CAPÍTULO IV

Sinbad nunca fuera casado, y no se sabía si por falta de tiempo entre sus famosos viajes, o porque no encontrara aderezo de gusto, o porque no se les acae de todo la vida de familia a los imaginativos perezosos, o por filosofía, como él enseñó una vez a los pilotos de Calicuta, alabando la hermosa castidad que piden las descubiertas del mar y el andar con la amistad de los grandes vientos, a aquellos carnales que no piensan más que en meter mozas en las naves y en remojarlas en calderos que echan por la popa, desnudas como su madre las parió, y si pueden zarpar sin pagar. Otras veces decía Sinbad que comiendo como él lo hacía cuando estaba desembarcado, por países y días festivos, que precisaría diez años para poner media docena de mujeres al tanto de las escuelas de cocina, y dos por lo menos tenían que saber calendario, y no habría renta ni soldada que llegase, y también los piques entre ellas, y no iba a cumplir con las seis, que no juntaba él alegría para tanto, y viniendo del mar, el cuerpo lo que pide es cama quieta y callada. Cocina Sinbad para sí, y cuando llega a la tertulia le echa el aliento a Mansur o a Ruz el Oscuro, y les pide que adivinen, y los otros cantan respuestas, y Sinbad les permite que acierten una que otra vez, para que no pierdan el gusto del juego, pero las más de las veces no pueden atinar que nuestro amigo trae el almuerzo de muy lejos, con trompa de elefante mechada, o sopa de nieve con molleja de pavo, o ajos rellenos de sangre de pichón, a un revuelto chino de huevos con claveles, y así otras suculencias, y también conservas de las Malucas en barrilitos de palma. Mansur lo que más acierta es si el estofado llevaba carnero. Sinbad se echa a reír, y dice frotando las manos:

—El carnero en el estómago me venía diciendo: ¡Vamos a saludar a mi primo Mansur!

Y regüelda y ríen todos, y Mansur dice que no le parece mal la burla, pero se pone colorado.

Volviendo con Sinbad y por qué no se casó, lo que más le gustaba al almirante cuando llegaba a una ciudad extranjera, era salir anochecido a pasear solo por las calles, y todo era atender si salía una mujer por puerta a ventana, y si le chistaría o llamase, y sólo de pensarlo se ruborizaba, y entonces apuraba el paso; también le gustaba ponerse a andar detrás de una que iba calle arriba, y cuando creía que esta ya se diera cuenta de que la seguía aquel señor de tanta apariencia, Sinbad hacía por adelantarla en diez pasos, y se arrimaba a la pared de un huerto, y miraba para ella haciéndose el sorprendido de tanta hermosura —aunque fuera muy mediana lindeza, o muy madura—, porque había un punto en que el caso dejaba de ser verdad para ser hechura gozosa de la imaginación, y sorprenderse era parte del juego, y si no había sorpresa, después no podía haber inquieta memoria cuando Sinbad iba por el mar y en la noche subía al puente, sin otra compañía que el farol de borda. Y Sinbad le añadía a estas rondas y encuentros fantasías muy suyas, como ver llegar la dama y sacar con calma de la bolsa un frasco de perfume a un puñado de rosas deshojadas y claveles, y derramar el perfume, o dejar caer, abriendo la mano lentamente, las suaves flores. Y tenía inventado que albergando en sus pulmones todo el aire que podía, lo libraba silbado, y las rosas y los rizados pétalos de los claveles iban como volando en rueda a posarse a los pies de la hermosa. En un atardecer, en Cochín, una que llevaba en la mano una linterna de papel encendida, se metió en un patio, después de una de estas muestras de amor de Sinbad, y le hizo una seña al piloto y este acudió, y cuando tembloroso le bajaba el velo con una mano para besarla, y con la otra levantaba la de ella que tenía la linterna de papel para averiguar si de cierto encontrara un jazmín del Paraíso, la fulana, que era una cuarentona regordeta, comenzó a gritar que la forzaba un marinero. Sinbad casi lloraba con la vergüenza, y echó sobre el rostro la pelerina bermeja por no ser conocido de la gente que se reuniera. Un zapatero pequeño y jaro, y picado de las viruelas, muy armado de lezna gritaba a la puerta de su tienda:

—¡Estos califatos creen que no hay más que llegar y llenar!

Sinbad vive, pues, solo, y tiene a Sari para algún que otro mandado, y a mediodía se cierra en casa y cocina para sí algo de frito y aliña una ensalada, y las más de las veces pasa con una sopa de manteca y cebolla. Vive pobre, recontando los pocos cuartos que tiene, y cuando le pagan la renta de una huerta que heredó en la Vega, entonces compra siempre una pieza de cuero, ya sea bolsa, cinturón o babucha, y estrena en día festivo, y nunca dice que estrena, sino que ya tenía aquella prenda en casa va para doce a trece años. Guarda cuatro cajas herradas llenas de variedades, pero nunca las abre, y digo yo que será para no desencantarse a sí mismo hallándolas vacías, o si lo que guardan son espejos rotos, conchas y trapos viejos. Cuando termina de comer sale a sentarse a la sombra de la higuera suya, y debruzándose en una rama baja echa una siesta muy roncada. Y fuera de la tertulia sentada de Mansur, todo el otro tiempo suyo lo pasa en hacer algo en el huerto, mudarle el agua a los pájaros de China, y pasear solo por el muelle y la ribera. También pasa mucho tiempo en zurcir y remendar ropa, y en el planchado, y cuando plancha cree que el hierro es una nave, y le hace dar vueltas, y toma costuras de bragas como cuando tomaba en Malaca las corrientes. Si alguien llama a la puerta de su casa, siempre sale a abrir en una mano un mapa y en la otra el anteojo de larga vista. Y sacude el mapa, del que no cae nada, pero Sinbad dice al visitante:

—Estaba repasando la vuelta de Chipre, que la hice cuando fui a comprar para el califa, ¡la larga vida la da Dios!, mondadientes griegos, que allá son de caña de pluma y no gajan, y desembarcamos para ver el entierro de una señora que la matara un marido negro que tenía, y además una pieza de teatro en la que salen unos que roban un gallo, y el gallo es un filósofo, y les echa un sermón a los ladrones, que se van a entregar al juez, y antes de embarcar de regreso les hice en la playa, con mapa, una composición de mares arábigos a los pilotos latinos, y posé el mapa en la arena, y me parece que se le metió alguna al enrollarlo, y es arena roja y aristada, y un grano de ella ya me rayó un cabo de Siria.

Y Sinbad mueve la cabeza, y se ve en los ojos suyos que él no tuvo culpa de que por aquel grano de arena que rasgó su mapa, Siria verdadera perdiera un cabo, y a lo mejor había familia sentada en unas peñas, o andaban marineros a la púrpura, o se le cortó la leche con el susto a una señora que paseaba orillamar, o ahogó un rebaño.

De las cosas que Sinbad más se preciaba era de saber de las etiquetas todas de los señores reales del Oriente, tanto por libro como por experiencia, y cuando llegaban a la villa forasteros principales y quedaban entre nosotros cuatro a cinco días convidados por el jalifa del malik y el caid, lo llamaban a palacio, y entonces Sinbad se ponía una camisa blanca de maestresala y un gorro verde, y estaba allí al tanto de todas las ceremonias y de la cocina, y donde se sentaba cada jerarquía, y si era antes lo frito o lo asado, y cuando entraban las bailarinas, y si el convidado tenía toque de bombo o no. Y le salieron grandes aciertos en ceremonial que fueron comentados en Bagdad y le valieron buenas propinas; de una de ellas vivió todo el año de la escasez, cuando cayó la langosta antes y después del monzón y abortó la burra de la Inclusa, y fue esta propina porque Sinbad advirtió al caid que el duque somalí que pasaba para La Meca, ese comía con tenedor de tres puntas, y no se sabía en Bolanda ni en todo el Califato qué fuese tal cosa, y Sinbad dibujó el tenedor y el caid mandó hacer media docena de plata; vinieron a la villa gentes de otras que estaban a veinte leguas para ver al duque hacer su almuerzo, y para más comodidades del público salió a la terraza de la alcazaba, y era muy graciosa cosa verle pinchar los riñones de oveja con la horquillita aquella rizada y llevar la tajada a la boca; el caid le regaló al somalí los tenedores en una caja damasquinada metidos, y el califa puso por decreto que por respeto a tan noble visitante, en cien años en el Imperio nadie osase usar aquel invento en sus yantares. Se decía que algunos lo hacían a escondidas en su casa. Siempre hubo exquisitos de imitación.

Otra de las acertadas de Sinbad fue cuando pasó camino de Samarcanda una princesita de Badrubaldur que iba casada con un rey estepario, y nuestro piloto dijo que la princesa, como todas las de aquella costa lejana, acostumbraban beber por paja la naranjada que estaba en el vaso, y como se propalase, fue una romería aún mayor que la del tenedor, y la princesita era muy alegre y pequeñita, y tenía en una jaula unos ratoncitos blancos muy felices con collares de flores al cuello y todos con sus zapatitos colorados y era verdad que la princesa sorbía por paja, y las mujeres que vinieron a verla beber no se tenían con la risa, y una ricacha de la vega del Iadid, que traía a vender remolacha de mesa, por tener de la cesta, que se le caía con las carcajadas que echaba, se le fue la memoria de que estaba ya fuera de cuentas, y parió en el medio y medio de la plaza. Y la princesita tan sentada seguía sorbiendo naranjada y agua de membrillo. Con la princesita aquella pasó de séquito un piloto de venecianas que le llaman messer Marco Polo, muy notorio, y tuvo con él conversas nuestro Sinbad, mapa de Catay por delante. Sinbad cuando conocía a algún forastero tomaba muy fácilmente alguna moda que aquel pasajero llevase: así, después que pasó sidi Gamal Bardasí de las Sospechas, anduvo más de un mes muy envuelto en chilabas oscuras, las ojeras teñidas con tinta de ciprés y en cada mano suya un venablo viejo, de cuando pasaron los griegos de Alejandro, y subía a la alcazaba vieja y se sentaba en una almena, los ojos entornados. Otra vez, cuando pasó un gran señor de Cachemira, que era muy curioso del Preste Juan de las Indias, fue Sinbad a contarle de aquel famoso reino, y el cachemirán mandó poner por escrito a un escribano que traía todo lo contado por Sinbad, y cuando este remató el relato, le propinó y regaló con pañuelos para las narices, que fueron los primeros que se vieron en Bolanda y fue moda franca que no tuvo éxito entre muslimes, y el de Cachemira dijo que era tan de su gusto el contar de Sinbad, quien tenía un historiar muy vivo, que si algún día pasaba por Cachemira, que lo había de llevar a un barrio que hay allí de ciegos de nacimiento, para que les contase cómo es la luz del mundo, que aún no encontrara nunca quien la supiera decir. Y desde entonces, cuando Sinbad baja al muelle y encuentra pidiendo limosna a un ciego que hace las santas peregrinaciones, se aparta con él, le paga un refresco de menta o de granadina, lo examina y cuando sabe cuál es la mayor curiosidad que tiene de entre todas las diversiones de la vida, Sinbad le cuenta como es, y los ejemplos los pone de bulto y no de colores, para que el pobre ciego no se ponga a profundizar más dolorido en su pérdida.

Por si llega a oídos de la viuda Alba, Sinbad en la fuente, a la que se acerca con Sari por mostrarle a este cómo se mide con dos caracolas el fondo que hay en el estrecho Calibante, dice en voz alta:

—Tras el monzón, cuando regrese de Cochín una nave en la que llevo parte del trato de la pimienta, he de mejorar este arte por álgebra y logaritmos, conforme a los persas, y la arrendaré a los pilotos mayores, y con la renta le añado dos cámaras a la casa, Sari amigo, y quizá me case, si es que sigo en no volver al mar. Eso sí, una sola mujer, muy señora en lo suyo y bien mantenida. Todos los lunes, pongo por ejemplo, gallina con almendras.

—¿Y los martes, señor Sinbad?

—Si hay mújel, mújel, y de lo contrario, ya miraría en el mapa qué viento toca en Sanga-Sanga, y si es corriente fría o caliente en la sazón, y se manda traer el pez que esté en su punto.

—¡Tengo el vicio de los escachos con perejil! —se dolió Sari.

—Entonces, criado mío, vendrías a comer los disantos.

Sinbad se retira seguido de Sari, tras saludar con leve inclinación de cabeza a las mujeres que están con los cántaros vidriados al agua fresca, y Sari lleva el cabo con las caracolas, y movido quizá por el andar pomposo de su amo, lleva una a la boca y sopla fuerte, y sale la bocinada estridente, y a Sinbad le gusta, que le recuerda, según él dice, la seña de cortesía que le hacía la guardia de Melinde cuando entraba en el palacio del Sultán a decir la marea del día. Un enano con un plumero le quitaba el polvo de los borceguíes.

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Encendió el candil de aceite y lo colgó de un clavo en la viga de acacia, que estaba muy curvada y si no la hubiese posteado en el medio podía venirse abajo todo el tejado, y fuese desnudando con grande calma, y pasando el cepillo a cada prenda. Sacó de tras el biombo un maniquí que le comprara a un sastre en Columbo y lo vistió con lo que él se sacaba, turbante y todo, y cuando quedó en camisolo y bragas le dio dos o tres viradas al maniquí, que era giratorio, y comentó entre dientes, que eran tres no más y vacilantes, que no había queja, que paseara aquel día bastante lucido, y para meterse en la cama se dispuso a enmangar un camisón lleno de zurcidos y remiendos, y le pareció que alguien andaba en la puerta, y estuvo atento, y no era nadie, sino una rata que roía en el desván, y siguió poniéndose el camisón, y se fijó en un remiendo nuevo amarillento que tenía poco más arriba de salvas partes, y sonrió.

—Si entrara alguien súbitamente y mirara esta vieja prenda, le diría que llegaba a tiempo de ver lo que nunca yo enseñara a nadie, y fue que este retalillo amarillo me lo mandó para fondo del entredós de una pechera una dama de Ormuz, y yo tenía precisión de un camisón, y me parecía que si ella lo supiese, que le gustaría que lo hubiese metido en prenda de más intimidad, y así partiendo del retal fui añadiendo telas hasta lograr el camisón famoso, aquí presente, y las otras telas se gastan, pero el remiendo amarillo, que es satinado levantisco, ni se roza, ni pierde...

—¡Satinado levantisco! —repetíase a sí mismo Sinbad—. ¡Mira que dan tan pronto con unas palabras tan bien puestas! Hay adjetivos que dichos de una cosa, en el instante mismo la aumentan de precio, y la ponen delante de los ojos como si encendiesen a su lado una lámpara, o la acabasen de pintar... ¡Satinado levantisco! Y si fuese Mansur quien llegase, por pasmarlo de saber de amores y cortesanías, le diría que se fijase, que el regalo de la dama de Ormuz, cuando decidió hacer el camisón, no lo pusiera para delante, en la barriga, donde podía haber alguna deshonestidad, sino para atrás y alto, fuera de la salida natural de vientos, aunque estos están permitidos por el Libro en Matrimonio, seis de máximo cada noche. ¡Benditas sean las plumas que escribieron las letras!

Sinbad mató el candil, se metió en el lecho, y buscó en las memorias suyas un viaje para adormecer con él, y gustaba de buscarlos muy largos y detallados y no sabía dejar cabo suelto desde que salía a la solana suya haciendo visera con la mano, por ver cómo se levantara el mar aquella mañana, y qué viento lo peinaba, y por veces tenía que pararse, que no situaba en el cuento unos compañeros o una despedida, o de qué parte ancoraría la nave, o un fardo estaba puesto en cubierta que no dejaba pasar cómodo a proa, y estaba media hora dándole vueltas a aquel tropiezo, y cuando lo burlaba, entonces la nave y el sueño suyo encontraban franca vía, y adormecía en un repente, quedado y roncador, y si soñaba, lo que no acostumbraba, le subían los sueños en palabras a los labios, a pasearse. Si pudiéramos verlas, seguramente que eran palabras muy vestidas de colores, espuma de la memoria que Sinbad gastaba cada día, nueva y eterna espuma del mar Mayor, rota en perlas relucientes por los vientos amigos que pasan cantando.