía. Tú que tienes una burra de leche ya sabes lo que es el parto de un animal en una casa de pobre.
Y se iba, pero cuando ya llevaba andados diez pasos contados, se volvió y en la mano de Abdalá puso la media pieza de plata que le diera Sinbad.
—¡Un hombre no es un perro! —dijo, y echó a correr.
Horas pasaron y pasaron. Abdalá oía el ronquido sordo de Sinbad, que no daba a pie ni a mano. Pasó así la noche, y ya contra el claror del día el alentar del piloto se fue haciendo a más, y suspiró tres veces seguidas. El ciego le palmeó en la cara, para que despertase. Sinbad salía llorando de aquellas tinieblas tristes.
—¡No hay Venadita, mi vigía!
Prendía algo en el habla y le salían las palabras envueltas en saliva.
—¡Ay, nostramo, vámonos para Bolanda!
—¡No veo nada, Abdalá!
—¡Yo tampoco, señoría del mar!
Abdalá le ayudó a Sinbad a levantarse, y juntando fuerzas pudo izarlo y sentarlo en la burra.
La bestia rebuznó inquieta y Abdalá se bajó y le tocó las tetas.
—¿Quién va a ordeñar sin ver? —preguntó el ciego.
—¡Habrá que mamar! ¡Estríbame bien atrás, no le vaya a engordar en demasía la leche a la pobre!
La burra supo salir de las atarazanas y tomar el camino de Bolanda.
—¡Despacio, prenda! —le gritaba Abdalá, cogido del rabo.
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El ciego Abdalá guía al ciego Sinbad desde la casa del señor piloto hasta la fonda. Porque Sinbad no sabe subir, cegato, por la escalera de mano, la tertulia se hace ahora abajo, en la solana de las mujeres, hasta que Mansur termine una escalera puesta de grados iguales que lleve cómodo desde el patio a la terraza. Sinbad se olvidó de las voces y de los nombres de los pilotos amigos suyos, y para él todos son forasteros que vienen a hacerle una visita. Se habla del mar delante de él por ver cómo va de memoria y si vuelve del paralís que debió tener en la cabeza, y Sinbad no dice nada. Lo que más le distrae es que le traigan telas variadas y las pongan a su lado, y las va acariciando y dice las calidades sin equivocarse: si pana, si sarga, si satinado, si seda cruda, si popelín... También le distrae mucho el oír pájaros .A veces, cuando parece que está más tranquilo, se levanta y pregunta a gritos si oyeron el cañón.
Bolanda sigue siendo la ribera del cantor Iadid. Digo yo, el relator, que en Bolanda había tres aguas que agradecer a Dios: el río, las lluvias calientes del monzón y las palabras fantásticas del señor Sinbad el Marino. Estas aún las escucho verter de jarro a vaso, de fuente a jarro, en la memoria mía. En el muelle, en el soportal del Congrio, nadie osó quitar el aviso de Sinbad. Cuelga de un clavo de cabeza doble, y lo abanican los vientos, los del monzón y los de después del monzón.
Arfe el Mozo compró una nave en Ormuz y le puso «Venadita». Iba a decirle a Sinbad que había una nave Venadita en el mar, pero el viejo Monsaide no se lo permitió.
—¿Quieres hacer fuego con ceniza, oh Arfe amigo? Arfe el Mozo avivó con el hierro en las brasas de la estufa, y miró para ellas, flores rojas de las que salían pequeñas llamas azules.
—¡Tienes razón! ¡Que tenga paz!
FIN