CAPÍTULO V
Sinbad, aprovechando que estaban desembarcados los más de los pilotos de Bolanda, como acontecía todos los años por el monzón, los mandaba llamar por turno para saber de ellos cómo andaba ahora el trato de la pimienta, y si seguía rigiendo de Malaca para acá la libra de Calicuta, y de Malaca para allá la libra cantonesa, y si había derecho a cedazo en las Molucas, donde los indígenas echan unas arenas que da cierto árbol y que pasan por pimienta colorada en grano, y había, cuando Sinbad era mozo, marineros que quitaban las tales arenas por cernido, sin hacer caso de los gritos que daban los molucos, y los perros, que allá no tienen ladrido, de oír gritar a sus amos de tal manera, se volvían locos, y se subían a los techos de paja hueca de las cabañas, poniéndose a mear todos a una, creyendo que había fuego y ardía la aldea. De estos perros fue de quienes aprendieron los bandeirantes lusitanos el arte de bombero, en el que llegaron los portugueses a ser tan famosos.
Los más de los pilotos le explican a Sinbad que el trato es con pago sobre barril, que se llena a la vista, y que a las Malucas no se acerca nadie más que al clavo, y que este trato da poco y en aquel mar hay el riesgo de grandes vientos levante, o si no quedadas de más de un mes, chichas calladas y calientes que ablandan la carne de los marineros y se cargan todos de forúnculos. Sinbad dice que él irá a las Molucas sin temor del mar, y que de las calmas chichas se sale por las corrientes, que lo que hay es que saberlas.
—¡Las Molucas son famosas! Y hay mucho señorío chino en el comercio, y las nativas siempre están saliendo del baño y pidiéndoles a los arábigos que las sequen.
Sinbad saca mapa y Sari lo extiende en el suelo, y con la contera de su bastón dice el piloto por dónde caen las Molucas, y se agacha Arfe el Mozo y mismo donde está la Moluca Mayor encuentra un cabello largo y dorado y se lo muestra a Sinbad.
—¿Parece que es rubia del pelo?
Sinbad se pone colorado, cierra los ojos, y afirma tres o cuatro veces con la cabeza. Posa el bastón, y con ambas manos coge el cabello que le ofrece Arfe el Mozo, roza la mejilla en él, suspira, envuelve la hebra de oro en un dedo figurando un anillo, besa allí y cuenta:
—¡Ay, Venadita, Venadita! Pues cómo nunca llegué en todo este tiempo repasando mares a dónde cae la Moluca Mayor, no me di cuenta de que ella me dejara esta memoria de seda. Una sirena de mar llamada Venadita, amigo mío. Se sentaba a mi lado y quería que le enseñase por mapa adónde me vendría a ver. ¡Mira que si llega a venir a darme serenata desde el Iadid! Pequeñita, no había otra, y toda vestida de su cabello dorado, y se sentaba en la arena de la playa —eso si, manteniendo algo de cola en el mar; las sirenas pueden estar en tierra firme a condición de mantener algo de su parte de pez tocando agua—; se sentaba, digo, y todo era probar mi ropa, la pamela mía, mi capa corta de damasco, mi chilaba de lino albar, mi camisola de verano... Todo le estaba sobrado, claro es, que fue el encuentro conmigo por cuando yo andaba en las doscientas libras nuestras, que me pesé para ver cuánto pudiera con las patas suyas el Ave Roc. Pero la niña gozaba con esto y no sabía ser engañadora, y cuando se ponía a cantar, con la cabecita apoyada en mis rodillas y acariciándome los pies, barriendo de ellos las arenas con el suave pelo, de pronto se detenía y me decía:
—¡Ay, Sinbad, no creas nada!
—Y la preciosa me estaba hablando de una isla que hay abajo, donde el que llega, y mientras allí esté, ha de escoger una figura de pájaro o de ave mayor, y yo podría andar de pavo real; en todo es uno el pájaro o ave que elija, y se le da compañera en la familia, y la cocina según el apetito natural, y cuando te cansas y vuelves a la superficie del mar, puedes traer contigo un saco de piedras preciosas ayudado por la sirena... Mi sirena Venadita a veces se echaba a llorar, que decía que no sabía inventar nada más que eso, y que ya tenían dicho las otras que como no sacase otra gracia de países y de canto que no ganaría para un peine de oro. ¿Y qué es una sirena sin peine de oro? Fue habiendo entre nosotros más intimidad, y mucho cariño, y entre las rocas de las Molucas estábamos escondidos al atardecer, pasándonos a besos y otras gracias, y ella siempre probando la ropa mía, y cada día tenía que llevar ropas nuevas de lo mejor, e incluso quiso probar mis bragas, que cabrían tres como ella en cada pernera, y se las metió en la cabeza por la petrina, que entonces se llevaban bragas de meada pronta, que no sé por qué pasó esa moda...
—¡Era una gran comodidad! —dice Mansur—. ¡Yo aún gasto alguna!
—Pues iba diciendo que probó mis bragas, y como por el calor de las Molucas yo andaba con una camiseta que era un medio jubón de seda, quedé con la barriga al aire, y fue cuando Venadita se dio cuenta de que yo tenía ombligo. ¡Mucho se rió! Todos los días tenía que dejarle mirarlo, y metía en él un dedo, ¡y hasta una vez se propasó y me dio un beso allí! Cuando nos despedimos, que vino delante de la nave silbando para enseñarme una corriente que va tres cuartas por debajo
de la flor del agua, y yo metiera en los camarotes a toda la tripulación porque no la viesen, a la señora Venadita, me gritaba desde el mar que mucho iba a echar en falta los juegos con mi ombliguito...
—¿Cómo no la trajiste, Sinbad?
—Le regalé un peine de oro, y ya sabes cómo son las mujeres: porque viesen las otras que ya sabía ganarse la vida, quiso quedarse una temporada en aquellas playas. ¡Que no sé qué gracia le tendrá a doña Venadita el ahogar molucos!
Desenvolvió de su dedo Sinbad el dorado cabello y lo posó donde apareciera en el mapa, junto a la Moluca Mayor.
—Aunque no hubiera clavo en las Molucas, Arfe amigo, iría allá. ¡Todos los corazones tienen su gacela!
Se despiden los pilotos, cubren la cabeza con el pañodril, remangan la chilaba, y se van a sus casas corriendo bajo la lluvia, poniendo los pies en los pasos que hay contra las paredes. Mansur se retarda atando en su dril, y toma a Sinbad del brazo, llevándolo aparte, que no oiga Sari, y le dice al piloto si puede hacerle un pedido de confianza.
—¡Un verdadero amigo es como un espejo, Mansur!
—La cosa es, mi señor Sinbad, que la segunda mía, que es la preferida, siempre me anda diciendo si no sé más novedades en juegos de cama, y que tengo que aprender toda la tabla, que la hay escrita, y que pregunte; pero yo soy comedido y no oso... Pero, ¡esto del ombligo, señoría! ¡Ya podrías decirme cómo se juega con el ombligo! ¡Y si quisieras mirarme el mío y decirme con verdad si está bien hecho y lo puedo mostrar a mi segunda!
Sinbad le da unas palmadas a Mansur en la espalda, y le dice que no hay propiamente juegos de ombligo, que para Venadita fuera novedad porque las sirenas no lo tienen, y que en lo que respecta a los pedidos de la segunda esposa, que la ponga a fregar calderos, de rodillas y en una corriente de aire.
Seguía lloviendo y alternaban chaparrones recios con menudas lloviznas. La tierra labrantía bebía hasta que no podía más. Estábamos en la máxima del monzón, y los ojos de las gentes ya comenzaban a levantarse para los cielos, buscando esos claros que aparecen a la hora meridiana anunciando que la fuerza del monzón decae y que el sol quiere ya echarle una ojeada a la tierra, al hermoso país de Bolanda que sale de bajo la lluvia verde y florido.
En casa de Sinbad está Ruz el Oscuro que trae noticia de que se perdieron dos naves de Ormuz saliendo de Goa, y que no se salvó nadie, y traían las naves una carga de seda y bultos
de canela, y en una de las naves venía el piloto Al Amim, que era conocido.
—¡Y yo que quería preguntarle dónde se toma la ballena para pasar Puisang! ¡El Señor tenga misericordia!
Ruz el Oscuro nunca oyera hablar de la ballena ni de Puisang.
—Puisang es una orilla de China, donde está el mejor puesto para la piedra jade, si no fuera que no quieren intérpretes porque Kublai Jan les tiene prohibido a sus sujetos que hablen o escuchen lengua extranjera, y el comercio se hace por señas, y te digo que es sin duda más legal. Y para llegar a Puisang hay que tomar una nortada muy larga desde Manila y después entras en un mar que está siempre de fondo y lleva las naves contra la derecha, donde hay unos escollos, y no habría nave que pasase si no fuese por la ballena.
—¿Aquel tu famoso zaratán que parecía una isla, Sinbad?
—¡No, amigo, no! Una ballena cualquiera. Ahora que murió Al Amim, ¡goce el piadoso del Paraíso!, te puedo decir que yo sabía dónde se tomaba la ballena pero no quería usar del arte sin que él me lo dijese, ya que fue el primer árabe que pasó a Puisang, y aunque yo sea Sinbad el Marino y viaje por un príncipe del Farfistán, el respeto es el respeto. En aquel mar de fondo del que te contaba anda mucha ballena al camarón, y entonces haces dos redadas de este y lo metes en tinas en agua de beleño, que es adormecedora, de familia somnífera, y lo dejas un día o dos, y cuando ya está bien remojado y adormecido, te vas acercando a donde está una ballena grande paciendo, y las ballenas allí no se asustan, que no hay vecinos que las cacen, y cuando estás a su lado echas al mar los camarones, y a las ballenas les gusta el olor dulce del beleño; viene la ballena tuya y come aquellas calderadas y al cuarto de hora está dormida; entonces bajan a ella cuatro o seis marineros, la atan a estribor, das el trapo todo y te lanzas avante, y aunque el mar te eche a los escollos, no le es tan fácil, con el peso de la ballena, y si llegas a los escollos la ballena te sirve de almohada, y siendo hábil, la metes en una aguja de piedra que hay a la salida del paso y la ballena muere: le das remolque hasta Puisang y le vendes la cabeza a los nativos, que hay allí mucha moda de corsés entre las mujeres.
Se levanta Sinbad de su sillón y rebusca en un saco en el que se lee en letras coloradas «Secretos», y viene con un frasco en el que se guarda un polvo negro, y mostrándolo a Ruz el
Oscuro, le dice:
—He aquí el beleño. ¡El mar es muy malicioso y hay que sabérselas todas! No te empequeñezco, Ruz amigo, pero hay navegantes y navegantes. El mar a mí la mayoría de las trampas me las hace por juego, por ver dónde salgo, y a ti te lo digo en confianza: el mar no me dejará morir en sus ondas. ¡No es que me lo hubiese dicho así claramente o que me hubiese puesto un oficio! Pero si oyeras la voz solemne y cumplidora que pone cuando a veces me dice, mirándome la barba: ¡Que te conserves, mi Sinbad! Se va a reír cuando me vea otra vez en el trato.
Sinbad lleva a Ruz hasta la ventana, y a través de la mansa lluvia le muestra el Golfo, y están los dos pilotos contemplando el mar, acariciados por los vientos calientes; Sinbad, misterioso, le dice a su compañero:
—¡Ay, Ruz, Ruz, si supieras qué viejo es el mar!
Aún el eco de la alcazaba vieja repetía las palabras del almuédano meridiano cuando se vio un claro de cielo sobre Bolanda. Un rayo de sol bajó hasta la higuera de Sinbad. Ya comenzaba a decaer el monzón, y una gallina calzada bermeja osaba salir a buscar lombrices en el campo de la fuente. Sinbad aprovechó aquella escampada para decirle a Sari que convenía dar un paseo alrededor de la plaza y mirar de paso cómo estaban las canales y las regadas suyas. Salieron amo y paje, y Sinbad iba paseando con gran calma y hablando a media voz con Sari, con largo mondadientes en la boca, y en llegando a delante de la casa de la viuda Alba, Sinbad se detuvo y apoyándose en la blanca pared con la mano derecha suspiró, y poniendo los labios suyos en un hierro de la reja, en la que despertaban dos macetas de claveles; digo que poniendo los labios en el hierro, tras quitar, eso sí, el mondadientes de la boca, casi gritó como plañidera de entierro:
—¡Tristes son los días de las despedidas!
El viento movió las cortinas tras la reja, o quizá no fuese el viento, y Sinbad se puso colorado y apuró el paso hacia su casa, llevando de la mano al paje Sari. Volvía a llover. Ya en la puerta se volvió y estuvo contemplando largo rato la casa de la viuda.
—Sari, la víspera de embarcar, has de ir a aquella casa y en el portal vacías media libra de agua de rosas.
—Sí, mi amo. ¡Media libra!
Sari, mientras el piloto mayor contempla la casa de la viuda en silencio, se sienta en un saco de lona que está de pie en el portal, y en el que el señor Sinbad, con tinta china verde, ha escrito con letra redonda:
REGALOS QUE TRAE
PARA DOÑA ALBA
VINIENDO DE LAS MOLUCAS
EL CASTO SINBAD
Y el saco estaba lleno.
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —dijo Sinbad a Sari, leyéndole el letrero—. Y además que así no hay miedo de que se rompan los regalos o se pierdan en un naufragio, y a las Molucas no se llega tan fácilmente. ¡Ni aun yo, Sari querido!