CAPÍTULO III

Se levantó Sinbad temprano aquella mañanita de mediados de febrero y al salir a la puerta de su casa quedó un rato arrimado a la reja de la ventana, mirando para los almendros floridos del huerto de la viuda Alba, y diciéndose que estaría vigilante, por ver si la viuda salía a baños calientes, y entonces hacerse el encontradizo y echarle un parrafeo, y beber algo de aquellos ojos negros, y cuando llegaran al portal quizás hubiese algo de suerte y le pudiese coger una mano. Esto ya pasara una vez, y el portal de la viuda está de la otra parte de la plaza, encima de la fuente, y cuando Sinbad le apretaba la mano regordecha y suavizada con enjundia de gallina a doña Alba, como si los pájaros chinos del piloto estuvieran amaestrados, echaron unas cantatas rizadas y tan alegres, que ambos se pusieron en un pasmo, y se dejaron estar en aquella maravillosa caricia por un instante. Cuando le pasó la sorpresa, la viuda corrió a encerrarse en su casa, y Sinbad desde entonces tenía puntos en los que se quedaba medio adormilado, ensoñando. Añádase a esto que vivía solo y era algo sanguíneo.

Cuando llegó Sinbad al muelle, que iba a recomendar al piloto Mostazá —ese de quien conté que le robaron una oreja cuando estaba durmiendo al sereno en Calicuta—, una carta para Calicuta, que había allí un médico conocido suyo que entendía mucho de vistas nubladas, y la de Sinbad con los años iba perdiendo los resplandores del mundo, y muchos colores se le mezclaban con sombras, y un hilo de plata que se le ponía movedizo en la visión por veces le hacía tordear como si estuviese borracho, y siempre había vecinos alarmantes y fariseos que corrían famas y echaban comentarios, y Sinbad no podía contar nada sin mirar lo que contaba, y pasaba los ojos suyos por la memoria propia, alineando en ella las figuras como si tuviera delante un espejo, y tenía la mirada de los imaginativos, que la mitad es para fuera, para la variedad del mundo, y la otra mitad es para dentro, para el gusto del invento, y el calorcillo que da al espíritu sacar una historia de nada, de donde están las palabras calladas y confusas, que es como no estar. Digo que cuando llegó Sinbad al muelle con la carta para Cochín, estaba preguntando por la villa y si había puerta obligada para los esquilinos, un forastero alto nueve cuartas romanas, muy embozado de barba negra y la piel muy pálida, los ojos claros entornados como doliéndose de la luz matinal, y todo el equipaje que portaba eran dos lanzas etiópicas de hierro crudo y la hoja laurélica. Sinbad pasó a su lado y lo olió por dos veces, y se fijó en un escapulario que el otro traía, amarillo y verde, que es la señal de los proscriptos de Madagascar, y acercándose entonces a él le preguntó en melgacha cortesano por su nombre y de donde venía. El forastero le contestó muy fino en arábigo que le agradecía el saludo, que quería ser en la lengua de su escapulario y casi le salía, si no fuese que pronunciaba Sinbad el melgacha por la i, y aquella s que cae al final de cada palabra en Madagascar, esa los nativos la silban. Pero no dijo su nombre ni contó de sus escalas.

Sinbad le anunció quién era él, y quedó algo cortado cuando el otro le respondió que nunca oyera hablar de aquella señoría, y eso que podía decirse que lo suyo propio era vivir en los muelles del mundo entero. Se habían acercado marineros y tratantes, y bien vieron que Sinbad iró, colorado, de no verse famoso, ¡y tanto que se decía! Pero nuestro piloto levantó la cabeza, le gritó a Mostazán —quien estaba a caballo del foque haciendo que pescaba un mújel— que no se olvidase de sus letras y se ofreció cortés al forastero a enseñarle la fonda y en lo tocante a que no hubiese oído hablar de Sinbad el Marino hasta aquel momento, que bien se daba él cuenta de que un hombre que anda por el mundo con su corazón propio por toda patria y almohada, no va a estar con la oreja pegada a las gacetas de los muelles, y que además ya hacía nueve años que no navegaba, y sus últimos viajes fueron por partes ocultas e islas que todavía se disputa si las hay o no, y no por los tráficos usados de los arábigos, y que vienen tan apuntados en los atlas del Islam, que ya no tiene gracia salir. Sinbad navegara últimamente por hacer mapas de vientos y descubrir más alla de Malaca la hora tormentina.

—¿Qué hora es esa? —preguntó el forastero.

—Es la hora de la velocidad de los temporales, que están empozados en los mares, sin saber qué rumbo tomar, y quizás, estando alerta, se les pudiera agarrar cuando comienzan a mostrar el pelo, y tornarlas así de las partes habitadas. El mar está por estudiar.

Sinbad llevó el forastero a casa de Mansur, quien lo aposentó en una de las cámaras de la terraza y pidiéndole que le perdonase, que no era contra él respeto ni falta de caridad, le dijo el huésped al nuevo inquilino que era costumbre pedirles a los que viajaban sin valija una semana de adelanto, y que no miraba mal la Ley esto en lugar poblado. El forastero le agradeció a Sinbad que le tuviese las dos lanzas, y de debajo del escapulario sacó una bolsa, y en la bolsa tenía unas pinzas de concha de tortuga, y con ellas tomó muy delicado una moneda de oro y la dejó caer en la arena roja de la terraza.

—Perdona —le dijo a Mansur— que use contigo esta moda, y que no te pague en la mano, risueño fondista, pero es uso de los míos no tocar dinero ni darlo a tocar. Ahora tú coges la moneda de la arena y es como si ella te pagase por su cuenta mi derecho a estar aquí, contemplando el país de

Bolanda y el Golfo, y a comer de tu pan, beber de tu agua, y echar un sueño en esa camareta.

—¡Sólo Dios es Dios! —dijo Mansur bajándose a recoger la moneda, que era un bizantino de media onza.

El forastero se despidió para su retiro, y quedaba convidado a la tertulia de la tarde, pero dándose cuenta de que Sinbad marchaba serio e incómodo porque no le dijera su nombre y viajes, cuando ya el piloto ponía pie en el tercer travesaño de la escala que bajaba a la cocina —que, como dije antes, era escalera de mano erguida— tuvo aquel hombre atristado una voluntad súbita y graciosa, y dijo:

—Señor Sinbad el Marino, antes de retirarme a leer unos recibos quiero darme por obligado tuyo, y para que sepas a quién mandas, yo soy aquella alteza Gamal Bardasí de las Sospechas, que perdió el Reino Doncel. Sinbad, que era muy mirado en etiquetas, se sintió de que puesto como estaba en la estrecha escalera empinada, no podía saludar con la pleitesía debida, pero sabiendo a Mansur debajo mismo de él, curioso siempre que no quería perder palabra de las grandes conversaciones, le dijo en voz baja que aguantase, y dejándose sentar en la cabeza del fondista, le quedaron los dos brazos libres, como muñeco de títeres griegos, e hizo las ceremonias, aunque muy prudente en reverencias, que no estaba muy seguro en la escalera pese al apoyo, y llevó la mano derecha a la frente, a los labios y al corazón, y la izquierda la abrió en el pecho bajo, y hasta fuera suerte que aquel día, con los deseos de timarse con la viuda, pusiera Sinbad dos anillos que tenía, con aguasmarinas soleadas.

—¡Los caminos los derrama la mano del Señor! —dijo Sinbad.

El príncipe juntó palma con palma de las manos suyas, y movió la levantada y melancólica cabeza afirmativamente, y Sinbad bajó con gran pausa, cruzado de brazos, y con las nalgas en el turbante blanco de Mansur, muy asentadas.

—Ya oíste que tienes en casa un príncipe.

—¿Dónde cae Reino Doncel?

—No cae para parte alguna. ¿No oíste a tu inquilino que la perdiera? Hay tierras que sólo son memoriales. ¿No te conté ya del rey Borzasares, que por mejor guardar de los usurpadores sus siete ciudades cuando vino a La Meca, hizo trato con un mago y este se las puso en una sortija, como siete piedras y, jugando Borzasares con la pieza le cayó al mar, y fue perdido así su rico realme? Yo mismo vi a Borzasares pedir por puertas en Damasco, y como en sortija iba toda la familia de sus sujetos, estuvo el mar en Adem un año echando cadáveres. ¡Muchos se hicieron ricos con los rescates de ropas y joyas! Algo parecido le pudo pasar a este Gamal Bardasí con su Reino Doncel. Sinbad iba a hacerse su almuerzo, pero antes olió por dos o tres veces la pepitoria de gallina que estaba cocinando Mansur.

—¿Era aquella gallina de la media polaina, las alas doradas, tan voladora? —preguntó ya en la puerta, y se lamía los labios con la punta de la lengua.

—Ni me acuerdo —dijo Mansur, que no era nada dado a propasarse en convidadas.

Estaban en ruedo en sus cojines los pilotos, y Mansur mandara subir una alfombra nueva y una mecedora de mimbre que tenía, muy de respeto, con funda de otomán colorado, por si quería sentarse en ella Su Alteza Gamal. Ninguno de los navegantes presentes oyera hablar de Reino Doncel, y las opiniones estaban encontradas en lo tocante en a qué viento caería ese emirato, diciendo uno que en el sureste y otro que en tramontana. Monsaide opinaba que andaría más allá de Lisboa, y Arfe el Mozo que en tierra adentro, para la parte de las fuentes del Nilo, donde había aguas movedizas. Sinbad callaba, haciendo musiquetas con la cuchara en la taza del té, y por veces silbando, vaciando en el silbo todo cuanto aire le cabía en el pecho. Y ya se iba el día rosicleando horizontes por mar y tierra, cuando salió Gamal Bardasí de las Sospechas de su retrete, con el manto recogido en la cintura, y en cada mano su lanza, y era mismo la erguida figura que todos aguardaban ver, seria y señora, y cuando Mansur le ofreció la mecedora se sentó en ella con mucha pausa y gravedad, posó las lanzas en el suelo, puso los pies encima de ellas tras quitarse las babuchas, miró muy calmoso a todos los contertulios, uno por uno, y no dijo palabra.

—Señor —dijo el viejo Monsaide—, aquí en Bolanda hay paz sobrada para propios y extraños. Los viejos marineros gustamos de poner mares por debajo de nuestras conversaciones, navíos en las brisas que pasan. Dicho está que los corazones solamente se miden por el brillo de las estelas gloriosas. ¡Dios te guarde! ¿De qué banda cae Reino Doncel, príncipe real? Gamal posara las abiertas manos en sus rodillas y miró por encima de las cabezas de los pilotos la franquía lejana del Golfo, que se perdía en un claro de oro, y siempre entornando los ojos, como parecía su natural.

—Reino Doncel caía todavía más allá de Trapobana, quizá por donde anduvo Sinbad en busca de la hora tormentina. La señoría era de un tío mío que al llegar a los veinte años de edad se le puso en la espina un punto con inflamo, y jorobó ladeado, y no quiso ya nunca más salir de su palacio, y dio en gobernar el reino por medio de espejos y de agujeros, y ponía las leyes por adivinanza, y tenía también pájaros oidores, que son unos mirlos de por allá que repiten todo lo que escuchan, y en cada casa de rico tenía mi tío cuatro o cinco, y por lunas los traía a la cámara secreta suya a examinarlos, y no le importaba nada lo que oían los mirlos suyos salvo que fuese política, aunque a veces se entretuviese en alguna curiosidad, verbigracia, si un viejo matrimoniaba con moza, cómo fuera la primera noche, o si había cuernos en casa de algún altivo, si le pegaba la mujer mas joven al señor sargento mayor, y cuántas veces contaba el tendero Leartes, que fue famoso avaro y comía la carne por sombra por encima de cortezas resecas, las monedas de plata; digo que de esto era curioso por chiste. Pasó que comenzaron a echar los pájaros, cuando los examinaba, palabras nunca oídas, que no estaban en la Perfecta Compilación ni el Tesaurus, ni en las modas de teatro que venían de China, y mi tío se hizo sospechante, y un día en que un pájaro trajo toda una conversación en esa parla secreta, al dueño de la casa en que estuviera el chivato, mandó a mi tío que le cortasen la cabeza. Usábase allá que el penado era convidado a una fiesta en palacio, y el visir de mi tío le decía que se asomase a una ventana para que viese el pavo real que llegara la víspera de Siam, y el otro echaba la cabeza bien afuera, buscando en el patio dónde se habría escondido el pavo famoso, y en esto le caía un hachazo en el pescuezo. Mi tío pedía que le trajesen el tambor mediano, y echaba muy redoblado toque de muerto, con seña de hombre principal, o cabo primero, o forastero.

—¿Dónde se ponía el verdugo? —preguntó Mansur que como todos los pacíficos risueños gustaba mucho de cuentos de miedo y de no poder dormir hasta que no metiese la cabeza a sudar debajo de la almohada.

—Estaba por fuera, colgado de una cuerda por la cintura, y cuando el visir asomaba su mano, diciéndole al penado por dónde andaría el pavo real, el verdugo se soltaba de una aguarda de hierro, y venía columpiado, rápido como un rayo.

—¡Mucho se inventa! ¿Y había pavo?

—Al principio sí, pero al que había no le iba el clima, y murió en tres semanas, de las anginas. Después ponían las plumas de la cola en una cesta y se hacían las justicias al anochecer, que mal se veía el pavo. Siguiendo con el cuento, digo que huyeron muchos notorios para Catay y Fusango y la isla de Joló, y andaban por aquellos encuentros juntándose y tratando de venir con una armada a echar a mi tío jorobeta de la corona y a ponerme a mí en su lugar, y que me avisarían por dos sierpes verdes. Mi tío andaba soliviantado, se cagaba en su monumento, y ya tenía callo de los redobles que echaba cuando mandaba matar rebeldes, y un día me llamó para decirme que iba a echar fuera toda la nación y a esconder Reino Doncel para que ningún cabrón se lo quitase, y que me pasaba a mí este secreto porque era el único de la familia de quien no desconfiaba. Yo era un sobrino dado a leer de plantas, y el más de mi tiempo lo pasaba injertando limoneros en un jardín y estudiando hierbas de adorno, a las que variaba forma y color, y ya lograra en otoño un prado blanco, y como dijeran de mí, desde que me vieron rapacete, que era muy tímido para las mujeres, me dejaba estar metido en mí, y corriendo aquella fama mía yo callaba, y mejor estaba solo por si me venían con lágrimas las horas de la soledad, que las hay, y desde que me tocaran en la espalda avisos de que los escapados me querían por emir, yo, la verdad sea dicha, no hacía más que soñar con tener doncellas hermosas en mi palacio, una en cada cámara, y yo paseando de una a otra, y siempre hablando variado con ellas églogas y comedias... Y me duele ahora que el jorobado aquel mandase mis sueños a la ceniza Le pregunté si era fácil esconder un reino como el nuestro, que eran bosques y campos abiertos, y una vegada de almendros y una ciudad amurallada, y él me dijo que sí, que tenía una capa negra y que la ponía en el aire con palabras sopladas, y con un guiño de ojo se quitaba la capa, y todo lo que estaba debajo desapareciera, y en tres golpes podía esconder todo el Reino Doncel. Como doliéndome de mis hierbas y de los almendros que iban para flor, le pregunté si donde se escondería nuestro reino no se pudriría todo, no se oxidase o cubriese de musgo, y él me dijo que no, que abajo del todo, donde metería el país, había una selva soleada, y allí estaría muy asentado el reino, como colada de francos a secar en una ribera, y tan cómodo todo y respirante, que él no se movería del palacio y no le faltaría agua fresca ni luz del día, aunque esta le viniese por pasos de escalera de espejos. Le dije que yo era su sobrino obligado y halagado súbdito, y que me mandaba, y él quedó en avisarme, y cuando estaba un servidor de regreso en su jardín, perdido en imaginaciones, apaciguando la voluntad que con el anhelo del emirato me hiciera aquellos días algo soberbio, llegaron las dos sierpes con el anuncio de que los escapados embarcaran para llegar con la lluvia del día siguiente, que en Reino Doncel llovía siempre por las tardes, y a esa lluvia le llamábamos el baño, ¡y qué bien la bebían mis hierbas de ensayo! Me dije que tenía que ir a ver a mi tío y distraerlo, y si podía había de hacerle mirar un árbol que dejaría en el jardín, y que era un limonero que yo inventara y que no más tenía que dos ramas, y cuando estaban cargadas de fruto eran tan livianos los limones, y pesaban menos que el aire caliente, que entonces el limonero, si no estaba bien agarrado a la tierra, volaba a saltitos de aquí para allá, como mariposa en los brezales de mayo; dije que buscaría que mi tío se asomase a ver el árbol, y como el verdugo real siempre estaba colgado por fuera, sin meter yo mano en el asunto, caería desde el quinto piso la cabeza del emir, tan solazada siempre en su turbante relleno de plumón de perdiz. Iba yo para el palacio emiral al trote de mi Polisandes, que era un caballo que comprara a uno que lo traía en estampas, sacado de una novela griega, y se mezclaban entonces en mi corazón la alegría de coronarme rey con el temor de la aventura en que me ponía, y el limonero célebre lo llevaban delante de mí cuatro pajes corredores míos, dentro de una tienda morisca de lienzo crudo porque no volase.

Gamal pasó el dorso de la mano derecha por los delgados labios y acarició la barba antes de proseguir el relato, y pareció que se le mudara la voz, y bajando de tono se hacía más confidente.

—Llegué al palacio, y no más llegar ya vi que andaban encendiendo luces, y me dijeron que mi tío estaba armado en la torre descubierta, y subí junto a él y en cuanto me vio me dijo que llegaban los escapados, y que ya metieran en el reino avisos, y que no había tiempo para nada, ni para una que tenía determinada, de desvirgar entre él y yo todas las hijas de los rebeldes, lo que por otra parte no venía mal como medicina preventiva, ya que abajo había de todo menos cópula. ¡Estaba rojo como pimiento morrón! Me gritó que bajase para la solana, y que me estuviese allí quedo a la escucha, y no tuviese miedo por viento que sintiese abanar el mundo, que iba a echar la capa maga, y del primer golpe borraría el mar, del segundo los campos, y del tercero el palacio en que estábamos. Bajé a la solana y me senté en un serón de zuecos chineses, y no sabía a qué atenerme, y bien veía las sierpes escurrirse por entre los rosales y hacerme señas levantando la cola, y en esto cayó noche oscura, relampagueó, tronó, volaron piedras encendidas, y yo salté de la solana al jardín con el último estampido, y caí en el mar, en un mar que antes no había, y era una mañana soleada, y a dos varas de mí navegaba el serón de zuecas, isla bendita a la que me subí. ¡Alguna quebradura tuviera el arte de mi tío! ¡Y para esto tanto capar cuervos y mirar agujeros en los testes! ¿Qué más os contaré? ¿He de llorar ahora mismo aquí mi jardín florido, mi limonero volador, mi palafrén de novela, mis hierbas de colores, las damas con las que imaginaba conversar letrado poético, las lluvias de la tarde sobre almendros en flor, y hasta el gusto que se me fuera poniendo de ser un rey solemne, sentado en el medio de la plaza, haciendo a las varias gentes justicia y caridad? No me veréis llorar, no. A los nueve días, y ya moría de hambre y de sed, me encontraron unos de Madagascar que volvían de la canela verde, y me trajeron a su isla famosa, donde fui curado de las fiebres del ayuno en el mar, y me tomó amistad el intérprete de foráneos, un tuerto muy político a quien le enseñé a jugar a chapas a la raya, y porque pudiera yo pasar tierras y mares con franqueza, me apuntó como si fuera proscrito de allí, y así tendría derechos, ya que era expulsado de una tierra que hay, que es Madagascar, y no de una que no se sabe de cierto si la hay o no, que es Reino Doncel. Y lo que son los hombres: ese intérprete que tanto me quería, y tanto me ayudaba, anhelaba que yo saliese de Madagascar, para ser él campeón de chapas a la raya, que él ganaba a todos los malgaches y a los pasajeros menos a mí. Y el Gran Cazador de los Malgaches, que así titulan allí al coronado, y es hombre de mucha ciencia y médico...

—Le llaman Bambarino y lee por cristal de aumento —comentó Sinbad, quien estaba muy curioso del relato y también del juego que se traía el señor Gamal Bardasí de acariciar con los pies, como si los acunara, las dos lanzas suyas.

—Es ese mismo —confirmó Gamal—. Y cuando se aburre hace que vengan sus guerreros ante el trono, y a todos les quita el cerote de dentro de las orejas soplándoles agua de una vejiga de perro. Y fue él quien me dijo que me llamase siempre con el mote de Sospechas, porque si volvía a Reino Doncel siempre estaría bien que tuviera una posesión con el apellido de mi tío el jorobado, quien tendría su partido, y también me aconsejó que no dejase de tener a mano las dos sierpes que me mandaban con avisos los escapados, para que testimoniaran en la ocasión que yo era Gamal, el blando injertador, y que el aviso llegara retrasado...

—Y vuestras sierpes son esas lanzas de hierro crudo que tenéis a vuestros pies —dijo Sinbad, haciendo la higa tres veces seguidas por si eran venenosas.

—¡Son y despiertan con la noche! —gritó más que dijo Gamal Bardasí, y se inclinó a cogerlas tras escupir en las palmas, y cuando las levantó eran dos grandes culebras de ojo hostil, erguida cada una en su mano. El príncipe, abandonando la mecedora, sin decir otra palabra caminó hacia su cámara, y daba miedo verlo. Respiraron todos cuando oyeron como se cerraba por dentro.

Los pilotos y Mansur, sorprendidos, miraban para Sinbad, quien muy tranquilo se aprovechaba para servirse otra taza de té.

—Otros casos conocí de más novedad, amigos, y los saqué con bien menos señas. Y este Gamal tenía mucho andado para el oficio de exiliado, que es figura que pide melancolía, por tener tanta parte de su vida sin toque de mujer. Y para que veáis que ya estaba oyendo de esa boca real lo que ya sabía, ¡mirad!

Y mostró Sinbad el Marino, sacándolo de un pliegue del turbante, un limón dorado.

—¡Mirad! ¡Un limón volador de Reino Doncel!

Y jugando a tirarlo y a cogerlo con las dos manos, y palmada entre vuelo y vuelo, en una de estas vino una brisa del Golfo y se llevó el limón por el aire, por encima de los tejados y de las terrazas, por el claro de luna, hasta dónde no se sabe.

—¿Cómo lo hiciste? —le preguntaba el viejo Monsaide a nuestro Sinbad, subiendo juntos por la cuesta de la Mezquita—. ¡Puedo ser tu padre, Sinbad bienamado! ¡Por las barbas del Profeta, hombre! ¿Cómo hiciste, mi califita? Sinbad reía, y echó a correr. Se subió a un canto de cargar harina que había a la salida del almacén del horno de la villa, y ya en el pegó dos brincos.

—¡Han de decir que estás borracho, mi Sinbad! ¿Cómo hiciste, alegría del mar?

—Era nada más que la piel de un limón, Monsaide amigo, con una golondrina dentro.

—¿Y cómo sabías que vendría al caso?

—Lo hice por si al perderse Reino Doncel salía que fuese por el aire, poner este verbigracia volador de punto final.

—¡Quién sueña, sueña! —comentaba para sí Monsaide, golpeándose el pecho y la frente.