CAPÍTULO II
Baja Sinbad todas las tardes al muelle cuando termina la tertulia en la fonda, y mira en el cartel cuántos marineros se apuntaron ya, y no son muchos, y se sienta con Sari a la puerta del estancado de la sal, o entra en la taberna del Cangrejo de Oro, refresca con agua de canela azucarada agasajado por el patrón, y trata con este de víveres que comprará, y manda pesar cuatro o cinco tabales de caballa seca, y mide los rollos de cuerda, y dice que quizá precise tantas varas de la de pulgada y otras tantas de cabo morisco, que después de cocido este es el mejor que hay para las navegaciones al Sureste, que no suda sal, y aunque se moje en una tormenta al secar no entiesa. Y los presentes, que llevan toda la vida tratando en cabo morisco y lo van a comprar hasta Túnez, pasman de tanta ciencia, y pasados dos días, si vais por el bazar, veis que el cordelero Mustafá ya anuncia en su tenderete: «Cabo morisco cocido. La mejor para el mar y para pozos».
Sinbad cuenta que está esperando a un estrellero de Adem, que le llaman Omar Pequeño, y que es un hombre que sería famoso si no fuese por la humildad con que anda por el mundo, y porque sabiendo toda cosa de astronomía y eclipses por álgebra, y poner el cero en las cifras, le da por insistir en lo único que no sabe, que es el ajedrez y quiere aprender el gambito de Federico Siciliano, y lleva en esto siete u ocho años, y no adelanta nada.
—Pasmaréis cuando le veáis, que es alto de nueve cuartas, y lo que son las burlas: cuando era muchachuelo de ocho años, mas o menos, en la feria de Medina lo pusieron delante de un espejo que hacía a la gente que en él se miraba pequeñita como grano de arroz, y tomó una rabia tan grande mi amigo Omar, que se puso consigo mismo en que había de crecer y lograrse tan alto que no lo pudiera empequeñecer ningún espejo de feria. Y a pulso de pensamiento creció, y se puso en las nueve cuartas dichas, y fue a Medina y se plantó delante del espejo, y este tuvo que darse, que no lo pudo resumir, porque excedía Omar de la medida humana. Pasa con estos espejos que empequeñecen a la gente que cabe cómoda en ellos, pero no hacen nada con los que son más altos y sobresalen de los marcos. La gente aplaudió y Omar se puso colorado. Y ya me decía que fuera la talla suya la que lo llevara para estrellero, y se reía diciendo que eran los de las estrellas los ojos que tenía más cerca. ¡Los engañadores! Pero con mi Omar que no haya temor, que además de mirar las partes celestes por número, tiene un paraguas que no hay otro, y cae la noche y canta de popa el que guarda que está la noche nublada, y sale mi estrellero y ve que no hay ni una estrella descubierta, y a lo mejor pasmó la aguja, que la cogió la piedra imán del sultán de Calangora, que se distrae perdiendo naves, y va Omar Pequeño y abre su paraguas, y por dentro de la tela lleva el mapa del cielo. El paraguas está orientado y él sólo muévese y da el cielo natural, y entonces Omar Pequeño canta el punto, y va toda la oscura noche dando rumbos por aquellos mares, y gusta de gritar ¡noche serena!, y los viajeros que van en el puente piensan que es broma de estrellero borracho, pero yo, en mi cámara, en mi camita, con la barba mía bien derramada por el embozo de seda, duermo sonriendo, confiado en las estrellas de Omar, y no hay nada más hermoso que adormitarse en el mar, oyendo ya en sueños la voz de la guarda, que se la lleva el viento...
—¡Ya me tarda el ver ese estrellero! —decía Sari—. ¡Nueve cuartas!
—¿Y es bien figurado? —preguntaba el Cangrejo.
—¿Bien figurado? Algo de anchos quizá le falten, pero anda muy erguido y calmoso, y todo va en la proporción. ¡Hombre, no tiene la gracia de un mediano! Eso sí, tiene una disconformidad en un pie, y ahora mismo no recuerdo si es en el derecho o en el izquierdo. Para crecer como os dije, que era todo de espiritual voluntad, mandaba fuerzas de la imaginación a todas las partes de su cuerpo, por horas, y en la que las estaba mandando a los pies, no se dio cuenta que sobre uno de ellos —ya dije que no me acuerdo si es el derecho o el izquierdo—, le cayó un pañuelo de seda, que lo tapó y no lo veía, y como las fuerzas las mandaba por mirada, aquel pie no creció y el otro creció el doble, yéndose para uno lo que había de ser repartido en dos. Tiene, pues, un pie largo, doble que el otro, y muy empeinado, y el dedo gordo le salió ladeado, y trabajando en él para ponerlo natural lo dislocó, pero con esta falta ganó una gracia nueva, que pasmaréis si os la cuento.
—¡Cuenta, amigo! ¡Refresca con este trago! —animaba el Cangrejo a Sinbad. Al Cangrejo le llaman así por la enseña de su taberna, que lo trae de oro en sínople; es un pequeño gordo, calvo de todo, y en la grande cabeza huesuda y nudosa, trae posado un fez colorado, desteñido por el craso sudor. Toda la vida la pasó llorándose de que por marearse no pudiera ser marinero. Tiene ojos quietos de buey, pero es listo en el trato. Dormita muchas veces en un tabal de caballa, y entonces le cae un hilo de baba desde la boca; parece que duerma profundo, por lo que ronca, pero si alguien se acerca a la caja de los dineros, por muy pies de lana que traiga, cuando ya está a dos varas el Cangrejo abre el ojo izquierdo y escupe el hilo de baba.
—Pues la gracia —contó Sinbad— es que se descalza la babucha y pone el pie de lado, de Levante a Poniente, en la postura natural de los relojes de sol, y echando hacia delante el dedo gordo dislocado que os dije, da en la palma del pie la hora con la sombra de él, y para más comodidad pintó los números de las horas, cuadrados por equinoccios, y así es su hora la más puntual, verano e invierno, que haya en el Califato.
Sinbad sonríe, pasa una tranquila mirada por los ojos de todos los atentos presentes, refresca con el trago de canela, y se despide hasta el siguiente día. Cada hora trae Sinbad una novedad, descubre un país, cuenta de cartas que le vienen de lejos pidiendo puestos en su nave famosa, y dice que si quisiera que podía llevar una tripulación toda de pilotos, cobrándoles encima la escuela. Y ya en su casa, saca el viejo atlas del Islam que tiene metido en un tubo de hierro, lo tiende en el suelo, y con un bastón de ébano se da a sí mismo clase de rumbos. Sari, sentado junto a la carta, pone piedrecitas de colores, rodadas del río Iadid, en las escalas que el señor almirante va haciendo.
—Por donde vamos, ya se debe ver la punta de Borneo. Nunca llegué allí que no fuera bajo grandes lluvias. Piensa que yo estoy en la cama, que ya amaneció, y llegas tú a ponerme la ropa del día en el maniquí, para que me eche una ojeada antes de vestirme con ella, y me traes también una taza de arroz dulce y unas alcachofas salteadas, y yo te pido que te asomes al ojo por ver si llueve y he de llevar sobretodo de damasco o capadril.
Sari tiene en la mano una piedra verde, redonda y pulida, y va a posarla allí donde dice Borneo, cuando su amo diga que anclaron en la bahía y le están haciendo salvas, como muy conocido.
—¡Mira a ver si llueve, Sari amigo!
Y Sari deja la piedra a media cuarta de Borneo y va hacia la ventana, y entonces Sinbad de una copa que tiene con agua en el brazo del sillón, le echa con la mano una ráfaga de gotas
en la cara, y Sari se vuelve sonriendo, y con malicia y con inocencia a un tiempo, con alegría del juego, le dice al patrón.
—¡Nostramo, llueve menudo!
Sinbad le da vuelta a la capa corta que viste aquel día, porque no se le moje, si resulta que sin darse cuenta lleva damasco, una prenda de mérito, y le dice a su Sari, criado paje de mareas y refrescos a bordo:
—¡Ya puedes decir en cualquier juzgado que llegaste a Borneo!
Sari se seca el rostro y pone la piedra verde en su lugar.
Cuando se va a meter en cama Sinbad se acuerda de que todavía no le escribió respuesta alguna al señor del Farfistán, y que ya va siendo hora de hacerlo. Pero, ¿no le respondió? ¡Si ya hace más de un mes que recibió la carta del armador, con la figura de las naves! Sí, seguramente que ya la he contestado, en letra bermeja medinesa alta, o en letra París que es en la que Saladino le escribía a los francos, o en minúscula damascena rasgueada... ¿En qué letra, señor Alá? Y no logra dormir hasta que no se le viene poniendo patente ante
los dos ojos cerrados el sobrescrito de la carta suya, en letra propia, en una que es de él, de Sinbad y de sus ensueños, en unas letras de todos los colores, y hay palabras nuevas que nacen por el gusto de verse en aquellas líneas tan bien formadas, que brincan unas sobre otras, y se vuelven para sorprenderse de la sílaba que viene detrás. Habría que hacer un vocabulario de estas palabras nuevecitas, que sólo Sinbad las comprende, y al oído, por el canto que traen, y viene luego a haber la cosa porque antes fue la palabra. Y el sobrescrito vuela en la imaginación de Sinbad, que se duerme: